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¿Se puede conocer el secreto que ha permanecido oculto desde el principio de los siglos? "No sé quién me puso en el mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que soy yo mismo; estoy en una ignorancia terrible de todas las cosas. No sé lo que es mi cuerpo, ni mis sentidos, ni mi alma, ni esa parte de mí mismo que piensa lo que digo, que reflexiona sobre todo y sobre sí misma; y que tampoco se conoce ella misma". Así se expresó una de las mentes más preclaras que la culta Francia ha producido en toda su historia.
La corta vida de Blas Pascal, genio matemático, inventor, científico, filósofo y teólogo; fue un esfuerzo desesperado por comprender. En lo más profundo de su ser, alcanzaba a columbrar que había una dimensión del conocimiento que se escapaba a las matemáticas, a la física, a la filosofía y aun a la teología.
Por extraño que parezca, el propósito de la existencia y el destino del ser humano están íntimamente ligados al propósito de la existencia misma del Universo.
La ciencia puede explicar y utilizar las leyes físicas que rigen la materia y el movimiento de los astros. La prueba más reciente es el logro magistral de la puesta en Marte del laboratorio rodante Curiosity. Sin embargo, cuando se trata de explicar el propósito de la existencia del Universo, la ciencia se halla ante una barrera impenetrable.
Así lo expresó Steven Weinberg, premio Nobel de física en 1979: "Mientras más comprensible parece ser el Universo, más parece carecer de propósito". El mismo Blas Pascal, a quien acabamos de citar, lo dijo con profunda elocuencia: "Veo los aterradores espacios de Universo que me encierran y me hallo pegado a un rincón de esta vasta inmensidad, sin que sepa por qué fui puesto en este lugar y no en otro; ni por qué el poco tiempo que me es dado para vivir me es asignado en este punto y no en otro de toda la eternidad que me precede y de toda la que queda por delante. No veo más que infinitos por doquier, que me encierran como un átomo y como una sombra sin retorno que no dura más que un instante. Todo lo que sé es que pronto he de morir; pero lo que más ignoro es esa misma muerte que no podré evitar" (Blas Pascal, Pensées, versión nuestra).
He aquí el eco sonoro de los interrogantes profundos que todos llevamos en el alma. Pero sumergidos en la continua agitación y en la absorbente y creciente distracción de la vida moderna, nos da miedo hacerles frente.
Como ya mencionamos, los filósofos tampoco han podido explicar la razón de la existencia y el destino del ser humano.
Entre los pensadores más destacados del siglo 20, surgió en Alemania Martín Heidegger, quien tuvo gran influencia en el pensamiento existencialista de Jean Paul Sartre. En su obra filosófica titulada Sein und Zeit (El ser y el tiempo), Heidegger hace un profundo análisis de la existencia humana y de cómo el hecho de existir está íntimamente ligado a lo temporal, de lo cual surge el tema ineludible de la relación del ser humano con la muerte. La cual, al erigirse como una barrera impenetrable al pensamiento de Heidegger, constituye la realidad existencial del ser humano, de la cual no debemos sustraernos.
Según Heidegger, al olvido masivo de la conciencia de la existencia, se debe la crisis de la civilización occidental.
Por su parte, Jean Paul Sartre nos presenta al ser humano como un solitario, ante la responsabilidad de escoger que le da su libertad. Pero tiene que escoger ante la incertidumbre de la acción en un mundo sin Dios y sin valores morales.
Gran parte del pensamiento teológico del mundo occidental y su concepto del destino del ser humano se sostiene sobre dos pilares fundamentales: Agustín de Hipona y Tomás de Aquino.
Agustín fue profundamente influido por la filosofía de Platón, la cual conoció por medio de los escritos de Plotino, discípulo de Platón.
Por su parte, Tomás de Aquino fue profundamente influido por la filosofía de Aristóteles.
En lo que respecta a la explicación del destino del ser humano, tanto Agustín de Hipona como Tomás de Aquino se basaron en el concepto de la inmortalidad del alma, el cual recibieron los griegos de la religión egipcia; y a su vez los egipcios de la religión babilónica.
