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¿Qué fue lo que Jesucristo predicó? ¿Lo sabe usted?... ¿Está seguro? Qué significa “el Reino de Dios”? Entérese de las buenas noticias: ¡El mundo de mañana está a las puertas!
¡Nuestra vida eterna depende de entender y creer lo que es el verdadero evangelio! El apóstol Pablo les advirtió a los cristianos de su época: “Si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado, bien lo toleráis” (2 Corintios 11:4).
Millones de hombres y mujeres, aunque muy sinceros, han tolerado un evangelio falso. Se han dejado engañar muy fácilmente.
¿Por qué? Por no seguir el mandato divino que dice: “examinadlo todo” (1 Tesalonicenses 5:21). Jesucristo dijo: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:15). El evangelio que usted ha creído, ¿es acaso el mismo que Jesús predicó? ¡Asegúrese! La gente predica muchos “evangelios” diferentes. ¡Usted debe discernir la verdad! Por ejemplo, ¿ha oído este tipo de mensaje?:
“Solo entrega tu corazón al Señor. Jesús nació en un pesebre como el Cristo, el Hijo de Dios, para salvar a todas las almas que lo reciban en su corazón. Cuando creció, anduvo haciendo milagros y perdonando a la gente. Guardó la dura ley de Dios por todos nosotros, y murió clavado en la cruz junto con esa vieja ley. Resucitó al tercer día y se apareció ante muchos testigos. Luego regresó al cielo y comenzó a constituir su reino en los corazones de los hombres. Él perdonará tus pecados y entrará en tu corazón, tal como eres. Solo tienes que aceptarlo. ¡Jesús salva! Solamente cree en su persona y serás salvo... nacido de nuevo. Y cuando mueras, irás al cielo a estar con Él allí ¡para siempre!”
¿Acaso es este el evangelio que Jesucristo enseñó? Si usted ha aceptado, sin cuestionar, la voz casi unánime de la cristiandad tradicional, le conviene reflexionar en las siguientes palabras del escritor norteamericano Mark Twain:
“En religión y en política, las creencias y convicciones de la gente se reciben casi siempre de segunda mano y sin examinar, de autoridades que a su vez tampoco han examinado las cuestiones sino que las han recibido de segunda mano de otros no examinadores, cuyas opiniones al respecto no valían ni un centavo de bronce” [Autobiografía de Mark Twain, 1959].
¿Sabe usted realmente qué constituye el evangelio auténtico que Jesús y sus apóstoles predicaron? ¿O ha dado por sentado que lo sabe, recibiendo las ideas de segunda mano, como dice Mark Twain?
Tal vez le enseñaron en su niñez algún “evangelio” del cristianismo tradicional. Tal vez adquirió sus conceptos en alguna de las revistas o teletransmisiones religiosas. En cualquiera de estos casos, quizá usted no se ha detenido a cuestionar lo que cree. Si tantas autoridades religiosas parecen estar de acuerdo sobre el punto, ¿acaso pueden estar equivocadas? ¡Por supuesto que pueden!
En su famosa profecía del Monte de los Olivos, Jesucristo advirtió: “Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán” (Mateo 24:4–5). Muchas versiones modernas ponen “yo soy el Cristo” entre comillas, como si nuestro Señor estuviese hablando de individuos que dirían que ellos eran el Cristo. Pero no ha habido “muchos” que digan semejante cosa, y si lo han dicho, pocos los han tomado en serio o se han dejado engañar. Otra interpretación es que Jesús se refería a figuras de “salvadores” falsos, como Hitler o Mussolini, pero esta sería una interpretación demasiado libre del texto. Recordemos que Cristo dijo: “Vendrán muchos en mi nombre”. Una traducción más clara sería: “Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos haciendo uso de mi nombre, diciendo que yo soy el Cristo, y engañando a muchos”.
¡Qué asombrosa advertencia! Cristo dijo que muchos predicadores falsos hablarían de Él, que lo proclamarían como el Cristo. Pero la profecía agrega que esas personas, aun reconociendo a Jesús como el Mesías, engañarían a los incautos con sus conceptos falsos de lo que es el verdadero evangelio de Jesús. ¿Estará usted engañado también? ¡No se sienta muy seguro de sí! Sepa cuál es la verdad. Compruébela. Entonces sí sabrá de verdad y nadie lo podrá engañar.
De ciertos maestros religiosos de su época, Jesús dijo: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mateo 15:8–9). Jesucristo dijo claramente que uno podría estar adorándolo en vano, inútilmente, si esa adoración se basa en doctrinas nacidas de ideas humanas erróneas, sobre cómo interpretar las Escrituras, en vez de ceñirse a la Palabra de Dios clara y directa.
¿Cuál es el evangelio que Jesús predicó? ¿Qué creyeran en Él simplemente? ¿O había mucho más? La pregunta es muy importante. Si usted cree una mentira en vez de la verdad, va a quedar frustrado en sus esperanzas y expectativas.
En Lucas 13, Cristo habla de los que confían en falsas esperanzas: “Estando fuera [empezaréis] a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois. Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos” (vs. 25–28).
¿Le importa a Dios que nosotros acojamos exactamente el mismo evangelio que Cristo y sus apóstoles predicaron? Por la autoridad de Jesucristo ¡afirmo que le importa muchísimo!
Después de su crucifixión y resurrección, Jesús se apareció a los apóstoles y les dejó esta comisión: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:15–16). Más tarde el apóstol Pablo, inspirado por Cristo, pronunció una doble maldición sobre todo el que se atreviera a predicar un evangelio diferente. “Más si aún nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gálatas 1:8–9).
El mismo apóstol previno a los cristianos de Corinto contra los falsos ministros que vendrían predicando “a otro Jesús” y proclamando “otro evangelio” (2 Corintios 11:4). Por esto digo; como ministro de Jesucristo que enseña y cree las doctrinas establecidas por los apóstoles originales según el testimonio de las Escrituras; que es de trascendental importancia para usted y su salvación, que reconozca al verdadero Jesucristo de la Biblia y compruebe cuál es el evangelio auténtico que Él predicó.
Es fácil demostrar con la Biblia que el evangelio no gira únicamente en torno a la personalidad de Jesús, el Hijo de Dios. Él es, desde luego, el Mesías que derramó su sangre para el perdón de nuestros pecados. Tenemos que comprender esta verdad, agradecerla y proclamarla. Pero ella no constituye la totalidad de evangelio. Ciertamente, tenemos que entender el sacrificio de Cristo. La Biblia dice: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Por tanto, el nombre de Jesucristo es absolutamente esencial. Pero resulta falso decir, como dicen muchos, que Jesús es el evangelio, o que Él es el Reino de Dios. El verdadero mensaje del evangelio que Jesucristo predicó encierra muchísimo más.
Al final del Antiguo Testamento Dios inspiró la siguiente profecía: “He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros” (Malaquias 3:1). Según Marcos 1:2–4, el primer mensajero mencionado aquí es Juan el Bautista, quien preparó el camino para la primera venida de Jesús. Luego la profecía habla de Cristo como “Señor... y el ángel del pacto”.
La palabra “ángel” es una traducción de la misma palabra hebrea que significa “mensajero” [la Nueva Biblia Española dice: “Mirad, yo envío un mensajero a prepararme el camino. De pronto entrará en el santuario el Señor que buscáis; el mensajero de la alianza”]. Jesucristo, pues, fue enviado como “Mensajero”. Un mensajero lleva un mensaje de otra persona... y esto precisamente fue lo que Cristo hizo, como Él mismo dice claramente en Juan 14:24: “La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió”.
Dios Padre envió a Cristo a anunciar un mensaje suyo.
¿Cuál era ese mensaje? El evangelio, del griego euangelion, significa “buenas noticias”. ¿De qué trataban estas buenas noticias? Dejemos que la Palabra de Dios responda: “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:14–15). Este es el evangelio. Hay uno solo, y su tema es el Reino de Dios.
Algunos quieren negar la importancia del “Reino de Dios” en el evangelio, señalando que Marcos 1:1 menciona “el evangelio de Jesucristo” e interpretando esa frase como “el evangelio acerca de Jesucristo”. Esta es una interpretación totalmente errada. El evangelio no es un mensaje acerca del Mensajero sino un mensaje del Mensajero acerca del Reino de Dios.
