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En esta segunda entrega veremos muchas de las motivaciones que dieron origen a la revolución, incluidas las razones políticas y económicas. Muchos no comprenden las causas de la Reforma Protestante, ¡y estas no son lo que muchos piensan!
La pura verdad sobre la Reforma Protestante
Segunda parte
La primera entrega de esta serie reveló el hecho inesperado de que el llamado cristianismo sufrió un cambio radical poco después del tiempo de los apóstoles. Lo que se conoció como la Iglesia Cristiana no tardó en aceptar ceremonias, costumbres y tradiciones paganas.
Nos enteramos de la corrupción y el desenfreno de la Iglesia Católica durante la Edad Media o Edad del Oscurantismo. Vimos que hombres como Wycliffe, Huss y Savonarola no podían extirpar la maldad desde dentro de la Iglesia organizada de su época. ¡Muchos pagaron sus esfuerzos con su vida!
Veamos ahora los verdaderos factores que llevaron a los hombres a rebelarse contra la autoridad de la Iglesia Católica. Planteemos nuevamente estas preguntas: ¿Fue este un retorno sincero, motivado por el Espíritu, a “la fe que ha sido una vez dada a los santos”?
Muchos protestantes han dado por un hecho que la Reforma Protestante fue un movimiento puramente religioso. Imaginan multitudes de personas sinceras en toda Alemania y el resto de Europa buscando de todo corazón un regreso a la fe y las prácticas apostólicas.
Este concepto no corresponde a la realidad.
El hecho histórico es que muchas razones egoístas y materialistas contribuyeron a que la Reforma Protestante aconteciera en aquel momento y lugar. De los motivos muchos eran totalmente ajenos a cualquier consideración religiosa.
No hay duda de que una serie de consideraciones políticas, intelectuales y económicas fueron importantes en la realización de la Reforma Protestante del siglo XVI. Un creciente sentido de nacionalismo hacía sentir que las personas, tanto en Alemania como en Francia e Inglaterra; tenían intereses comunes contra todos los extranjeros, incluido el propio papa.
En tanto que las ciudades europeas crecían en tamaño e importancia, el avance en educación, riqueza e influencia política de la clase media la preparó para cumplir un papel decisivo en los trastornos que se avecinaban. Esta comenzó a expresar disgusto por la constante interferencia eclesiástica en los asuntos temporales (Walker, Reginald F. An Outline History of the Catholic Church, Newman Press, 1944. Pág. 289).
Junto con este sentimiento nacional, el crecimiento del absolutismo había hecho que los diversos gobernantes se sintieran más independientes de la sede de Roma; y a menudo intentaban lograr un control irrestricto sobre los nombramientos eclesiásticos dentro de sus respectivos reinos. Esto marcó el comienzo de una tendencia que en muchas tierras culminó con iglesias controladas por el Estado. La clara amistad entre los papas y los reyes de Francia durante el período de Aviñón dio origen, en otras naciones, a una desconfianza generalizada en las motivaciones papales. El escándalo se acentuó por el aumento de los impuestos papales durante ese período, cuando “el traslado del papado a Aviñón recortó buena parte de los ingresos de los estados papales en Italia, sin reducir el lujo ni los altos gastos de la corte papal” (Walker. Págs. 292, 296).
Fueron muchas las quejas expresadas no solo por individuos sino por los reyes más poderosos y por naciones enteras contra la imperiosa dominación de los papas; contra los fraudes, la violencia, la avaricia y las injusticias de Roma. La insolencia y tiranía de las bulas papales, unidas a los crímenes, ignorancia y depravación moral de los sacerdotes y monjes; hicieron que en todas partes se deseara una reforma de la Iglesia “en su cabeza y sus miembros” (Mosheim, John L. Institutes of Ecclesiastical History, Volume 3. Pág. 24).
En concierto con todas esas fuerzas influía el extraordinario movimiento conocido como el Renacimiento, o el despertar de Europa, a un nuevo interés por la ciencia, la literatura y el arte. Fue un movimiento que generó el cambio de los ideales, cultura y métodos de razonar medievales a los modernos.
Para comprender la Reforma Protestante que siguió, debemos primero examinar el juego e interacción de esos factores, cada uno de los cuales cumplió un papel muy importante en su desarrollo y su resultado final.
