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A muchas personas sinceras les han enseñado que para ser cristianos es suficiente con entregar el corazón al Señor y creer en Jesucristo. Sin embargo, es necesario hacer mucho más. ¿Qué podemos hacer si queremos que Dios sea real para nosotros, y si deseamos cumplir su Palabra de todo corazón?
Ninguno de nosotros ha visto a Dios cara a cara, no obstante, miles de millones en una u otra forma dicen creer en Él. Quienes leen esta revista, es muy probable que se encuentren entre los creyentes. Eso está muy bien, pero, ¿qué tan real es Dios para cada uno de nosotros? ¿Estaremos en total disposición de obedecerle diligentemente, sabiendo con certeza que Él existe, que le conocemos y que nos recompensará por nuestra actitud? ¿O somos de los que llegan hasta cierto punto y trazan una raya que no están dispuestos a cruzar?
Consideremos lo siguiente y mirémonos seriamente al espejo. La Biblia nos dice que cierto hombre anduvo por los caminos polvorientos de Israel hace 2.000 años, asegurando que venía de Dios y regresaría a Dios. Lo mataron y muchos dicen que resucitó a la vida y que cientos de testigos lo vieron. Además, proclamó que va a regresar para conferir el mando a un grupo de personas que en esta vida son llamadas, elegidas y fieles (Lucas 19:12-27; Apocalipsis 17:14).
Francamente, pedir que todo esto se llegue a creer es bastante. Aun quienes lo siguieron y lo conocieron en su vida terrenal, quienes vieron sus milagros y lo tuvieron como mentor durante tres años y medio; les resultó muy difícil aceptar, en un principio, la realidad de su resurrección. Sabían que en Jesús había algo diferente y llegaron a proclamarlo como el Mesías esperado, pero su fe falló en muchas ocasiones. Después de crucificado, no previeron su resurrección, aunque el mismo Jesús había proclamado que sucedería.
La Biblia habla poco del discípulo Tomás, pero si algo sabemos de él los lectores, es que Tomás fue quien dijo, en efecto: ¡Muéstrenme la prueba! Cuando los demás discípulos dijeron que habían visto a Jesús vivo, Tomás exigió: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20:25). Claro está, una vez que Jesús se le apareció, creyó. Podemos agradecer a Tomás la oportunidad que nos ha dado de hacer una pausa de reflexión, porque “Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron” (v. 29). ¿Creemos nosotros sin haberlo visto?
No es que jamás hubiera ocurrido una resurrección. Los discípulos tenían que conocer el relato de los hombres que volvieron a la vida cuando los colocaron en el sepulcro de Eliseo (2 Reyes 13:21). Tenían que conocer las profecías que hablaban de una resurrección de los muertos (Job 14:14-15; Salmos 17:15; Daniel 12:1-2).
También había un testimonio más cercano: una resurrección que muchos vieron con sus propios ojos. Jesús resucitó a Lázaro cuando llevaba cuatro días sepultado, y hasta la hermana advirtió que el cuerpo debía heder (Juan 11:39). ¡No habría sido poca cosa ver a Lázaro salir caminando del sepulcro, vivo y sano, aunque envuelto en su mortaja! (v. 44). La resurrección era un hecho tan establecido, que ni siquiera los detractores de Jesús podían negarlo. Algunos tuvieron el deseo de matar a Lázaro, en un vano intento por destruir la prueba de este milagro (Juan 12:9-11).
También fueron sanadas muchas personas más. No había prácticamente ningún tipo de enfermedad o dolencia que Jesús no sanara. Curó al leproso, al ciego, al mudo, al cojo, al poseído de demonios y más. Muchas de estas personas eran bien conocidas en su comunidad, no eran extrañas que recibían un golpe en la frente propinado por un evangelista vociferante, como vemos en la televisión actual.
Recuerdo haber visto un espectáculo televisado, en el cual presentaron a un niño supuestamente sordo a causa de un espíritu demoníaco. El evangelista (sería más acertado llamarle charlatán) metió los dedos en los oídos del chico y exclamó: “¡Salid!” al supuesto espíritu. Luego, arrimando su rostro a la cara del niño, este señor dio la orden varias veces en tono fuerte y claro: “Di: Be-bé”. El niño, asustado y confundido, repitió “Ba-ba”. Hasta un niño puede leer los labios de alguien que dice “bebé” con pronunciación exagerada. Sonó la música, se declaró que el niño estaba sanado y el público, meciendo las manos en alto mientras corrían lágrimas por sus mejillas, exclamaba: “¡Bendito sea el Señor!”
