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¿Será verdad que Dios interviene en los asuntos humanos? ¿Acaso determina Él el esplendor y la caída de las naciones? ¿O son los seres humanos los que determinan su propio destino por sus propias decisiones? Hoy muchos se preguntan si realmente existe un Dios, y en particular, un Dios que guíe el curso de la Historia.
Hace 25 años, el periodista italiano Luigi Barzini contempló una incógnita que ha preocupado a historiadores y estadistas durante decenios: ¿Qué llevó a Inglaterra a convertirse en una gran potencia? Barzini se preguntó: "¿Cómo lo hicieron los ingleses? ¿Cómo… fue que una isla periférica surgió de la miseria primitiva a la dominación mundial?" (Los europeos, p. 47). Barzini, como muchos otros, especuló pero no tuvo respuestas firmes. Los filósofos se han preguntado lo mismo respecto del ascenso de los Estados Unidos. ¿Qué factor permitió que 13 débiles colonias vencieran el poderío militar de Inglaterra y se transformaran en la nación más poderosa del mundo? ¿Fue simple coincidencia? ¿Un accidente histórico? ¿El resultado de decisiones y acciones puramente humanas? ¿O fueron estos importantes hechos mundiales parte de un plan global que Dios está haciendo cumplir acá en la Tierra?
Los eruditos podrán burlarse, pero la Biblia contiene decenas de profecías que hace mucho tiempo predijeron el esplendor y la caída de ciertas naciones. Más aún, la Biblia ofrece un marco para comprender el curso de los sucesos en nuestro mundo actual. Los anales de la Historia muestran cómo se han cumplido las profecías—a su tiempo y en detalle—en los últimos siglos. Cuando examinamos con sinceridad el panorama de la Historia Universal, las profecías bíblicas demuestran sin lugar a dudas que Dios está cumpliendo su propósito haciendo ocurrir los hechos que Él predijo en las Sagradas Escrituras hace miles de años.
Las profecías bíblicas ofrecen una explicación acertada y sensata de por qué el mundo es como es hoy, por qué ciertas naciones han surgido y otras han decaído. La Biblia también revela lo que el futuro depara para las principales naciones del Occidente—y para todas las naciones del mundo.
Para captar el significado de los grandes acontecimientos que determinaron o alteraron el curso de la historia moderna, debemos saber primero lo que Dios ha revelado sobre su modo de obrar en la Tierra. Notemos cómo obró con el faraón de Egipto. Para mostrar la identidad del Dios verdadero a la nación más poderosa de la Tierra, Él endureció el corazón del faraón contra Moisés para que prohibiera la salida de los israelitas de Egipto (Éxodo 7:3–5). Cuando los magos egipcios no pudieron duplicar los milagros realizados por Moisés y Aarón, ellos le dijeron al gobernante: "Dedo de Dios es éste" (Éxodo 8:19). En las Sagradas Escrituras, Dios proclama que Él puede predecir el futuro y hacerlo realidad: "Yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero" (Isaías 46:9–10). La aseveración es fácil de verificar si comparamos profecías bíblicas específicas con los hechos históricos.
La profecía bíblica nos ayuda a aclarar qué les ha ocurrido a las naciones modernas, una vez que entendemos cómo estas son descendientes de antiguas naciones mencionadas específicamente en las Escrituras. Por ejemplo, la Biblia dice que los descendientes de Abraham, Isaac y Jacob son un pueblo "elegido" que se convirtió en los "hijos de Israel". Dios le prometió a Abraham que en premio por su obediencia, tendría una gran descendencia, la cual sería fuente de bendición para toda la gente del mundo (Génesis 12:1–3). Le prometió que Abraham sería padre de reyes (Génesis 17:4–6), que sus descendientes se extenderían al norte, al sur, al oriente y al occidente, y que controlarían las puertas de sus enemigos (Génesis 22:17–18; 28:14). Estas promesas se transmitieron a Jacob, quien a su vez tuvo doce hijos: los antepasados de las doce tribus de Israel (Génesis 35:23–26).
Luego, Dios hizo una serie de promesas aun más asombrosas a los hijos de José, llamados Efraín y Manasés. Junto con sus hermanos, estos se conocerían como "israelitas", tomando el nombre de su padre Jacob, cuyo nombre se cambió por el de Israel (Génesis 32:28; 48:16). Dios prometió que los descendientes de Efraín vendrían a ser una multitud de naciones, tal como sucedió con la Mancomunidad Británica. Prometió que los descendientes de Manasés vendrían a ser una gran nación, tal como ocurrió con los Estados Unidos (Génesis 48:18–20). Otras profecías revelan que los descendientes de Efraín y Manasés serían un pueblo colonizador que tomaría posesión de los lugares más deseables de la Tierra (Génesis 49:22; 49:25–26; Deuteronomio 33:13–16), que habría en su camino enemigos envidiosos pero que se impondrían a ellos (Génesis 49:23–24), y que vivirían "apartado[s] de entre sus hermanos" (Génesis 49:26; Deuteronomio 33:16).
