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En un mundo con tanto sufrimiento, las familias felices son cada vez más difíciles de encontrar. Tal vez provengamos de una familia destruida, o que esté en proceso de ruptura.
¡Si ese es el caso, la Biblia revela herramientas vitales que pueden ayudarnos a construir, o reconstruir, la familia feliz que Dios desea para nosotros!
La familia de Rafael y Laura parecía ideal. Sus amistades en la Iglesia los veían como una pareja joven y agradable con cuatro hijos simpáticos y educados. Él, un pequeño comerciante, y ella, ama de casa; tenían una hermosa casa en un buen barrio. Para sus amigos y allegados, esta pareja representaba todo lo que una familia joven podía desear.
Había, sin embargo, un lado sombrío. Buena parte de lo que sus amigos creían saber de ellos era simple apariencia. Aunque la pareja logró guardar las apariencias durante años, con el tiempo la perfecta fachada comenzó a presentar algunas grietas. Rafael era alcohólico y la situación iba de mal en peor. Este era el gran secreto familiar.
Cuanto más bebía Rafael, más se desesperaba su esposa, y los disgustos entre ellos se hacían más frecuentes e intensos. Cuando finalmente él reconoció que tenía un problema y buscó ayuda, Laura estaba tan vencida por la amargura, el dolor y el resentimiento; que ya no le importaba. En los años siguientes, esta familia ideal se desintegró, con resultados trágicos para todos. La vida pasó de ser un sueño a una verdadera pesadilla.
El anterior no es un caso aislado. La salud y la felicidad de una familia pueden verse afectadas por el alcoholismo, el abuso físico, el abuso sexual e incluso por ideas erróneas sobre la crianza de los hijos. Pero las familias rotas pueden reconstruirse, ¡y las Escrituras proporcionan muchas guías para indicarnos cómo se puede lograr!
Encuestas realizadas en muchos países demuestran que millones y millones de adultos tienen problemas de consumo excesivo de bebidas alcohólicas. Y el problema no solamente afecta al que bebe, sino que repercute, como en el caso de Rafael, sobre la vida de sus allegados; especialmente de los niños que crecen en semejante ambiente.
En la etapa de la niñez se forman los patrones de conducta que decidirán nuestro comportamiento en la vida. Los conceptos más importantes que tenemos de nosotros mismos, y del mundo que nos rodea, nacen de las experiencias que adquirimos en el hogar. Millones de adultos se han criado en hogares de alcohólicos. Otros millones han crecido llevando en sí otras cicatrices de la vida. Las estadísticas de mujeres víctimas de incesto son alarmantes.
Mirando el sufrimiento que nos rodea, debemos reconocer que nadie proviene de un hogar perfecto. Pero millones de personas han crecido en hogares que dejaron heridas especialmente dolorosas. Si estas no fueron sanadas a tiempo, entonces los pecados de los padres vienen a recaer sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación: “El Eterno es tardo para la ira y grande en misericordia, perdona la maldad y la rebelión, aunque en ningún modo tendrá por inocente al culpable, pues castiga el pecado de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Números 14:18, RV 1995).
Con tantas personas que crecieron en el seno de familias perturbadas, cabe preguntar si ellas tienen alguna posibilidad de alcanzar la felicidad. ¿Estaremos destinados a repetir los problemas de la familia en la cual crecimos? O por el contrario, ¿será posible romper el ciclo y construir una familia sana y unida?
No es que la gente se proponga a ser desdichada, pero, sencillamente ¡no sabe qué hacer para producir resultados felices! Muchos jóvenes criados en un ambiente familiar perturbado, se proponen que en el futuro no van someter a sus hijos a semejantes traumas. Sin embargo, lo hacen sin desearlo. ¿Por qué razones continúa el problema?
La explicación, en gran parte, se encuentra en las lecciones y estrategias de supervivencia que aprendimos en la niñez. Las heridas, los temores y los resentimientos acumulados en la infancia y la juventud persisten a lo largo de la vida. Y con frecuencia esos sentimientos se trasladan a las nuevas relaciones que adquirimos en la edad adulta. Quien nunca aprendió en la niñez a confiar en los demás, carece de la capacidad, como adulto, de formar una buena relación de confianza. Sus padres jamás le enseñaron cómo relacionarse con otras personas. “Instruye al niño en su camino, y aún cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6).
Aunque nadie puede cambiar su pasado, sí podemos tomar decisiones acerca de nuestro futuro. Si queremos producir un cambio, tenemos primero que contemplar el pasado con sinceridad, mirándonos en el espejo de la ley de Dios (ver Santiago 1:23-25). Esta ley es la verdad que nos puede hacer realmente libres. Por tanto, antes de pretender seguir adelante, afrontemos la realidad, observemos dónde nos encontramos en la vida y cómo llegamos allí.
