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“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Uno de los versículos más conocidos de la Biblia, es el que encontramos en Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Sin embargo, por mucho que se mencione este versículo, habría que preguntar cuántos realmente saben lo que realmente significa. Muchos llamados cristianos creen saberlo, pero lo que entienden sobre este versículo en especial, es que Dios nos ama y que Cristo murió por nosotros; esto es cierto, desde luego, y debe ser motivo de gran inspiración y consuelo. Sin embargo, el “versículo de oro” encierra mucho más de lo que se imaginan la mayoría de los que se consideran cristianos. Por ejemplo, ¿quién y qué es Dios?, ¿quién es el Hijo?, ¿por qué entregó Dios a su Hijo por nosotros?, ¿qué significa perderse o tener vida eterna? Estas son preguntas muy importantes, cuya respuesta detallada exigiría varios artículos. Por ahora, consideremos únicamente la palabra “Dios”.
Existe la tendencia a leer rápidamente las primeras palabras sin cuestionar lo que entendemos por “Dios”. Lamentablemente, la mayoría de las personas, aunque profesen el cristianismo, desconocen al Dios verdadero. Muchas dan por sentado, sin jamás demostrarlo, que el Dios de la Biblia es una Trinidad: tres personas (hypostases) en una. ¿De dónde vino este concepto? Un libro que goza de gran estima, Handbook to the History of Christianity [Manual de la historia del cristianismo], dice que “en su obra Contra Práxeas, Tertuliano formuló la doctrina de la Trinidad” (Eerdman pág. 111).
¿Quién fue Tertuliano y de dónde sacó sus ideas acerca de Dios? Nacido alrededor del año 160 d.C., Tertuliano “recibió la típica educación de finales del siglo segundo… Pero su conocida pregunta ‘¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?’ expresaba un rechazo a la filosofía, rechazo que no se podría aplicar a su propia obra, ya que demostró cómo los alcances intelectuales paganos podían ponerse al servicio del cristianismo” (op. cit.).
Es claro que Tertuliano, al igual que otros, fue producto de su formación, la cual tuvo una fuerte influencia de las ideas filosóficas y de las creencias paganas de aquel tiempo y lugar. Para ilustrar este hecho, Eerdman compara el pensar de varios eruditos de la iglesia a finales del segundo siglo d.C., las ideas que prevalecían en las principales ciudades del norte de África y su influencia en hombres como Tertuliano y Orígenes:
“Las diferencias entre la ortodoxia de, por ejemplo, Alejandría y Cartago, nacían del modo distinto de pensar de sus teólogos. Tertuliano empleaba el lenguaje y las formas de pensar de la ley, la retórica, el estoicismo y también el montanismo; Clemente y Orígenes aplicaban los conceptos del platonismo y del pitagorismo, así como del gnosticismo cristiano. Es posible que a veces Orígenes, e incluso Tertuliano, hayan tenido tanta influencia de estas corrientes, que cruzaron la estrecha demarcación entre ortodoxia y herejía” (op. cit, pág. 109).
Estos teólogos leían la Biblia con el lente de sus sesgos no bíblicos, y uno de los grandes debates de la época tenía que ver con la naturaleza de Dios:
“Tertuliano dio al Occidente latino un vocabulario teológico que escasamente se ha mejorado. En su lenguaje recurría al estoicismo y al derecho romano, y enseñaba que Dios era un ser (substantia) pero tres individuos diferentes (personae)…
La enseñanza de Orígenes predominó en el Oriente en los siglos tercero y cuarto… él insistía que el Padre, el Hijo y el Espíritu eran tres personas eternamente distintas (griego hypostaseis, más o menos lo mismo que personae) … Las ideas de Orígenes llevaban una profunda influencia del platonismo medio, que clasificaba la existencia en diferentes niveles” (op. cit, pág. 112).
Además del problema de las percepciones acerca de Dios preconcebidas conforme a influencias paganas, es importante comprender la arrogancia que acompañaba tales prejuicios. Por ejemplo, la Biblia afirma que los apóstoles fueron parte del fundamento de la Iglesia, “edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:20). Por su parte, Judas (hermano de Cristo) nos dice que regresemos a la fe que los apóstoles nos habían dado (Judas 3). No había en lo escrito por Judas ningún indicio de una teología progresiva, como sí lo había en Orígenes, que vino mucho después. Orígenes se sentía bastante superior a los apóstoles Pedro, Juan, Santiago y los demás que Cristo había escogido personalmente. “El Orígenes especulativo no solo incluye párrafos sobre el alma, el libre albedrío, demonios y ángeles, sino que asegura también que los apóstoles dejaron mucho más ‘para que lo investigaran quienes fueran aptos para los dones superiores del Espíritu’” (op. cit, pág. 115).