Dios también entregó a los hijos de Israel sus leyes, y una misión. Habían de ser luz y ejemplo para el mundo, demostrando que la obediencia a las leyes divinas trae bendiciones (Deuteronomio 4:1–10). Lamentablemente, los antiguos israelitas no cumplieron su parte y cayeron en cautiverio sin heredar todas las bendiciones profetizadas. Los antiguos israelitas nunca recibieron en posesión las puertas de sus enemigos ni los lugares deseables de la Tierra, ni se convirtieron en grandes naciones con sus propios reyes.
¿Significa todo lo anterior que Dios no cumplió sus promesas? ¡No! Solamente las retardó, de un modo que se explica en la Biblia. En los libros de Daniel y Levítico, encontramos profecías con una cronología que explica cómo las bendiciones profetizadas llegarían finalmente a los hijos de Israel. Daniel recibió una profecía sobre "siete tiempos" o sea un período de siete años de castigo para el rey Nabucodonosor de Babilonia (Daniel 4:16, 25). Moisés recibió una profecía similar, en el sentido de que si los israelitas no obedecían a Dios, serían castigados siete veces y luego siete veces más (Levítico 26:18, 21, 23–24). Un "tiempo" o una "vez" puede ser un año (de 360 días), y siete "tiempos" o "veces" pueden ser siete años, como en el caso de Nabucodonosor. Pero siete tiempos o veces también pueden ser un período profético de 7 × 360 años (un día por cada año; ver Ezequiel4:6)—o sea un período total de 2.520 años.
¿Será por un simple "accidente histórico" que la nación de Israel fue llevada cautiva a Asiria alrededor del año 720 antes de Cristo y que los Estados Unidos y Gran Bretaña empezaron su camino al dominio mundial alrededor de 1800 después de Cristo; aproximadamente 2.520 años después que sus antepasados cayeron en cautiverio por sus pecados? ¿Es por otro "accidente histórico" que la nación de Judá cayó en cautiverio aproximadamente en 604 antes de Cristo y que Jerusalén fue liberada de los turcos en 1917, unos 2.520 años más tarde?
Aunque los escépticos puedan descartar el cumplimiento de estas profecías como coincidencias interesantes, muchas profecías sobre los actuales descendientes de la antigua Israel empezaron a cumplirse alrededor de este mismo período. En los últimos siglos, se han cumplido con un asombroso grado de detalle ciertas profecías y promesas específicas sobre los Estados Unidos (Manasés), Gran Bretaña (Efraín) y los pueblos descendientes de los ingleses y de otros pueblos europeos, que se extendieron y colonizaron los lugares preferidos de la Tierra, se apoderaron de las puertas de sus enemigos y llevaron las ideas de la cultura occidental a todo el globo.
Tal como lo describe la profecía, los hijos de José (Efraín y Manasés, o sea Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica) sí viven apartados de sus hermanos europeos (Francia, Holanda, Bélgica), de sus hermanos escandinavos (Dinamarca, Noruega, Suecia y Finlandia) y de la nación judía de Israel. Las profecías de Génesis 49 y Deuteronomio 33 dan claves para identificar las diversas naciones israelitas "en los postreros días". Observando las características profetizadas y revisando la Historia, podemos reconocer qué naciones en el tiempo del fin han cumplido aspectos específicos de estas profecías y promesas.
En los siglos 15 y 16, navegantes portugueses y españoles se lanzaron a explorar y reclamar grandes extensiones de mundo y a difundir allí su fe católica romana. Desde Roma, el pontífice intervino en el año 1500 después de Cristo para resolver las pretensiones de esos dos países al "Nuevo Mundo". Concedió la mayor parte del territorio nuevo a España, pero le tocó a Portugal lo que hoy es Brasil, junto con buena parte de África. En el siglo siguiente, holandeses, franceses e ingleses también exploraron y reclamaron territorios nuevos.
