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¿Cuál es la verdad detrás de la Reforma Protestante inspirada por Martín Lutero hace 500 años? ¡Este es el primer artículo en una interesantísima serie que explicará ese fenómeno que tan pocos entienden!
Primera parte Nota de los editores: Como en este año se cumple el aniversario 500 de la Reforma Protestante, resulta el momento oportuno de descorrer el velo para que el verdadero significado de la Reforma Protestante, que tan pocos conocen realmente, quede claro como el cristal para nuestros lectores. Con este artículo iniciamos una serie informativa sobre el tema; que es nuestro privilegio compartirla con ustedes. Roderick C. Meredith, director de la revista El Mundo de Mañana y evangelista que presidía la Iglesia del Dios Viviente, reunió las cualidades necesarias para escribir esta serie. En su ministerio sirvió por casi 65 años, desde los primeros años de la obra mundial de Herbert W. Armstrong, hasta la continuación actual de la obra que llega al mundo con el evangelio del venidero Reino de Dios. El doctor Meredith fue por muchos años un experto en la historia y significado de la Reforma Protestante; y esta serie reúne sus investigaciones sobre un tema que ha sido sujeto a interpretaciones erradas. Aquí se explicará la verdad sobre la Reforma, verdad que hará ver los últimos 500 años de la religión llamada cristianismo bajo una luz muy distinta. ¡Esperamos que disfruten esta nueva serie nunca antes publicada! |
El movimiento protestante está en el banquillo de los acusados. De la Reforma Protestante ha surgido una verdadera Babilonia de centenares de iglesias y sectas diferentes. Varían en su fe y sus prácticas; desde los cuáqueros fundamentalistas hasta los modernos congregacionalistas, desde los metodistas primitivos hasta los científicos cristianos, desde los luteranos conservadores hasta los mormones, desde los adventistas del séptimo día y hasta los testigos de Jehová… y entre uno y otro, hay centenares de diferencias.
¿Cuál es la verdadera base de las iglesias protestantes que se encuentran por todo el mundo? ¿Qué llevó a sus primeros líderes a rebelarse contra la autoridad de la Iglesia Católica Romana? ¿En qué medida son responsables de la división de la cristiandad de nuestros días?
¿Lograron los reformadores protestantes los objetivos propuestos? Y todavía más importante, ¿lograron recobrar la fe y las creencias de Jesús y de la Iglesia primitiva e inspirada del Nuevo Testamento? La verdadera pregunta debe ser si los reformadores protestantes y sus sucesores han logrado o no regresar a “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3).
Estas preguntas son vitales. Muchos hemos crecido en alguna de las religiones o sectas nacidas de la Reforma Protestante. Dimos por un hecho, como lo hace todo niño, que aquello que nos enseñaban era enteramente cierto.
Sin embargo, ¡a todos nos enseñaban cosas diferentes!
En las Escrituras se nos instruye: “Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:21). Por lo tanto, el propósito de esta serie es presentar un examen objetivo de los verdaderos factores detrás de la Reforma Protestante. Averiguaremos por qué los primeros reformadores se rebelaron contra el sistema católico y por qué las diferentes entidades protestantes fueron tomando la forma que tomaron. Invocando los hechos imparciales de la historia, compararemos, en principio, las enseñanzas, métodos y acciones de los reformadores protestantes con la Biblia que ellos dicen seguir.
Conscientes de la actual tendencia hacia el modernismo y el rechazo de la Biblia como autoridad inspirada, diremos sencillamente que la presente serie se escribe desde el punto de vista de un entendimiento literal y fundamental de la Biblia. La revelación inspirada de Dios será el criterio para determinar la verdad.
Para aquellos lectores que sean modernistas o adeptos a la alta crítica, nos limitamos a preguntar: ¿Han comprobado ustedes si la Biblia es de inspiración sobrenatural o no? Una buena forma de desmentirla sería presentar pruebas definitivas de que las veintenas de profecías, que pronuncian juicios específicos sobre las principales ciudades y naciones del mundo antiguo, no se cumplieron. Desafortunadamente, para quienes defienden esta causa, nadie ha podido hacerlo.
Otra forma sería poner a Dios a prueba sometiéndose a obedecer su voluntad y luego, con fe verdadera y en oración sincera y creyente, reclamar una de las promesas dadas en la Biblia para ver si un Dios obrador de milagros cumple o no su palabra.
Naturalmente, el modernismo no lo ha hecho. No ha podido demostrar que la Biblia carece de inspiración. Por lo tanto, convendría recordar que es hipocresía intelectual burlarse y ridiculizar algo sin tener pruebas de respaldo.
En vista de lo anterior, tomaremos la Santa Biblia como la medida espiritual general con la cual evaluaremos la Reforma Protestante.
Además, citaremos las declaraciones de los propios reformadores respecto de lo que se proponían hacer. Examinaremos los anales históricos para ver lo que realmente hicieron. Luego, veremos afirmaciones de sus descendientes protestantes y dejaremos que ellos ayuden a pronunciar juicio sobre los resultados finales de la Reforma Protestante.
Veamos lo dicho por el conocido teólogo protestante William Chillingworth: “La Biblia, toda la Biblia, y nada más que la Biblia; es la religión de los protestantes” (Schaff-Herzog, Encyclopedia of Religious Knowledge). En su constante afirmación de que las Escrituras constituyen “la norma inspirada de fe y práctica”, los líderes protestantes se han comprometido a seguir la religión de Jesucristo y sus apóstoles en todos los puntos.
Los luteranos, en su libro de Torgau de 1576, declaran que “la regla única por la cual ha de medirse y juzgarse todo dogma y todo maestro, no es otra que los escritos proféticos y apostólicos del Antiguo y el Nuevo Testamentos” (T. M. Lindsay, A History of the Reformation, pág. 467).
