Para hacer una búsqueda avanzada (buscar términos específicos), escriba juntamente los criterios de interés como se muestra en los siguientes ejemplos:
¿Habrá soluciones bíblicas para este problema mundial?
Las cifras son alarmantes, y el enorme sufrimiento humano difícilmente lo pueden imaginar los habitantes de los países más prósperos del mundo.
Ya entrado el siglo 21, casi la mitad de los siete mil quinientos millones de seres humanos que habitan la Tierra se hallan bajo el aplastante yugo de la miseria. Casi mil millones subsisten con menos de un dólar al día, mientras otros dos mil millones tienen que sobrevivir con menos de dos dólares diarios.
Desde otra perspectiva, las inequidades y disparidades entre el tercio más rico que vive con abundancia, principalmente en el hemisferio Norte, y los dos tercios más pobres que luchan por subsistir, sobre todo en el hemisferio Sur, no solamente son inquietantes sino que se hacen cada vez más intolerables moralmente (La religión y las ambigüedades del capitalismo, Preston, pág. 150). El 20 por ciento más próspero recibe el 72 por ciento de la ganancia interna bruta, conduce en el 78 por ciento de las carreteras del mundo, consume el 73 por ciento de los productos forestales del planeta y consume la mitad de la energía en el mundo (El desorden global, Harvey, pág. 198). Peor aún, esta trágica brecha entre los ricos y los pobres del mundo ¡sigue ampliándose cada año! En 1960 los ingresos del 20 por ciento más rico fueron 30 veces superiores a los del 20 por ciento más pobre. En la década de los noventa, el ingreso promedio de los primeros llegó a ser 74 veces superior al de los segundos (Cumbre de la Tierra 2002, Dodds, págs. 135-136). El 20 por ciento más rico desembolsa el 85 por ciento del dinero en el mundo, mientras que el 20 por ciento más pobre representa solo el 1,3 por ciento de los desembolsos totales.
Este impresionante contraste representa mucho más que simples cifras. Las disparidades cada vez mayores en materia de ingresos y oportunidades son una amenaza para la estabilidad del mundo, y un obstáculo enorme para la paz. Hace 35 años ya se advirtió que “la fuerza con mayor potencial explosivo en el mundo es el anhelo frustrado de los pobres por alcanzar un nivel de vida decente” (Cristianos ricos en una era de hambre, Sider, pág. 29). La división entre norte y sur de países ricos y pobres ha sido señalada como “una de las divisiones más peligrosas en el mundo actual” (ibidem pág. 31). Análisis recientes han señalado que “al no suplir para las necesidades de los ciudadanos más pobres del mundo… se promueve la inestabilidad mundial que toma forma de terrorismo, guerra y enfermedades contagiosas… Un mundo inestable no solamente perpetúa la miseria sino que acabará por hacer peligrar la prosperidad disfrutada por las minorías ricas” (Signos vitales 2003, Instituto de observación mundial, págs. 163-165). Robert Harvey, autor y antiguo parlamentario británico señaló que “la pobreza mundial sigue siendo el gran flagelo de la humanidad” y que la pobreza global, con “sus cuatro servidoras, a saber: la migración masiva, el hambre, la enfermedad y la deuda externa; representa uno de los grandes desafíos a la paz en el mundo de hoy” (Desorden global, pág. 197). No es coincidencia que las Naciones Unidas hayan señalado la erradicación de la pobreza extrema como la prioridad número uno entre las metas de desarrollo para el milenio (El estado del mundo 2005, págs. 164-165).
¿Es usted capaz de comprender la enorme gravedad de esta trágica situación? ¿Sabe qué causa la pobreza en el mundo? ¿Sabe por qué persiste? ¿O si hay soluciones reales? ¿Tiene la religión, y especialmente el cristianismo, algo qué decir sobre este tema mundial de tanta actualidad? ¿Debería ser realmente importante para todos nosotros?