La Biblia también habla del “evangelio de Dios” por tratarse de un mensaje que proviene de Dios. Dios el Padre le dio este mensaje a Jesús para que lo predicara. Pero la gran mayoría de las veces se llama “el evangelio del reino de Dios” porque es la buena noticia sobre el Reino. Así lo confirma la obra erudita titulada Oxford Companion to the Bible, 1993, pág. 408:
“Hay un claro acuerdo entre los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) en el sentido de que el reino de Dios fue el tema principal en el mensaje de Jesús...En conjunto, presentan unos 50 dichos y parábolas de Jesús sobre el reino. Es, pues, cuestión de consenso dentro del canon, de que el reino fue un punto principal en la teología de Jesús.”
No crea usted ciegamente lo que decimos nosotros... y tampoco las palabras de los eruditos. Crea a la Biblia. ¡Créale a Dios! Muchos se han desviado espiritualmente por confiar solo en los hombres. La Palabra de Dios nos manda: “examinadlo todo” (1 Tesalonicenses 5:21). Lea y examine usted mismo. Deje en suspenso sus opiniones anteriores y simplemente lea lo que Dios dice. Pronto estará claro en su mente que el evangelio de Cristo es el mensaje que Él trajo proveniente del Padre, acerca del Reino de Dios. Nuestro Señor mismo lo afirmó así después de enseñar en la ciudad de Capernaum cuando dijo: “Es necesario que también a otras ciudades anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto he sido enviado” (Lucas 4:43). Mateo 9:35 confirma que eso fue precisamente lo que hizo: “Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino”.
Y, ¿qué debe ser lo primordial a lo largo de nuestra vida cristiana, según palabras del mismo Jesús? “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia” (Mateo 6:33). Enseñándoles a los discípulos a orar, Jesús dijo: “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino” (vs. 9–10). El Reino de Dios es la meta de todo cristiano. El evangelio que Cristo trajo ciertamente es la buena noticia de ese futuro Reino. Ese fue el mensaje que Jesús predicó. Mandó a sus discípulos a predicar ese mismo mensaje. ¡Y ellos pasaron el resto de su vida predicándolo!
Fue más tarde, con el surgimiento de falsos maestros que comenzaron a confundir a la Iglesia original, cuando el evangelio de Cristo empezó a pervertirse. El apóstol Pablo, quien escribió más de veinte años después de la muerte de Cristo, estaba enterado de tales tergiversaciones: “Hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo” (Gálatas 1:7). Entre un creciente número de herejías, quizá ninguna adquirió tanta fuerza como el nuevo evangelio acerca de los acontecimientos de la vida de Cristo y el simple hecho de creer en su persona como único requisito para ser salvo. Gradualmente, entonces, el verdadero evangelio de Cristo fue reemplazado por un falso evangelio acerca de Cristo:
“En boca de Cristo, y de aquellos a quienes envió a proclamarlo mientras Él estaba en la tierra, se trataba de las buenas noticias del Reino de Dios que Él vendría a establecer… Después de la muerte y resurrección de Cristo fue transformado en las buenas noticias acerca de Cristo” [James Hastings, Diccionario de la Biblia, 1988, pág. 233].
Cristo envió a sus discípulos “a predicar el Reino de Dios, y a sanar a los enfermos… Y saliendo, pasaban por todas la aldeas, anunciando el evangelio y sanando por todas partes” (Lucas 9: 2, 6). Cuando los apóstoles regresaron, los llevó “a un lugar desierto” (v. 10). “Y cuando la gente lo supo, le siguió; y Él les recibió, y les hablaba del Reino de Dios, y sanaba a los que necesitaban ser curados” (v. 11). De acuerdo con el ejemplo y las instrucciones de Jesús: ¡predicar el evangelio es predicar acerca del Reino de Dios!
Luego, en los versículos 18 y 19 del mismo capítulo, cuando se quedó solo con sus discípulos, preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos respondieron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado”.
En Mateo 16 encontramos un pasaje más completo sobre este relato: “Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (vs. 15–17).
Esto muestra claramente que Cristo aún no les había dicho exactamente quién era a sus propios discípulos. Sin embargo, Jesús ya los había enviado a predicar el evangelio del Reino de Dios. Veamos el versículo 20: “Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que Él era Jesús el Cristo”. La razón por la cual les ordenó esto es para que su crucifixión no fuera a ocurrir antes de tiempo. Pero lo que se desprende como absolutamente cierto de este versículo es que el evangelio del Reino de Dios no puede ser una simple proclamación afirmando que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Porque como acabamos de ver en Lucas 9:6, ellos ya habían estado predicando el evangelio, pero ¡obviamente no le habían dicho a la gente que Jesús era el Cristo!
Alguien podría opinar: “Sí, pero quizás el evangelio predicado por Cristo y sus apóstoles fue acerca del hecho de que el Mesías tenía que morir por nuestros pecados y ser resucitado, sin aclarar la verdadera identidad del Mesías”. Para responder a esto, veamos en Marcos 8 lo que sucedió después de que Pedro reconoció que Jesús era el Mesías:
“Pero Él les mandó que no dijesen esto de Él a ninguno. Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Esto les decía claramente. Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle. Pero Él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (vs. 30–33).
Fue solo después de que Pedro reconoció a Jesús como el Cristo que Jesús empezó a enseñarles a sus discípulos acerca de su crucifixión y muerte. Pero en ese momento Pedro no recibió muy bien la enseñanza. Queda entonces tan claro como el día que proclamar a Jesús como Cristo crucificado, ¡no es parte del evangelio que Cristo previamente había enviado a Pedro a predicar!
Para ilustrar mejor este tema, veamos el mismo acontecimiento relatado en Lucas 9:18–22. En el versículo 22, Cristo explicó a los apóstoles que Él moriría y sería resucitado. Pero, evidentemente, ¡mucho después ellos aún no lo digerían! Cristo dijo a sus discípulos: “Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras; porque acontecerá que el Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres. Mas ellos no entendían estas palabas, pues les estaban veladas para que no las entendiesen; y temían preguntarle sobre esas palabras” (vs. 44–45).
El evangelio que Jesús había enviado a los apóstoles a predicar, no estaba centrado desde el principio en creer en la persona de Cristo o en recibir el perdón de los pecados mediante su sacrificio. ¡Simplemente hablar acerca de Cristo no es el evangelio! Jesucristo es la persona más importante que jamás haya caminado sobre la tierra. Él ciertamente fue Dios en la carne, el Hijo de Dios, quien vino como el Cristo a entregar su vida para pagar por los pecados de la humanidad y quien fue resucitado para convertirse en el Salvador del mundo. ¡Todo esto es verdadero! Y, aunque es extremadamente necesario e indispensable, tiene que ir acompañado con el mensaje del Reino de Dios. Fue solamente después de su resurrección cuando Jesús agregó este elemento al mensaje que los apóstoles irían a predicar: “Entonces [el Cristo resucitado] les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas” (Lucas 24:45–48).
El nombre de Jesucristo, su verdadero nombre, comprende quién es Él, lo que Él ha hecho por nosotros y todo lo que Él ha enseñado, ordenado y representado. Esta información esencial se añadió para que se enseñara junto con el evangelio del Reino de Dios después de la muerte y resurrección de Jesús. ¿Es acaso esto una suposición nuestra? De ninguna manera. Basta ver la predicación de los primeros evangelistas y apóstoles años después de la muerte de Cristo.
Veamos lo que predicó Felipe en Samaria: “Cuando creyeron a Felipe, que anunciaba [1] el evangelio del reino de Dios y [2] el nombre de Jesucristo... (Hechos 8:12). El apóstol Pablo enseñó lo mismo que Felipe: “Pablo permaneció dos años enteros en una casa alquilada, y recibía a todos los que a él venían, [1] predicando el reino de Dios y [2] enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento” (Hechos 28:30–31).
La verdadera Iglesia debe predicar ambos elementos: Primero el evangelio del Reino de Dios, y segundo, el nombre verdadero de Jesucristo.