El común de los protestantes suele aceptar estas afirmaciones como ciertas, suponiendo que por lo menos se acercan mucho a la verdad. Nosotros preguntaríamos: ¿Fueron verdad en el curso de la Reforma Protestante? ¿Son verdad ahora?
Conviene recordar también que en sus escritos y enseñanzas, Juan Knox, entre otros reformadores destacados, reconoció “que toda adoración, honra o servicio a Dios inventado por el cerebro del hombre, dentro de la religión de Dios sin su mandamiento expreso, es idolatría”. Puntualiza con firmeza sus palabras agregando que “en nada os excusará decir: no confiamos en ídolos, por cuanto todos los idólatras sostendrán lo mismo; pero si vosotros o ellos por honrar a Dios hacen cualquier cosa contraria a la Palabra de Dios, mostráis que ponéis vuestra confianza en algo diferente de Dios, por lo cual sois idólatras. Ved, hermanos, que muchos hacen ídolos de su propia sabiduría o fantasía, confiando más en lo que ellos consideran que es bueno; no en lo que es bueno según Dios” (William Hastie, The Theology of the Reformed Church, pág. 50).
La advertencia de Knox acerca del “servicio a Dios inventado por el cerebro del hombre”, hace eco sin duda en la condenación pronunciada por Jesús respecto de las “tradiciones de los hombres” (Marcos 7:7-8). Es muy importante comprender este principio antes de intentar comprender el verdadero significado de la Reforma Protestante, porque, como dijo en su sabiduría Salomón: “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12).
No debemos mirar la Reforma Protestante a la luz de las ideas humanas ni de lo que parece razonable al hombre, sino a la luz de las palabras de Cristo: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Lucas 4:4). Debemos también considerar la advertencia de Jesús contra las tradiciones humanas y el hecho de que los reformadores entendían este principio y decían seguir un curso que se basaba “solo en la Biblia”.
Para captar correctamente el significado de la Reforma Protestante, debemos considerar otro tema de mayor importancia y que muchos protestantes prefieren no considerar; a saber: ¿Acaso el movimiento protestante se fue por el camino equivocado al reformar la verdadera Iglesia de Dios? ¿Es en realidad la Iglesia Católica Romana la hija desorientada de la Iglesia que Jesucristo prometió edificar?
Si no es así, ¿fue entonces el movimiento protestante un simple esfuerzo de hombres por separarse de un sistema falso y duro, el cual reconocen como pagano y endemoniado en muchas de sus creencias y prácticas? En este caso, ¿dónde estaba la verdadera Iglesia de Dios durante los siglos entre los primeros apóstoles y los reformadores protestantes?
Jesucristo dijo: “Edificaré mi Iglesia; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). Al final de su ministerio en la Tierra les ordenó a sus apóstoles: “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19-20).
¿Dónde estaba al comienzo de la Reforma Protestante la Iglesia que Jesucristo edificó, la Iglesia a la cual prometió: “Yo estoy con vosotros todos los días”? Si era la Iglesia Católica, tal como aseveran los historiadores católicos, entonces los protestantes estaban simplemente rebelándose contra la Iglesia de Dios en la Tierra.
En este caso, por mucho que desearan mejorar las condiciones dentro de la Iglesia, tendrían que haber recordado y obedecido las palabras dichas por Jesús a propósito de los líderes religiosos perversos que eran legítimamente constituidos: “En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos. Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen” (Mateo 23:3).
Pero si la Iglesia Romana no era la Iglesia que Jesucristo edificó, ¿por qué entonces los reformadores no buscaron y se unieron a aquella Iglesia que nunca había participado en el paganismo de Roma, ni estaba contaminada por su falsa doctrina e influencia? Es decir, ¿por qué no se unieron a la Iglesia que Jesús prometió acompañar hasta el fin de los tiempos, la Iglesia de la cual Él es la Cabeza viviente? (Efesios 1:22).
¿Para qué comenzar muchas iglesias nuevas si la única Iglesia verdadera aún existía?
O bien, ¿bastaría con purificar la fe y la moral de los individuos que estuvieran dispuestos a salir de un sistema romano corrupto?
¡Estas preguntas exigen respuestas! Como veremos más adelante, muchos líderes protestantes, sabiendo que Roma es su verdadero origen, procuran reivindicarla como el verdadero cuerpo de Cristo en la Tierra. Esta suposición pide un examen detenido.
¿Es la única base histórica, invocada por los protestantes, la Iglesia “madre” en Roma para demostrar que descienden de Cristo y sus apóstoles? Veremos.
El papa Francisco y la Reforma Protestante
El 31 de octubre del 2016, al cumplirse 499 años desde las famosas “noventa y cinco tesis” de Martín Lutero, el papa Francisco, cabeza de la Iglesia Católica, viajó a Suecia para participar en las actividades celebradas en conmemoración del comienzo del año 500 de la Reforma Protestante. Estando allí, participó en un servicio de oración conjunto en una catedral luterana en la ciudad de Lund, catedral que antes fue católica, pero que se confiscó cuando Suecia rechazó oficialmente el catolicismo como religión del Estado.
Celebrando la vida y la obra del hombre que causó uno de los cismas religiosos más profundos de la historia, Francisco reconoció que Lutero estaba disgustado, con razón, por los pecados mundanos de la Iglesia Católica de su época y afirmó: “Con gratitud reconocemos que la Reforma Protestante contribuyó a dar mayor atención a la Escritura Sagrada en la vida de la Iglesia [Católica]” (Reuters: “Pontífice, en Suecia, dice que Reforma Protestante tuvo aspectos positivos”, 31 de octubre del 2016).
Dado que el papa Francisco, más que cualquiera otra persona en la Tierra, personifica a la Iglesia Católica en estos momentos, parece extraño verlo elogiando a Lutero, cuyo movimiento dice repudiar la misma autoridad que Francisco reclama para sí. Pero este tipo de acciones han caracterizado a Francisco, que en su papado ha extendido la mano no solamente a luteranos, sino a evangélicos, pentecostales y ortodoxos. Este pontífice parece tener muy en mente alguna forma de unidad ecuménica.