Desde fines del siglo 18, los reformadores sociales se han imaginado un mundo donde la miseria y el sufrimiento humano quedarían eliminados gracias al “progreso científico y económico… [la difusión] del conocimiento, la razón y la libertad, y la educación secular gratuita y obligatoria” (¿El fin de la pobreza? Jones, págs. 1, 26, 203). “Los pensadores del siglo de las Luces creían que el avance tecnológico, unido al imperio de la razón y a una distribución más equitativa de los ingresos, pondría fin no solamente a la pobreza sino al azote de la guerra. Rindieron culto ante el altar de la razón humana, mirando la religión (inclusive la cristiana) con suspicacia y aun hostilidad” (La civilización pasada y presente, sexta edición WallBank, pág. 507).
El destacado economista Jeffrey Sachs, uno de los principales exponentes de la tradición del siglo de las Luces, ve la eliminación de la pobreza como el gran desafío de nuestra era, un desafío en el cual se puede tener éxito, como lo propone en su libro: El fin de la pobreza: posibilidades económicas de nuestros tiempos. Sachs, como los filósofos que le precedieron, deja poco lugar para Dios y la religión en esta magna tarea de borrar la miseria, sanar al mundo y dar comienzo a una nueva era de paz (ibidem, págs. 360, 364). Con todo eso, podemos ver que siglos de esfuerzos humanos no han podido resolver esos problemas.
A la luz de los hechos históricos, no debería sorprendernos que pocas personas conozcan la valiosa información expuesta en la Biblia para hacer frente al problema de la pobreza mundial. La Biblia revela perspectivas importantes sobre las causas de la pobreza y muestra cómo ve Dios la aflicción de los pobres. Las Sagradas Escrituras también puntualizan las responsabilidades que Dios exige a quienes disfrutan una vida más holgada. Más aun, Dios les dio a los redactores de la Biblia ciertos principios concretos para eliminar y prevenir la pobreza.
Lamentablemente, la mayoría de las personas ni siquiera han oído cómo se va a eliminar el azote de la miseria en un futuro no muy lejano. Muchos ignoran por completo que Jesucristo está preparando a los cristianos para borrar el flagelo de la pobreza. Es un mensaje extraordinario ¡que está revelado claramente en la Biblia! Fue parte de las buenas noticias proclamadas por los antiguos profetas. Fue parte del evangelio predicado por Jesucristo. Y es parte del mensaje que la Iglesia de Dios debe proclamar en este tiempo. Es un mensaje de esperanza pero a la vez una advertencia que el mundo necesita escuchar ¡y entender!
Para erradicar la pobreza, es necesario conocer sus raíces y atacarlas con soluciones viables. Podemos definir la pobreza como la incapacidad para satisfacer las necesidades fundamentales de la vida en la sociedad humana. La pobreza es hambre, carencia de techo, vivienda inadecuada, falta de higiene, acceso escaso o nulo al agua potable, falta de acceso a la atención médica o de recursos para pagarla, desempleo, analfabetismo, ausencia de posibilidades de progreso y falta de acceso a la educación. ¿Cómo es la vida del pobre? Quien lleve una existencia holgada tiene que hacer un gran esfuerzo por comprender.
¿Puede usted imaginar lo que sería mudarse de su casa a un tugurio de una o dos piezas hecho de barro y palos o de trozos de latón corrugado, madera, cartón o plástico recogidos de la calle? Si fuera un poquito menor su penuria, tendría una habitación en algún edificio viejo, hacinado y desbaratado, sin vidrio en las ventanas, sin calefacción, sin agua corriente ni estufa, sin refrigerador, sin ducha ni excusado. Tendría unos pocos muebles, y desde luego, ningún aparato eléctrico como radio, computadora o televisor. Quizá tuviera como posesión un traje viejo y un par de camisas, o tal vez un par de vestidos. Posiblemente tendría un par de zapatos. No habría cartero para traerle el correo, ni bomberos ni ambulancia para casos de emergencia. No habría teléfono para llamar a nadie. Los caminos de su aldea y los callejones que llevarían a su refugio carecen de pavimento y son casi intransitables cuando llueve. La escuela u hospital más cercano queda a varios kilómetros, y como usted carece de automóvil o bicicleta, tiene que ir allá a pie; siempre y cuando la salud le permita caminar.