Hemos visto que el evangelio auténtico predicado por Jesucristo y sus apóstoles era sobre el Reino de Dios. ¿Qué es ese reino? En tiempos de Cristo, los judíos pensaban que se trataba de su nación física dirigida por un personaje mesiánico que sometería a los demás gobiernos hasta llegar a reinar sobre todo el mundo. Más tarde, surgió la idea de que el reino era la Iglesia. Otros han creído que el Reino de Dios es un reino etéreo constituido en el corazón de los hombres. Otros ven que el Evangelio de Mateo menciona “el reino de los cielos” y creen que se refiere a la dicha eterna en el cielo. Algunos llegan a decir que Jesucristo mismo es el reino.
“El Reino de Dios o Reino de los Cielos es un tema de suma importancia en la Biblia por dos razones primordiales: su frecuencia en los tres primeros Evangelios sinópticos del Nuevo Testamento y la convicción de que constituye el meollo mismo del mensaje del Jesús histórico. Su significado, derivado de un mundo de monarcas y monarquías orientales totalmente diferentes de las modernas democracias occidentales, ha sido interpretado de varias formas: Históricamente, ha sido relacionado con el estado futuro de los resucitados bendecidos con la inmortalidad; con la Iglesia; con la contemplación monástica; con el éxtasis místico; con la devota experiencia religiosa; con la sociedad progresivamente redimida inspirada por el amor; con la futura transformación de este mundo; con la esperanza apocalíptica sobre el mundo venidero y con un simbólico sinfín de posibles interpretaciones” [Diccionario Anchor de la Biblia, vol. 4, pág. 49].
El erudito en las escrituras George E. Ladd explicó la forma como un teólogo en particular redujo el Reino de Dios a un “reino subjetivo entendido en términos del espíritu humano y su relación con Dios. El Reino de Dios es un poder interior que entra en el alma humana y se aferra a ella. Consiste en unas pocas verdades religiosas básicas de aplicación universal”. Una interpretación más reciente, señala Ladd: “Concibe el Reino como el absoluto, la ‘totalidad’ que entró en tiempo y espacio en la persona de Jesús de Nazaret” (El evangelio del Reino, pág. 15).
Continua:
“En el extremo opuesto están aquellos que, como Albert Schweitzer, definen el mensaje de Jesús sobre el Reino como un reino apocalíptico que será inaugurado por un hecho sobrenatural de Dios cuando cese la historia y se inicie un nuevo orden celestial de la existencia. El Reino de Dios en ningún sentido de la palabra es una realidad presente o espiritual; es totalmente futuro y sobrenatural” (ibídem).
Ladd también señala el punto de vista o interpretación que “relaciona el Reino de Dios en una u otra forma con la Iglesia”. Desde los tiempos de Agustín, “el Reino de ha sido identificado con la Iglesia”. Y explica:
“A medida que crece la Iglesia, el Reino crece y se extiende por el mundo. Muchos teólogos protestantes han enseñado una forma modificada de esta interpretación, sostienen que el Reino de Dios puede ser identificado con la verdadera Iglesia personificada en la Iglesia visible. Dicen que el Reino de Dios se va extendiendo por todo el mundo a medida que la Iglesia va diseminando el evangelio. Una versión optimista sostiene que es misión de la Iglesia ganar a todo el mundo para Cristo y así transformar al mundo en el Reino de Dios” (ibídem).
¿Es alguna de esas interpretaciones correcta? ¿Cuál es la verdad en medio de toda esta confusión? ¿Qué es el Reino de Dios?
Para entender el Reino de Dios, comencemos por definir qué es un reino. El diccionario aclara que un reino es un “Territorio o estado con sus habitantes sujetos a un rey” (DRAE, 2001). Pero también hay una definición bíblica. Para constituir un verdadero reino, hay que reunir cuatro elementos: 1) un rey o monarca, 2) un territorio, 3) súbditos o ciudadanos dentro de ese territorio y 4) leyes y una forma de gobierno. Si eliminamos alguno de estos elementos, no tendremos un verdadero reino. Y si creemos en algún tipo de reino etéreo, NO estaremos creyendo lo que dice el verdadero evangelio.
La verdad sobre el tema del reino se revela en la Palabra de Dios. Lo que piensen los hombres es interesante y llamativo desde el punto de vista intelectual, pero la verdad está en las Sagradas Escrituras. “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17).
La Biblia revela que el mensaje de Jesús tenía que ver con el tema del gobierno. Cristo nació para ser Rey de la humanidad. De Él escribió el profeta Isaías: “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo del Eterno de los ejércitos hará esto” (Isaías 9:6–7).
Poco antes de la concepción de Cristo, el arcángel Gabriel le dijo a María: “Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:32–33). Durante el juicio a Jesucristo, Poncio Pilato le preguntó: “¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo” (Juan 18:37). En este mundo engañado, muchos piensan en Jesucristo como el “Niño Dios” dormido en un pesebre o como una débil víctima clavada en una cruz. No ven en Él al futuro Gobernante y Rey Omnipotente.
¿Cómo será aquel “principado” o gobierno que va a descansar “sobre su hombro”? El mensaje de Dios y su plan para la humanidad están claros en la Biblia, y hablan de algo mucho más grande que una simple devoción a la figura del “dulce Jesús”. El profeta Daniel escribió sobre el Reino de Dios casi 600 años antes del nacimiento de Cristo.
En ese tiempo, los judíos eran cautivos del Imperio Caldeo o Neobabilónico, y Daniel estaba al servicio del Emperador Nabucodonosor. Este gobernante mundial tuvo un vívido sueño que lo inquietó al punto de no poder dormir (Daniel 2:1). ¡Tenía que saber su significado! Llamó, pues, a sus magos, astrólogos y videntes para que le revelaran el sentido del sueño. Además Nabucodonosor astutamente se negó a contar su sueño, incluso a sus consejeros de mayor confianza. Exigió que ellos le dijeran el sueño a él, para estar seguro de que podría confiar en sus interpretaciones (vs. 2–9). Ninguno fue capaz (vs. 10–11).
Pero Daniel había recibido de Dios “entendimiento en toda visión y sueños” (Daniel 1:17). Cuando lo trajeron ante Nabucodonosor (2:25), explicó: “El misterio que el rey demanda, ni sabios, ni astrólogos, ni magos ni adivinos lo pueden revelar al rey. Pero hay un Dios en los cielos, el cual revela los misterios, y él ha hecho saber al rey Nabucodonosor lo que ha de acontecer en los postreros días” (vs. 27–28).
Vemos que el propósito de Dios era revelar al monarca pagano que hay un Dios verdadero sobre todo el universo, y mostrarle lo que iba a suceder “en los postreros días”. Si usted quiere entender las extraordinarias noticias sobre futuros sucesos (que quizá culminen en vida suya) ¡abra la Biblia y lea este increíble capítulo de Daniel!
“Tú, oh rey, veías, y he aquí una gran imagen. Esta imagen, que era muy grande, y cuya gloria era muy sublime, estaba en pie delante de ti, y su aspecto era terrible. La cabeza de esta imagen era de oro fino; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus muslos, de bronce; sus piernas, de hierro; sus pies, en parte de hierro y en parte de barro cocido. Estabas mirando, hasta que una piedra fue cortada, no con mano, e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó. Entonces fueron desmenuzados también el hierro, el barro cocido, el bronce, la plata y el oro, y fueron como tamo de las eras del verano, y se los llevó el viento sin que de ellos quedara rastro alguno. Mas la piedra que hirió a la imagen fue hecha un gran monte que llenó toda la tierra. Este es el sueño; también la interpretación de él diremos en presencia del rey” (vs. 31–36).
¿Tenía este sueño algún significado? Sí, porque era un sueño profético enviado por Dios. Hay quienes piensan que las profecías bíblicas son pura poesía, incapaz de orientarnos ni de predecir el futuro. Otros creen que las profecías sí tienen algún significado, pero que es imposible descifrarlo... al menos antes de que se cumplan. Y para otros, el sentido profético es cuestión de interpretación personal.
Estas ideas rechazan o desvirtúan un aspecto importante del mensaje de Cristo. Dios nos dice que “toda la Escritura es... útil” (2 Timoteo 3:16). Y Apocalipsis 19:10 nos enseña que “el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía”. El apóstol Pedro escribió que: “Tenemos también la palabra profética más segura... entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:19–21).