La explicación teológica del destino del ser humano como un etéreo ocio eterno en el Cielo, sin un propósito específico ni definido, o el horripilante destino de quemarse para siempre en medio de atroces tormentos en un infierno como lo describe Dante Alighieri, basado en los escritos de Virgilio, a su vez inspirados en las mitologías de Roma, de Grecia y del Islam; nos deja perplejos y en profunda incertidumbre. Para mayor información sobre este tema, le invitamos a leer el artículo ¿Quiénes arden en el infierno?, en nuestra edición de marzo y abril del 2012.
Es interesante observar cómo el público se interesa y se apasiona ante la posibilidad de descifrar un código que revele secretos ocultos. Prueba de ello es el extraordinario éxito de librería del Código Da Vinci, que a su vez se convirtió en un gran éxito de taquilla cuando fue llevado al cine.
Hemos visto ejemplos de cómo la ciencia, la filosofía y la teología se hallan ante una barrera impenetrable cuando se trata de explicar la razón de ser y el destino del ser humano.
La clave para entender es tan sencilla que a más de uno le va a causar risa nacida de incredulidad. El aspecto crucial y esencial de esa clave es que su conocimiento por sí solo no basta para comprender el misterio. Para entender con plena certeza, es absolutamente esencial aplicar el conocimiento poniéndolo por obra. El conocimiento acompañado de la práctica de este constituye la clave para entender.
"En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos (científicos, filósofos y teólogos), y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó" (Lucas 10:21).
Los niños son los que obedecen a Dios como un niño obedece a su padre. Por eso también está escrito: "El principio de la sabiduría es el temor (respeto) del Eterno; Buen entendimiento tienen todos los que practican sus mandamientos" (Salmos 111:10). El código secreto para entender el misterio es el conocimiento y la práctica de los diez mandamientos.
Ninguno de los científicos, filósofos o teólogos que citamos obedeció los diez mandamientos. Pascal, al parecer, fue el único que obtuvo una respuesta a su esfuerzo desesperado por comprender, seguramente por su auténtica sinceridad y su deseo ardiente de someterse a la voluntad divina. En un documento que se conoce como el Memorial de Pascal, que hallaron cosido dentro del cuello de su capa después de su muerte, inicia el relato de la revelación que recibió con estas palabras: "Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; y no de los filósofos ni de los sabios".
Hablando de la obediencia, cabe observar que fue idea del teólogo Agustín de Hipona, dividir el décimo mandamiento en dos para completar diez, puesto que el segundo mandamiento fue suprimido para justificar la idolatría. Mandamiento que ordena: "No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el Cielo, ni abajo en la Tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy el Eterno tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos" (Éxodo 20:4-6).
El cuarto mandamiento, el cual ordena guardar el día sábado, también fue suprimido y en su lugar pusieron el quinto que ordena honrar a padre y madre. Para verificar lo susodicho, basta comparar la Biblia con el Catecismo.
Los teólogos citados desobedecieron la Palabra de Dios en cuanto dice: "No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella, para que guardéis los mandamientos del Eterno vuestro Dios que yo os ordeno" (Deuteronomio 4:2). "Guardadlos, pues, y ponedlos por obra; porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta" (v. 6).
Como no pusieron por obra estas palabras, tampoco les fue dado comprender el misterio del destino humano. Apartaron de la verdad el oído… "tu ley es verdad" (Salmos 119:142) y se volvieron a las fábulas de los griegos (2 Timoteo 4:4).
También dieron cumplimiento a lo que estaba escrito desde antiguo por el profeta Daniel: Pensarán "en cambiar los tiempos y la ley" (Daniel 7:25).
¿Por qué es necesaria la obediencia a los mandamientos para comprender los designios ocultos de Dios? Porque es la condición esencial para recibir un elemento adicional en el cuerpo humano que le permite a la mente del que obedece penetrar en una dimensión que sin dicho elemento está fuera del alcance de la ciencia, la filosofía y la teología.
