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En diciembre del 2022, la conocida casa de subastas Sotheby’s remató un manuscrito de Charles Darwin, redactado en 1860, en el cual defendía la teoría de la evolución que había publicado en 1859 en su famosa obra: El origen de las especies por medio de la selección natural o conservación de las razas en su lucha por la existencia. La oferta ganadora fue de £719.000. Algunos se preguntarán: “¿Por qué un precio tan alto por un solo libro?”
Los factores son varios, pero el mayor puede ser el papel de Darwin destacado en la historia. Sotheby’s llamó ese libro: El origen de las especies, “uno de los logros más grandes dentro del avance científico”. Refiriéndose al mismo libro, el historiador de las ciencias Bern Dibner escribió: “Esta obra, la más importante en las ciencias, situó al hombre en el lugar que le corresponde dentro de la naturaleza” (Heralds of Science, 1955, pág. 92). Sin duda, elogios muy altisonantes.
La obra de Darwin publicada hace más de 160 años, con la teoría de la evolución por medio de la selección natural, se convirtió en una de las teorías científicas más importantes de la historia. Sería difícil exagerar la medida en que ha moldeado la vida moderna en prácticamente todos los ámbitos del saber. Con su impacto inconmensurable sobre la ciencia, la filosofía, la educación, la política y sin duda la religión; ha ejercido una influencia poderosa en la forma y el pensar de la sociedad y la civilización.
Muchas voces influyentes nos aseguran que esta teoría es cierta, innegable, comprobada sin rastro de duda… y que ningún ser con inteligencia o instrucción se atrevería a cuestionarla. Muchas personas inteligentes afirmarían que la evolución se ha demostrado mil veces, y que toda la evidencia que tenemos respalda la evolución como un hecho de la naturaleza. Uno de los acólitos más devotos de la teoría sostiene que, quien dude de la evolución, se revela como un individuo ignorante, idiota, loco o malévolo.
Aclaremos qué queremos decir al hablar de evolución. Asegurando que la vida comenzó hace muchísimo tiempo en una forma mucho más simple, quizás algo así como una bacteria microscópica, la teoría de la evolución afirma que en un lapso de millones, quizá miles de millones de años, la lucha por sobrevivir favoreció ligeras variaciones ocurridas al azar en los descendientes de aquella forma de vida inicial; variaciones que les daban una ventaja, quizá la capacidad de hallar alimento más prontamente o de reproducirse con más éxito, a la vez que desfavorecían a los descendientes cuyas adaptaciones fortuitas eran menos propicias para la supervivencia.
La evolución afirma que mediante este proceso sencillo, sin inteligencia ni guía, la selección natural actuó con variaciones fortuitas e hizo que, en el plazo de unos miles de millones de años, aquellos organismos microscópicos, como bacterias, se convirtieran en la impresionante y asombrosa variedad de formas de vida que hoy vemos, entre ellas, los seres humanos… todo esto sin necesidad de un Diseñador o Creador divino.
Ahora bien, ¿es esto exacto? ¿Son tan sólidas sus pruebas? ¿Es la teoría de la evolución tan indiscutible como algunos dicen?
Si la vida tal como la conocemos es, efectivamente, resultado de procesos impensados y nada más, entonces sí, el libro de Darwin sería un avance extraordinario en la historia humana; un descubrimiento monumental que, efectivamente, sitúa al hombre en su lugar como nada especial, nada relevante; solo una forma de vida fortuita, en un planeta fortuito, y sin ninguna finalidad. Y siendo así, si la teoría es verdad, la vida en absoluto no tiene ningún sentido.
Muchos son los que proclaman en alta voz que la teoría de la evolución sí es verdad. Jerry Coyne, apologista de la evolución, escribió un libro de gran acogida titulado simplemente: Why Evolution Is True, en el cual afirma: “La evolución es un hecho. Y lejos de empañar con dudas el darwinismo, la evidencia reunida por científicos durante siglo y medio lo apoyan totalmente, mostrando que la evolución ocurrió, y que ocurrió en gran parte de la manera expuesta por Darwin, mediante el actuar de la selección natural” (2009, págs. xiii–xiv). La seguridad manifestada por Coyne no es extraña en círculos científicos, es bastante común.