¿Cuántos se dan cuenta del origen dudoso de sus propias creencias? ¿Y cuántos saben que el concepto de la Trinidad es tan polémico hoy como lo fue en el pasado? Cualquier estudioso del tema sabe que hay diferentes escuelas de pensamiento respecto de la naturaleza de la Trinidad. Sin insistir demasiado sobre el punto, veamos estos encabezados en la Stanford Encyclopedia of Philosophy en línea, en su artículo sobre la Trinidad: “Modalismo, Trinitarismo Latino, (teorías de la Corriente de Vida Divina, teorías de la Identidad Relativa), Trinitarismo Social (Trinitarismo Social Monoteísta Funcional, Trinitarismo Social Monoteísta, Trinitarismo Social Monoteísta Pericorético, Trinitarismo Social Monoteísta de Mente Grupal), Misterianismo, Misterianismo Negativo y Misterianismo Positivo”. Es obvio que si usted no entiende la Trinidad ¡tiene mucha compañía!
Cuando volvemos a la Biblia para leer sobre la naturaleza de Dios, las palabras de Judas nos llegan como una brisa refrescante: “Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3).
La primera parte de la Biblia donde figura la palabra “Dios” es Génesis 1:1. El término viene del hebreo Elohim, que es plural. La pluralidad de Dios se reafirma en el versículo 26: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. El término “nuestra” y el verbo en plural indican más de un miembro en la familia Dios, pero ¿cómo reconciliar la humanidad hecha a la imagen y semejanza de Dios con el concepto de un Dios trinitario? Reflexionemos. Si Dios es una Trinidad, con todo lo que ello implica, ¿cómo puede decirse que los humanos somos hechos a su imagen y semejanza?
El apóstol Juan nos permite ahondar en el conocimiento de la naturaleza de Dios: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios” (Juan 1:1–2). Haciendo de lado toda idea preconcebida, encontramos en las palabras de Juan una claridad que despeja dudas. Aquí hay dos seres: uno se llama Dios y el otro el Verbo. Sin embargo, el Verbo también se llama Dios y estaba en el principio con Dios. Una analogía sencilla es la de una pareja de casados. Ambos llevan el apellido Suárez. El esposo es Suárez y la esposa es Suárez. Es interesante notar que Dios nos dice que el hombre y su esposa también han de ser uno (Génesis 2:24, Mateo 19:5).
Juan prosigue, revelando que aquel que se conoce como el Verbo es el mismo que se convirtió en Jesús el Cristo (Juan 1:14), y fue por medio de Jesús que se creó todo lo que fue creado (Juan 1:3, Colosenses 1:15–18). Aquí no hay mención alguna del Espíritu Santo como parte de esta familia ni como un ser o persona, o hypostasis, distinta. Más aún, si el Espíritu Santo fuera una persona, esto traería varios problemas.
Mateo 1:20 dice: “Y pensando él en esto, he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es”. Ahora reflexionemos: si el Espíritu Santo es una persona, entonces ¿quién sería el Padre de Jesús? ¡Su Padre sería el Espíritu Santo! Sabemos que esto no puede ser. Así, salta a la vista el error de la doctrina de la Trinidad. Pero naturalmente, al presentar este pasaje a los creyentes en la Trinidad, suelen darnos esta respuesta: “Es que usted no entiende la doctrina”. Y está bien, porque la persona que así responde ¡tampoco la entiende! La doctrina de la Trinidad es lo que se conoce como un misterio estricto, que se define así: “Una verdad revelada que excede tanto la capacidad de un intelecto creado, que nadie puede captar su pleno significado sino únicamente Dios. Sin embargo, los misterios estrictos, como la Trinidad y la Encarnación, pueden comprenderse parcialmente, con diferentes grados de profundidad, conforme a la gracia de Dios o al esfuerzo y experiencia del propio creyente” (CatholicReference.net).
Otro problema para los trinitarios tiene que ver con el lenguaje empleado por Pablo y Pedro para saludar a sus lectores. En doce de las epístolas paulinas, cerca del comienzo y siempre dentro de los primeros siete versículos, encontramos lo siguiente: “Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Romanos 1:7; Efesios 1:3). ¿Por qué no hace mención del Espíritu Santo? Pedro emplea un saludo parecido: “Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús” (2 Pedro 1:2).
¡El Eterno es uno!
Para los judíos en su mayoría, Deuteronomio 6:4 es el versículo más importante de la Biblia: “Oye, Israel: el Eterno nuestro Dios, el Eterno uno es”. Jesús también confirma la unicidad (o calidad de uno) de Dios: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30). Esto nos trae a la pregunta: ¿De qué manera es Dios “uno”?