Ese elemento es el Espíritu de Dios, el cual da "Dios a los que le obedecen" (Hechos 5:32).
Todo ser humano tiene un espíritu. Este espíritu en el hombre no es un ser espiritual, sino una substancia inmaterial que le imparte el poder del intelecto al cerebro humano y lo diferencia radicalmente del cerebro de los animales, confiriéndole una mente que está hecha a la semejanza de la mente de Dios su Creador. Por eso dice la Escritura: "Ciertamente espíritu hay en el hombre, y el soplo del Omnipotente le hace que entienda" (Job 32:8).
Ahora bien, ese espíritu le permite a la mente humana comprender y utilizar las leyes de la física que gobiernan la materia. Pero la comprensión de la dimensión espiritual divina que le dio origen a las leyes de la física está fuera de su alcance.
Veamos la siguiente explicación: "Hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez; y sabiduría, no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que perecen. Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria" (1 Corintios 2:6-7). "Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman" (v. 9).
Y continúa: "Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu [el elemento adicional que Dios concede a los que le obedecen (Hechos 5:32)]; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? [El espíritu que le imparte el poder del intelecto a todo ser humano, pero que no le permite penetrar en la dimensión espiritual de lo divino]. Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido" (vs. 10-12).
"Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente… Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo" (vs. 14, 16).
Vemos aquí descritas en forma magistral la causa y la razón por la cual ni los científicos, ni los filósofos, ni los teólogos más destacados de la historia, a pesar de su gran inteligencia, logran escudriñar "lo profundo de Dios". Como no se han humillado como un niño para obedecer los mandamientos de Dios, no les es dado el Espíritu que Dios da a los que le obedecen; ese elemento adicional que da acceso a la sabiduría de Dios, a la comprensión del misterio del destino humano oculto desde el principio de los siglos.
Por eso está escrito: "El conocimiento envanece, pero el amor edifica. Y si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo" (1 Corintios 8:1-2). El amor se define como la obediencia a los mandamientos (1 Juan 5:3; 2 Juan 6).
"Porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes" (1 Pedro 5:5). La revelación del misterio oculto a la mayoría les parecerá "locura". Porque para poder comprender es esencial tener "la mente de Cristo" que nos es otorgada por medio del Espíritu de Dios, el cual logra escudriñar "aun lo profundo de Dios".
Lo primero que es necesario entender es lo que significa el nombre de Dios. En la Biblia un nombre designa la esencia de un ser y la función que desempeña. Por ejemplo, Dios llamó a Abram, que significa "padre enaltecido". Pero cuando Dios le reveló la función que habría de desempeñar en su plan, le cambió el nombre por el de Abraham, lo cual significa "padre de una multitud" (Génesis 17:5-6). Abraham era la figura humana de lo que Dios el Padre ya había planificado realizar en la dimensión espiritual, a saber: Padre de una multitud de seres espirituales (Apocalipsis 7:9).
De igual manera Dios le cambió el nombre a Jacob, que significa "el que suplanta" o "contendor", por el de Israel, que significa "el que vence con Dios" (Génesis 32:28), símbolo de los que habrían de vencer al mundo mediante la obediencia a los mandamientos de Dios. À estos Dios los llama "santos" (Apocalipsis 14:12). À estos vencedores les será dado el gobierno del mundo entero (Daniel 7:27; Apocalipsis 2:26-27).
Estas son algunas perspectivas de la realización del misterio escondido, que no tenemos suficiente espacio para explicar ahora en detalle.
Volvamos entonces al tema del nombre de Dios. Dios tiene varios nombres que designan diferentes facetas y funciones de su Ser. Por ejemplo, el nombre de Elohim designa ante todo la función de Dios como Creador. Por eso, Elohim es el nombre que aparece traducido como Dios en el primer versículo del Génesis: "En el principio creó Dios (Elohim) los Cielos y la Tierra".
El nombre de El Shaddai, que se encuentra traducido en la Biblia como el "Dios Omnipotente", tiene que ver con la función de Dios como el Gran Dador, el que vela por todas las necesidades de su pueblo.