Muchos, por supuesto, desean que sea verdad la evolución. La teoría de Darwin ha servido de vía de escape para quienes desean explicar la hermosa diversidad y complejidad de la vida, sin la intervención de un Creador. Como dijo el famoso biólogo Richard Dawkins: “Darwin hizo posible ser un ateo intelectualmente satisfecho” (El relojero ciego, 1996).
¿Acaso tiene razón? De nuevo, únicamente si se hubiera demostrado que la evolución es verdad.
Pero el hecho es que no se ha demostrado.
No obstante las aseveraciones de que la evidencia la respalda totalmente, la verdad es que la evolución encierra un montón de secretos que no se mencionan en voz muy alta, ni en las aulas ni en los programas de ciencias. Este artículo busca descorrer el telón para examinar solo algunos de esos pequeños secretos.
El primer secreto que vamos a desvelar es que la célula viviente, aun la más simple, es demoledora para la teoría de la evolución.
En tiempos de Charles Darwin, se sabía muy poco acerca de las células. Los organismos unicelulares, como las amebas, eran solo, según descripción del contemporáneo de Darwin, George Henry Lewes: “Un trozo microscópico de sustancia gelatinosa, o protoplasma… totalmente carente de textura y por consiguiente, carente de órganos” (Problems of Life and Mind 1877, pág. 38). En otras células, como las del organismo humano, era visible un núcleo, pero su razón de ser era un misterio, y la célula, por lo demás, parecía en general carente de rasgos con pocos detalles observables.
En ese tiempo, cuando la unidad de vida más pequeña y más simple parecía así de simple, un trocito de sustancia gelatinosa con algunos rasgos sin importancia, era fácil imaginar que dentro de aquella gelatina misteriosa y dadora de vida, cualquier cosa era posible. Pero con el mejoramiento de los microscopios, y el desarrollo de técnicas más avanzadas que fueron revelando los secretos del mundo interior de la célula, se descubrió que esa sustancia gelatinosa, aparentemente simple, estaba repleta de maquinaria asombrosa por su complejidad funcional, el ingenio de su factura y la maestría de su diseño.
Para dar un ejemplo, en una célula humana ocurren mil millones de reacciones químicas cada segundo. Y no son reacciones químicas que ocurren al azar. Cada célula humana contiene miles y miles de proteínas, de diez mil variedades, máquinas moleculares diseñadas para trabajar en conjunto y lograr una finalidad específica. Manipulan lo que hay en su entorno para crear estructuras nuevas, y desmantelar viejas en una danza dinámica, a cuyo lado el transbordador espacial, con toda su complejidad, se ve primitivo.
Solicite un ejemplar de nuestro folleto gratuito titulado: Evolución o creación: ¿Qué omiten ambas teorías?, o si lo lee en línea en nuestro sitio en la red: wwwelmundodemanana.org, allí verá el diagrama de una proteína motora de la cual se valen ciertas bacterias para moverse. Construida con 78.216 átomos diferentes, es solo un ejemplo del vasto mundo de maquinaria celular compleja, que Darwin y sus contemporáneos jamás habrían podido imaginar. La vida es imposible sin estas complicadas máquinas, y los cambios evolutivos hipotéticos, aun los más pequeños, exigirían alteraciones de esa maquinaria, o incluso el diseño de maquinaria nueva.
Eso es tan improbable como suena. El bioquímico Douglas Axe ha analizado la probabilidad de que siquiera una proteína dotada de alguna mínima funcionalidad importante se forme al azar, y estimó que sería de 1 en 1064, es decir, un 1 seguido de 64 ceros (Journal of Molecular Biology, 2004, volumen 341, número 5).
Axe y su colega Ann Gauger, exploraron la posibilidad de que evolucione una proteína a partir de otra similar, lo que precisaría solo un puñado de cambios en el ADN. Encontraron que, a los índices de mutación que hoy se conocen, un cambio así tomaría 1027 años, es decir un 1 seguido de 27 ceros, o sea mil cuatrillones. Démosle alguna perspectiva a esta cifra considerando que el consenso de la comunidad científica atribuye a nuestro Universo una edad de solo 13.700 millones de años, y que mil millones tiene solo nueve ceros. En otras palabras, una proteína no va a convertirse en otra por evolución, en ausencia de una intervención inteligente.