En casa usted tiene solamente unos pocos comestibles, aunque gasta el 70 por ciento de sus escasos ingresos en alimentar a su familia. Vive enfermo, cansado y con hambre; y ha visto a varios de sus hijos morir de hambre o infecciones que serían fáciles de tratar si usted tuviera acceso a ciertos medicamentos, los cuales son sencillos y baratos pero aun así están fuera de su alcance.
Usted sufre porque no tiene los medios para dar educación a todos sus hijos. No tiene manera de mejorar en su propia educación y le falta dinero para emprender algún pequeño negocio que pudiera sacarlo de la pobreza. En su país abunda el dinero, pero lo tienen acaparado los funcionarios de un gobierno irremediablemente corrupto.
Usted y los suyos intentaron mudarse a una ciudad en busca de trabajo, pero allí se encontró con más desempleo, más barrios pobres y hacinados y una espantosa situación de delincuencia y drogas. Ni pensar en ir y venir del trabajo. El costo, el estado de las calles y los medios de transporte esporádicos lo hacen muy difícil. Usted anhela algo mejor para sí mismo y para su familia, pero no tiene recursos para irse a otro lugar en busca de una vida mejor. Como resultado, el futuro se presenta sombrío y sin esperanzas.
Esta es la vida real, de todos los días, para miles de millones de seres humanos atrapados en el yugo de la miseria
Algunos gobiernos, los filántropos y entidades caritativas se han esforzado desde hace siglos por eliminar la maldición de la pobreza. Han tenido muy poco éxito. A pesar de sus intentos, la nación más rica de la Tierra, los Estados Unidos, aún cuenta con 35 millones de personas que viven bajo lo que se considera pobreza. Los programas de asistencia social brindan ayuda pasajera a algunos menesterosos, pero a la vez suelen promover una mentalidad mendicante que enseña a los beneficiaros a esperar que el gobierno provea para todas sus necesidades. Los activistas sociales y muchos religiosos denuncian que se gasta más dinero en armas que en atender a los pobres, pero pocos plantean soluciones prácticas más allá de las exhortaciones a “amar al prójimo” y ser más generosos.
La mayor parte de los esfuerzos humanos por quitar el yugo de la miseria han fracasado porque no llegan a las raíces del problema. La redistribución del ingreso, o sea quitarles dinero a los ricos y dárselo a los pobres, no va a resolver el problema. Es una estrategia que acentúa el estado de dependencia de las mayorías pobres. Además, para perpetuarse, habrá que seguir quitando más y más a la minoría próspera, y con el correr del tiempo a personas cada vez menos holgadas, para seguir dando asistencia a los menesterosos (ver La creación de la riqueza: argumento de un cristiano a favor del capitalismo, Griffith, págs. 12-13).
Las economías de planificación centralizadas tampoco han resuelto el problema, y las grandes reglamentaciones oficiales encaminadas a distribuir los ingresos tributarios, como se ve en la Unión Europea, han llevado al estancamiento económico. Las economías de libre mercado pueden generar mucha riqueza, pero un mercado libre que no se base en principios morales fuertes simplemente premia a los codiciosos inmisericordes y conduce a un capitalismo salvaje, cuyo resultado es acentuar más la brecha entre ricos y pobres (La religión y las ambigüedades del capitalismo, Preston, págs. 145-146). La legislación económica que fija salarios mínimos y provee acceso igualitario al empleo, así como subsidios de alquiler para los necesitados, cupones de alimentos para los indigentes y servicios médicos para los enfermos, alivian algo el padecimiento causado por la indigencia pero tampoco llegan a las causas fundamentales del problema.