Como ya hemos visto, el poder papal alcanzó su punto máximo bajo Hildebrando (Gregorio VII 1073-1085), quien, aún más que sus predecesores, buscaba la subordinación total del Sacro Imperio Romano a la Iglesia de Roma. Tal empresa causó una lucha prolongada por el poder entre el papado y el Imperio. En esta lucha los papas tenían grandes ventajas sobre los emperadores, cuyos dominios distaban mucho de compararse con el área dominada por la Iglesia. Un motivo de gran apoyo fue la voluntad de los príncipes alemanes de imponer límites al poder de los emperadores. Y en las Cruzadas los papas tuvieron la oportunidad de aprovechar el entusiasmo religioso del pueblo en todas las naciones (Fisher, George P. The Reformation, Scribner, 1873. Págs. 26-28).
Al final, el papado triunfó en este empeño y el emperador penitente, Enrique IV, se vio obligado a humillarse delante del papa Hildebrando, con el fin de conservar la lealtad de sus súbditos. Vemos aquí el espectáculo de la Iglesia dominando sobre el Estado y dictando su voluntad sobre reyes y emperadores.
En efecto, la Iglesia había dominado al Imperio por mucho tiempo, pero no absolutamente. “En los dieciocho años del reinado de Inocencio III, de 1198 a 1216, la institución papal brilló en todo su esplendor. El cumplimiento del celibato había puesto a todo el cuerpo del clero en una relación más estrecha con el pontífice soberano. El vicario de Pedro se había convertido en el vicario de Dios y de Cristo… El rey era al papa como la Luna al Sol: una luminaria menor que brillaba con luz prestada” (Fisher. Págs. 29-30).
Vemos así que los pontífices se hacían pasar por Dios en la Tierra. Enseñaban que Jesucristo establecía su gobierno milenario en la Tierra por medio de ellos.
Sin embargo, este poder papal no se había ejercido mucho tiempo cuando en Europa empezaron a surgir nuevas fuerzas que eran un desafío a su supremacía. “El patriotismo de los pueblos comenzó a manifestarse en la inconformidad en cuanto a la autoridad extranjera sobre sus propias iglesias nacionales; en resistirse a los nombramientos de obispos, abades y dignatarios de la Iglesia que hacía un papa en un país distante; en un deseo de no contribuir al ‘óbolo de Pedro’ para el sostén del papa y la construcción de majestuosos templos en Roma” (Jesse L Hurlbut, Historia de la Iglesia Cristiana, Editorial Vida 1999. Pág. 132).
En el ejercicio de su poder político y económico, la Iglesia Católica estaba generando su propia caída. Los papas exhibían un ansia de dinero al parecer insaciable. Empleaban la riqueza no solamente para continuar su búsqueda de una vida voluptuosa y fácil, sino para comprar amigos y poder. Los pontífices romanos podían extraer el dinero de sus incautos súbditos por diversos medios, ocultos bajo el pretexto de la religión.
John Mosheim describió así este abuso del poder: “Entre dichos artificios, ocupaban un lugar importante las indulgencias, es decir, la libertad para impedir el castigo por los pecados contribuyendo con dinero para fines piadosos. Y a estas se recurría cuantas veces se agotara el tesoro papal, para inmenso perjuicio del interés público. Bajo algún pretexto aceptable, pero en su mayor parte falsos, el pueblo ignorante y timorato se dejaba engañar, ante la posibilidad de adquirir una gran ventaja, por los vendedores de indulgencias que eran en general personajes bajos y libertinos” (Mosheim, Pág. 88).
Tales abusos ofrecían, a los ojos de muchos príncipes alemanes, motivo suficiente para deshacerse del yugo papal, ya fuera por reforma o por revuelta; con el fin de liberarse de la intromisión y los impuestos papales, y aprovechar la riqueza de las iglesias y monasterios. El posterior ataque de Lutero contra los impuestos y la política financiera papal lo convirtieron de inmediato en abanderado de la clase media alemana e, indirectamente, de todos sus compatriotas; quienes desde hacía tiempo albergaban sentimientos de rencor contra los astutos italianos de vida fácil.