Orígenes definió la unicidad de Dios por el lente de conceptos filosóficos griegos. “El asunto de la Trinidad (término que se empleó más tarde) se convirtió en un problema imposible de evadir. Era especialmente difícil resolverlo dada la influencia del concepto griego de unicidad, como el uno perfecto que excluye toda distinción interna” (Eerdman pág. 110). Pero habría que preguntarse si esta es la definición bíblica de uno.
Felizmente, la Biblia no nos deja con dudas sobre esta pregunta. Jesucristo la responde, sin relación ninguna con el “concepto griego de unicidad, como el uno perfecto que excluye toda distinción interna”. La noche en que fue traicionado, Jesús estaba en la Tierra y oró a su Padre en el Cielo. Oró no solamente por sus discípulos en ese momento, sino por los que llegarían a creer por intermedio de ellos. De hecho, estaba orando por nosotros. Notemos las palabras claras sobre la unicidad que aparecen en esta oración: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno” (Juan 17:20–21). Vemos, pues, que su deseo es que todos seamos uno, pero ¿de qué modo? “Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad” (vs. 21–23).
¿Puede haber algo más claro? La unicidad que Dios describe no es el concepto trinitario de una deidad cerrada con tres personajes en uno. Los miembros humanos de la familia de Dios hemos de ser uno “como” Dios el Padre y Jesucristo son uno. Todos sabemos que los cristianos de hoy no están absorbidos dentro de una sola entidad sin distinciones internas. Todos tenemos un cuerpo físico separado de los demás. No ocupamos el mismo espacio al mismo tiempo. Ni siquiera estamos todos en el mismo cuarto, la misma ciudad ni el mismo país al mismo tiempo. Sin embargo, ¡Jesús rogó que fuéramos uno tal como Él y el Padre son uno! Resulta muy evidente que esta unicidad bíblica se refiere a la unidad de mente y propósito.
Notemos también algo más que dijo Jesús refiriéndose a los humanos: “Que ellos sean uno en nosotros [Dios Padre y Jesucristo]” (v. 21). Esta unidad ciertamente no va con la idea de una deidad cerrada, concepto que es indispensable en la doctrina de la Trinidad. Al contrario, Dios nos llama a ser parte de su propia familia (Para más información, lo invitamos a solicitar un ejemplar de nuestro folleto titulado El misterio del destino humano).
Muchos cristianos dan por sentado que la Biblia muestra al Espíritu Santo como una persona, y varios pasajes a primera vista quizá parezcan confirmarlo. Miremos uno de ellos más de cerca. Juan 14:16–17 dice: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. La palabra traducida como “Consolador” viene del griego parakletos. En griego, como en español, los sustantivos tienen un género masculino o femenino, pero en la mayoría de los casos esto no tiene nada que ver con masculinidad ni feminidad. Da la casualidad de que el sustantivo parakletos es masculino, y, por tanto, los pronombres que le corresponden también son masculinos: “él”, “lo”, “le”. Esto no significa que se trate de una persona. Sin embargo, algunos lectores se inclinan a interpretar el pasaje como si de hecho se refiriera a una persona. Para aclarar este punto, hay que entender el recurso literario llamado personificación. El Diccionario de la Real Academia Española define personificar así: “Atribuir vida o acciones o cualidades propias del ser racional… a las cosas inanimadas, incorpóreas o abstractas”. O, en palabras más sencillas, es atribuir características de una persona a lo que no es una persona. ¿Encontramos ejemplos de esto en la Biblia? La respuesta es un ¡sí! enfático. Proverbios 8:1–3: “¿No clama la sabiduría, y da su voz la inteligencia? En las alturas junto al camino, a las encrucijadas de las veredas se para; en el lugar de las puertas, a la entrada de la ciudad, a la entrada de las puertas da voces”. El capítulo 9 de Proverbios también personifica la sabiduría: “La sabiduría edificó su casa, labró sus siete columnas. Mató sus víctimas, mezcló su vino, y puso su mesa” (vs. 1–2).
¿Acaso alguien piensa que la sabiduría es una persona? Claro que no, a menos que alguien tenga el nombre “Sabiduría”. ¿Es la personificación en sí prueba de que el Espíritu Santo no es una persona? Quizá no, pero esa no es la única razón. Hay muchas razones más para no considerar el Espíritu Santo como un ser o una persona. Como ya hemos visto, si fuera persona, sería el Padre de Jesús; por otra parte, habría sido una gran falta de Pablo y Pedro excluir a esa persona de sus saludos a los diversos grupos de cristianos a quienes se dirigían por carta. Además, debemos notar que la Biblia presenta al Espíritu como algo que se derrama (Hechos 10:45) y como el poder de Dios (Lucas 1:35; Romanos 15:13). También lo describe metafóricamente como viento (Hechos 2:2; Juan 20:22) y como agua (Juan 7:37–39).