La profecía bíblica habla no solamente de una versión global y corrupta del cristianismo, representada por la gran ramera de Apocalipsis 17, montada sobre una extraña bestia, sino también de las hijas de la ramera (v. 5), que representan las iglesias que de ella salieron.
Al ir cumpliéndose las profecías, ¡los hechos históricos puntualizados en esta serie especial, ofrecerán al lector las claves para comprender los acontecimientos en las noticias actuales!
Toda secta o movimiento religioso debe pesarse en la balanza ante estas palabras proféticas de Cristo: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos” (Mateo 7:16-17).
Un historiador honesto no puede menos de reconocer que la Reforma Protestante trajo como secuela mayor interés y conocimiento de la Biblia entre la gente del común. Además, el conocimiento y las artes que revivieron a raíz del Renacimiento se extendieron más fácilmente a la población entera de las naciones que aceptaron el protestantismo. Es de reconocer que los territorios protestantes mantienen una educación muy superior a las naciones católicas. Y de igual manera, su estándar de vida en lo material, es mucho más alto.
Pero volviendo a la raíz del problema, ¿cómo se comparan las normas espirituales de los protestantes modernos con las de la Iglesia inspirada del Nuevo Testamento?
¿Han llegado acaso a una verdadera restauración del “cristianismo apostólico”? O bien, ¿tendría que haber en el futuro, necesariamente, otro trastorno religioso de “limpieza y purificación”?
Hablando con sus discípulos sobre los fariseos, líderes religiosos del momento, Cristo dijo: “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada” (Mateo 15:13). ¿Son los frutos, o resultados, de la Reforma Protestante, capaces de demostrar que el movimiento fue plantado por Dios y utilizado para gloria suya?
El objeto de esta serie de artículos es dar respuesta a las muchas preguntas aquí planteadas. Llegaremos a la raíz de estas preguntas.
Recordemos una vez más, desde ahora, que todo cristiano honesto ha de mirar la Reforma Protestante a la luz de las claras enseñanzas y ejemplos de Cristo y los apóstoles: “la Biblia y solamente la Biblia”, que los protestantes dicen que es su “único modelo de fe y práctica”.
Si la fe protestante es acertada, entonces podremos comprobarlo. Pero no debemos suponer, sin pruebas, que las doctrinas, creencias y prácticas del protestantismo moderno corresponden a la religión fundada por Jesucristo; el Hijo de Dios. En este más que en cualquier otro tema, es imperativo que lo sepamos. Tenemos que estar seguros. No temamos comparar a Cristo y su Palabra con lo que pretende ser su Iglesia en nuestros días. ¡Es un desafío válido!
Todos los eruditos concuerdan en que los reformadores protestantes rompieron con la Iglesia Católica.
Muy pocos legos conocen el grado de degeneración y depravación en el cual había caído esa entidad antes de la llamada Reforma. Para comprender bien la Reforma Protestante, hay que darse cuenta de ello y de los antecedentes históricos.
Es ampliamente sabido que la Iglesia reconocida en los primeros tiempos del Imperio Romano alteró por completo muchas de las creencias y prácticas de Cristo y los apóstoles. Es preciso entender la naturaleza de esos cambios a fin de evaluar bien la Reforma Protestante que vino después. Y al considerar los hechos del sistema romano, debemos preguntarnos: “¿Es esta la historia de la verdadera Iglesia de Dios desorientada?”
Un cambio misterioso transformó la vida, doctrina y culto de la Iglesia visible en los cincuenta años que siguieron a la muerte de los primeros apóstoles. Así lo describe Jesse Lyman Hurlbut: “Después de la muerte de san Pablo, y durante cincuenta años, sobre la Iglesia pende una cortina a través de la cual en vano nos esforzamos por mirar. Cuando al final se levanta alrededor del año 120 DC, con los registros de los padres primitivos de la Iglesia, encontramos una Iglesia muy diferente en muchos aspectos a la de los días de san Pedro y san Pablo.” (Historia de la Iglesia Cristiana, pág. 39).
Esta extraña transformación trae a la mente el comentario pesimista del apóstol Pablo: “Vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo 4:3-4). El apóstol Pedro hizo una advertencia parecida en su segunda epístola: “Hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado” (2 Pedro 2:1-2).
De hecho, cuando el apóstol Juan escribió su última epístola, alrededor del año 90 DC, la adulteración de la fe verdadera ya era rampante, y los falsos maestros iban imponiéndose dentro de las congregaciones de la Iglesia. Juan dice que un cierto Diótrefes ya estaba excomulgando a los que insistían en la verdad, y “no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohíbe, y los expulsa de la Iglesia” (3 Juan 9-10).
Edward Gibbon describe esta parte de la historia eclesiástica con el ojo frío del historiador secular: “Un deber más triste se impone al historiador. Tiene que descubrir la mezcla inevitable de error y corrupción que contrajo durante una larga permanencia sobre la tierra, entre una raza de seres débiles y degenerados” (Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Vol. I).
Las asambleas cristianas visibles, subvertidas por falsos maestros con sus ambiciones mundanas, comenzaron a adoptar las prácticas y costumbres de los antiguos paganos, en lugar de la fe y práctica inspirada de la Iglesia apostólica original. “El cristianismo ya empezaba a lucir el traje del paganismo” (James Wharey, Sketches of Church History, pág. 39).
El culto a Dios desde el corazón empezó a reemplazarse con ceremonias y ritos hasta que finalmente toda la religión llegó a consistir en eso y poco más (Wharey, pág. 40). Esto se aplica, desde luego, solamente a la Iglesia reconocida en general.