En Inglaterra la situación era más o menos la misma. El rey Enrique VIII había despilfarrado la mayor parte del tesoro real heredado de su astuto padre. Al mismo tiempo, crecía el descontento entre los nobles, especialmente por los excesivos impuestos papales; de manera que la abundante riqueza de las órdenes monásticas sería un bonito botín en caso de eliminarse la autoridad papal. Es muy revelador que una de las primeras acciones de Enrique VIII, luego de hacerse reconocer como jefe supremo de la Iglesia y el clero de Inglaterra, fue ordenar la confiscación de las riquezas de la Iglesia, y en especial de las órdenes monásticas.
Debido a la negligencia y extravagancia reales, surgió una clase de participantes del botín monástico a quienes convenía que continuara la separación de la Iglesia de Roma. Esta facción era una poderosa garantía contra cualquier posterior movimiento de reconciliación con el papado (Walker. Pág. 56).
En vista de tantas tentaciones y de la tendencia nacionalista ya en pie, debería haber sido el interés primordial de los papas reconciliar las objeciones políticas y financieras de las diversas naciones. Pero este no fue el caso.
Cuando el papado debía hacer todo lo posible por no gravar a los pueblos de Europa con su política financiera implacable, hizo todo lo contrario. Los papas solían emplear la riqueza que recibían de las indulgencias y la venta de cargos eclesiásticos para enriquecer a sus propios parientes o fortalecer el estado de la Iglesia Católica Romana.
Fisher describe el carácter deplorable de algunos de esos papas: “Inocencio VIII, además de promover la fortuna para siete hijos ilegítimos y de librar dos guerras contra Nápoles, recibía un tributo anual del Sultán por detener en la prisión a su hermano y rival, en vez de enviarle un destacamento contra los turcos, enemigos de la cristiandad. Alejandro VI, cuya maldad trae a la mente los días oscuros del papado en el siglo décimo, se ocupó en edificar un principado para su hijo preferido, aquel monstruo depravado que fue César Borgia, y en amasar tesoros por medios bajos y crueles para sustentar a la licenciosa corte romana. Se dice que murió por el veneno que hizo preparar para un rico cardenal, quien sobornó al jefe de cocina para que lo sirviera al propio Papa” (Fisher. Págs. 44-45).
Es obvio que, cuando los reformistas comenzaron a rogar que se rompiera con la autoridad papal, la amplia respuesta nacía no tanto por sinceros motivos religiosos, sino del deseo práctico y natural de muchos de hacerse de las recompensas políticas y financieras, hasta entonces controladas por la Iglesia de Roma.
Otro factor importante que preparó el camino a la Reforma Protestante fue el renacer del conocimiento, la literatura y el arte; conocido como el Renacimiento. Los líderes de este movimiento no eran en general sacerdotes ni monjes, sino legos. Comenzó como un movimiento literario que no era abiertamente antirreligioso, sino únicamente escéptico e indagador. El invento de la imprenta por Gutenberg en 1455 le dio un gran impulso. Por primera vez se pudieron distribuir libros por miles, y es interesante que el primer libro que se imprimió fue la Biblia.
El Renacimiento estimuló el patriotismo y sirvió para inspirar la producción de literatura nacional. Promovió el pensamiento independiente y las políticas nacionales y llevó al desarrollo de los modernos conceptos nacionalistas europeos que hoy conocemos. Surgieron gobiernos nacionales fuertes y esto, como es natural, tendería a limitar la autoridad de lo que se había considerado como la Iglesia universal. La influencia del papa y el clero se limitó cada vez más a la esfera religiosa, mientras la política diplomática de las naciones seguía un curso más independiente.
El interés cada vez mayor hacia los clásicos paganos ejerció una marcada influencia en las clases educadas, llevándolas a romper con el escolasticismo medieval y, en muchos casos, con todo interés por la religión como tal.
Los ideales medievales habían girado en torno al más allá y promovían el sacrificio personal. El Renacimiento introdujo el humanismo y la expresión de las tendencias inherentes en el hombre. La actitud de ascetismo y reclusión dio paso a la búsqueda de todo lo que el mundo pudiera ofrecer.
Con el análisis racional de la historia y literatura del pasado, los documentos de la Iglesia se sometieron a examen crítico. Lorenzo Valla (1405-1457) comenzó una escuela de crítica histórica, en 1440 reveló la falsedad del documento de la Donación de Constantino al papa Silvestre I y negó el origen apostólico del Credo de los Apóstoles. Toda esta indagación y renacer de los intereses humanos sirvió para socavar la autoridad e influencia de la Iglesia Católica.
