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Recuerdo muy bien mi primera experiencia con un colibrí. Mi esposa había colgado un comedero en un poste detrás de la casa, y días después el aire se llenó del zumbido de los pajaritos. Era claro que uno de ellos pretendía dominar el espacio, como que espantaba a los demás para alejarlos del comedero. Al mismo tiempo, dos o tres de ellos persistían en regresar. Pronto, presenciamos lo que virtualmente era una “guerra de colibríes”.
Viendo la oportunidad una tarde, empecé a caminar muy lentamente hacia el comedero, durante una de esas sesiones frenéticas. Acercándome más, paso a paso, pude llegar hasta el centro de actividad, y la experiencia fue increíble. La agilidad y velocidad de esos pajaritos, que no miden más de siete centímetros, revoloteando cerca de mi cabeza fue algo asombroso. Su vuelo tan rápido como chispas, sus cambios de dirección instantáneos y su capacidad para detenerse como flotando en el aire los hacía parecer a mis ojos como unos acróbatas del cielo.
Estas maravillas del diseño de Dios son pajaritos minúsculos, ¡pero grandes milagros! Detengámonos a pensar un momento en la singular obra de ingeniería divina que el Creador ha hecho al formar esta preciosa gema del mundo de las aves que es el colibrí.
Primero, ¿cómo hace el colibrí para realizar sus acrobacias aéreas? Observando uno, aunque sea por pocos momentos, vemos que no solamente se suspende en el aire, sino que puede volar en cualquier dirección: hacia adelante o atrás, a la derecha o la izquierda, hacia arriba o hacia abajo; sin voltear el cuerpo. Además, en un abrir y cerrar de ojos pasa de estar suspendido inmóvil en el aire a volar a 100 kilómetros por hora.
Lo que hace directamente posible estas capacidades extraordinarias es el elemento de diseño de sus alas.
En la mayoría de las aves, las alas se doblan en el hombro, el codo y la muñeca, por lo cual pueden curvarse cuando el ave las levanta y luego abrirse cuando las baja empujando contra el aire. Este aleteo se ve prácticamente en todas las aves del cielo, desde el gorrión hasta el águila, ¡pero no en el colibrí!
En el colibrí, el codo y la muñeca no se doblan sino que forman una estructura rígida en el ala. En cambio, el hombro es increíblemente flexible, capaz de imprimirle al ala un movimiento como en “figura de ocho” hacia adelante y atrás, como un nadador que mantiene la cabeza fuera del agua. Y aunque la muñeca no se dobla como en otros pájaros, su diseño le permite trazar un movimiento de rotación extrema, doblándose a casi 180° con cada aleteo. Estos elementos de diseño forman un ala con ingeniería específica que le da al colibrí un empuje poderoso con cada movimiento: hacia adelante y atrás, adelante y atrás. En esto difiere de otras aves, que solamente generan empuje al batir sus alas hacia abajo.
Aun así, el diseño singular de las alas y su movimiento no bastarían para darle al colibrí su increíble agilidad si no pudiera batirlas muy velozmente. De hecho, sí las bate muy velozmente. ¡El aleteo del colibrí se ha medido entre 50 y 80 veces por segundo! Su sobrenombre de “zumbador” se debe precisamente al zumbido generado por el movimiento enérgico de las alitas.
Para aletear 20 veces en la fracción de segundo que tarde una persona en parpadear, hay que contar con un sistema de soporte que brinde fuerza y energía de manera extraordinaria. El colibrí tiene un sistema así. Por ejemplo, la proporción de su masa muscular dedicada al vuelo es mayor que la de otras aves, y esos músculos tienen una capacidad especial para convertir el combustible en energía para el movimiento durante períodos largos de tiempo. De hecho, el colibrí de garganta roja migra dos veces al año miles de kilómetros entre Canadá y Panamá, en un viaje que incluye un trayecto de 800 kilómetros sin escalas sobre las aguas del golfo de México.
La cantidad de energía necesaria para cumplir tal proeza es fenomenal. Se ha estimado que si las necesidades energéticas del colibrí se calcularan comparadas con un ser humano, este tendría que consumir aproximadamente 155.000 calorías diarias: ¡el equivalente de más de 600 hamburguesas!
Sin embargo, al saciar su apetito feroz el colibrí obtiene casi toda su energía de una sola fuente: el néctar de las flores. Para ello, cuenta con otros elementos singulares de diseño, cada uno de ellos un reflejo de la habilidad de su ingenioso Creador.
La lengua del colibrí, por ejemplo, siempre ha sido un misterio. Durante años, muchos científicos pensaban que los colibríes absorbían néctar por simple “acción capilar”, como una toalla de papel que absorbe líquido pasivamente por sus fibras. Pero se ha descubierto que no es así, gracias a los estudios meticulosos en años recientes.
Un examen atento de la lengua del colibrí revela un diseño que no se ve en ningún otro animal, y que le permite alterar dinámicamente su forma en presencia de un líquido. Si usted ha intentado “asir” agua, sabrá que es un esfuerzo inútil. La lengua del colibrí sí puede hacerlo, gracias a varias estructuras curvas que se abren automáticamente al penetrar en un líquido y luego se cierran activamente para “sujetar” el líquido. Entonces el pájaro retrae la lengua al pico y garganta, llevando su cargamento de agua con néctar. Los biólogos siguen estudiando el ciclo digestivo de este pajarito con esperanzas de llegar a entenderlo. ¡Parece que Dios todavía tiene mucho que enseñarnos con esta diminuta criatura!
Otros misterios del colibrí continúan revelándose a medida que los científicos siguen estudiando a esta preciosa avecilla. Por ejemplo, en junio del 2016 fue publicado un estudio sobre el descubrimiento de que los colibríes procesan información visual de un modo diferente de los demás animales. Esto les permite evitar colisiones en el aire al volar como balas por las zonas boscosas y nubladas.
¡Es asombroso constatar que un animal tan pequeño y tan humilde como el colibrí aún encierra información y nuevos misterios por descubrir! Y cada sorpresa, cada revelación, cada descubrimiento de una estructura nueva o de algún elemento de diseño único es un ejemplo más de un Creador grande y brillante que ama a su creación, y que se deleita con las obras de sus manos.
El patriarca Job aconsejó así a sus amigos: “En efecto, pregunta ahora a las bestias, y ellas te enseñarán; a las aves de los cielos, y ellas te lo mostrarán… Los peces del mar te lo declararán también. ¿Qué cosa de todas estas no entiende que la mano del Eterno la hizo?” (Job 12:7-9).
Tal como lo dijo Job, esta avecita del cielo nos enseña que, efectivamente, “la mano del Eterno la hizo”. Es una lección que aprendemos de este pajarito tan pequeño que cabe en la mano de un niño.