Pese a la apostasía de las mayorías, abundan pruebas históricas que señalan la existencia de varias sociedades cristianas, unas aferradas a buena parte de la verdad, otras a muy poca, que continuaban siguiendo las doctrinas y prácticas básicas de la Iglesia original hasta los tiempos de la Reforma Protestante. Gibbon habla de la suerte de los principales imitadores de la Iglesia apostólica original, llamados los “nazarenos”, que “habían fundado la Iglesia (pero) se vieron luego arrollados por la creciente multitud, de todas las ramas del politeísmo, que se iba alistando bajo las banderas de Cristo; y los paganos que, con el beneplácito de su apóstol particular se habían descargado del peso intolerable de las ceremonias mosaicas, denegaron finalmente a sus hermanos la misma tolerancia que antes habían pedido rendidamente para su propia práctica” (Gibbon).
Así, encontramos que los gentiles empezaron a introducir en la Iglesia las costumbres de sus antiguas religiones paganas, y una actitud de desprecio por quienes seguían fieles al ejemplo y la práctica de Cristo y los primeros apóstoles. Tal actitud fue, sin duda, la razón por la que Diótrefes podía “expulsar” a los verdaderos hermanos con la aprobación, según parece, de las congregaciones.
No siendo el propósito de esta serie trazar la historia del pequeño cuerpo de creyentes que permanecieren fieles a la fe y al culto apostólico, y como es práctica común entre los historiadores eclesiásticos de las iglesias distorsionar o menospreciar las creencias de esos grupos, conviene incluir unas palabras de Hurlbut en que reconoce la dificultad de determinar las verdaderas creencias de esas personas, e incluso de las verdaderas “herejías” de la época:
“Acerca de estas sectas, y por lo general denominadas herejías, la dificultad de comprenderlas surge de que (excepto los montanistas y aun en este caso en gran medida) sus propios escritos ya no existen. Para formar nuestros conceptos acerca de ellos dependemos de los que escribieron en su contra que sin duda estaban prejuiciados. Supongamos, por ejemplo, que los metodistas como denominación y con toda su literatura dejasen de existir y que mil años después los estudiantes procurasen investigar sus enseñanzas de los libros y folletos escritos en el siglo dieciocho en contra de Juan Wesley. ¡A qué conclusiones tan erróneas llegarían y qué cuadro tan falso del metodismo se presentaría!” (Historia de la Iglesia Cristiana, págs. 60-61).
Súmese a tan escasos indicios históricos el hecho de que muchos historiadores eclesiásticos modernos escriben desde un punto de vista religioso que prejuzga las prácticas y creencias apostólicas, y resulta fácil percibir la dificultad inherente en llegar a la verdad acerca de tales cristianos en tiempos pasados. No obstante, el testimonio de los enemigos también trae pruebas abundantes de que hasta el día de hoy ha existido una cadena continua de fieles creyentes.
Si bien como hemos visto, en el plazo de cincuenta años desde la muerte de los apóstoles, buena parte de la verdad pereció en las congregaciones locales, la Iglesia Católica no se desarrolló como tal hasta el siglo cuarto. Antes de eso, había muchas divisiones y fraccionamientos dentro de la Iglesia reconocida, pero el avance de la idolatría en sí se retardó a causa de la persecución por parte del Estado romano que impedía la entrada de muchos paganos y de tal modo conservó algo de la pureza de la Iglesia.
Aun así, era en su mayor parte una pureza dentro del error, pues la teología de la época se había alejado a tal punto de las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, que muchas doctrinas ya se basaban en las ideas de Platón y otros filósofos paganos. Orígenes, uno de los grandes “padres de la Iglesia” de ese período, era admirador de esa filosofía y la invocaba para explicar las doctrinas del evangelio. “Esto lo llevó a interpretar las Escrituras por el método alegórico” (Wharey, pág. 46).
Refiriéndose a este período, Gibbon describe el desarrollo paulatino de lo que llegó a ser la jerarquía católica, que tuvo por modelo el gobierno de Roma imperial: “Los primitivos cristianos estaban fuera de los negocios y los placeres de este mundo, pero su afán por la acción, que nunca podría ser enteramente extinguido, pronto revivió y encontró una ocupación nueva en el gobierno de la Iglesia” (Gibbon).
Del desarrollo de este gobierno eclesiástico nos dice que pronto siguió el modelo de los sínodos provinciales, con la unión de varias iglesias de una zona bajo el liderazgo del obispo de la iglesia que tenía más miembros y se situaba por lo general en la ciudad principal (Gibbon, págs. 413-415). Con la conversión de Constantino al cristianismo nominal, el gobierno de la Iglesia comenzó a seguir cada vez más el patrón del Estado romano. Wharey dice que “bajo Constantino el Grande, la Iglesia se conectó primero con el estado, y en su gobierno se acomodó a tal conexión sobre principios de las políticas de estado” (Church History, pág. 55).
Los crecientes vicios y corrupción entre los ministros se relata en la obra de Mosheim, quien describe el ansia de poder que entró primero en el corazón y la mente de los líderes espirituales de ese período: “Los obispos protagonizaban riñas vergonzosas respecto de los límites de sus sedes y el alcance de su jurisdicción; y mientras pisoteaban los derechos del pueblo y del clero inferior, rivalizaban con los gobernadores civiles de las provincias en cuanto a lujo, arrogancia y voluptuosidad” (Institutes of Ecclesiastical History, pág. 131).
Cuando Constantino se convirtió en emperador único del Imperio Romano en el año 323 DC, en cuestión de un año el cristianismo, al menos de nombre, fue reconocido como la religión oficial del Imperio. Este reconocimiento no afectó en nada al gobierno de la Iglesia ni la moral de sus ministros, pero sí tuvo una influencia profunda sobre la Iglesia en su totalidad y sobre sus miembros.
Toda persecución contra la Iglesia establecida cesó de una vez y para siempre. Pronto, se proclamó el antiguo “día del Sol” como día de reposo y culto. Los templos paganos se consagraron como iglesias. Los ministros no tardaron en convertirse en una clase privilegiada, por encima de las leyes imperantes.