Las naciones que han dominado nuestro mundo moderno empezaron a surgir como potencias cuando Felipe de España lanzó su armada contra Gran Bretaña en 1588. Felipe envió 130 barcos, 2.500 cañones y 30.000 hombres en un intento por traer a la Inglaterra protestante nuevamente bajo la Iglesia Católica Romana. Pero una gran tormenta azotó la armada española antes que alcanzara a llegar, y las naves inglesas, que eran más rápidas y tenían cañones de más largo alcance, atacaron la armada mientras esta subía por el canal de la Mancha. Los españoles terminaron por huir al norte hacia Escocia, perseguidos por la flota inglesa que ya se quedaba casi sin municiones. Al navegar alrededor de Escocia e Irlanda, muchos barcos españoles zozobraron y se perdieron en una tormenta en el Atlántico norte… tormenta que los ingleses vieron como una intervención divina. "La derrota de la armada española marcó la caída de España y el surgimiento de Inglaterra como una potencia mundial" (La batalla 100, p. 54).
À mediados del siglo 18, se desató un conflicto entre ingleses y franceses a raíz de sus pretensiones en Canadá y en el valle del río Ohio. En la batalla de Québec en 1759, las tropas inglesas derrotaron a los franceses, y por medio de un tratado, Inglaterra adquirió toda la tierra que Francia había reclamado al oriente del río Mississippi y al norte de los Grandes Lagos. Con esto, todo Canadá pasó a manos inglesas. Entre 1759 y 1805, la armada inglesa derrotó en forma decisiva a la armada francesa en la bahía de Quiberon y en Trafalgar. En 1815, un ejército combinado de ingleses, holandeses, belgas y prusianos comandado por el duque de Wellington derrotó a Napoleón en la batalla de Waterloo. Una tormenta de lluvia la víspera de la batalla obligó a Napoleón a aplazar su ataque y esto dio tiempo para que llegaran los prusianos e inclinaran la balanza del poder en favor de los ingleses. La derrota de Napoleón, con la ayuda de una tormenta, puso fin al dominio francés en Europa.
En un sentido profético, los encuentros en Québec, la bahía de Quiberon, Trafalgar y Waterloo fueron luchas entre Efraín (Gran Bretaña) y Rubén (Francia). Dios predijo que Efraín se haría grande y dominaría, pero de Rubén dijo: "No serás el principal" (Génesis 48:19; 49:3–4). Todo esto era conforme al plan de Dios.
Aproximadamente en la misma época, los Estados Unidos empezaron su ascenso. Hacia finales del siglo 18, el ejército colonial bajo George Washington resistió y venció a los poderosos ingleses, muchas veces con ayuda de cambios meteorológicos favorables justo en el momento preciso (como en las batallas de Long Island y Yorktown), y por una combinación de decisiones atrevidas de parte de Washington (como en Trenton) y decisiones erradas por parte de los comandantes ingleses (como en Saratoga). La capitulación de los ingleses en Yorktown en 1781, que fue una de las batallas que más han influido en el curso de la Historia, llevó a la independencia de los Estados Unidos y lanzó a ese país en el camino de convertirse en la nación más próspera del mundo y, con el tiempo, la única superpotencia. En términos proféticos, Manasés (Estados Unidos) y Efraín (Inglaterra) habían de convertirse en dos naciones distintas—una gran nación y una multitud de naciones—que es precisamente lo que ocurrió a raíz de la guerra de independencia de los Estados Unidos. Aunque perdió sus colonias americanas, Inglaterra siguió amasando en el mundo un imperio de enorme envergadura y se convirtió en una multitud o mancomunidad de naciones tal como Dios lo había predicho miles de años antes.
Algunos de los ejemplos más llamativos de la intervención divina en la historia moderna ocurrieron en los días más oscuros de la Segunda Guerra Mundial. En el verano de 1940, la blitzkrieg (guerra relámpago) alemana había empujado a 400.000 soldados aliados hasta la costa europea cerca de Dunkerque, Francia, donde los estrategas británicos preveían el desastre militar más grande de su historia. Sin embargo, Hitler cometió el error táctico de detener súbitamente el avance de los tanques alemanes justo cuando se preparaban a dar el mate. El rey de Inglaterra proclamó un día nacional de oración y miles de personas llenaron las iglesias. Durante los nueve días que duró la evacuación de Dunkerque, el canal de la Mancha, normalmente tormentoso, estuvo tan tranquilo como una laguna mientras se desataba una tormenta sobre Flandes, impidiendo que despegaran los aviones de la Luftwaffe alemana. Gracias a estos fenómenos inesperados, casi todo el ejército aliado—338.000 soldados irremplazables—sobrevivió para volver a pelear. Fue un hecho asombroso que el primer ministro británico Winston Churchill calificó de "milagro de liberación". Millares de ingleses atribuyeron el mérito a Dios, como escribió Walter Lord en El milagro de Dunkerque.
