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Un rey sabio y rico, el más sabio y más rico de su tiempo, se propuso hallar el secreto para una vida feliz. Lo buscó en el vino, las mujeres y otros deleites. ¿Comediantes? ¿Músicos? Podría traer a su antojo a los más hábiles. Se sumergió en la lectura, que le daba conocimientos y sabiduría; y no dejó de aprender observando a otros. En el ámbito físico, prácticamente nada estaba fuera de su alcance. Y dijo para sí:
“Ven ahora, te probaré con alegría, y gozarás de bienes. Mas he aquí esto también era vanidad. A la risa dije: Enloqueces; y al placer: ¿De qué sirve esto? Propuse en mi corazón agasajar mi carne con vino, y que anduviese mi corazón en sabiduría, con retención de la necedad, hasta ver cuál fuese el bien de los hijos de los hombres, en el cual se ocuparan debajo del cielo todos los días de su vida. Engrandecí mis obras, edifiqué para mí casas, planté para mí viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de todo fruto. Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles… Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música… No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena” (Eclesiastés 2:1-6, 8, 10).
Si la felicidad se pudiera comprar con posesiones y dinero, este rey tendría que ser el ser más feliz que jamás existió. Pero, ¿lo era? Él mismo responde: “Aborrecí, por tanto, la vida, porque la obra que se hace debajo del Sol me era fastidiosa; por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 2:17). Sin duda disfrutó de lo que había logrado y vivido, pero aun así, veía que al final todo era vanidad.
Claro que si nos halláramos en el lugar del rey Salomón, ¡todo sería diferente! Muchos pensaríamos. Se dice que la felicidad no se compra con dinero, y sin embargo, se vive la vida como si fuera lo contrario. Basta ver la popularidad de las loterías administradas por los estados: cuanto mayor sea el premio, más dinero invierten en ellas las multitudes esperanzadas.
La gente procura saciar toda su hambre y su sed, como hizo Salomón, pero al final queda vacía y sedienta. Unos viven para jugar al golf, otros viven por el fin de semana para respaldar a su equipo favorito. A otros les encanta la parranda. Hay quienes acumulan mucho más dinero del que pudieran necesitar en toda su vida. Y luego están quienes ansían la popularidad o el poder. Muchas cosas ofrecen placeres temporales, pero tal como observó Salomón, al final, no hay placer que dure para siempre. Y sobre la cabeza de todos nosotros ¡pende el inevitable sepulcro!
Salomón no es el único personaje bíblico que veía la futilidad en la vida mortal. El profeta Isaías observó que es propio del hombre perseguir el viento fugaz que es la felicidad. A quienes ansían lograr la felicidad adquiriendo cosas, y lanzándose tras los placeres temporales, les ofrece este consejo: “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche. ¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia?” (Isaías 55:1-2).
¿Qué es lo que produce la felicidad que tantos desean… pero que tan pocos encuentran?
Salomón habló de una vida de labores que nos permitan disfrutar de los frutos de nuestro trabajo, y atender al bienestar de los demás. “He conocido que no hay para ellos cosa mejor que alegrarse, y hacer bien en su vida; y también que es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce el bien de toda su labor” (Eclesiastés 3:12-13). Pero esta no puede ser la solución completa, porque un día el comer, beber y gozar llegarán a su fin… ¡y esta es precisamente la lección que Salomón quería impartir!
Salomón escribió desde la perspectiva del hombre mortal. Si no hay vida después de la muerte, entonces seamos buenos o malos, sabios o necios, todos llegaremos a un mismo fin: “El sabio tiene sus ojos en su cabeza, mas el necio anda en tinieblas; pero también entendí yo que un mismo suceso acontecerá al uno como al otro. Entonces dije yo en mi corazón: Como sucederá al necio, me sucederá también a mí. ¿Para qué, pues, he trabajado hasta ahora por hacerme más sabio? Y dije en mi corazón, que también esto era vanidad” (Eclesiastés 2:14-15).
¿Significa acaso lo anterior que Salomón no vio ninguna esperanza más allá del sepulcro? A primera vista, así pareciera:
“Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido. También su amor y su odio y su envidia fenecieron ya; y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del Sol… Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría” (Eclesiastés 9:5-6, 10).
Salomón entendía algo que muy pocos logran captar: Nuestra mortalidad es un elemento importante de la obra que Dios cumple en nosotros: “Dije en mi corazón: Es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe, y para que vean que ellos mismos son semejantes a las bestias. Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo” (Eclesiastés 3:18-20).
Dios está probando a cada uno de nosotros. Desea hacernos comprender que la vida mortal es pasajera, pero que no es el final… y esto lo entendió Salomón claramente: “Dije yo en mi corazón: Al justo y al impío juzgará Dios; porque allí hay un tiempo para todo lo que se quiere y para todo lo que se hace” (Eclesiastés 3:17). Vemos este mismo mensaje muchas veces en el libro del Eclesiastés. Salomón comprendía que sí es valiosa nuestra conducta en la vida mortal: “Aunque el pecador haga mal cien veces, y prolongue sus días, con todo yo también sé que les irá bien a los que a Dios temen, los que temen ante su presencia” (Eclesiastés 8:12). Y en uno de los pasajes más conocidos, aconseja así a la próxima generación: “Alégrate, joven, en tu juventud, y tome placer tu corazón en los días de tu adolescencia; y anda en los caminos de tu corazón y en la vista de tus ojos; pero sabe, que sobre todas estas cosas te juzgará Dios” (Eclesiastés 11:9).
Las palabras de Salomón son importantes. Llegan al meollo de lo que nosotros valoramos. Comparan dos opciones: una vida encaminada a satisfacer los deseos personales y egoístas, o una que busca algo más grande que el aquí y el ahora. Isaías se refiere a la necesidad de que actuemos mientras aún hay tiempo, y de la importancia de la gracia de Dios para los sabios que rehúsan vivir solamente para el día hoy.
“Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura. Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma… Buscad al Eterno mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase al Eterno, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Isaías 55:2-3, 6-7).
Salomón termina su discurso con la advertencia de que Dios juzga nuestras acciones: “El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” (Eclesiastés 12:13-14). ¡Escuchemos para nuestro bien la advertencia!