La Biblia plantea el asunto de un modo diferente, dándoles importancia a las actitudes básicas que determinan lo que el hombre hace. Es interesante el siguiente comentario de un profesor de negocios: “Salir de la pobreza… no requiere la formación de capital a gran escala sino un cambio de actitud”.
Las Sagradas Escrituras señalan como una causa de la pobreza la actitud negligente e irresponsable, que carece de iniciativa y no traza planes para el futuro (Proverbios 6:6-11; 21:13; 24:30-34). Otra causa son las decisiones impulsivas e imprudentes (Proverbios 21:5). Pero fundamentalmente, las Escrituras indican que la pobreza se debe en gran parte al trato injusto y a la opresión de los pobres por parte de personas ricas, codiciosas y a menudo desalmadas en el gobierno, los negocios, la religión y otros ámbitos. Los profetas de Dios han advertido que la injusticia social, la opresión de los pobres y el llevar una vida de lujos desatendiendo las necesidades de los pobres son cosas que despiertan la ira divina (Jeremías 7:5-7; Amós 4:1-3; 5:11-13; Malaquías 3:5).
Muchos olvidan que Dios destruyó la pecadora ciudad de Sodoma no solamente por sus perversiones sexuales (Génesis 19:4-7) sino también por otras razones importantes. Leemos que “esta fue la maldad de Sodoma tu hermana: soberbia, saciedad de pan, y abundancia de ociosidad tuvieron ella y sus hijas; y no fortaleció la mano del afligido y del menesteroso” (Ezequiel 16:49).
Tanto la Biblia como la historia indican que el egoísmo, la inequidad y los actos de opresión económica se extendieron en la antigua Israel cuando los israelitas se olvidaron de Dios y dejaron de lado las leyes e instrucciones que había ordenado en su Palabra. Entre esas instrucciones había guías específicas para proteger a los pobres y necesitados. Dios dio estas directrices: “Cuando prestares dinero… al pobre que está contigo, no te portarás con él como logrero, ni le impondrás usura. Si tomares en prenda el vestido de tu prójimo, a la puesta del Sol se lo devolverás” (Éxodo 22:25-26). También dijo: “Cuando tu hermano empobreciere… tú lo ampararás… No le darás tu dinero a usura, ni tus víveres a ganancia” (Levítico 25:35-37). Y más aún, Dios dijo: “Cuando haya en medio de ti menesteroso… no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que necesite” (Deuteronomio 15:7-8). Estas instrucciones prohíben explotar a los pobres y a los trabajadores bajo contrato y les advierte a los más prósperos que deben tratar con generosidad a los menos afortunados.
Es interesante notar que los teólogos medievales, basados en ideas del filósofo pagano Sócrates, debatieron estos versículos largamente y llegaron a la conclusión errónea de que estaba prohibido cobrar intereses sobre los préstamos. En realidad, el término usura se refiere al cobro de intereses excesivos (Preston, págs. 135-142). El comentario bíblico del Expositor aclara que estos versículos no tenían por objeto prohibir los préstamos comerciales sino el no cobrar interés a los pobres de modo que se obtuviera ganancia explotando a los necesitados. (Véanse los comentarios sobre Nehemías 5:7, Levítico 25:35-37). Lo anterior tiene implicaciones importantes para el buen funcionamiento de los sistemas económicos.
Las instrucciones bíblicas sobre la protección de los pobres reflejan el pensar de Dios. Muchos pasajes de las Escrituras muestran que Dios tiene muy en cuenta a quienes creó a su propia imagen y que dará su merecido a quienes opriman, exploten o desatiendan a los pobres. El rey David escribió: “Excelso sobre todas las naciones es el Eterno… Él levanta del polvo al pobre, y al menesteroso alza del muladar… Juzgará a los afligidos del pueblo, salvará a los hijos del menesteroso, y aplastará al opresor” (Salmos 113:4-7; 71:1-4). Más tarde su hijo Salomón reiteró la misma advertencia: “No robes al pobre, porque es pobre, ni quebrantes en la puerta al afligido; porque el Eterno juzgará la causa de ellos, y despojará el alma de aquellos que los despojaren” (Proverbios 22:22-23).
