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Un himno protestante que me gusta mucho afirma: “Este es el mundo de mi Padre”. La canción tiene una hermosa melodía y el sentimiento es tentador. Sin embargo, la realidad del asunto, como lo muestran de manera tan clara los muchos eventos repentinos y destructivos causados por los desastres naturales, es que el mundo de hoy no es el mundo de nuestro Padre.
Dios no tenía la intención de que el mundo diera a luz tormentas devastadoras y eventos geológicos que causaran estragos violentos y trajeran muerte y destrucción a las personas que Él creó. Más bien, cuando Dios formó y moldeó amorosamente Su mundo, lo llamó “bueno en gran manera” (Génesis 1:31). No pretendía que el mundo desencadenara poderosos tornados contra sus habitantes más débiles y que se llevara la vida de los niños. Él desea un mundo en el que los niños puedan jugar con seguridad en las calles (Zacarías 8:5) sin preocuparse por ningún tipo de peligro.
Ante tal tragedia y dolor, los cristianos deben orar por cada madre, padre e hijo, y que Dios tenga misericordia de los que sufren. Y, con la misma certeza, debemos contribuir donde podamos. Los cristianos sirven a un Dios de compasión y a un Mesías que hizo tangible el amor de Su Padre por medio de Sus acciones en la Tierra. Su compasión y amor deben fluir en los verdaderos cristianos y estimularlos a hacer como hizo su Señor cuando estaba rodeado de sufrimiento.
También debemos hacer una pausa para reflexionar. ¿Por qué este no es el mundo de nuestro Padre? El mundo ahora no es suyo porque la humanidad, en su arrogancia general, ha optado para que no sea así. Como leemos en los primeros tres capítulos del libro de Génesis, los seres humanos desde el principio eligieron buscar su propio camino en lugar del camino señalado por Su misericordioso Hacedor, una decisión que tomaron Adán y Eva por primera vez en el Jardín del Edén, y una elección que ha sido repetida por todos y cada uno de nosotros durante milenios en nuestros propios caminos y en nuestras propias vidas.
Lo que la humanidad ha escogido equivale a una declaración intrínseca que dice: “no tenemos necesidad de que un Dios bendiga nuestros campos y cosechas para hacerlos prosperar, ni que bendiga nuestras ciudades para mantenerlas seguras, ni que bendiga nuestros cielos para que no se conviertan en nuestros enemigos”. Al entronizarnos y hacer nuestras propias reglas, vivimos en lo que equivale a un mundo de nuestra propia creación, y debemos vivir en él, al igual que nuestros hijos. Sin embargo, mientras actuamos como si estuviéramos sentados en el trono de Dios, en Su lugar, decidiendo el bien y el mal por nosotros mismos, la realidad es que no podemos controlar el clima. No podemos detener los terremotos. No podemos controlar el fuego y las inundaciones. Y no podemos prevenir los tornados.
Si bien ninguna calamidad sobreviene a este mundo sin que Dios lo permita (Amós 3:6), no debemos asumir que Él es feliz de que así sea (Ezequiel 33:11). Dios nos ha dado el libre albedrío, y ha sido testigo del gran sufrimiento en un mundo para el que Él planificó cosas mucho mejores. Pero Dios cambiará al mundo y establecerá Su Reino después de que la humanidad finalmente haya aprendido las trágicas lecciones que parece que no podemos aprender de otra manera. Debemos anhelar el día venidero cuando Él se asegurará de que tales calamidades nunca vuelvan a ocurrir.
Como Su pueblo, los cristianos deben compartir ese mismo anhelo por el Reino. Los eventos trágicos deberían recordarnos que un mundo separado de Dios inevitablemente estará lleno de tragedias caóticas. Deberían recordarnos que el camino del orgullo en el que se encuentran nuestras naciones promete solo lo peor. Y deben conmover los corazones del pueblo de Dios, moviéndolos a afligirse con los afligidos, a advertir a quienes necesitan advertencia, a alcanzar con la verdad a quienes necesitan ser alcanzados, y a arremangarse, sumergirse en los escombros y ayudar a aquellos que necesitan ayuda mientras oran aún más fervientemente que antes: “Venga tu reino” (Mateo 6:10).