Hubo unas dos generaciones antes de la Reforma Protestante en las cuales los papas también procuraron entrar en el espíritu del Renacimiento, y los papas de la época se destacan más por su cultura que por su fe religiosa. El resultado natural fue que la corte papal se hizo aún más mundana y esto generó una creciente demanda de reformas en la Iglesia.
“Un resultado muy benéfico del Renacimiento fue el interés renovado por el estudio del hebreo y el griego. Esto ayudó a una mejor comprensión de la Biblia, sobre la cual se basó la gran labor reformista de Lutero, Zwingli y Calvino. Sin esta preparación, su trabajo no habría sido posible” (Qualben, Lars P. History of the Christian Church, Wipf and Stock Publishers, 2008. Pág. 199).
El erudito más destacado del Renacimiento fue quizá Desiderio Erasmo, a quien habían acusado de “poner el huevo que Lutero incubó”. Estudió en varios países europeos. Siendo primordialmente católico romano, sus sátiras provocativas sobre los abusos del clero y su llamado a regresar a la sencillez del cristianismo original tuvieron un efecto profundo sobre las clases instruidas de su época y, por medio de ellas, llegó a las masas del pueblo europeo.
Erasmo estaba convencido de que el sistema romano estaba plagado de superstición y corrupción. Sin embargo, no tenía ningún deseo de romper con el catolicismo; viéndolo sentimentalmente como la madre de la sociedad y las artes. Y era demasiado intelectual para simpatizar con la revuelta luterana, cuyos brutales excesos le repugnaban.
“De esta forma, ninguna de las partes en la lucha que se inició en la última parte de su vida lo comprendió; y su memoria ha sido condenada por escritores polémicos, protestantes y católicos. Su propio pensamiento era que la educación, el regreso a las fuentes de la verdad cristiana y la flagelación de la ignorancia y la inmoralidad mediante una sátira inmisericorde llevarían a la Iglesia a la pureza. A este fin encaminó sus labores” (Walker. Pág. 329).
Es así como encontramos que los humanistas ayudaron a preparar el camino de la Reforma Protestante. Desacreditaron buena parte de la teología católica. Animaron a las personas a estudiar la Biblia y los primeros escritos de la Iglesia desde un nuevo punto de vista. Ayudaron a liberar la mente humana del tradicionalismo medieval y dieron comienzo a una era de erudición y pensamiento independiente centrado en los deseos y necesidades de la gente.
Con el auge del nacionalismo, la aparición de la imprenta y la creciente difusión del conocimiento, este movimiento intelectual habría terminado por generar cambios enormes en el catolicismo medieval y en la libertad individual; aunque no hubieran existido Lutero, Zwingli o Calvino. Así, cuando comenzó la Reforma Protestante, recibió el impulso de fuerzas que eran puramente intelectuales y a menudo de índole irreligiosa.
Los detalles de la degeneración moral y corrupción eclesiástica en el período inmediatamente anterior a la Reforma Protestante son tan conocidos que es suficiente con un breve resumen y análisis. Surge, sin embargo, una pregunta de vital importancia y que suele ignorarse o hacerse de lado. Es la duda fundamental de si la maquinaria político religiosa paganizada, radicalmente cambiada y corrompida que se llamaba la Iglesia Católica y dominaba a las naciones de Europa, ¿era de hecho, o no, la sucesora legítima de la Iglesia apostólica original: La única Iglesia verdadera que Jesucristo prometió edificar?
Es importante porque, como veremos más adelante, las iglesias protestantes, en conjunto, se identifican históricamente con la Iglesia apostólica basadas en el argumento de ser descendientes directas de la Iglesia Católica, su Iglesia madre.
¿Fue esta Iglesia la misma que Jesús edificó? ¿Estaban sus jefes y miembros llenos del Espíritu de Dios y eran guiados por Él? Es un punto de vital importancia, porque tal como dice el apóstol Pablo: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él” (Romanos 8:9).