Por otra parte el apóstol Pablo recalcó la importancia de la responsabilidad personal: “Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3:10).
La Biblia da consejos específicos a los líderes porque los actos de los dirigentes repercuten enormemente sobre los dirigidos: “El príncipe falto de entendimiento multiplicará la extorsión; mas el que aborrece la avaricia prolongará sus días… Cuando los justos dominan, el pueblo se alegra; mas cuando domina el impío, el pueblo gime… Conoce el justo la causa de los pobres; mas el impío no entiende sabiduría” (Proverbios 28:16; 29:2,7). Miles de millones de seres humanos viven en el dolor de la indigencia porque sus líderes no cumplen estas instrucciones tan sencillas pero tan profundas que Dios consignó desde hace muchos siglos en la Biblia.
El estudio del tema de la pobreza desde una perspectiva bíblica revela cosas muy interesantes. Las leyes del Antiguo Testamento, que el cristianismo tradicional ha desechado, son principios eficaces encaminados a prevenir algunos de los problemas más grandes que aquejan al mundo, entre estos, la explotación de mano de obra barata, la brecha entre ricos y pobres, los problemas del hambre y el sostenimiento de economías que tambalean bajo el peso de deudas externas insoportables contraídas con los países ricos. En su sabiduría, Dios ordenó que se guardara el sábado, el séptimo día (Éxodo 16:23-30). El sábado no sería solamente un día de culto sino de reposo, día en que los trabajadores descansarían de las fatigas de ganarse la vida (Éxodo 20:8-11). Bien guardado, el sábado impediría la explotación de los trabajadores contratados. Nadie estaría obligado a laborar siete días a la semana. Hasta los más pobres tendrían un día de descanso. La intención de Dios era que Israel, su nación modelo, se destacara como ejemplo para el mundo, siguiendo esta práctica de origen divino y a la vez tan humanitaria (Éxodo 31:12-18). Dios fijó también un año sabático cada siete años (Éxodo 23:10-13). Durante el séptimo año, los campos debían quedar sin labrar, con lo cual se observaba un descanso sabático de la tierra para reponer el suelo. En ese año los pobres podían comer todo lo que espontáneamente se produjera en los campos (Levítico 25:2-7). El séptimo año era considerado un año de libertad porque se cancelaban todas las deudas y todos los siervos quedaban libres, con recursos suficientes para comenzar de nuevo en la vida (Deuteronomio 15:1-15). Si se cumplieran estos principios, se levantaría el yugo abrumador de la deuda que recae sobre miles de millones de personas en todo el mundo, ¡dándoles una nueva oportunidad en la vida!
Cada 50 años se declaraba un año de jubileo (Levítico 25:8-17). En el año del jubileo todas las tierras que se hubieran vendido regresaban a sus propietarios originales. Este principio hacía imposible la concentración de la tierra en manos de unos pocos ricos (ver Isaías 5:8). Sin este principio, millones y millones de personas viven como campesinos sin tierra a merced de los caprichos de los terratenientes ricos.
El profesor Ronald Sider habló de las razones por las cuales se devolvían las tierras en el año del jubileo: “En una sociedad agrícola, la tierra es el capital. La tierra era el medio básico para producir riqueza… al principio, cuando Dios estableció la nación de Israel, la tierra se repartió en partes más o menos iguales entre las tribus y familias (Números 26:52-56). Dios quiso que esta igualdad fundamental se prolongara, y de allí su orden de devolver todas las tierras a sus propietarios originales cada 50 años. No se eliminó la propiedad privada, pero los medios de producción de la riqueza debían volver periódicamente a condiciones de igualdad” (Cristianos en una era de hambre, Sider, pág. 80).