No pretendamos jamás interpretar la Biblia mezclándole nuestras propias ideas. Y no creamos las interpretaciones personales de otros. Tenemos que estudiar la Biblia a profundidad, comparando un pasaje con otro. Tenemos que dejar que la Biblia se interprete a sí misma.
Daniel expuso la interpretación que Dios mismo le había dado del sueño: “Tú, oh rey, eres rey de reyes” (Daniel 2:37). Nabucodonosor había subyugado otros reinos. Fue el primer gobernante que reinó sobre un imperio mundial. Pero no lo había logrado por sus propios medios. “El Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad” (v. 37). Dios estaba revelando su propia supremacía en los sucesos del mundo. Y le reveló a Nabucodonosor: “Tú eres aquella cabeza de oro. Y después de ti se levantará otro reino inferior al tuyo; y luego un tercer reino de bronce, el cual dominará sobre toda la tierra” (vs. 38–39).
Es innegable que Dios está hablando de reinos físicos, o sea una serie de gobiernos mundiales. No está hablando de conceptos abstractos ni sentimentales. ¡Dios aquí está exponiendo su verdad claramente! El Imperio Caldeo de Nabucodonosor, representado por la cabeza de oro, fue un reino verdadero. Le seguiría otro imperio y luego otro. Repasando los libros de historia, vemos que después del Imperio Caldeo vino el Imperio Persa, seguido del Imperio Grecomacedonio de Alejandro Magno.
Por último, habría un cuarto imperio representado por las dos piernas de hierro de la imagen: “El cuarto reino será fuerte como hierro; y como el hierro desmenuza y rompe todas las cosas, desmenuzará y quebrantará todo” (v. 40). El Imperio Romano hizo precisamente eso. Vemos que estaba dividido en dos “piernas” que representaban el occidente y el oriente, con sus capitales en Roma y Constantinopla respectivamente.
Comparando este pasaje con Daniel 7 y Apocalipsis 13 y 17, entendemos que el sistema del Imperio Romano resucitaría diez veces en los siglos subsiguientes. Las últimas siete de estas resurrecciones estarían controladas por una autoridad religiosa falsa. La última de las diez resurrecciones corresponde a los pies de la gran imagen de Daniel 2. Los diez dedos de los pies, hechos de “hierro mezclado con barro” (v. 43), mezcla fuerte pero a la vez quebradiza (v. 42), son diez dirigentes políticos que darán poder a un gran caudillo y gobernante (Apocalipsis 17:12–13). Juntos, estos “reyes” conformarán la última resurrección del cuarto imperio mundial. Este último superestado europeo ¡va a surgir ante nuestros ojos! Recordemos lo que Daniel le dijo a Nabucodonosor: que esta visión revelaba sucesos para “los postreros días” (v. 28).
Ahora llegamos al versículo 44–45, donde se explica el significado de la “piedra” que fue cortada “no con mano” y que destrozó a la imagen y luego se convirtió en un monte que llenaba toda la tierra. Esta es la revelación que hemos estado buscando. Aquí, en palabras del Dios Todopoderoso, está la explicación de lo que es el Reino de Dios. “En los días de estos reyes [la última resurrección del Imperio Romano] el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre”.
No volverá a existir un “rey de reyes” humano como Nabucodonosor, porque Jesucristo reinará sobre toda la tierra como “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:11–16). Apocalipsis 11:15 confirma la profecía de Daniel. En la segunda venida de Cristo, grandes voces desde el cielo proclamarán: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos”. ¡Así se dará comienzo al mundo de mañana!
La profecía de Daniel, unida al libro del Apocalipsis, muestra con toda claridad que el futuro Reino de Dios será un gobierno real, como lo fueron los imperios mundiales ya mencionados. Como dice Daniel en conclusión: “El sueño es verdadero, y fiel su interpretación” (Daniel 2:45). ¡Esta es una noticia extraordinariamente buena!
Otros profetas del Antiguo Testamento también muestran claramente que el Reino de Cristo será un gobierno divino con autoridad administrativa sobre toda la tierra. ¿Acaso se ha establecido ya ese Reino? La respuesta es obvia cuando leemos algunas profecías de la Palabra de Dios:
“Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa del Eterno como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones. Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte del Eterno, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Eterno. Y juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Isaías 2:2–4; ver también Miqueas 4:1–3).
Miqueas agrega la siguiente información: “Se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente; porque la boca del Eterno de los ejércitos lo ha hablado” (Miqueas 4:4). ¿Acaso ya se ha cumplido esta profecía?
Frente al edificio de las Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York, hay un monumento de un hombre convirtiendo su espada en reja de arado. Pero una ojeada a las noticias en la televisión o los diarios confirma que las Naciones Unidas no han cumplido esta bella profecía según la cual las naciones dejarán de adiestrarse para la guerra.
Otra profecía de Isaías desmiente a quienes aseguran que el reino ya está aquí: “[El Mesías] juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura. Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento del Eterno, como las aguas cubren el mar. Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa” (Isaías 11:4–10).
Este panorama de paz mundial, que abarca también a la naturaleza, ha inspirado a muchos que se han sacrificado y han laborado por la obra de Dios. Jesucristo no cumplió esta profecía en su primera venida. ¿Acaso los osos comen hierba o el león come paja? Su cumplimiento se verá en el futuro, cuando Cristo regrese.
En el libro de Zacarías encontramos más profecías sobre el Reino de Dios: “Acontecerá que en ese día no habrá luz clara, ni oscura. Será un día, el cual es conocido del Eterno, que no será ni día ni noche; pero sucederá que al caer la tarde habrá luz. Acontecerá también en aquel día, que saldrán de Jerusalén aguas vivas, la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra mitad hacia el mar occidental, en verano y en invierno. Y el Eterno será rey sobre toda la tierra... Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, al Eterno de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos” (Zacarías 14:6–9, 16).
Lamentablemente, muchos no tienen la fe para creer que Dios Todopoderoso habla en serio. En estas profecías el Creador dice que va a darle un vuelco a la civilización y que al final de los tiempos, Él va a gobernar a las naciones “...porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con su verdad” (Salmos 96:13). También declara que “vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud” (Salmos 98:9).
¿Por qué no se oye este evangelio en el mundo? Usted probablemente sabe la respuesta. Porque es un mensaje que no gusta a los dirigentes políticos, religiosos ni sociales, empeñados en conservar su poder. Esta fue una de las razones por las cuales los sacerdotes y fariseos quisieron matar a Jesús (Juan 11:47–53). Sin embargo, Jesucristo sí va a establecer un “nuevo orden mundial” que transformará las instituciones políticas y religiosas del mundo. ¿A quién vamos a creerle: a Dios, o a los hombres que se han dejado engañar por Satanás “el dios de este mundo”? ¿Vamos a creer la Palabra de Dios o las imaginaciones filosóficas de los hombres? (2 Corintios 4:4, Reina Valera, versión 1995).
Hacia finales de los años veinte de nuestra era, “comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17). ¿De qué estaba hablando? ¡No estaría diciendo que estaba próximo el milenio, cuando las espadas se convertirían en rejas de arado! Cuarenta años después de que Jesús dijo estas palabras, los romanos masacraron a cientos de miles de judíos en su empeño por sofocar la primera rebelión judía a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta (ver Lucas 23:28–31).
Y esta sangrienta opresión ejercida por hombres codiciosos persistiría durante siglos. ¿Cómo era posible que el Reino de Dios se hubiera “acercado” en ese momento?
En otro pasaje, los adversarios de Jesús lo acusaron de echar fuera demonios por el poder de Satanás. Nuestro Señor respondió: “Si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿por quién los echan vuestros hijos? Por tanto, ellos serán vuestros jueces. Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mateo 12:27–28). ¿Cómo es posible que el Reino de Dios les haya llegado a ellos? Respuesta: Por la presencia del Rey, el Hijo de Dios, quien estaba proclamando el evangelio de ese reino. ¡Ante ellos se encontraba el Mesías en persona!
