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¿Cómo quieres que te recuerden? ¿Qué reputación quieres tener? Un niño pequeño piensa únicamente en sus propios deseos y necesidades, pero al avanzar a los años de juventud y más allá, le empieza a interesar más lo que otros piensen de él.
En esto no se equivoca; por eso leemos en la Biblia: "Aun el muchacho es conocido por sus hechos, si su conducta fuere limpia y recta" (Proverbios 20:11).
Pero nuestra reputación no se genera sola ni por arte de magia, sino que se va estableciendo conforme a nuestras acciones y nuestras palabras. Las decisiones que tomamos sobre lo que vamos a hacer y decir, de qué nos reímos, en qué pasamos el tiempo y con quién lo pasamos, reflejan lo que somos. ¿Pero qué determina esas decisiones? ¿Cómo se toman? ¿Tenemos algún control sobre ellas?
Todos hemos oído decir que alguien "no tiene cabeza" o que algo "se le metió en la cabeza". Ambas expresiones se refieren a la mente. ¿Cómo llegamos a "tener mente"? O, ¿cómo se nos "meten cosas en la mente"? Hay tres componentes básicos. El primero es conocimiento, el segundo es experiencia y el tercero consiste en emociones o sentimientos.
À medida que nuestro cuerpo crece y deja de ser el cuerpo de un niño, también estamos cambiando de otros modos que no son físicos. Comenzamos a gatear, caminar y luego correr; y al mismo tiempo nuestra mente también va cambiando. Estamos aprendiendo acerca del mundo que nos rodea y qué lugar ocupamos en él. À medida que crecemos, las personas con quienes tratamos influyen en la manera como se van "conectando las neuronas" de nuestra mente. Nuestros padres nos dicen que el cielo es azul y que la hierba es verde, y nuestra mente va formando el concepto de color.
Los padres que cumplen su papel tal como Dios lo ha dispuesto se convierten en un factor decisivo en este proceso de crecimiento. Dios les ordena así: "Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él" (Proverbios 22:6). À los padres les corresponde guiar a sus hijos hacia una manera correcta de pensar, enseñándoles los principios de la vida. Dios también mandó que los antiguos israelitas transmitieran a sus hijos las enseñanzas de Él: "Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes" (Deuteronomio 6:7).
Los padres, sin embargo, no son los únicos que influyen en nuestra mente. También aprendemos, desde la infancia, por la influencia de nuestros amigos y compañeros, de nuestros maestros y de los medios de difusión. Vamos reuniendo todos estos conocimientos variados, y con ellos vamos creando ideas e impresiones que nuestra mente usará para comprender el mundo. Además, cada uno de nosotros tiene sus propias experiencias en la vida. Comparamos lo que hemos oído y leído con lo que hemos descubierto directamente por causa y efecto. Comemos un limón y aprendemos lo que es "ácido". De allí en adelante sabemos a qué sabrá algo "ácido". Nuestra madre o padre nos dice: "No toques la estufa. ¡Está caliente!" Escuchamos las palabras, pero si sentimos la necesidad de experimentar, ¡entonces la experiencia de tocar una estufa caliente nos quedará grabada en la mente de allí en adelante!
Nuestra mente también lleva grabado el sello de nuestras emociones. Dios le ha dado a la mente humana la capacidad de sentir toda una serie de emociones que influyen en nuestro modo de pensar. Aprendemos lo que es sentirse entusiasmado, frustrado, alegre y enojado. Aprendemos a sentir placer cuando la lengua saborea un helado. Aprendemos sobre la ira cuando un compañero nos quita un juguete. Y aprendemos lo que es la tristeza cuando tenemos que mudarnos lejos de nuestros familiares o amigos. Todas estas emociones, y su aplicación en nuestra vida diaria, afectan profundamente el desarrollo mental.
En la transición entre la niñez y la edad adulta, comenzamos a adquirir más independencia. Comenzamos a pensar por nosotros mismos y a formar nuestras propias opiniones. Decidimos qué ropa vestir, qué hacer en las horas libres y qué amistades frecuentar. Estas decisiones reflejan nuestra capacidad de aplicar datos, experiencias e incluso emociones del pasado a las situaciones presentes. Esto es "pensar por sí mismo". À medida que mostramos buen juicio, nuestros padres adquieren confianza y se sienten dispuestos a darnos más independencia y responsabilidad. Al final de cuentas, la función paterna no consiste simplemente en imponer la obediencia a sus reglas, sino en desarrollar en sus hijos la mente y el carácter para que apliquen el espíritu de esas reglas a situaciones nuevas y diferentes. Entonces, cuando un joven va ejerciendo su capacidad para tomar decisiones, las cosas que ese joven hace, las palabras que dice y las amistades que forma; reflejan cómo se ha ido formando su mente. Es natural que, al crecer, decidamos andar en armonía con otros que piensan como nosotros. Como escribió el profeta Amós: "¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?" (Amós (3:3).
Pasan los años, y ya en la edad adulta encontramos retos más grandes que simplemente qué ropa llevar o qué hacer en las horas libres. Nos encontramos con decisiones sobre qué hacer en cuanto a los estudios, la carrera y el matrimonio. Nos encontramos con decisiones relacionadas con las creencias en Dios y luchamos con preguntas acerca de nuestro Creador y nuestro destino final. Llegamos a decisiones sobre cómo vamos a obedecer la ley de Dios y cómo debemos aplicarla en la vida diaria. Afrontamos la cuestión de asumir un compromiso permanente con Dios mediante el bautismo. Un día, parece que levantamos la vista entre las actividades diarias y vemos una serie impresionante de retos y decisiones por tomar. La manera como manejemos estas decisiones refleja el estado de nuestra mente.
Si tú estás luchando con estas decisiones y si deseas servir a Dios con entendimiento, entonces es posible que Dios te esté llamando. Los llamados por Dios se dan cuenta de que su propia mente, por sí sola, no es totalmente capaz de manejar los retos de la vida. Desde tiempos de Adán y Eva hasta hoy, la historia de la humanidad ha demostrado que la mente humana no está a la altura de los retos de imponer paz y prosperidad en la Tierra, y que por el contrario, la mente humana choca con Dios. Somos capaces de manejar muchas de las decisiones simples y materiales que la vida nos exige, pero para los retos más grandes tenemos la necesidad absoluta de contar con la mente de Dios. La mente de Dios trae "amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza" o dominio propio (Gálatas 5:22). Todos estos son atributos que traen verdadera felicidad y tranquilidad en la vida. Son atributos de una mente que está en armonía con la mente de Dios. Y si nosotros podemos desarrollar una mente en armonía con Dios desde la juventud, estaremos grabando un modo de pensar que dará como resultado decisiones buenas y una buena vida.
Lo que tú eres y lo que haces son el resultado directo de lo que pones en tu mente. ¿Qué conocimientos, experiencias y emociones llenan tu mente? ¿Lees y piensas sobre las palabras de Dios y sus caminos? ¿Tomas decisiones que te permitan experimentar los frutos de vivir al modo de Dios? ¿Le pides a Dios que te guíe con su Espíritu para que tengas emociones guiadas por Él? Ô por el contrario, ¿eres como una marioneta accionada por las cuerdas de las emociones naturales que se presentan en tu mente?
Decídete. Acepta en ti la mente de Dios para que te ayude a adquirir un modo de pensar y sentir sabio y lleno de buenos frutos. Cuida tu mente.