No podemos sacar mejores conclusiones que las tomadas de las declaraciones de historiadores reconocidos en esta materia. La siguiente comparación directa es de Plummer: “En cuanto el renacer de las letras dio a conocer el contenido del Nuevo Testamento y las enseñanzas de los padres, se vio que lo que pasaba por cristianismo al cierre del siglo XV escasamente era reconocible como tal, al compararse con lo que sabemos del cristianismo hacia el fin de la edad apostólica” (Plummer, Alfred. The Continental Reformation in Germany, France and Switzerland from the Birth of Luther to the Death of Calvin. Scribner, 1912. Pág. 11).
Una clara y pintoresca descripción del estado de las cosas y su efecto sobre la vida cotidiana del pueblo aparece en la obra del conocido historiador D’Aubigne: “Veamos ahora cuál era el estado de la Iglesia antes de la Reforma Protestante. Las naciones de la cristiandad ya no buscaban en un Dios santo y viviente el don gratuito de la vida eterna. Para lograr ese don, estaban obligadas a recurrir a todos los medios que pudiera inventar una imaginación supersticiosa, temerosa y alarmada. El Cielo estaba poblado de santos y mediadores cuyo deber era solicitar esta merced. La Tierra estaba llena de obras piadosas, sacrificios, observancias y ceremonias mediante las cuales se obtenía” (D’Aubigne, Jean H. M., History of the Reformation, 1850. Pág. 17).
Cristo era representado como un juez rígido, dispuesto a condenar a todo el que no invocara la intercesión de los santos o no recurriera a las indulgencias papales.
Fueron muchos los intercesores que aparecieron en el lugar de Jesucristo. Primero estaba la virgen María, como la Diana del paganismo, y luego los santos, cuyo número era engrosado continuamente por los papas.
Como penitencia por el pecado se prescribían peregrinajes religiosos. Había casi tantos refugios religiosos para los peregrinos como montañas, bosques y valles. En estos peregrinajes la gente llevaba para los sacerdotes dinero y cualquier cosa que tuvieran de algún valor: patos, gansos, cera, heno, mantequilla y leche.
D’Aubigne prosigue: “Los obispos ya no predicaban, sino que consagraban sacerdotes, campanas, monjes, iglesias, capillas, imágenes, libros y cementerios; y todo esto traía más ingresos. En cajas de oro y plata se preservaban huesos, brazos y pies; que luego se hacían circular durante la misa para que los fieles los besaran. Y esto también producía grandes ganancias. Todas estas personas aseveraban que el pontífice, ‘sentado como Dios en el templo de Dios’, no podía errar y no toleraban contradicción alguna” (Ibídem).
Se cuenta que, en el mismo templo donde predicaba Lutero en Wittenberg, se exhibía un supuesto fragmento del arca de Noé, un trozo de madera de la cuna de Jesús, algunos pelos de la barba de san Cristóbal y 19.000 reliquias más.
Estas reliquias religiosas se vendían en los pueblos y a los fieles por los méritos espirituales que supuestamente conferían. Los vendedores itinerantes pagaban un porcentaje de su ganancia a los dueños originales de las reliquias. “El Reino del Cielo había desaparecido y en su lugar se había abierto en la Tierra un mercado de abominaciones” (Ibídem).
Si fuera posible excusar en parte a los miembros de esta supuesta cristiandad, como intentan hacer muchos historiadores invocando la ignorancia que prevalecía y la falta de una guía espiritual acertada, ninguna de estas justificaciones tiene peso al aplicarse al clero más alto ni a los propios pontífices. Estos individuos tenían todas las ventajas de la educación y el conocimiento, y hubieran podido aprovechar esas ventajas para bien.
La corrupción en la Iglesia de Roma durante el siglo anterior a la Reforma Protestante era deplorable. Muchos papas no eran más que bandidos respetables.
En sus palabras y acciones no se encuentra ni huella del Espíritu Santo de Dios. ¡No obstante, encabezaban y representaban lo que se tenía por la única Iglesia de Dios en la Tierra!
Respecto de estos papas, Wharey dice: “Sixto IV tuvo dieciséis hijos ilegítimos, a quienes mantuvo muy bien y enriqueció. Pero de todos los papas de esta era sobresalió por su maldad Rodrigo Borgia, quien tomó el nombre de Alejandro VI. Se le ha llamado el Catilina de los papas; las vilezas, maldades y crímenes que de él se tiene noticia son tantos y tan grandes que, con seguridad carecía no solo de religión, sino también de toda decencia y vergüenza” (Wharey, James. Church History,1840. Págs. 211-212).