En ocasiones, la Biblia usa los términos “rey” y “reino” de modo intercambiable (ver Daniel 7:7–18, 23). Estando en la tierra, Jesucristo ejerció por medio del Espíritu Santo muchas de las funciones propias de su cargo como Rey. Por ejemplo, sanaba enfermos, abría los ojos de los ciegos, resucitaba muertos y mandaba a la naturaleza que le obedeciera. Estas son muestras de la intervención divina y milagrosa, que es característica del Reino de Dios. La realidad de ese reino vino como el refrescante rocío del amanecer, posándose un instante mientras Cristo estuvo en la tierra, sobre un mundo material que, desconcertado, intentaba comprender la realidad espiritual del Dios Todopoderoso.
Cuando Jesús dijo que el Reino de Dios se había acercado, se refería a sus propias acciones y repercusiones de ellas. No estaba transportando a sus oyentes al reino ni estaba dando a entender que éste ya se hubiera establecido. Jesús simplemente estaba proclamando que el Rey del futuro Reino de Dios ¡había llegado! Este hecho en sí tendría repercusiones profundas. El reino estaba cerca porque con la primera venida de Jesucristo, su presencia y sus acciones tendrían consecuencias inmediatas en la vida de algunas personas, mucho antes de que el Reino de Dios se estableciera definitivamente en la tierra.
Lucas nos cuenta que los discípulos de Cristo “pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente” (Lucas 19:11), por lo cual Él les dijo en la parábola de las minas: “Dijo, pues: Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo. Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros. Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno” (vs. 12–15).
Cristo era el noble de la parábola. Se fue a un “país lejano”, el cielo, donde está el trono de Dios para recibir el Reino de Dios. Luego regresaría con él. Pero todavía no ha regresado; aún está en el cielo. El resto de la parábola muestra que los que aprovechen con celo sus aptitudes y capacidades (representadas por las minas) para servir a Dios, recibirán facultad de gobernar sobre ciudades. A aquel cuya mina había producido diez minas más, le dijo Jesús: “Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco minas. Y también a éste dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades” (vs. 17–19). Los que venzan en la vida cristiana recibirán autoridad y mando en el Reino de Dios.
Esta extraordinaria noticia aparece en otros pasajes de las Escrituras. Ciertamente, el Reino de Dios no es la iglesia de nuestro tiempo. Tampoco es una vida de ocio en el cielo. El libro de Mateo habla del reino de los cielos, no del reino en los cielos.
El apóstol Pedro nos asegura que nuestra herencia el Reino, está “reservada en los cielos” para nosotros (1 Pedro 1:4) y que Cristo la traerá a su regreso, ¡pero no antes! Los que tienen a Cristo morando en sí, son embajadores de ese reino que está reservado ahora en los cielos (2 Corintios 5:20). Como dijo Pablo: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). Pero no iremos allí a vivir (Ver. Juan 3:13; Hechos 2:29, 34), sino que el Reino de Dios bajará a nosotros cuando Cristo regrese.
Jesús habló de un tiempo de juicio, cuando Él vendrá y “se sentará en su trono de gloria” (Mateo 25:31). “Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo” (v. 34). Esto se refiere a un tiempo futuro, cuando Cristo vendrá con gloria y los justos recibirán la herencia del Reino. Ahora somos herederos del Reino pero todavía no hemos recibido la herencia.
El Reino de Dios no es la iglesia. Los “hermanos” de la iglesia deberán entrar en el reino en un futuro: “Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:10–11).
Hacia el final de su ministerio, Jesús se dirigió a sus discípulos diciendo: “Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen autoridad son llamados bienhechores; mas no así vosotros, sino sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve. Porque, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve. Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas. Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí” (Lucas 22:25–29).
Luego Jesús les dio una idea más clara de sus recompensas y obligaciones futuras: “Para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel” (v. 30). Jesús está hablando de un tiempo futuro en el cual ellos juzgarán a las doce tribus de Israel. Definitivamente no se estaba refiriendo al ministerio inmediato de ellos.
Si Jesús quería decir que su reino estaba en la tierra en ese momento, ¿por qué le dijo más tarde a Pilato: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” ? (Juan 18:36).
Aun después de su muerte y resurrección, Jesús siguió “hablándoles acerca del reino de Dios” (Hechos 1:3). Escogía sus palabras deliberadamente, sabiendo que sus discípulos conocían las profecías de Isaías, Daniel y Zacarías. Estos profetas habían predicho que en la tierra se establecería un gobierno divino encabezado por el Mesías. Los apóstoles preguntaron: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” Y les dijo: “No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad” (Hechos 1:6–7). Jesús no corrigió lo que ellos dijeron: que se iba a establecer un verdadero reino en la tierra, sobre las naciones. Solamente aclaró que aún no era tiempo.
Daniel había predicho cómo se establecería el Reino de Dios: “Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como hijo de hombre [Cristo], que vino hasta el Anciano de días [Dios Padre], y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (Daniel 7:13–14).
¿Dónde estará ese reino? Notemos que le van a servir “todos los pueblos, naciones y lenguas”. Por lo tanto, ese reino estará sobre la tierra.
En Daniel 7, el profeta judío exiliado soñó con cuatro bestias que simbolizan los mismos reinos mundiales que aparecieron antes en el sueño de Nabucodonosor (capítulo 2).
Ahora, vemos que: “Estas cuatro grandes bestias son cuatro reyes que se levantarán en la tierra. Después recibirán el reino los santos del Altísimo, y poseerán el reino hasta el siglo, eternamente y para siempre” (7:17–18). El versículo 22 revela que “se dio el juicio a los santos del Altísimo; y llegó el tiempo, y los santos recibieron el reino”. Los santos de Dios poseerán el reino cuando sean glorificados, inmortales y divinos.
El futuro que espera a los santos de Dios ¡es algo increíble! Estarán facultados para ayudar a traer paz y alegría a este mundo doliente y triste. No habrá más soluciones a medias. Los santos inmortales le ayudarán a Cristo a imponer soluciones reales y reformas definitivas para toda la humanidad. Estarán con Cristo gobernando al mundo y corrigiendo los problemas allí donde están esos problemas: en la tierra. Por eso Jesús dijo que “los mansos... recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5:5).
El apóstol Juan escribió en el libro del Apocalipsis que Cristo nos hará “para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra” (5:10). En el mismo libro, Cristo declara: “Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones, y las regirá con vara de hierro... como yo también la he recibido de mi Padre” (2:26–27). “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (3:21). El trono del Padre está en el cielo y allí se encuentra Cristo ahora, a su mano derecha. Pero el trono de Cristo, desde donde los santos reinarán con Él, será “el trono de David” en Jerusalén (Lucas 1:32).
Nosotros podremos estar allí cuando suene la última trompeta de la profecía y Cristo regrese como Rey de reyes. “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios 15:51–52). Cuando ese último toque de trompeta resuene por el aire y un terremoto sacuda al mundo hasta sus cimientos (Apocalipsis 11:13–15; 16:18), los fieles en Cristo sentirán una emoción indescriptible al levantarse en el aire para reunirse allí con Cristo (1 Tesalonicenses 4:13–18). Luego descenderán con Él al Monte de los Olivos (Hechos 1:11–12; Zacarías 14:3–4) para dar comienzo a la obra de traer paz a un mundo rebelde.
Bajo la autoridad de Jesucristo, muchos de nosotros estaremos ayudando a David, rey de Israel resucitado, quien recibirá su antiguo cargo a la cabeza de las doce tribus de las naciones de Israel (Jeremías 30:9; Ezequiel 37:24). Conoceremos a Moisés, Abraham, Isaac y Jacob y a todos los fieles santos y siervos de Dios de todas las generaciones. Porque entonces sí naceremos de Dios. Naceremos de la resurrección al Reino o Familia de Dios.
Los santos de Dios los “vencedores” tendrán la oportunidad, bajo el liderazgo de Cristo, de disponer de los tiranos que habrán llevado a la humanidad al borde de la aniquilación. “Regocíjense los santos por su gloria, y canten aun sobre sus camas. Exalten a Dios con sus gargantas, y espadas de dos filos en sus manos, para ejecutar venganza entre las naciones, y castigo entre los pueblos; para aprisionar a sus reyes con grillos, y a sus nobles con cadenas de hierro; para ejecutar en ellos el juicio decretado; gloria será esto para todos sus santos. Aleluya” (Salmos 149:5–9).