Sider prosiguió: “Los impedimentos físicos, la muerte del individuo que mantiene a la familia o la carencia de aptitudes naturales; pueden llevar a algunas personas a empobrecerse más que otras. Pero Dios no desea que esas desventajas amplíen la brecha entre ricos y pobres. Por lo tanto, dio a su pueblo una ley que tendría por efecto igualar la tenencia de la tierra cada 50 años… El concepto bíblico del jubileo subraya la importancia de contar con mecanismos y estructura institucionalizadas para promover la justicia (ibidem). Además de los principios del sábado y del jubileo, vemos en Levítico 19:9-10 que había leyes sobre la cosecha. No se podían segar los bordes de los campos sino que estos debían dejarse para que los pobres encontraran algo qué recoger, y no que se les distribuyeran los alimentos sin ningún esfuerzo de su parte. Además, Dios fijó un sistema de diezmos para atender las necesidades espirituales y físicas de su pueblo. El primer diezmo, diez por ciento de los ingresos, era para mantener a los sacerdotes y levitas, que eran los dirigentes espirituales, maestros y administradores civiles de la nación. Un segundo diezmo lo retenía el jefe de cada hogar para celebrar con su familia las fiestas santas anuales (Deuteronomio 14:23-26). Un tercer diezmo se pagaba en los años tercero y sexto de cada ciclo de siete años para mantener a las viudas, los huérfanos y los extranjeros pobres (Deuteronomio 14:28-29).
De esta manera Dios dispuso un sistema organizado para velar por los necesitados. El máximo que pagaría un individuo anualmente por concepto de diezmos sería el 20 por ciento, puesto que el segundo diezmo siempre lo retenía el individuo para disfrutarlo durante los días santos. Comparemos esto con los regímenes de impuestos actuales. Sería un cambio muy grato para muchos que pagan sumas mucho mayores a gobiernos despilfarradores.
Muchos que se declaran cristianos creen que ya no se aplican los principios bíblicos descritos, cuya finalidad era satisfacer las necesidades económicas y sociales. Creen que el destino del cristiano es ir volando al Cielo para nunca más tener que preocuparse de mejorar al mundo. ¡Pero la Biblia dice algo bien diferente! Jesucristo habló de un Reino de Dios venidero (Marcos 1:14-15). Cuando Cristo regrese con todos sus santos para gobernar a las naciones, va a instaurar este Reino de mil años en la Tierra (Apocalipsis 1:6; 5:10; 11:15-18; Daniel 2:44-45; 7:27).
Cuando Jesucristo declaró que su misión era “dar buenas nuevas a los pobres… sanar a los quebrantados de corazón…pregonar libertad a los cautivos”, estaba citando al profeta Isaías (Lucas 4:18-19; Isaías 61:1-2). A Isaías se le ha llamado el “profeta mesiánico” por sus muchas profecías que hablan en detalle del venidero Reino de Dios. Fue quien escribió que “acontecerá en lo postrero de los tiempos” que el Mesías volverá y establecerá un gobierno que regirá al mundo desde Jerusalén y empezará a enseñar a todos los pueblos un camino de vida nuevo y diferente: “Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Eterno. Y juzgará entre las naciones” (Isaías 2:2-4).
En ese Reino, las leyes y los principios descritos en este artículo van a exponerse y explicarse a todos los pueblos del mundo. Los principios bíblicos se convertirán en la plataforma y base estructural de un sistema económico que transformará al mundo. A medida que se pongan en práctica estas instrucciones, terminará la explotación de los pobres, empezará a desaparecer la brecha entre ricos y pobres, y se levantará el yugo de la pobreza. Los verdaderos cristianos son llamados a prepararse para ese futuro (Isaías 30:20-21), y para cambiar el curso de la historia cuando Jesucristo regrese a la Tierra. Es así como se va a quitar por fin el yugo de la pobreza, y es entonces cuando los oprimidos finalmente quedarán libres. Esta es la buena noticia y la verdadera esperanza para el futuro. Si usted se prepara desde ahora, podrá participar de un futuro ¡que va a dejar la pobreza en la historia!