Hay otros nombres de Dios. Mas ahora quisiera introducir el nombre de Yahveh oJehová, que significa "el Eterno", o "El que siempre vive", El que es, El que era y El que ha de venir.
Como hemos mencionado, un nombre en la Biblia denota la esencia de un ser y la función que desempeña. Yahveh significa el Eterno, o El que siempre ha existido.
Cuando Dios le concede su Espíritu a una persona, por su obediencia, le concede una porción de su propio Ser, una porción de la esencia de su Ser eterno. Un don proveniente de sus entrañas divinas, algo que siempre ha existido. El cuerpo de la persona se convierte en templo del Espíritu Santo de Dios (1 Corintios 6:19). La persona llega a ser participante "de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia" (2 Pedro 1:4).
Se produce entonces un engendramiento espiritual: "Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Juan 1:13). Por eso está escrito: "Todo aquel que es engendrado (gennaö, se puede traducir como "nacido" o como "engendrado"; en este contexto la traducción correcta es "engendrado") de Dios, no practica el pecado [pecado significa "transgresión de la ley" (1 Juan 3:4)], porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es engendrado de Dios" (1 Juan 3:9).
Ese Espíritu, esa simiente eterna, le transmite a la persona que obedece la característica genética de su Progenitor, cuyo nombre "el Eterno" define su esencia misma: el Único que siempre ha existido. Ese es el increíble potencial humano. Ese es el misterio del destino humano que Dios ocultó desde el principio de los siglos. Primero engendra a los que le obedecen, transmitiéndoles por medio de una simiente eterna, su característica genética de eternidad; y a los que perseveran hasta el fin, siendo fieles a su ley, al sonido de la séptima trompeta los transforma mediante una resurrección que equivale al nacimiento espiritual después del engendramiento. Por eso está escrito: "Transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya" (Filipenses 3:21).
Como los hijos se parecen a los padres, se parecerán a su Padre Eterno los que fueron engendrados por su Espíritu. Por eso también dice la Escritura: "Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es" (1 Juan 3:2).
Para los que no obedecen a Dios, como ya vimos, esto es una locura. Pero los que obedecen reciben el Espíritu, el cual es también la mente de Cristo, la cual les permite escudriñar "aun lo profundo de Dios": remontándose en el pasado, hasta cruzar la barrera del tiempo y del espacio, les es dado penetrar en los abismos insondables de la eternidad que nos precede. Eternidad en la que Dios siempre ha habitado y existido (Isaías 57:15).
La Escritura nos dice claramente que tenemos "la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos" (Tito 1:2). El principio de los siglos se inició con la creación del Universo, cuyos cuerpos celestes en sus órbitas empezaron a marcar el transcurso de los días, los meses, los años y los siglos.
Antes de que Dios creara el tiempo y el espacio, estando en su morada eterna "prometió vida eterna". Antes de crear el Universo, antes de que existiera la familia humana, Dios concibió el proyecto de tener hijos, a los cuales transmitiría por medio de su Espíritu sus características genéticas eternas. À los que fueran fieles y obedientes hasta el fin, los volvería a la vida por medio de una resurrección, dándoles un cuerpo espiritual e inmortal semejante al de la gloria suya. Un cuerpo espiritual que se pudiera desplazar en lo infinito del espacio, no a la velocidad de la luz sino a la velocidad del pensamiento, de manera que pudiera administrar la herencia de dimensiones infinitas que a sus hijos les tendría preparada: El Universo.
Por eso está escrito: "El que venciere heredará todas las cosas [en griego: El Universo](Apocalipsis 21:7). El Universo actual está desolado, aún no está listo para ser heredado por los hijos de Dios.
Por eso está escrito: "El anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación fue sujetada a vanidad [vacuidad], no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza; porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no solo ella, sino también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo" (Romanos 8:19-23).
Esta ha sido una respuesta somera a las preguntas que articulamos al principio de este artículo. ¿Se puede conocer el secreto que ha permanecido oculto desde el principio de los siglos? Hemos sondeado en parte el misterio del destino humano, y la razón de ser del Universo.