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Algunos acontecimientos recientes en mi vida me han llevado a pensar mucho en servir y dar. Mi esposo estuvo muy enfermo y estuvo entrando y saliendo del hospital por un corto periodo tiempo. Las estadías en el hospital fueron muy difíciles, pero el verdadero trabajo comenzó cuando le dieron de alta y nos fuimos a casa. Cuidar de mi esposo y tratar de mantener nuestra casa como a “mi” me gustaba, me dejaba exhausta, hasta el punto que temía que yo también me enfermaría. Recuerdo haberle orado a nuestro Padre celestial y pedirle fuerza y salud para poder continuar.
Después de hacer esta oración, pensé en un miembro de mi familia que a lo mejor necesitaba dinero. Entonces, la llamé para preguntarle si podía venir a pasar la aspiradora, y que a cambio le pagaría. Me pareció que era una situación en la que ambas nos beneficiaríamos, por tanto, no estaba preparada para su respuesta negativa.
Realmente necesitaba ayuda. Cuando mi hermana se enteró de lo sucedido, se ofreció a pasar la aspiradora en mi casa sin ningún pago, pero yo la rechacé. Bueno, ella apareció en mi casa de todos modos, y ¡trajo a su esposo y su propia aspiradora! Los dos aspiraron, lavaron los platos y, en general, restauraron mi casa a un estado en el que las dejan las "compañías de limpieza". Estaba profundamente agradecida por su amor y por su servicio.
Después, pensé en lo que había hecho y en lo que había sucedido como resultado. Ciertamente necesitaba ayuda. Entonces, ¿por qué rechacé la oferta de ayuda de mi hermana? Me di cuenta de que estaba reacia a expresar mi necesidad de ayuda a otras personas y que solo quería expresarla a Dios.
Esto me recordó la historia del hombre que estaba de pie en un tejado debido a una inundación. Oró a Dios y Él envió un bote de remos, luego un bote a motor y finalmente un helicóptero. Pero el hombre rechazó toda ayuda, porque estaba esperando que Dios lo rescatara. Dios había enviado ayuda, pero no de la forma en que el hombre la esperaba.
Tal como ese hombre había rechazado la oferta de ayuda, yo también lo hice en parte, por un falso sentimiento de orgullo. Me gustaba verme a mí misma como la que ayudaba y servía a los demás, no como la persona que estaba siendo ayudada y servida. Después de todo, había pensado, es más bienaventurado dar que recibir (Hechos 20:35).
Pude haber dejado que ese atisbo de orgullo me destruyera (Proverbios 16:18), pero nuestro Padre misericordioso respondió a mi oración de una manera en la que me obligó a dejar de lado a mi orgullo. Aprendí a aceptar gentilmente la ayuda ofrecida no solo por mi hermana, sino también por otros miembros de la Iglesia de Dios, quienes me proporcionaron comida y aliento durante mi difícil situación.
Por medio de todo esto, aprendí cómo ser servida. La empatía por los demás y el deseo de garantizar el bienestar de quienes nos rodean suele ser parte de la naturaleza de una mujer. Nos gusta servir. A menudo nos acercamos para ayudar a los demás, y nunca pensamos que seremos los destinatarios de la ayuda. Sin embargo, en algún momento en la vida de cada mujer, ella necesitará ayuda. Y, cuando llegue ese momento, es nuestra responsabilidad aceptar la ayuda que se nos ofrece.
Si no nos ofrecen ayuda en un momento de necesidad, debemos informarle a esa persona cuáles son nuestras necesidades. Cuando escuchamos: “Más bienaventurado es dar que recibir”, debemos recordar que también dice que es bienaventurado recibir y, a menos que haya un receptor, no puede haber un dador. Nosotras, como mujeres, por más dadoras que seamos, debemos estar siempre agradecidas por la ayuda que Dios nos da por medio de las manos de quienes nos rodean.