Al entender la dinámica de nuestro sistema familiar, tendremos una visión más clara de nosotros mismos, y de las razones por las cuales sentimos y pensamos de cierta manera. Si en los años formativos un niño piensa que, por mucho que se esfuerce, jamás logrará hacer las cosas bien; o si cree que necesita luchar para merecer el amor, o que es responsable por la felicidad de otros, entonces le será muy difícil desarrollar relaciones sanas y estables en la edad adulta.
Afrontar el pasado no es culpar a los padres de lo que haya sucedido, sino aprender a ser sincero con uno mismo. Si no vemos el problema o si no estamos dispuestos a reconocer que existe, jamás vamos a superarlo. Es necesario hacer un inventario de nuestra vida, analizar nuestros sentimientos y las convicciones sobre las cuales se basa.
Si queremos que el futuro sea diferente del pasado, es preciso que identifiquemos específicamente aquello que deseamos cambiar. Las buenas intenciones de cambiar las cosas no bastan para resolver los problemas. ¿Qué es, concretamente, lo que vamos a hacer? Nadie puede cambiar lo general. ¡Los cambios tienen que hacerse en cosas específicas!
Tampoco es productivo dar por un hecho que no pasa nada. Creer que todo marcha bien no va a hacer que marche bien. No nos engañemos, por inspiración de Dios el profeta Jeremías nos dice: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá” (Jeremías 17:9); y el apóstol Santiago nos exhorta: “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22).
Si miramos el problema de frente, con sinceridad y honradez, podremos verlo tal cual es, y entonces tomar las decisiones. Este es un primer paso para sanar las heridas que se abrieron desde la niñez.
Hay hechos terribles que dejan huellas profundas. Para quien ha sido víctima de un trato lastimoso e injusto, es sumamente difícil olvidar. Muchas veces nos sentimos justificados en aferrarnos al resentimiento porque la vida ha sido injusta con nosotros. Pero a la larga, el resentimiento acaba por perjudicar a la misma persona que lo conserva.
La Biblia es el mejor libro de psicología del mundo. Su autor es el Creador, quien diseñó el corazón y la mente de los seres humanos. En sus páginas encontramos historias de hombres y mujeres de la vida real, así como las decisiones que tomaron y las consecuencias que les trajeron.
Uno de los episodios más trágicos relatados en las Sagradas Escrituras es la serie de incidentes que culminaron con la rebelión de Absalón, hijo del rey David. La historia no comenzó con la rebeldía de Absalón, sino unos diez años antes con la violación carnal de Tamar, víctima de Amnón su medio hermano. Después del doloroso incidente, Absalón duró dos años atormentado por sus sentimientos de ira (ver 2 Samuel 13).
Al cabo de ese tiempo, Absalón hizo una reunión en su casa a la cual invitó a todos sus hermanos, entre ellos a Amnón. Aprovechando que su hermano había salido de Jerusalén, ordenó su muerte y luego huyó del país. El rey David quedó desconsolado. Había perdido dos hijos: uno muerto y el otro exiliado.
Durante tres años no hubo contacto alguno entre el rey David y Absalón, su hijo ausente. Entonces Joab, quien era sobrino y ayudante muy cercano del Rey, preparó una treta para persuadir a David de que hiciera llamar a Absalón. Lo hizo, y Absalón regresó a Jerusalén, pero aun así el Rey se negó a verle personalmente. Tanta era su congoja por lo ocurrido, que no lograba reconciliarse enteramente con su hijo. Transcurrieron varios años más y ahora fue Absalón quien sintió un rencor cada vez mayor hacia su padre. Por fin, Joab logró romper el alejamiento y el Rey invitó a Absalón a visitarlo (2 Samuel 14:1-21).
Hubo una aparente reconciliación, pero el resentimiento de Absalón se había exacerbado a tal punto que lo llevó a tramar una revolución para apoderarse del trono de su padre. Cuando creyó que el momento había llegado, Absalón atacó. Parecía que tendría éxito, pero al final su ejército cayó derrotado.
Antes del choque entre los ejércitos, el rey David había dado instrucciones a sus guerreros en el sentido de no herir a Absalón: “Tratad benignamente por amor de mí al joven Absalón” (2 Samuel 18:5), les dijo. Pero la orden no fue obedecida y Absalón fue muerto. David clamó inconsolable: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (v. 33).
Este es un relato trágico, de heridas profundas y amargos rencores que los protagonistas no pudieron superar. ¿Eran heridas reales? Sí. ¿Eran comprensibles? Desde luego. Pero el punto es que tuvieron un efecto demoledor sobre quienes se aferraron a ellas.