Repetimos que la célula viviente, aun la más simple, es demoledora para la teoría de la evolución.
La molécula que acabamos de mencionar es el ADN, y su naturaleza es otro secreto de la evolución, porque el ADN representa un sistema de codificación abstracta que apunta hacia la inteligencia. En tiempos de Darwin era desconocido el ácido desoxirribonucleico o ADN. Ahora sabemos que es la molécula portadora de la información necesaria para armar cada una de las proteínas que hacen posible la vida. Cada núcleo de cada célula normal del organismo humano, contiene aproximadamente dos metros de ADN comprimido en un punto microscópico, y en su totalidad contiene toda la información necesaria para armarnos a usted y a mí.
El ADN utiliza pares de bases que combinan cuatro compuestos diferentes que actúan como los unos y los ceros en el código informático, lo que proporciona a nuestra maquinaria celular la información detallada necesaria para construir las proteínas complejas que requiere la vida. Las proteínas leen el código encerrado en nuestro ADN y, con esta información arman nuevas proteínas a partir de aminoácidos en secuencias precisas. Así, la célula viene a ser una planta química de alta complejidad, creando maquinaria nanoscópica dispuesta de forma prevista, y algunos de los compuestos químicos más complicados que se encuentran en cualquier parte del Universo.
¿Pero de dónde se originó esta información, este código de programación abstracto? No se puede atribuir a la evolución, que al final de cuentas es un proceso sin mente y sin propósito. Además, ¿de dónde vino el ADN? No se pueden armar proteínas sin ADN, pero a su vez, el ADN es armado por proteínas.
Era de esperar que el descubrimiento del ADN fuera un gran triunfo de la evolución, la revelación del secreto de cómo las características de la vida se transmiten entre descendientes. Pero ocurrió lo contrario, porque el ADN resultó ser desastroso para la evolución. La idea de que una molécula enorme, cargada de información y dotada de un código de programación abstracto, capaz de mantener y organizar la información necesaria para formar la compleja maquinaria de la vida, resulta incompatible con la idea evolucionista, de que la vida ha adquirido una complejidad creciente por medio de procesos naturales impensados y carentes de información.
Los evolucionistas no pueden negar que el ADN representa un sistema de codificación abstracta que apunta hacia la inteligencia.
Nuestro siguiente secreto de la evolución nos permite invertir la situación de quienes se mofarían de la fe ciega en un Creador. El secreto es que entre los tiempos de Darwin hasta ahora, las brechas en el registro fósil no se han cerrado sino que se han ampliado.
La teoría de la evolución se basa en una acumulación lenta y sostenida de variaciones pequeñas, porque un gran salto implicaría la presencia de un diseñador o planificador activo. El resultado, según la evolución, sería una serie de transiciones uniformes en el registro fósil, que gradual, casi imperceptiblemente, irían convirtiendo un animal en otros animales nuevos mediante cambios pequeños y sostenidos.
Pero eso no es lo que dice el registro fósil. En vez de la transición continua y pareja, lo que muestra el registro son brechas entre una especie de criatura y otra. Charles Darwin estaba consciente del problema, y se refirió a él en su histórico libro: “Ciertamente la geología no revela una cadena orgánica así, detalladamente graduada; y acaso sea esta la objeción más obvia y seria que pueda plantearse en contra de la teoría. La explicación, según creo, está en la extrema imperfección del registro geológico” (El origen de las especies, edición de 1883 [en inglés], pág. 265). En otras palabras, Darwin esperaba que al continuar su trabajo, los paleontólogos descubrirían fósiles que irían llenando todas las brechas.