Ahora todo el mundo quiso afiliarse a la Iglesia. “Hombres mundanos, ambiciosos, sin escrúpulos, buscaban puestos en la Iglesia para obtener influencia social y política… No vemos al cristianismo que transforma al mundo a su ideal, sino al mundo que transforma a la Iglesia” (Hurlbut, pág. 73).
“Los servicios de adoración aumentaron en esplendor, pero eran menos espirituales y sinceros que los de tiempos anteriores. Las formas y ceremonias del paganismo gradualmente se fueron infiltrando en la adoración. Algunas de las antiguas fiestas paganas llegaron a ser fiestas de la Iglesia con cambio de nombre y de adoración. Alrededor de 405 DC, en los templos comenzaron a aparecer, adorarse y rendirse culto a las imágenes de santos y mártires” (Hurlbut, pág. 73).
Cuando el cristianismo se adoptó como religión del Imperio, la Iglesia y el Estado se convirtieron en un sistema integrado. El sistema romano católico había comenzado, y Hurlbut nos dice que “la Iglesia usurpó poco a poco el poder al estado. Como resultado, no había cristianismo, sino una jerarquía más o menos corrupta que dominaba las naciones europeas y que convirtieron fundamentalmente a la Iglesia en una maquinaria política” (Hurlbut, pág. 74).
En los dos años después que el llamado cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano, Constantino eligió y construyó una nueva capital. Optó por la ciudad griega de Bizancio por su ubicación, que le ofrecía una seguridad relativa contra los estragos de las guerras que tantas veces habían asolado a Roma.
Poco después se produjo la división del Imperio y Constantino nombró emperadores asociados para el Occidente. La división del Imperio preparó el camino para el cisma de la Iglesia Católica. Al mismo tiempo, facilitó la exaltación del obispo romano, que dejó de estar bajo la sombra del emperador.
En ese período, la Iglesia establecida gobernó con supremacía, y todo intento por regresar a la fe apostólica era castigado con severidad como un atentado contra el Estado mismo. “Se decretó una ley para que nadie escribiera ni hablara en contra de la religión cristiana. De modo que todos los libros de sus opositores deberían quemarse” (Hurlbut, pág. 78).
Es evidente que los que pudieron conservar mucha verdad en este período, estaban privados de medios para dejar constancia de su fe para las generaciones futuras. El edicto logró reprimir las herejías, pero también logró sofocar toda verdad que chocara con la doctrina católica.
En cuanto al contenido de esa doctrina, dice Wharey: “La teología de ese siglo comenzó a sufrir mucha adulteración y corrupción con supersticiones y filosofías paganas. De allí que se vean rastros claros de veneración excesiva por los santos fallecidos, de la creencia en un estado del purgatorio para las almas después de la muerte, del celibato del clero, de la adoración de imágenes y reliquias, y de muchos conceptos más, que con el transcurso del tiempo llegaron casi a desterrar la religión verdadera o al menos la esfumó y corrompió en gran medida” (Church History, pág. 60). Vemos así, con el tiempo, que al avanzar la Iglesia Católica fueron aumentando la superstición, el paganismo y la idolatría.
El desarrollo del poder papal fue un hecho sobresaliente en los diez siglos de la Edad Media. El pontífice de Roma llegó a reclamar potestad no solo sobre los demás obispos sino sobre naciones, reyes y emperadores (Hurlbut, pág. 98).
“Gregorio I (590-604) hizo de la Iglesia la virtual gobernante en la provincia alrededor de Roma, y fue él quien promulgó la doctrina del purgatorio, la adoración de imágenes y la idea de la transubstanciación. George Park Fisher se refiere a aquel período en estos términos: “La navidad se originó en el Occidente (Roma), y de allí pasó a la Iglesia Oriental. Muchos cristianos seguían tomando parte en la fiesta pagana del año nuevo” (History of the Christian Church, pág. 119).
En cuanto a las controversias sobre doctrina que se propagaron por la Iglesia en ese tiempo, dice: “La interferencia del Estado en asuntos de doctrina es un hecho que pide atención particular. En la filosofía continuaba predominando la influencia de Platón: Agustín, lo mismo que Orígenes, estaban embebidos del espíritu platónico” (Fisher, pág. 121). ¡Esta es una afirmación inequívoca de que las enseñanzas filosóficas de pensadores paganos como Platón influyeron claramente en las posiciones doctrinales de muchos de los primeros “padres de la Iglesia”!
La supremacía papal llegó a su apogeo con Gregorio VII, nacido Hildebrando. En su papado vemos el espectáculo del emperador del momento, Enrique IV, buscando la absolución papal después de haber sido excomulgado: “habiendo puesto a un lado todas las posesiones reales, con los pies descalzos y vestido de lana, permaneció por tres días de pie ante la puerta del castillo” (Hurlbut, pág. 64).
Otro punto culminante en el avance de la autoridad papal fue el mandato de Inocencio III. En su primer discurso como pontífice declaró: “El sucesor de san Pedro ocupa una posición intermedia entre Dios y el hombre. Es inferior a Dios, pero superior al hombre. Es el juez de todos, pero nadie lo juzga” (Hurlbut, pág. 64).
Poco después sobrevino un período conocido como el “cautiverio en Babilonia” de la Iglesia (1305-1378). La influencia política del rey francés logró que el papado se trasladara de Roma a la ciudad de Aviñón, en el Sur de Francia. Los escándalos políticos y morales del papa y el clero en todo este período debilitaron la influencia papal y comenzaron a preparar las mentes para los intentos de reforma que vendrían (Mosheim, pág. 490).