En el Nuevo Testamento, el apóstol Juan escribió bajo inspiración: “Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años” (Apocalipsis 20:6). Los apóstoles y la Iglesia de Dios primitiva entendían y enseñaban que el Reino de Dios se establecería al final de esta era como un auténtico gobierno sobre la tierra, encabezado por Cristo y los santos resucitados. Este extraordinario mundo futuro se llama también “el milenio”, que significa simplemente un período de mil años.
El conocido historiador Edward Gibbon habla de la creencia en el milenio. En su libro Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, escribió lo siguiente acerca del cristianismo primitivo:
“La antigua y popular doctrina del milenio estaba íntimamente relacionada con la segunda venida de Cristo. Así como las obras de la creación se completaron en seis días, su duración en su estado actual, según tradición atribuida al profeta Elías, estaba determinada en seis mil años [ver Salmos 90:4; 2 P. 3:8]. Siguiendo la misma analogía, se infería que a este largo período de trabajo y conflicto que estaba por terminarse, le seguiría un sábado feliz de mil años [ver Hebreos 3–4; Apocalipsis 20:6]; y que Cristo, con las huestes triunfantes de los santos y los elegidos que habían escapado de la muerte, o que habían revivido milagrosamente, reinaría sobre la tierra hasta el momento dispuesto para la resurrección final y general.” (pág. 403).
Se le han concedido al hombre 6000 años para que quede plasmado en la historia que es incapaz de gobernarse a sí mismo sin Dios. El profeta Jeremías señala que “el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos” (Jeremías 10:23).
George Washington, primer presidente de los Estados Unidos, expresó el mismo sentir en una carta fechada el 31 de octubre de 1786: “La humanidad, dejada a sus propios medios, es inepta para gobernarse a sí misma”. La terrible crisis final de esta era acabará por llevar al hombre al borde de la autoaniquilación. Solo entonces verá la absoluta inutilidad de su propio gobierno y quedará lo bastante humillado como para buscar el mando absoluto de Dios sobre su vida. ¡Y Dios intervendrá!
El Reino de Dios va a gobernar sobre todos los pueblos de la tierra. Pero esos pueblos, aunque gobernados por el reino, no estarán en el reino. Entonces, ¿quiénes estarán en el reino? ¿Podrá usted ser parte de ese Reino?
Cuando Cristo recibió al fariseo Nicodemo, quien había venido secretamente de noche, Jesús fue directamente al grano: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Luego explicó: “lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (v. 6). Esto significa compuestos de espíritu. Mientras no seamos transformados en seres espirituales inmortales, como describe 1 Corintios 15 “nuestra futura resurrección”, no hemos “nacido de nuevo”. El versículo 50 del mismo capítulo sostiene que “la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios”. La Iglesia no puede ser el Reino de Dios porque en la Iglesia sí entran personas de “carne y sangre”. Para estar en el Reino primero debemos nacer como hijos de Dios en la Familia de Dios.
Entre toda la creación, el hombre es el único ser físico que tiene conciencia y que puede distinguir la diferencia entre el bien y el mal. Esto es mediante lo que la Biblia llama “el espíritu del hombre” (1 Corintios 2:11). Este dota al cerebro humano del intelecto, formando la maravillosa mente humana, tan increíblemente superior a la de cualquier otra criatura física. En la conversión, el Espíritu Santo de Dios se une con este espíritu humano (Romanos 8:16).
La cristiandad tradicional confunde “nacer de nuevo” con la “conversión”. No tenemos suficiente espacio en esta publicación para demostrar en detalle lo que la Palabra de Dios revela acerca de “nacer de nuevo”. Sin embargo, aquí debemos hacerlo aunque brevemente, puesto que nos lleva directamente al entendimiento de lo que es realmente el Reino de Dios.
Inicialmente, la conversión es apenas el comienzo de la vida espiritual, así como la concepción es el comienzo de la vida física. Pero el “nacimiento” aún no ha ocurrido. El nacimiento ocurre después de un periodo de gestación espiritual en esta vida física. Este es un proceso asombroso. En la conversión, nuestra concepción espiritual, la presencia del Espíritu Santo nos hace “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4), la misma esencia o naturaleza de Dios. Luego viene un proceso de crecimiento y superación espiritual, cuando Dios nos va dando más y más de su naturaleza divina. Cumplido este periodo, análogo a la gestación física, estaremos listos para “nacer” de Dios en la resurrección.
Jesús será “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). Como nuestro Salvador, hermano mayor y Sumo Sacerdote, Él está trayendo “muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2:10). En la resurrección, los que realmente hayan aceptado a Jesucristo como Salvador y Señor, ciertamente participarán de la gloria de Dios. Serán “hijos de la resurrección” lo mismo que Jesús (Lucas 20:36); porque Jesús mismo nació de la resurrección y es el “primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1:18; Apocalipsis 1:5). Claro está que siendo nosotros los miembros menores de la Familia de Dios, siempre estaremos sometidos al Padre y a Cristo en amor y obediencia. Y esta misma actitud la habremos demostrado mediante una vida de oración, servicio y superación.
El cristianismo auténtico, o cristianismo bíblico, enseña que, al final de esta era, el Reino de Dios será establecido literalmente como un gobierno sobre la tierra, en el cual los actuales cristianos verdaderos servirán bajo Jesucristo, trayendo finalmente la paz mundial. ¡Esto, realmente, es una maravillosa buena noticia! El Reino de Dios es el gobierno de la Familia de Dios, del cual podremos formar parte en la futura resurrección de los muertos. ¡El verdadero evangelio es maravilloso!
Para tener verdadero éxito, se necesita ante todo una meta u objetivo. Dios le ha dado al cristiano la más extraordinaria de todas las metas: la vida eterna en el Reino de Dios.
Luego hay que saber cómo alcanzar esa meta. ¿Cómo pueden los santos humanos de Dios entrar en su reino? ¿Qué nos dice la Palabra de Dios sobre el “camino” para llegar allí? Nuestro Señor Jesucristo dijo: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis. Y sabéis a donde voy, y sabéis el camino. Le dijo Tomás: Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino? Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:1–6).
Más tarde el apóstol Pedro dijo: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos. 4:12). El nombre de Jesucristo es esencial. Recordemos que los primeros apóstoles y evangelistas lo predicaron junto con el mensaje sobre el venidero Reino de Dios. Nosotros tenemos que concentrarnos en lo mismo. Sin embargo, debemos estar seguros de que estamos hablando del Cristo verdadero.
Muchos adoran a un Jesús falso, que supuestamente abolió los mandamientos de su Padre. Lo representan como un debilucho afeminado de pelo largo y mirada perdida en la nada. Lo alaban y expresan lindos sentimientos hacia él.
¿Acaso esto es predicar el nombre de Jesús? ¡No! El diccionario The Interpreter de Biblia explica:
“NOMBRE: En el pensamiento bíblico un nombre no es un simple rótulo de identificación, sino una expresión de la naturaleza esencial de quien lo lleva. El nombre de un individuo revela su carácter... Este era un concepto común entre los pueblos de la antigüedad. Por lo tanto, saber el nombre de Dios es conocer a Dios tal como Él se ha revelado (Salmos 9:10). La revelación total de su naturaleza y carácter se dan en Jesucristo, quien ha dado a conocer su nombre (Juan 17:6, 26).”
El nombre de Jesucristo incluye no solamente quién era Él y qué hizo, sino también todo lo que enseñó y defendió. ¿Y qué era eso?
¿Cuál es el camino de vida que Jesucristo vino a revelar?
Recordemos que un elemento imprescindible en un reino es un código de leyes. En el Reino de Dios la ley suprema será el decálogo, aquella gran ley espiritual del Dios Todopoderoso. Cristo dijo a los fariseos que “la ley y los profetas [el Antiguo Testamento] eran hasta Juan [el Bautista]; desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él” (Lucas 16:16).
Pero esto no significa que el mensaje del Reino de Dios haya desplazado a “la ley y los profetas”. Lo que ha hecho es darle su expresión más completa. Al comienzo del ministerio de Cristo, dice Mateo que “recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4:23). Como sabemos, Cristo predicaba “el evangelio del reino”.