En cambio, las personas sanadas por Jesús solían ser bien conocidas en su medio, como afligidas por determinada dolencia. Esas intervenciones no eran trucos montados para embaucar a un público ingenuo. Tenemos los ejemplos de Lázaro (Juan 11:39-44), del hombre poseído por demonios en la región de los gadarenos (Marcos 5:1-17), de un paralítico (Marcos 2:3-12) y muchos más. La gente sabía que estas personas realmente fueron sanadas, y hasta los fariseos contenciosos tenían que reconocer que los milagros de sanidad hechos por Jesús eran reales, como lo confirma la confesión de Nicodemo (Juan 3:2).
Leemos que Jesús convirtió agua en vino, calmó un mar tormentoso y caminó sobre el agua. Entonces, persisten las preguntas: ¿Creemos sinceramente que estos milagros ocurrieron? ¿Creemos en un Dios todopoderoso que está actuando con la humanidad en este pequeño planeta que gira en torno a una estrella mediana, una entre las decenas de miles de millones que pueblan nuestra galaxia… la cual a su vez es solo una entre uno o dos millones de millones de galaxias que se estima forman el Universo?
Cómo no vamos a preguntarnos, como lo hizo el rey David ponderando la majestad del cielo en una noche despejada: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Salmos 8:4). ¡Esta es una pregunta de enorme trascendencia! ¡Y cuánto más sabemos hoy sobre la magnitud del Universo y la pequeñez nuestra!
Muchas veces pensamos que si presenciáramos un milagro, seríamos diferentes, pero es un error conforme a los hechos. El pueblo de Israel vivió milagro tras milagro, presenció grandes prodigios que culminaron en su salida de la esclavitud en Egipto. Vivieron tres plagas en carne propia, y vieron cómo sus vecinos egipcios padecían otras siete plagas, que eran milagrosas por la manera y el momento en que ocurrían. Salieron milagrosamente por el mar Rojo, y se alimentaron del maná que aparecía sobrenaturalmente todos los días de la semana salvo el séptimo. ¡Y así fue durante 40 años! Vez tras vez, Dios atendió a las necesidades de Israel en el desierto.
Sin embargo, vemos que estos milagros solo sobrevivían en la mente del pueblo hasta que se presentara un nuevo contratiempo. Después de oír la voz de Cristo, “¿Quiénes fueron los que, habiendo oído, le provocaron? ¿No fueron todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés? ¿Y con quiénes estuvo Él disgustado cuarenta años? ¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el desierto? ¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron? Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad” (Hebreos 3:16-19).
Los milagros son como el alimento y el agua: si nuestra fe depende de ellos, exigiremos un milagro tras otro para satisfacer nuestras recurrentes necesidades. Esto no es por decir que los milagros carezcan de importancia, porque en la Biblia leemos de muchos milagros. Algunos de nosotros hemos vivido alguno. De hecho, ¡lo hemos vivido! La vida misma es un milagro de tal magnitud, que todos los días nos asombra algo nuevo que se aprende sobre ella.
Leemos que “las cosas invisibles de Él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20). ¿Ven ustedes queridos lectores los milagros que les rodean?
Recientemente mi esposa y yo presenciamos un pequeño milagro. Notamos que el pajarito conocido como Azulejo del Este no anidó este año en una de las casitas que colgamos para ese fin. Decidí investigar. Acercándome a mirar por la abertura de la casita, un ojo grande me devolvió la mirada. Una ardilla adulta no cabía entre la abertura, pero sí parecía un roedor pequeño. ¿Sería una rata? Cuando quité la tapa, el animalito salió. Era, para gran sorpresa nuestra, una ardilla voladora. Su pareja se acercó y se colgó boca abajo en el tronco, a corta distancia, mirándome con saña. Así duró varios minutos mientras llamábamos a una vecinita para que viniera a verlas. ¡Qué hermosas criaturas!
Quizás esto no le parezca a usted milagro, ¿pero qué vida no lo es? ¡Hay tantas especies y subespecies, todas distintas pero relacionadas! Hay ardillas grises, ardillas rojas, ardillas negras, ardillas voladoras, pero todas son ardillas; y cada una es perfectamente adecuada para ocupar su lugar dentro un ecosistema integrado. Unas fueron creadas por Dios con sus características distintivas; otras ,al igual que nuestros perros y gatos domesticados, manifiestan su maravillosa variedad gracias a la labor de diseño de sus amos humanos. Trátese de aves, reptiles, roedores, peces, flores o cualquier otro tipo de vida; todos manifiestan una belleza y un diseño exquisitos. ¿Y cómo omitir lo que vemos en el espejo? Como dijo David refiriéndose al pináculo de su creación: “Tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras. Estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien” (Salmos 139:13-14). Reflexionemos: ¿Lo sabe muy bien nuestra alma?