Efectivamente, se ha descubierto desde entonces un vasto mundo de fósiles, y el registro es muy extenso. Pero nuestro amigo Darwin lo miraría consternado. Las lagunas persisten, como bien observó Michael Denton en su importante obra: Evolution: a Theory in Crisis:
“El panorama general de la vida en la Tierra es tan discontinuo, y tan obvias las brechas entre los diferentes tipos, que, como bien nos lo recuerda Steven Stanley en su libro reciente: Macroevolution, si nuestro conocimiento de la biología se limitara a aquellas especies que actualmente existen en la Tierra, ‘quizá nos preguntaríamos, si la doctrina de la evolución podría calificarse como algo más que una hipótesis extravagante’. Sin formas intermedias o transicionales, para cerrar las enormes brechas que separan a las especies y grupos de organismos actuales, el concepto de la evolución jamás podría tomarse en serio como hipótesis científica” (1985, págs. 157-158).
A menudo nos presentan líneas de progresión evolutiva en apariencia continuas, con la pretensión de mostrar que las brechas son mucho menos desfavorables de lo que realmente son. En textos y artículos que defienden la teoría evolutiva, vemos secuencias teóricas de la evolución de la ballena, del caballo y del humano. Las secuencias no solamente son engañosas y carentes de pruebas, como se mostró en nuestro programa del 2020: La evolución: un cuento tan grande como una ballena, que se puede escuchar en español en el canal de YouTube de El Mundo de Manana, sino que persiste esta realidad: Si la evolución fuera verdad, esas secuencias no serían excepciones raras sino la norma. Esta era una espina que tenía clavada Darwin, y que continúa siendo tan espinosa transcurridos más de 160 años, como lo era entonces.
No deja de ser una ironía, que los evolucionistas acusen a los creyentes de basar su fe en un Dios de las brechas, que hace milagrosamente todas las cosas que ellos no pueden explicar. La realidad es que las brechas inexplicables en el registro fósil dan media vuelta al asunto, y sitúan a los evolucionistas en la posición de quien saca a relucir su fe ciega, y creer en su propio dios de las brechas, o mejor dicho, su Darwin y las brechas.
Para revelar nuestro próximo secreto de la evolución, no hay que ser experto en bioquímica celular, ni genetista ni paleontólogo a la caza de fósiles. Basta mirar en el espejo nuestros propios ojos, tan extraordinarios como contundentes en su refutación de la evolución… porque esta sigue sin ofrecer una explicación creíble de cómo se forman órganos nuevos.
Los órganos, como nuestros ojos, representan no solo tejidos especializados, sino sistemas interconectados; a menudo sistemas sobrepuestos a otros sistemas, refinados y estructurados con exquisitez para actuar en conjunto. Si falta una parte, puede fallar todo. Y con frecuencia, para mejorar el órgano, cada parte o pieza tendría que evolucionar en conjunto con las demás partes. Esto implica un grado de coordinación que la evolución sencillamente no puede lograr.
El problema se resumió hace mucho en el diario británico: The Guardian. Primero, el artículo presenta la explicación tradicional de la supuesta evolución del ojo, la explicación que millares de maestros y profesores han dado a incontables estudiantes durante decenios. Esta versión dice que los animales, que por alguna razón tienen células sensibles a la luz, sufren una serie de pequeñas mutaciones que les van confiriendo ventajas en la lucha por sobrevivir. Quizás un ligero ahuecamiento de la piel, alrededor de las células, sirva para enfocar mejor la luz; y con el tiempo alguna capa transparente va sellando el espacio, que poco a poco se convierte en un lente. Después aparecen músculos que dan mejor forma y enfoque al lente. The Guardian prosigue:
“Esta es la historia fundamental de la evolución, tal como se narra en incontables libros de texto y de ciencia popular. El problema, según un número creciente de científicos, es que resulta ridículamente rudimentaria y engañosa.
Por una parte, empieza en la mitad del relato, dando por sentada la existencia de células fotosensibles, lentes e irises, sin explicar de dónde vinieron. Y tampoco explica adecuadamente, cómo componentes tan delicados y propensos a trastornarse, se acoplaron para formar un solo órgano. Y los ojos no son lo único que causa dificultades a la teoría tradicional. ‘El primer ojo, la primera ala, la primera placenta. Cómo estos emergen. Explicarlos es la motivación fundamental de la biología evolutiva’, dice Armin Moczek, biólogo de la Universidad de Indiana: ‘Y sin embargo, aún no tenemos una buena respuesta. Esta idea clásica del cambio gradual, con un accidente feliz tras otro, ha fallado hasta ahora’” (¿Necesitamos una nueva teoría de la evolución?, 28 de junio del 2022).