Jesucristo destacó la importancia de perdonar, de superar los sentimientos de enfado y resentimiento. A punto de morir crucificado, demostró el perdón unilateral. Refiriéndose a los soldados encargados de su ejecución, dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Una de las decisiones más importantes que puede tomar quien ha padecido una situación dañina y penosa, es desprenderse de las heridas y el rencor. No es fácil, pues generalmente consideramos que nuestros resentimientos tienen justificación, a causa del mal que nos fue infligido. Pero el resentimiento es fuente de muchos males espirituales, y cuando persiste, se convierte en una raíz de donde brota la amargura.
Hay que hacer frente al pasado con sinceridad. Reconocer el daño que sufrimos y lo que hayamos perdido. Es perfectamente normal sentir pena por lo ocurrido. Pero luego, hay que dejarlo atrás. La decisión de aferrarse a las heridas del pasado o, por el contrario, desligarse de ellas, es nuestra decisión Optemos por perdonar y seguir adelante en la vida.
La confianza y el respeto son ingredientes esenciales en una sana relación humana. Las experiencias lastimosas sufridas en un ambiente familiar enfermizo socavan el respeto y reducen la capacidad de confiar en los demás. ¿Por qué son tan esenciales el respeto y la confianza, y qué se puede hacer para recuperarlos?
En una familia donde las relaciones son saludables, generalmente hay buenos hábitos de comunicación. Si cada miembro de la familia conoce los pensamientos, las ideas y las emociones de los demás; entonces se hace posible tratar los problemas en familia y resolverlos. En cambio, cuando hay palabras negativas e hirientes, o si los unos se niegan a escuchar atentamente a los otros, entonces los intentos de comunicación acaban por fracasar: “Desecha las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas (2 Timoteo 2:23).
Si no mostramos respeto por los demás miembros de la familia, no van a sentirse motivados a expresar lo que realmente piensan y sienten. Nadie desea sentirse menospreciado o ridiculizado. Para abrir el corazón, es necesario que la persona sienta confianza en su interlocutor. Una familia disfuncional no es un medio tranquilo ni emocionalmente propicio. En un ambiente así los miembros de la familia no adquieren buenas destrezas de comunicación.
Si usted creció en un medio así, deberá adquirir nuevas y diferentes destrezas para que su familia viva en un ambiente distinto. Para ello, es fundamental crear un clima de respeto y confianza: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14), y “Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a Dios” (1 Pedro 2:17). Para que los demás confíen en nosotros, tenemos que mostrarnos dignos de confianza cumpliendo lo que nos corresponde en los diversos aspectos de la vida. En cuanto al respeto, las personas se sienten respetadas si se les presta atención y se les trata con cortesía.
Nuestro cónyuge no va a abrir el corazón mientras no se sienta con la tranquilidad y seguridad para hacerlo. ¿Cómo lograremos crear un ambiente de tranquilidad y confianza? Primero, hay que cuidarse de que los comentarios hechos en privado jamás se repitan de un modo que moleste a la persona que los hizo: “Trata tu causa con tu compañero, y no descubras el secreto a otro” (Proverbios 25:9). Cuando nuestro cónyuge nos confiese algún temor o inseguridad, esta confesión jamás debe guardarse como munición para atacarle la próxima vez que haya un desacuerdo.
Donde hay seres humanos, inevitablemente habrá roces. Pero si reina en el hogar un clima de respeto y confianza, los desacuerdos podrán resolverse de manera positiva. Dediquémonos a crear un ambiente de confianza y tranquilidad, y a mostrar respeto tanto en nuestras acciones como en lo que decimos, aun en los momentos de disensión. “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Filipenses 2:3).
Los resultados se harán sentir con el tiempo. Ninguno de nosotros puede obligar a los demás a cambiar, pero sí podemos hacer cambios en nuestra propia vida.
Se ha dicho que conservar el equilibrio es como andar en el filo de una navaja. Todos conocemos la tendencia humana de pasar de un extremo a otro. Pero la suma de los extremos no produce equilibrio. Hay hogares tan rígidos y controlados que ahogan a los miembros de la familia. Otros son tan flojos y permisivos que generan una sensación de caos. Ni lo uno ni lo otro constituye un equilibrio sano. Si uno de los padres es demasiado estricto, un exceso de libertad de parte del otro no significa que haya equilibrio. En cambio, un ambiente de hogar bien estructurado sí permite alcanzar un estado de equilibro donde cada miembro de la familia pueda expresar libremente su propia individualidad.