La fe es esquiva. Por una parte, no debe ser ciega, pero por otra, la fe basada en milagros nunca dura, porque los milagros atraen la atención, pero no traen conversión. Es posible que incluso Juan el Bautista haya dudado en algún momento. No podemos estar seguros, ya que el siguiente pasaje tiene más de una explicación, pero hay que preguntarse si tal vez Juan se ofendió por algo que Jesús dijo o hizo. “Al oír Juan, en la cárcel, los hechos de Cristo, le envió dos de sus discípulos, para preguntarle: ¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro? Respondiendo Jesús, les dijo: Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:2-5).
No podemos saber con seguridad si Juan envió a sus discípulos adonde Jesús por el bien de ellos o por el suyo. Juan vio señales de que Jesús era el Mesías (Juan 1:32-34). Jesús citó los milagros que había hecho y enseguida hizo este interesante comentario: “Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mateo 11:6). ¿Habrá ocurrido algo que despertó la duda en la mente de Juan?
Generalmente pensamos en la Iglesia primitiva como llena de fe, al contrario de lo que ocurre hoy. Esto es cierto, sin duda, pero quizá no en la medida que imaginamos. Recordemos cuántas veces se lamentó Jesús por la falta de fe de sus congéneres, y cuántas veces dijo a sus discípulos: “¡Hombres de poca fe!”
La escapada del apóstol Pedro de la cárcel tiene su aspecto gracioso. Herodes estaba decidido a ejecutarlo, como había hecho hacía poco con Santiago, el hermano de Juan, pero Dios envió a un ángel a rescatarlo. Era un período traumático para la Iglesia y muchos hermanos se reunieron a orar por Pedro. Rogaban, sin duda, que Dios lo salvara de la muerte, pero cuando se escapó de manera realmente milagrosa, quienes oraban no parecían capaces de aceptar que el milagro estaba tocando a la puerta.
“Entonces Pedro, volviendo en sí, dijo: Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, y me ha librado de la mano de Herodes, y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba. Y habiendo considerado esto, llegó a casa de María la madre de Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos, donde muchos estaban reunidos orando. Cuando llamó Pedro a la puerta del patio, salió a escuchar una muchacha llamada Rode, la cual, cuando reconoció la voz de Pedro, de gozo no abrió la puerta, sino que corriendo adentro, dio la nueva de que Pedro estaba a la puerta. Y ellos le dijeron: Estás loca. Pero ella aseguraba que así era. Entonces ellos decían: ¡Es su ángel! Mas Pedro persistía en llamar; y cuando abrieron y le vieron, se quedaron atónitos” (Hechos 12:11-16).
¿Somos acaso diferentes de estas personas piadosas? ¿Nos asombraríamos en una situación igual? ¿O nos parecería consecuente que Dios respondiera a nuestra oración? De nuevo pregunto: ¿Es Dios real?
Hebreos 11, conocido como el capítulo de la fe, presenta esta afirmación: “Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (v. 6). ¿Por qué es imposible agradar a Dios si no creemos que existe, y que recompensa a quienes le buscan con diligencia?
Quienes figuran en Hebreos 11 tenían una fe que generaba acción. Abraham obedeció a Dios al abandonar la comodidad de su casa para dirigirse a una tierra donde sería extraño. Confió cuando Dios le dijo que sacrificara a su hijo Isaac, creyendo que Dios lo resucitaría. Esto fue un modelo de lo que Dios haría con su Hijo, pero en el caso de Abraham, Dios detuvo su mano en el último instante. Noé construyó un barco enorme mientras los vecinos probablemente se burlaban. Y también está Moisés: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón. Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Hebreos 11:24-27).
Aunque Dios se dirigió directamente a algunos en sueños y visiones, otros, en todos los tiempos, han tenido como fuente de esperanza solamente las Escrituras y su relación personal con Dios, edificada sobre la oración, el estudio de la Palabra divina y el ayuno. “Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra. Y todos estos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Hebreos 11:37-40). Para ellos, ¡Dios era real!
Si Dios es real para nosotros, y si realmente creemos que hay una recompensa por obedecerle, entonces nos esforzaremos por guardar sus mandamientos. Haremos a un lado las fiestas religiosas de este mundo, que disimulan sus prácticas paganas asociando a ellas el nombre de Cristo. Guardaremos sus sábados, tanto el semanal o séptimo día como los sábados anuales. No permitiremos que nada ni nadie nos desvíe de la obediencia a nuestro Señor y Salvador. “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:37-39). Si Dios es real para nosotros, ¡lo pondremos delante de todo lo demás! ¡Esas palabras vienen directamente de Jesucristo!
Pregunto de nuevo: ¿Es Dios real para usted? ¿Es lo suficientemente real para que le obedezca, y lo ponga ante todo lo demás? Y si no, ¡será hora de cambiar! [MM]