En resumen, la evolución promete explicar cómo los órganos de nuestro cuerpo, dispuestos con toda exquisitez y dotados de una extraordinaria funcionalidad, supuestamente se formaron a lo largo de milenios… pero es claro que no lo ha explicado. Este secreto: que la evolución sigue sin ofrecer una buena explicación de cómo se forman nuevos órganos, es ruinoso para una teoría formulada hace más de 160 años, con el fin de responder precisamente a esa pregunta.
Debo confesar algo: Aunque El mago de Oz sea considerada una obra clásica de la cinematografía, a mí nunca me gustó. De pequeño, la verdad es que los monos voladores me parecían espantosos. Sin embargo, al ir creciendo, una escena de la película se me ha grabado en la memoria, y me ha llegado a gustar mucho.
Ocurre cerca del final de la película, cuando Dorothy y sus amigos se enfrentan al aterrador mago de Oz por incumplir sus promesas. Al hacerlo, saltan llamas, estallan truenos y el mago, como una gigantesca cabeza verde y monstruosa, suspendida en el aire frente a ellos, vocifera: “¡No despierten la ira de Oz el grande y poderoso!” En ese momento Toto, el perro de Dorothy, se dirige a un telón verde a la izquierda del escenario y lo abre, descubriendo a un hombrecillo canoso, pequeño y vejete; manipulando una máquina para crear la ilusión que ellos ven, y hablando por un micrófono que le amplía la voz y la hace sonar aterradora.
La parte que más me gusta es el momento cuando el viejito da la vuelta, se da cuenta de que lo ven, y se dirige nuevamente al micrófono para exigir: “¡No presten atención al que está detrás del telón!”
Son muy parecidas las fuerzas presentadas para convencer a la gente de que no cuestione la teoría de la evolución. Hay muchas llamas y truenos, proclamaciones llamativas acerca de pruebas y evidencia, así como mucho teatro diseñado para hacernos pensar que no hay lugar a dudas, a la vez que presionan a quienes cuestionan. Pero la evolución, como el mago de Oz, ha incumplido sus promesas. La teoría promete una explicación de nuestros orígenes, una explicación que no precisa de un Dios ni de una inteligencia; nada más que un microbio inicial, procesos naturales ciegos y sin mente, y unos miles de millones de años. La gigantesca cabeza flotante e intimidante proclama una transición ininterrumpida a lo largo de los siglos, desde una sustancia gelatinosa, pasando por una serie de animales hasta nosotros. Como dijo una vez el autor Harold Hill.
Dispongámonos a descorrer el telón, a estar impávidos ante el drama, a cuestionar lo que nos muestran, y tener el valor de denunciar la evolución por incumplimiento de sus promesas. Dicho de otra manera, quizá fue duro el día en que aprendimos que papá Noel no era de verdad… pero el abrir los ojos nos alejó de un mundo ilusorio, y nos situó plenamente en el mundo real. Reconocer los secretos de la evolución también nos ayuda a alejarnos de ese mundo ilusorio.
Con todo, las preguntas que los evolucionistas desean contestar siguen allí: ¿De dónde vinimos? ¿Cómo llegó a existir la vida? ¿Hay algún propósito en todo ello? Y si lo hay, ¿cuál es ese propósito?
Despejados el humo, las llamas y los truenos del teatro de la evolución, podemos proceder a buscar las verdaderas respuestas a esas preguntas. Y al hacerlo, sinceramente si buscamos con mente abierta y corazón abierto, con la ayuda de Dios hallaremos el camino al único punto de partida posible en la búsqueda de esas respuestas: El primer versículo de la Biblia, que reza así: “En el principio creó Dios los Cielos y la Tierra” (Génesis 1:1).
En las oficinas de El Mundo de Mañana, todos deseamos que nuestros lectores encuentren el valor de buscar detrás del telón.