No se puede dudar que en la Iglesia Católica había muchos hombres buenos y sinceros, aun en este período. Pero quienes los antecedieron ya se habían desviado totalmente de las doctrinas y prácticas de Cristo y los apóstoles; reemplazándolas con filosofías y doctrinas paganas sobre fiestas paganas, ayunos, imágenes, reliquias y diversas prácticas más; todo lo cual haría virtualmente imposible para la mayoría de los hombres captar las sencillas verdades de la Biblia, aunque lo desearen. Y, dada la ignorancia y la barbarie imperantes entonces, la mayor parte de los hombres y mujeres del común serían incapaces de leer las Escrituras aunque las tuvieran a mano y desearan hacerlo (Mosheim, pág. 491).
No obstante, el abuso continuo de la autoridad eclesiástica por parte de un clero ignorante y ávido, así como los constantes escándalos de la corte papal y la participación comprometedora de pontífices y cardenales en asuntos tanto temporales como religiosos, son factores que contribuyeron en gran medida al despertar de un espíritu de cuestionamiento entre las masas del pueblo.
Al término del “cautiverio en Babilonia” en 1378, el papa Gregorio XI regresó a Roma. A su muerte, las presiones y maniobras políticas acabaron por producir dos papas, ¡ambos elegidos por los cardenales! Entonces el mundo presenció el espectáculo de los jefes nominales de la cristiandad lanzándose maldiciones, acusaciones y excomuniones durante un lapso de muchos años.
Mosheim describe así el triste estado de las cosas: “Durante cincuenta años la Iglesia tuvo dos o tres cabezas, y los pontífices contemporáneos se agredían con excomuniones, maldiciones y complots. Las calamidades y penalidades de aquellos tiempos son indescriptibles, pues, además de las contenciones y guerras perpetuas entre las facciones papales, que eran ruinosas para muchos, como que los hacían parte de la pérdida de vidas y propiedad; en muchos lugares llegó a extinguirse casi todo sentido de la religión, y la maldad alcanzó diariamente mayor impunidad y osadía; el clero, antes corrupto, ahora hizo de lado incluso la apariencia de piedad y rectitud, mientras los que se decían vicerregentes de Cristo libraban guerra abierta entre sí y el pueblo consciente, el cual creía que nadie podía salvarse sin vivir en sujeción al vicario de Cristo, caía en la mayor perplejidad y angustia mental” (Mosheim, pág. 496).
Tal era el estado de provocación en que se hallaba la “cristiandad” en vísperas de la Reforma Protestante. Muy válida es la pregunta: “¿Es esta la Iglesia que Jesucristo edificó?”
La historia nos presenta unos extraños dilemas. A menudo se acepta una de dos alternativas en cuanto a la existencia de la Iglesia verdadera durante la Edad Media. Una es que la Iglesia de Dios como cuerpo de creyentes organizado y visible dejó de existir durante cientos de años. La otra es que la Iglesia Católica, cuya total depravación acabamos de describir, era la única descendiente legítima de la Iglesia que Jesús prometió edificar (Mateo 16:18).
Sin embargo, muchos historiadores empiezan a darse cuenta de que existían grupos de creyentes en la verdad apostólica dispersos por casi todos los países de Europa antes del tiempo de Lutero (Mosheim, pág. 685).
Tiempo antes del amanecer de la Reforma Protestante propiamente, muchos de estos movimientos y sociedades religiosas independientes se hicieron sentir con más fuerza al declinar la influencia y el poderío de los papas. Algunos, sin duda, comprendían remanentes de quienes creían en la verdad apostólica, ahora reducidos al olvido impuesto sobre ellos por las persecuciones y agresiones periódicas.
Entre ellos, los albigenses o cátaros “puritanos” llegaron a destacarse en el Sur de Francia alrededor del año 1170. Los cátaros se valían mucho de las Escrituras, si bien se dice que rechazaban partes del Antiguo Testamento (Williston Walker, A History of the Christian Church, pág. 250).
Tradujeron e hicieron circular copias del Nuevo Testamento, repudiaban la autoridad de la tradición y atacaban las doctrinas católicas del purgatorio, el culto a las imágenes y varias reclamaciones sacerdotales. Parece que su doctrina era una mezcla de verdad y error, y su rechazo a la autoridad papal trajo sobre ellos una “cruzada” por orden del papa Inocencio III, en 1208. Como resultado, la secta quedó casi erradicada por la matanza indiscriminada de la mayor parte de los habitantes de la zona, entre ellos muchos católicos (Hurlbut, pág. 123).
Otro grupo disperso de creyentes en las enseñanzas y prácticas apostólicas eran los llamados valdenses. Mosheim cuenta que los valdenses “se multiplicaron y extendieron con asombrosa rapidez entre todos los países de Europa, ni pudo exterminarlos ningún castigo, fuese la muerte o alguna otra forma de persecución” (pág. 429).
Es indudable que entre los denominados valdenses había elementos diversos. Unos se atenían a más verdades apostólicas que otros. Unos, según se informa, “miraban la Iglesia romana como una verdadera Iglesia de Cristo, si bien extremadamente corrupta”. Pero otros “mantenían que la Iglesia de Roma había apostatado de Cristo, carecía del Espíritu Santo y era aquella ramera babilónica mencionada por san Juan” (Mosheim, pág. 430). Como ya hemos visto, los enemigos de estos grupos cristianos dispersos los han acusado a menudo y falsamente en cuanto a sus doctrinas, y buena parte de la verdad que conservaban de las Escrituras probablemente se ha perdido con la destrucción de sus escritos originales. Pero en ocasiones, aun sus enemigos dan testimonio elocuente de la moral y doctrina de los valdenses. La obra Church History de Wharey refiere en un apéndice el incidente que sigue, tomado de una fuente antigua y respetada, el cual es indicativo de la fe y la práctica de los antiguos valdenses: “El rey Luis XII, recibiendo información de los enemigos de los valdenses, habitantes de Provenza, en cuanto a diversos crímenes horrendos que les endilgaban, despachó al lugar a monsieur Adam Fumee, maestro de peticiones, y cierto doctor de la Sorbona, de nombre Parui, que era su confesor, para indagar sobre el asunto. Visitaron todas sus parroquias y templos, no hallando en ellos ni imágenes ni señal de los ornamentos pertenecientes a la misa, ni a las ceremonias de la Iglesia Romana. Mucho menos pudieron descubrir alguno de aquellos delitos de que los acusaban; sino más bien, que guardaban el día de descanso debidamente, hacían bautizar a sus hijos conforme a la Iglesia primitiva, les enseñaban los artículos de la fe cristiana y los mandamientos de Dios. El Rey, escuchando el informe de dichos comisionados, dijo, con juramento, que eran mejores hombres que él o su pueblo” (J. Paul Perrin, History of the Waldenses, Libro I, Cap. V).