Al “esforzarnos” por entrar en el reino, ¿qué debemos estar haciendo? En los tres capítulos siguientes, Mateo 5–7, Jesús expuso todo un camino de vida en lo que se llama el sermón del monte. Su exhortación a obedecer celosamente toda la Biblia y su profunda dimensión espiritual resulta sorprendente para muchos formados dentro del cristianismo tradicional. Nuestro Señor dijo: “No penséis que he venido para abrogar [abolir] la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5:17).
La palabra “cumplir” no quiere decir “eliminar”... ¡como muchos enseñan! Jesús magnificó o enseñó el pleno significado de la ley de Dios, mostrando cómo guardarla en su dimensión espiritual además de la letra. Mostró que la ley de Dios no solo rige nuestros actos sino también nuestros pensamientos (2 Corintios 10:5). Por ejemplo, enseñó que el verdadero cristiano no solamente se abstiene de matar sino de toda actitud de odio y violencia (Mateo 5:21–22).
Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (vs. 27–28). Jesucristo enseñó todo un camino de vida cuyo fundamento son los diez mandamientos. Lo que vale no es creer sentimentalmente en la persona de Cristo, sino someterse totalmente a Él y al Padre como Maestros y Señores. En Lucas 6:46, Jesús preguntó: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” Jesús jamás dijo: “Por favor acéptame; ¿no me darás tu corazón?” Por el contrario, Cristo siempre nos enseñó a mantener toda nuestra atención en Dios, y dijo: “El Padre mayor es que yo” (Juan 14:28).
Si todo el mundo se rigiera por el perfecto código legal de Dios, no existiría el menor problema. Tendríamos una sociedad perfecta. Actualmente, todos los problemas del hombre surgen por la transgresión de las leyes divinas. Esto es lo que la Biblia llama pecado: “El pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4). Lamentablemente, la humanidad continúa ciega ante esta verdad, aun después de 6000 años de seguir su propio rumbo. “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12; 16:25). El hombre lleva siglos buscando paz y armonía, pero éstas lo evaden: “No conocieron camino de paz”, dice Isaías 59:8. Por mucho que el hombre legisle, todavía no ha diseñado un sistema de gobierno que funcione, aparte de la ley de Dios.
La ley de Dios señala el camino que traerá felicidad, abundancia, paz y alegría perfectas y duraderas. Por lo tanto, la ley es un aspecto fundamental del evangelio. ¡Es una gran noticia saber que ese camino existe! Al pueblo de la antigua Israel se le explicó ese camino por medio de la ley de Dios, pero no fue de provecho duradero porque ellos no tenían la fe viviente para seguir el camino de Dios. “También a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos [los israelitas en tiempos de Moisés]; pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron” (Hebreos 4:2). A ellos, pues, se les dio en parte la buena noticia pero les faltó comprensión y fe para recibirla.
Hoy sabemos que la realización de nuestro potencial humano depende de Jesucristo. Fue Él quien nos señaló el camino. Presentando el tema del Reino de Dios, Jesús dijo a sus oyentes: “Arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:15). Tenemos que arrepentirnos y creer: tener fe. Pablo predicó el mismo mensaje: “...he pasado predicando el reino de Dios” (Hechos 20:25). Al hacerlo, también estaba “testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (v. 21).
Tenemos que acudir a Dios buscando perdón. Para que Él nos acepte, nuestra primera acción tiene que ser arrepentirnos de infringir la ley espiritual, resumida en los diez mandamientos. “Arrepentirse” significa estar verdaderamente compungido, hasta el punto de dar media vuelta y comenzar a obedecer la ley de Dios, cambiando para siempre nuestro modo de vivir. También tenemos que tener “fe en nuestro Señor Jesucristo”, Rey del futuro Reino de Dios. Esto implica creer y aceptar a Jesús como nuestro Salvador personal, como nuestro actual Sumo Sacerdote en el cielo, y como nuestro Rey venidero.
Cuando la Iglesia del Nuevo Testamento se estableció el día de Pentecostés, el apóstol Pedro anunció el camino de salvación para la humanidad, diciendo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:38–39). Pedro está diciendo que son necesarios el arrepentimiento y el bautismo para que nos sean perdonados los pecados.
En Juan 3:16, Jesús dijo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Al tener fe sincera en Jesucristo y en su muerte en nuestro lugar, se retira de nosotros la pena de muerte por haber transgredido la ley de Dios. Al convertirse genuinamente, los cristianos son “justificados en su sangre” (Romanos 5:9). La persona justificada ha quedado absuelta. Recibe el perdón incondicional, salvándose de la espantosa pena que es la muerte eterna. ¡Esto también es una buena noticia!
Debemos estar profundamente agradecidos con Dios porque la muerte de su Hijo hizo posible el perdón de nuestros pecados. Ahora, hay que preguntar si al ser justificados, quedamos en libertad de volver atrás y seguir quebrantando la ley espiritual de Dios. ¡De ninguna manera! La pura verdad, que muchos no quieren entender, es que al convertirse, el cristiano auténtico se ha arrepentido verdaderamente de transgredir la ley de Dios. En ese momento hace, de hecho, un pacto con su Creador ¡comprometiéndose a dejar de pecar!
Durante el bautismo, expresando su fe en la promesa de que recibirá el Espíritu Santo, un nuevo cristiano conviene con Dios en que dejará de pecar y entregará su mente, su voluntad y su vida a Dios; a fin de que el Cristo viviente pueda facultarlo para llevar una vida de obediencia a la ley y la voluntad divinas. Pablo lo explica así en Gálatas 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
Cuando Jesucristo literalmente vive su vida en nosotros, nos transmite el poder para cumplir los diez mandamientos como camino de vida. ¿Acaso guardamos los mandamientos perfectamente? No. ¡No hacemos nada perfectamente! Pero sí nos entregamos a Cristo para dejar que Él guarde la ley de Dios en nosotros por el poder del Espíritu Santo. Y en la medida en que nos entreguemos a Cristo, podremos cumplir mejor la ley divina. La Biblia nos dice: “Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18). Al ir creciendo espiritualmente en la vida cristiana, estaremos guardando la ley de Dios con fe y celo crecientes.
¿Cómo podremos obedecer la ley espiritual de Dios procurando imitar y seguir a nuestro Salvador? Jesucristo prometió darnos el don del Espíritu Santo. Este es el amor y la naturaleza misma de Dios. Al darnos su Espíritu, Dios nos “engendra”, poniendo dentro de nosotros el poder de su propia naturaleza. Mediante su naturaleza divina, nosotros podemos crecer espiritualmente. El Espíritu Santo es el Espíritu “de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).
El apóstol Pablo escribió: “La esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). ¿Cómo obra el amor de Dios? ¿De qué manera nos guía? “Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3). El amor de Dios, impartido por su Espíritu, nos lleva directamente a obedecer los diez mandamientos como camino de vida. Esta también es buena noticia. Es una parte esencial del evangelio.
Al darnos su Espíritu, su naturaleza divina, Dios nos ayuda a superar el pecado y crecer en lo espiritual. Dios mismo nos hace “aptos” para recibir la vida eterna al librarnos espiritualmente del pecado y de los caminos de Satanás. Mediante el Espíritu Santo, nos engendra como miembros de su Familia. Pero todavía no tenemos todo en la mano. Tenemos que proseguir “a la meta” para finalmente nacer en el Reino de Dios cuando resucitemos (Filipenses 3:13–14).
Saber que Cristo nos libra del pecado ¡es una noticia extraordinaria! “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efesios 1:13–14). Sí, también es buena noticia conocer a nuestro Padre y nuestro Salvador y recibir el Espíritu Santo de Dios que nos da poder para vivir como Dios manda. Qué buena noticia para toda la humanidad, el saber que podemos disfrutar la verdadera felicidad de la salvación: el amor, la tranquilidad mental y el hondo sentido de propósito que nunca antes habíamos tenido.
El Reino de Dios no sería un mensaje tan maravilloso si nosotros no pudiéramos ser partícipes de él. Agradezcamos a Dios porque gracias a su amor y misericordia, Él lo ha hecho posible. Lo hizo posible por la muerte y resurrección a la vida de su Hijo amado Jesucristo. ¡Que asombrosa, que estupenda noticia!