Los ingleses dieron gracias a Dios y pidieron su intervención. Durante la batalla de Gran Bretaña, mientras los aviones ingleses peleaban en los cielos sobre Inglaterra y el canal de la Mancha, el rey proclamó otro día nacional de oración. En una transmisión radial, el primer ministro Churchill anunció: "Portándonos humildemente ante Dios, pero conscientes de que obramos en el cumplimiento de un propósito, estamos prontos a defender nuestra patria…" (Tenemos un Guardián, Grant, p. 13). Terminada la batalla de Gran Bretaña, el comandante de la fuerza aérea observó: "Digo con absoluta convicción que puedo ver la intervención de Dios no sólo en la batalla en sí, sino en los hechos que condujeron a ella… era todo parte de un recio plan" (Grant, p. 19).
Cuando las tropas británicas se hallaban en Egipto para la batalla de El Alamein, se proclamó otro día de oración en Gran Bretaña. El general Bernard Montgomery, quien encabezó el ejército inglés en El Alamein, exhortó así as sus tropas: "Los soldados tienen que tener fe en Dios" y proclamó: "Oremos que el Señor, poderoso en la batalla, nos conceda la victoria" (Grant, pp. 30–31). Los ingleses vieron la mano de Dios en el modo como sucedieron los hechos. No solamente estuvo ausente el comandante alemán Erwin Rommel al comenzar la batalla (se encontraba en Alemania), sino que su reemplazo temporal, el general Georg Stumme, murió víctima de un ataque cardíaco camino al frente. Más tarde, el cuerpo africano de Alemania se retiró luego de sufrir grandes pérdidas.
Cuando las tropas aliadas desembarcaron en el litoral atlántico de Marruecos, en las costas de Sicilia y en las playas de Normandía, la mano de Dios se hizo evidente en las circunstancias extraordinarias que rodearon estos hechos. Para la invasión del norte de África hacia finales de 1941, una flota de 650 barcos de los Estados Unidos y Gran Bretaña se dirigió a Casablanca sin que los aviones ni los submarinos alemanes la detectaran porque muchos de los barcos quedaron ocultos por "una borrasca que parecía viajar con nuestras naves" (Grant, pp. 31–34, 49). Se había previsto mal tiempo, que dificultaría o impediría el desembarque, pero a su llegada ¡los barcos aliados encontraron un mar sosegado y tranquilo! El comandante de la armada aliada lo describió como algo "increíble" y muchos reconocieron la mano de Dios.
En julio de1943, el general norteamericano Dwight Eisenhower lanzó su invasión de Sicilia con una oración y un comentario: "La suerte está echada y los hechos quedan en mano de Dios" (Grant, p. 38). Durante la noche, fuertes vendavales azotaron los barcos de los aliados, pero el formidable estado del tiempo también llevó a los italianos, que defendían las costas sicilianas, a descontar toda señal de actividad enemiga. Sin embargo, a la mañana siguiente el mar se calmó súbitamente de un modo que "pareció milagroso" (Grant, p. 39) y las tropas aliadas pudieron tomar las playas con facilidad.
De modo similar, en junio de 1944, una pausa temporal en casi un mes de tiempo tormentoso permitió a los aliados montar su invasión de Normandía el 6 de junio mientras los alemanes seguían desorientados por la continuación del mal tiempo. El día del desembarque, Rommel se encontraba nuevamente en Berlín, esta vez celebrando el cumpleaños de su esposa. Considerando estos dramáticos acontecimientos, los soldados que planearon la invasión y los escritores que la consignaron por escrito hablaron del "milagro del Día D" (Daily Telegraph, abril 7 de 1947) y observaron: "Solamente los que no reflexionan dejarían de comprender cuán grande fue el papel de la Providencia en la rápida transformación de la gran guerra" (Daily Mail, noviembre 14 de 1942).