Es evidente que había mucho conocimiento de la “fe una vez dada” en la mente de muchos hombres y mujeres fieles durante la Edad Media. Solían reunirse en cuerpos religiosos para fines de culto. Aunque a veces dispersos y perseguidos, eran, de hecho, una Iglesia que llevaba adelante el espíritu, la fe y las prácticas de Cristo y sus apóstoles.
Debemos tener presente que el conocimiento de la verdad y la práctica apostólica que ellos mantenían estaba allí para Lutero y los demás reformadores si la hubieran deseado.
Además de estos grupos de creyentes dispersos que habían existido independientes de Roma durante cientos de años, había otros líderes religiosos dentro de la Iglesia Católica que se alarmaron ante la descomposición papal y que pidieron reformas antes de la Reforma Protestante propiamente dicha.
Uno de los reformadores más destacados antes de la Reforma Protestante fue John Wycliffe, nacido alrededor de 1324 en Yorkshire, Inglaterra, y conocido como “el Lucero del alba de la Reforma Protestante”.
En Oxford se distinguió como erudito y se hizo doctor en teología, con varios cargos honoríficos en la universidad. Pronto se convirtió en líder de los que intentaban combatir una serie de abusos descarados por parte del clero.
Wycliffe dirigió sus ataques contra los frailes mendicantes y el sistema monástico y finalmente se opuso a la autoridad del Papa en Inglaterra. También se pronunció por escrito contra la doctrina de transustanciación y abogó por servicios eclesiásticos más sencillos y conformes al modelo del Nuevo Testamento.
Enseñó que las Escrituras son la única ley de la Iglesia. Sin embargo, no rechazó el papado del todo, sino únicamente lo que consideraba abuso del mismo (Walker, pág. 299).
La incompetencia del clero lo llevó a despachar predicadores, sus “sacerdotes pobres”, que en parejas recorrían el país, laborando allí donde veían alguna necesidad. Su éxito fue grande porque ya había un fuerte resentimiento contra los impuestos papales del extranjero y un anhelo de regresar a una fe más bíblica.
Si bien nunca desarrolló su doctrina a fondo y desde su nacimiento estuvo muy imbuido de los conceptos católicos de su época, Wycliffe percibió claramente la necesidad de restaurar la obediencia a los diez mandamientos. No recurría jamás a las argucias de los reformadores posteriores para evadir esta doctrina apostólica. Augustus Neander, docto historiador, describe su actitud franca. Dice que una de las primeras empresas de Wycliffe como reformador “fue una exposición detallada de los diez mandamientos, en que contrastaba la vida de inmoralidad vigente entre todos los rangos de su época, y lo que se requiere en estos mandamientos. Sin duda debemos tener en mente lo que él mismo dice: que llegó a esto por el desconocimiento del decálogo que se manifestaba en la mayor parte de las personas y que se propuso contrarrestar una tendencia que indicaba mayor interés en las opiniones de los hombres que en la ley de Dios. Pero al mismo tiempo, no podemos menos de percibir una inclinación a adoptar en su totalidad la forma de ley del Antiguo Testamento, que se manifiesta en su aplicación de la ley del sábado a la observancia cristiana del domingo” (General History of the Christian Religion and Church, Vol. IX, Parte I, págs. 200-201).
Fue quizá desafortunado que Wycliffe no dejara ningún seguidor claramente apto para llevar adelante su obra en Inglaterra, pero su traducción de la Biblia al idioma inglés, completada entre 1382 y 1384, trajo un beneficio grande y duradero a sus contemporáneos. “El mayor servicio que prestó al pueblo inglés fue su traducción de la Biblia y su defensa abierta del derecho de leer las Escrituras en su propia lengua” (Fisher, pág. 274).
Aunque sus opiniones fueron condenadas por la jerarquía romana, los intentos por encarcelarlo resultaron sin efecto a causa de sus amigos y seguidores. Pudo regresar a su parroquia en Lutterworth, donde falleció de causas naturales. Con su muerte, la importancia política del movimiento de los lolardos, como se le llamaba, tocó a su fin. Algunos de sus seguidores, sin embargo, permanecieron activos, principalmente en secreto, hasta la Reforma Protestante.
Pero sus escritos y enseñanzas habían salido al exterior, y, como lo dice un historiador: “La influencia principal de Wycliffe sería en Bohemia y no en la tierra que lo vio nacer” (Walker, pág. 301).
El hecho de que las ideas de Wycliffe tuvieran mejor acogida en Bohemia que en Inglaterra, se debió casi enteramente a los esfuerzos de Juan Hus.
Hus nació en Bohemia en 1369. Era estudiante fervoroso de los escritos de Wycliffe y predicaba la mayor parte de sus doctrinas, en especial las que se dirigían contra las incursiones papales. Como rector de la Universidad de Praga, Hus ejerció desde muy pronto una influencia dominante en Bohemia.
Al principio, según parece, tenía esperanzas de reformar la Iglesia desde adentro y contaba con la confianza de sus superiores eclesiásticos. Pero como predicador, denunció los pecados del clero con gran celo y empezó a despertar recelo. Nombrado para investigar algunos supuestos milagros de la Iglesia, acabó por declarar que eran espurios y dijo a sus seguidores que dejaran de buscar señales y prodigios, y escudriñaran más bien las Escrituras.