El evangelio abarca todo el plan divino de salvación. Es un mensaje centralizado en Dios: en quién y qué es Él y cuál es su propósito con la humanidad. El cumplimiento de este propósito en cada uno de nosotros, como individuo, depende de que confiemos en Jesucristo. El evangelio revela el camino de vida perfecto que Él enseñó: una vida ceñida a la ley de Dios tal como se encuentra tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento que Él mismo inspiró.
El evangelio señala el papel de Jesús como el Cordero del sacrificio que vino a quitar los pecados de quienes lo acepten como su Salvador personal. El evangelio también indica el papel actual de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote en el cielo, que intercede constantemente ante el Padre por nosotros. Es mediante el Espíritu Santo que Jesús vive su vida en nosotros cuando nos sometemos a Él. ¡Esto es lo que nos faculta para obedecer la ley espiritual de Dios, los diez mandamientos!
Por último, el evangelio se centraliza principalmente en el futuro regreso de Cristo con poder y gloria como el Omnipotente Rey de reyes, para gobernar al mundo entero y a todo el universo bajo la autoridad de Dios el Padre. Y reinando con Jesucristo por toda la eternidad estarán sus santos, resucitados a la inmortalidad.
¡Cuán portentoso es el plan revelado en el evangelio del Reino de Dios!
La salvación mediante la vida eterna en el Reino de Dios es nuestra meta. Y la única manera de alcanzarla es por medio de Jesucristo: “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16). Cristo nos enseñó el camino. Al Reino de Dios podremos entrar aceptando a Cristo y obedeciéndole como nuestro Maestro y Señor, lo cual implica obedecer su santa ley, los diez mandamientos (ver Juan 14:15, 21; 15:10). ¡Qué buena noticia saber que Dios ha dispuesto este camino!
El apóstol Juan señala que su relato evangélico fue “escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31). Luego, en su primera carta dice: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios, (1 Juan 5:12–13).
Cristo también nos dice: “Creed en el evangelio” (Marcos 1:15). En otras palabras, creamos su mensaje. Y si el mensaje de Dios no se contradice, ¿por qué dice en Hechos 16:31: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”? Y al mismo tiempo Mateo 19:17 afirma: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Entonces, ¿por qué si Juan nos dijo: “El que tiene al Hijo, tiene la vida”, después insiste en la necesidad de guardar los diez mandamientos de Dios? En 1 Juan 3:10 leemos: “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia [“tus mandamientos son justicia”, véase Salmos 119:172]... no es de Dios”. Y más adelante dice: “Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Juan 3:24).
¿Cuál es la respuesta? ¿Viene la salvación por creer o por guardar los mandamientos? ¿Por fe o por obras? El apóstol Santiago responde: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?... Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma... Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan” (Santiago 2:14, 17, 19). Los demonios creen también que Jesús es el Mesías que vino a salvar a la humanidad. Pero, ¿podrá eso salvarlos? Es indispensable, entonces, que utilicemos el razonamiento que Dios nos da: “Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?... ¿No ves que la fe [de Abraham] actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?... Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe” (vs. 20, 22, 24).
Queda claro entonces que la salvación no es cuestión de fe solamente o de solo obras, sino que ambas son necesarias. La fe viva siempre va acompañada de la obediencia a la ley de Dios. ¿Cómo puede esto concordar con la creencia en Jesús y en su mensaje? Es muy sencillo: Si realmente creemos en Jesús, le obedeceremos. Si lo aceptamos, aceptaremos todas sus enseñanzas. Después del arrepentimiento y el bautismo, recibimos el Espíritu Santo de Dios (Hechos 2:38), mediante el cual “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Romanos 5:5). Y Juan disipa toda duda cuando dice: “Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos” (1 Juan 5:3).
Ya vimos en 1 Juan 3:24 que, la obediencia a la ley de Dios es la prueba de que Cristo mora en nosotros mediante el Espíritu Santo. Si hemos aceptado a Jesucristo en nuestra vida, Él vivirá su vida de obediencia en nosotros en la medida en que hagamos morir en nosotros al viejo hombre y nos sometamos a Él. Pablo lo expresa de esta manera: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Examinemos la frase: “la fe del Hijo de Dios”. Refiriéndose a la verdadera Iglesia de Dios, Apocalipsis 14:12 dice que tiene “la fe de Jesús”. Recordemos que existe “la fe en Dios” (Hebreos 6:1), pero que no es esta la fe que salva. Es necesario tener la misma fe de Cristo; aquella mediante la cual efectuó milagros. Esta fe es uno de los frutos del Espíritu Santo (Gálatas 5:22). Si ejercitamos esta fe mediante la obediencia a los diez mandamientos de Dios, crecerá junto con nuestra confianza y dependencia de Jesucristo.
No existe entonces ninguna contradicción: Fe viva es obediencia activa, y a su vez amor espiritual. ¿Cómo podremos estar seguros de que tenemos al Hijo? “En esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él” (1 Juan 2:3–5).
Cristo murió para reconciliarnos con Dios. ¡Pero eso no es todo! Lo que Cristo hace por nosotros en esta vida tampoco es todo. El apóstol Pablo explica que Jesucristo “ahora os ha reconciliado... para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él; si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído” (Colosenses 1:21–23). Como vencedores en la vida cristiana, debemos permanecer firmes en la esperanza del verdadero evangelio, que señala para nosotros cuál es nuestro increíble destino.
Cuando suene la última trompeta, los que hayan vencido aprendiendo diariamente a proseguir “a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14), sentirán que ascienden por el aire a reunirse con Cristo. ¡Imagínese la oleada de júbilo y éxtasis que vendrá sobre los santos, sabiendo que ya son miembros de la Familia de Dios! Por fin habrán vencido todos los obstáculos para alcanzar su destino final... ¡destino para el cual fuimos creados todos nosotros! Para una mayor comprensión sobre este tema vital, solicite nuestro folleto gratuito: El misterio del destino humano.
Cuando seamos alzados hacia las nubes para reunirnos con Cristo en el aire, entenderemos plenamente que hemos entrado para siempre en el plano de la existencia divina como miembros de la Familia de Dios. Esta dramática culminación de nuestra vida humana fue lo que inspiró al apóstol Pablo a escribir: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8:18–19).
En Mateo 24:36, Cristo dijo a sus discípulos: “Del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre”. Hablaba de su segunda venida para establecer el Reino de Dios en la tierra. Ahora bien, aunque no sabemos el día ni la hora en que se establecerá ese reino, sí sabemos que está cerca. Mateo 24, Marcos 13 y Lucas 21 dan algunas señales que debemos buscar. Jesús dijo: “Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca. También les dijo una parábola: Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya brotan, viéndolo, sabéis por vosotros mismos que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lucas 21:28–33).
En el mundo se agravan y multiplican año tras año los sucesos trágicos. Eso, en cierta forma, también es buena noticia porque significa que el Reino de Dios se acerca. Jesús dijo: “Será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14). Usted es testigo, leyendo ahora mismo este folleto, de que este evangelio se está predicando. Al hablar de “este evangelio” en Mateo 24, Cristo muestra que los sucesos proféticos anteriores a la llegada de su reino también son parte del evangelio. Son buenas noticias porque Dios va a administrar la única medicina eficaz para una humanidad terca y carnal: La toma del planeta a la fuerza, ¡un “golpe de estado” divino!
Muchos dirigentes mundiales, así como hombres de ciencia e intelectuales, piensan que lo único capaz de impedir que la humanidad se aniquile sería un gobierno mundial. Pero todos sabemos que los hombres no van a crear tal gobierno correctamente ni con espíritu de cooperación. Únicamente Dios puede hacerlo, y debemos tener la certeza de que lo hará. Entonces, por fin tendremos paz mundial. ¡Qué fantástica noticia!
Cuando usted oiga hablar del maravilloso “evangelio”, asegúrese de que no se refiera únicamente a la primera fase de la vida cristiana, o sea el perdón de los pecados pasados mediante la sangre de Cristo. El verdadero evangelio va mucho más allá. Va más allá de lo que entiende la gente. Las buenas noticias traen implicaciones trascendentales. Nos invita a cumplir una vida gloriosa de servicio activo en el futuro Reino de Dios cuando Cristo ejerza el gobierno en la tierra, y luego sobre todo el universo ¡por la eternidad! Estas son las buenas noticias en su totalidad. ¡Este es el verdadero evangelio de Jesucristo!