Quizá no haya mejor ejemplo de un cambio repentino en los sucesos que la batalla de Midway en el Pacífico en junio de 1942. Una fuerza japonesa de cuatro portaaviones pesados, 80 buques de apoyo y centenares de aviones técnicamente superiores y a mando de pilotos con experiencia había empezado a atacar y bombardear la estratégica isla de Midway, que estaba en manos de los Estados Unidos. Ante sí tenían las fuerzas norteamericanas formadas por aviones anticuados, pilotos sin experiencia y tres portaaviones viejos. Oleadas de aviones norteamericanos atacaron los portaaviones japoneses sin dar en el blanco y muchos escuadrones de Estados Unidos quedaron casi destruidos por los disparos japoneses. Sin embargo, cuando el almirante japonés finalmente divisó los buques norteamericanos, dio orden a sus pilotos de regresar a sus portaaviones por más combustible y torpedos. Luego, como de la nada, un grupo de bombarderos de los Estados Unidos cayó del cielo para dejar caer sus bombas en las cubiertas de madera de los portaaviones japoneses, repletos de bombas, torpedos y aviones llenos de combustible. En cuestión de cinco o seis minutos, tres grandes portaaviones—el orgullo de la flota japonesa—quedaron destrozados por tremendas explosiones, y envueltos en humo y llamas, se hundieron al fondo del Pacífico. Poco después cayó un cuarto porta avión, junto con 275 aviones y 4.000 soldados irremplazables, entre ellos pilotos de gran experiencia y uno de los comandantes más brillantes del Japón, quien optó por hundirse con su nave. Esta transformación repentina de la situación cambió el rumbo de la guerra del Pacífico en cuestión de minutos. "Antes de Midway, Japón sólo conocía la victoria; después de la batalla, sufrió una serie de derrotas" (Lanning, p. 150).
Muchos autores describen estos incidentes como asombrosos casos de buena fortuna. Sin embargo, vistos como parte de un panorama más amplio, demuestran cómo Dios ha intervenido vez tras vez para guiar el desenlace de los acontecimientos mundiales a fin de hacer cumplir su propósito en la Tierra.
Muchos de los líderes que vieron las intervenciones repetidas y milagrosas de Dios en su favor durante la Segunda Guerra Mundial adquirieron la fuerte convicción de que era parte de un plan divino mucho más grande que ellos mismos. Sin embargo, hoy los hijos y nietos de los veteranos de aquella guerra suelen encontrar que la moda es negar un propósito divino en su vida. La mayoría de los habitantes de las naciones descendientes de la antigua Israel—naciones que Dios ha bendecido y librado de graves tribulaciones—han olvidado las lecciones vitales de su propia historia. Manasés y Efraín—Estados Unidos y Gran Bretaña, así como los pueblos de Canadá, Australia, Nueva Zelandia y Sudáfrica—se han entregado a un mundo "postcristiano" donde millones no sólo dudan que Dios guíe los asuntos del mundo sino incluso que Él exista. Otras naciones israelitas, entre ellas Francia, Holanda, Bélgica y Escandinavia, han secundado a sus hermanos acogiendo conductas y actitudes que la Biblia condena claramente como abominaciones. La vida libertina del Occidente, sus crudas películas de sexualidad y violencia y su música de temas crasos se exportan al mundo entero.
Las naciones israelitas modernas son tristemente ignorantes de las profecías bíblicas que predicen un sombrío futuro para las naciones que se alejan de Dios. Moisés advirtió así a los hijos de Israel: "Cuídate de no olvidarte de el Eterno tu Dios, para cumplir sus mandamientos… y si desdeñareis mis decretos, y vuestra alma menospreciare mis estatutos, no ejecutando todos mis mandamientos… yo también haré con vosotros esto: enviaré sobre vosotros terror, extenuación y calentura… Pondré mi rostro contra vosotros, y seréis heridos delante de vuestros enemigos… Y quebrantaré la soberbia de vuestro orgullo… y a vosotros os esparciré entre las naciones y desenvainaré espada en pos de vosotros; y vuestra tierra estará asolada, y desiertas vuestras ciudades… y no podréis resistir delante de vuestros enemigos. Y pereceréis entre las naciones" (Deuteronomio 8:11–20; Levítico 26:15–17, 19, 33, 37–38).
Hemos visto cómo Dios ha intervenido en el pasado. ¿Qué nos dice la Biblia que hará Él en el futuro? Dios advierte que enviará a los asirios (Alemania) contra las actuales naciones de Israel (los Estados Unidos y las naciones descendientes de Inglaterra). Las Escrituras revelan que los actuales descendientes de la antigua Israel van a tropezar, junto con la nación judía de Israel y que sus pecados los llevarán a la desolación. (Isaías 10:5–6; Oseas 5:1–12). Este es el futuro sombrío que espera a esas naciones si no se arrepienten y abandonan sus caminos—caminos de rechazo a Dios, de negación de sus leyes y su propósito. Al igual que los antiguos egipcios que sufrieron las plagas, pronto el mundo entero tendrá que reconocer, por fuerza, que Dios es real y que Él está cumpliendo su propósito aquí en la Tierra. Si somos prudentes, nos debemos esforzar ahora por estar en armonía que ese propósito.