En las familias desequilibradas, el jefe de hogar, o bien abandona su responsabilidad de guiar, o se va al otro extremo de querer controlar a los demás. ¿Cuál es entonces el liderazgo apropiado? La Iglesia primitiva ofrece un ejemplo interesante de lo que es la vida familiar. Al fin y al cabo, la Iglesia es la Familia de Dios: “No sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la Familia de Dios” (Efesios 2:19).
En Hechos 6:1 leemos que el número de discípulos en Jerusalén se había multiplicado enormemente. Luego surgieron problemas cuando ciertas personas sintieron que se estaba desatendiendo a las viudas necesitadas. ¿Cómo respondieron los líderes? Podrían haber convocado a todos los quejosos y reprenderlos por sus reclamos. Podrían haberse puesto a la defensiva, respondiendo que estaban haciendo lo mejor que podían, haciendo quedar mal a los que se quejaron. No hicieron ni lo uno ni lo otro.
Lo que hicieron fue escuchar las quejas. Después de escuchar, todos se reunieron y trazaron los lineamientos para una solución. Luego encomendaron los detalles a quienes estaban más enterados de la situación. En este caso, el problema se resolvió haciendo una lista de personas que reunían ciertas cualidades a criterio de los apóstoles. La solución fue bien acogida y la Iglesia siguió creciendo: “Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén” (v. 7).
Los apóstoles habían evitado caer en los errores que más suelen provocar disgusto contra los líderes. No acallaron a los quejosos enojándose como si se tratara de noticias molestas. No causaron sentimientos de frustración en la Iglesia yéndose al extremo de controlar en detalle cada aspecto de la situación. Tampoco se fueron al otro extremo de no responder ni ejercer liderazgo, por el contrario, buscaron la solución apropiada.
Lo anterior es un claro ejemplo de cómo funciona un buen liderazgo. Y el buen liderazgo se aplica tanto en el hogar como en la Iglesia y en otros medios. Escuchar, fijar directrices, y luego dejar espacio para que los demás resuelvan los puntos específicos. Estas son claves importantísimas para un liderazgo equilibrado.
Una familia con un mal funcionamiento no es un medio equilibrado. Para constituir una familia sana y funcional hay que establecer el equilibrio. Los hijos deben recibir instrucciones que señalen un comportamiento aceptable, pero dentro de esos límites hay que permitir que desarrollen sus propios gustos e intereses.
Los miembros de la familia no deben estar incomunicados y ajenos a la vida de los otros miembros, pero tampoco deben implicarse en la vida de los demás. Hay que procurar un sano equilibrio en el cual se mantenga la unidad familiar, a la vez que se otorga a cada miembro la libertad de resolver sus problemas y actuar como persona.
En Génesis 2:24 el Dios Creador dijo: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne”. Así Dios dispuso que al casarse los hijos formen una nueva unidad familiar. Claro está que deben seguir amando y respetando a sus padres, y estos amarán siempre a sus hijos, manteniéndose siempre profundamente interesados en su bienestar y en el de las nuevas familias.
Las familias malsanas y disfuncionales se perpetúan, siguiendo el principio de conductas aprendidas, pero no porque sus miembros lo hagan conscientemente. Se perpetúan porque a la gente le falta conocimiento, destreza y voluntad para forjar algo mejor. ¿Cómo podemos garantizar que nuestro futuro será diferente de nuestro pasado?
Primero, debemos estar dispuestos a reconocer sinceramente los hechos del pasado, y luego dejarlos atrás. Podemos tomar la decisión de desechar las heridas del pasado y reemplazarlas por el perdón. ¡El perdón es algo que se elige! En vez de dejarse dominar por los temores y la inseguridad acumulados a lo largo de la vida, podemos comenzar a forjar una relación personal y profunda con nuestro Creador.
Cuando decidimos confiar en Dios y seguir sus instrucciones, en vez de dejarnos dominar por las circunstancias y el temor a los demás, encontramos que se abren ante nosotros nuevos horizontes. Procuremos practicar la confianza y el respeto en todas las relaciones, mostrando respeto por el prójimo y haciéndonos dignos de confianza.
Por último, busquemos el equilibrio aprendiendo a convivir, pero sin meternos en líos con los demás. Vivimos en un mundo de relaciones familiares lastimadas y quebrantadas. Pero cualesquiera que sean los antecedentes familiares, confiemos en que es posible constituir una familia sana.
Nuestro Creador ha proveído su libro de instrucciones, la Biblia. Ahora nos toca a nosotros poner en práctica esas instrucciones para adquirir nuevos conocimientos y destrezas. Busquemos ayuda y sigamos adelante. Quizá sea grande el esfuerzo, ¡pero el resultado valdrá la pena! [MM]