“En esa época era práctica común que los sacerdotes pagaran el precio del chantaje por las concubinas ilegítimas que compartían su lecho y por cada hijo bastardo producido” (D’Aubigne. Pág. 18). “La religión romana ya no mantenía nada que despertara la estima de los verdaderamente piadosos, y el culto a Dios consistía casi enteramente en ceremonias paganizadas. Los sermones que se dirigían de vez en cuando al pueblo no solo carecían de buen gusto y sentido, sino que iban repletos de fábulas y ficciones nauseabundas” (Mosheim. Pág. 547).
Después de dar cuenta de la pestilencia espiritual, depravación moral y total ignorancia o desprecio por toda la verdad y virtud cristiana que caracterizaron a la Iglesia de Roma durante muchas generaciones, ¡estos mismos autores protestantes pretenden acto seguido reconocer este sistema réprobo como la Iglesia de Cristo, la Iglesia que Jesús prometió edificar, el cuerpo lleno del Espíritu y del cual Cristo es la Cabeza viviente! (Efesios 1:22).
Notemos el lamento de D’Aubigne: “El mal se había extendido por todos los rangos: ‘un gran engaño’ se había dirigido a todos los hombres; la corrupción de las prácticas era secuela de la corrupción de la fe. Un misterio de iniquidad oprimía a la Iglesia de Cristo esclavizada” (D’Aubigne, History of the Reformation. Pág.20).
De la necesidad imperante de purificar y limpiar esa sociedad no hay duda. Pero que este sistema totalmente paganizado fuera la Iglesia de Dios en la Tierra sí es muy dudoso.
De hecho, ¡la descripción de la Iglesia verdadera dada en el Nuevo Testamento contradice totalmente la fe, prácticas y la vida del catolicismo romano tal como ha existido durante cientos de años!
El mandato inspirado del apóstol Pedro de arrepentirse y bautizarse (Hechos 2:38), fue reemplazado por la orden romana de hacer penitencia, o sea confesarse y pagar dinero al sacerdote. El camino de vida apostólico de amor y obediencia a las leyes espirituales de Dios fue reemplazado por un sistema de temor y una observancia supersticiosa de ayunos especiales, fiestas y días prescritos por la Iglesia que eran totalmente ajenos a Cristo y la Iglesia primitiva.
En lugar de la forma inspirada de gobierno eclesiástico instituido por Jesucristo y continuado por los apóstoles, vemos una jerarquía corrupta de cargos sacerdotales que ni siquiera se mencionan en la Biblia. Y sobre todo el sistema corrupto encontramos al pontífice romano, que se sentaba “en el templo de Dios como Dios” (2 Tesalonicenses 2:4) y a menudo desobedecía todas las leyes de Dios y del hombre, a la vez que hablaba con autoridad como el vicario de Cristo y permitía y animaba a las personas a postrarse delante de él en una especie de adoración, que Pedro y los demás apóstoles no se atreverían a permitir (Hechos 10:25-26).
Este sistema político religioso totalmente adulterado, ¿acaso era descendiente legítimo de la Iglesia fundada por Jesús y los apóstoles? Una reforma de este sistema vil, ¿acaso podría ser una continuación de la Iglesia verdadera?
Estas son preguntas fundamentales, que es preciso considerar. No quitemos la vista al hecho ineludible de que las iglesias protestantes han salido directamente del sistema católico romano.
Como hemos visto; una serie de factores políticos, económicos, sociales, intelectuales y religiosos en todas las naciones de Europa presagiaba un trastorno universal. Y las consideraciones políticas y financieras cumplieron un papel muy importante en la reforma que se acercaba.
Cuando se realizó, ¿cuál fue su verdadero significado dentro del plan y propósito general del Dios eterno? ¿Fue un regreso a “la fe que ha sido una vez dada a los santos? Son preguntas que debemos afrontar de lleno.
En la próxima entrega, trataremos directamente el comienzo de la Reforma Protestante bajo Martín Lutero. ¡Muchos de los datos desconocidos sobre lo que realmente ocurrió y por qué ocurrió son realmente reveladores! ¡No deje de leer en el próximo número la continuación de esta serie!