Finalmente, “su apasionada condenación de la inicua sala de indulgencias trajo sobre él la excomunión papal” (Fisher, pág. 275). El Rey, que simpatizaba con él, lo convenció de que se exiliara. Pero lamentablemente, más tarde aceptó comparecer ante el Concilio de Constanza cuando el Emperador prometió extenderle un salvoconducto. Defendió sus enseñanzas argumentando que coincidían con las Escrituras, pero el Concilio terminó por condenarlo y entregarlo al poder civil para su ejecución. Este era el método acostumbrado para preservar la “inocencia” de la Iglesia Católica en asuntos como este.
La promesa de “salvoconducto” del Emperador se incumplió conforme al principio católico de que “la fe no se guardaría con herejes” (Hurlbut, pág. 124). La cruel sentencia fue que Hus moriría en la hoguera. Su muerte valerosa, y un año después la de Gerónimo de Praga, quien compartía sus ideales y su espíritu reformador en Bohemia, habrían de influir en sus compatriotas por muchos años (Fisher, pág. 276).
Alrededor de 1452 nació en Florencia, Italia, un individuo que había de plantear un desafío a la corrupción papal en su propio territorio.
Ese individuo era Girolamo Savonarola. A tal punto llegó su disgusto con la vileza y el desenfreno a su alrededor, que se hizo monje de la orden dominicana, en parte para evadir la maldad que le rodeaba.
Predicó contra los males eclesiásticos, sociales y políticos de su época; sin salvedades por la edad, sexo ni condición de las personas. Al principio, la ciudad se negó a escucharlo, pero más tarde llenaba la Catedral hasta el tope. Sus sermones dejaron de ser razonados, y comenzó a predicar en el nombre del Altísimo (Fisher, pág. 276).
Durante algún tiempo, produjo lo que parecía ser una reforma en la ciudad, y fue por poco tiempo la virtual autoridad política y religiosa de la ciudad de Florencia. Pero sus políticas le ganaron enemigos acérrimos, entre ellos el papa Alejandro VI. Ante su negativa a guardar silencio, lo excomulgaron, prendieron y encarcelaron. Tras un juicio enteramente sesgado, Savonarola murió en la horca; luego lo quemaron y lanzaron sus cenizas al río Arno.
Los historiadores concuerdan en que los intereses de Savonarola se inclinaban mucho menos a la reforma doctrinal que a la purificación de la moral. Era un objetivo que pretendía alcanzar desde el interior de la Iglesia Católica; y podemos señalar que fue igual, en gran medida, con Wycliffe y Hus. Los tres fueron formados dentro de la fe católica, con sus prácticas y sus puntos de vista. Y los tres, con la posible excepción de Wycliffe, murieron siendo católicos de hecho, si bien procuraban realizar una reforma dentro de ese cuerpo religioso.
Parece claro que ningún hombre corriente, por hábil y celoso que fuera, sería capaz de purgar la depravación de la Iglesia Católica en general. Ante la ampliación del poder papal, los únicos que podrían efectuar una purificación así serían el pontífice y su corte más cercana.
Pese a lo anterior, eran tales los excesos del inicuo sistema, tan flagrante la venta de cargos eclesiásticos, tan abundantes las ventas de indulgencias y demás ingresos de la Iglesia, que cualquier reformador sincero dentro de la corte papal habría comprendido la inutilidad de acometer semejante empresa. “Cuando los hombres habían dedicado la totalidad de su fortuna a la compra de un cargo lucrativo, que se ofrecía al mejor postor, ¿no sería acaso monstruoso abolir todos aquellos cargos? Y no había dinero para dar compensación. A la muerte de León X, el papado estaba no solo endeudado sino en bancarrota. Un pontífice reformador no tendría ninguna posibilidad de prevalecer. Toda puerta estaba cerrada, toda rueda frenada” (Plummer, The Continental Reformation, pág. 15).
No obstante, en todas las naciones de Europa se estaban cometiendo muchos abusos políticos, sociales y económicos que exigían reforma… por no hablar de los abusos arrolladores en el ámbito religioso. De un modo o de otro, como veremos, una especie de trastorno universal estaba destinado a sacudir la fachada de tranquilidad de esa época.
Como hemos visto, los mismos hombres que procuraron reformar el sistema corrupto estaban tan indoctrinados con las enseñanzas de Roma que les era muy difícil romper con ellas enteramente. Debemos tener en cuenta que todos estos hombres, al igual que Lutero, Zwingli, Calvino y sus asociados; se habían formado dentro de las doctrinas y prácticas de la Iglesia Católica. No se les había enseñado cosa diferente, y como prácticamente no había libros religiosos ni Biblias en las lenguas del pueblo, conocían muy poco aparte de la fe en las ceremonias, los rituales y las tradiciones del catolicismo.
Siendo así, resultaba a todas luces imposible para ellos comparar objetivamente el sistema religioso en el cual se criaron con las creencias y prácticas de Jesucristo y la Iglesia inspirada del Nuevo Testamento.
Sin embargo, desde el punto de vista espiritual, la verdadera incógnita del momento no era si habría o no algún tipo de reforma, sino si habría un regreso a la “fe una vez dada”. Había una necesidad imperiosa de regresar al auténtico cristianismo apostólico. Un regreso a la fe y la práctica apostólica de Cristo, y la Iglesia habría dado paso a una nueva era de rectitud y adoración, de paz y felicidad.
¿Se produciría una verdadera reforma de este tipo? Es la pregunta que debería grabarse en la mente y el corazón de todo hombre pensante, porque la respuesta final determinará en gran medida el verdadero alcance de la división y la confusión religiosa de nuestros días.
La respuesta a estas preguntas vitales, la aclaración de este fascinante misterio, aparecerá en la siguiente entrega de esta serie de artículos.