Cuando Jesús dijo que Él enviará al Consolador (Juan 14:16–17), completó su idea en el siguiente versículo: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros”. El Espíritu Santo es el poder que fluye de Dios el Padre y de Jesucristo. Es el agente por el cual Cristo vendría a ellos y por el cual Pablo pudo proclamar: “Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20). Es el Espíritu de verdad que nos guiará a la verdad (Juan 16:13–14), así como la sabiduría nos instruye (Proverbios 9:4–6).
Así es. Dios, el Dios único y verdadero Dios de la Biblia, amó de tal manera al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que el que cree en Él no muera ¡sino que tenga vida eterna! Y Él concedió a los cristianos el don de su Espíritu, don que no es una persona, sino el poder de Dios por el cual podemos andar en sus caminos, y prepararnos para la vida eterna que vendrá.
La letra de una canción compuesta por Burt Bacharach dice: “Lo que el mundo necesita ahora es amor, dulce amor; es lo que tenemos en muy poca cantidad”. Por triviales que parezcan esas palabras, no podrían ser más ciertas. Al mundo ya le faltaba mucho amor en 1965 cuando se dio a conocer la canción y hoy tiene menos. Por doquiera que miremos, vemos escasear este precioso bien… con una sola excepción.
El apóstol Juan plasmó en muy pocas palabras la historia del acto de amor más grande en la historia del universo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
El Nuevo Testamento generalmente emplea dos palabras griegas que se traducen al español como amor. Agape o agapao (que aparece en Juan 3:16 y 1 Juan 4:9) indica el tipo de amor que Dios tiene por el hombre y es también el amor que debemos tener por Dios y nuestro prójimo (Mateo 22:37, 39). Phileo se refiere al afecto tierno o, en términos más populares, al cariño entre hermanos.
Un famoso ejemplo de la diferencia entre los dos tipos de amor es el planteado en la pregunta de Jesús a Pedro, “¿Me amas (agapao)?” Pedro responde: “Sí, Señor; tú sabes que te amo (phileo)” (Juan 21:15–17).
Aunque agape implica un nivel de amor más profundo que phileo, ambas palabras encierran la idea de atender al bienestar del otro.
Juan escribió en su primera epístola que “Dios es amor”, y en el mismo capítulo reiteró la afirmación (1 Juan 4:8, 16). En los términos más claros y escuetos dijo que nosotros, aunque humanos, tenemos que llegar a amar como ama Dios: “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (v. 8) y “Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (v. 16).
Muchos que se consideran cristianos cometen el error de pensar que el amor y la obediencia a la ley de Dios se excluyen mutuamente, como si hubiera algún conflicto entre estos dos ideales. En parte, sin duda, esto se debe a que ven el amor como una simple emoción y nada más. La mayor parte de las personas piensan en el amor como algo que se siente, cuando la realidad es que el amor según Dios exige acción. “El amor es paciente y bondadoso. El amor no es celoso ni fanfarrón ni orgulloso ni ofensivo. No exige que las cosas se hagan a su manera. No se irrita ni lleva un registro de las ofensas recibidas. No se alegra de la injusticia, sino que se alegra cuando la verdad triunfa. El amor nunca se da por vencido, jamás pierde la fe, siempre tiene esperanzas y se mantiene firme en toda circunstancia” (1 Corintios 13:4–7, Nueva Traducción Viviente).
Es importante señalar que la palabra amor en este pasaje viene del griego agapao. Algunos aspectos del amor sin duda van acompañados de emociones, pero en este pasaje vemos el amor definido por la manera como tratamos a los demás y cómo reaccionamos a ellos. El amor requiere acción de parte del que ama. Amor no es cómo nos sentimos sino qué hacemos por servir al otro. El amor nunca está centrado en el “yo”. El amor es interés generoso por otro.
A Juan se le llama “el apóstol del amor” porque el amor, y en especial el de Dios, es un tema central en sus escritos. Considerando todo lo que dijo Juan, parece extraño que tan pocos lectores reconozcan la conexión que traza entre el amor a Dios y la ley de Dios. Por ejemplo, el apóstol registró la explicación dada por Jesús de cómo debemos manifestar el amor a Él. La noche que lo traicionaron, dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos… El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Juan 14:15, 21). Juan también tomó nota de estas palabras de Jesús: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Juan 15:10).
Hay quienes creen sinceramente que Cristo abolió las leyes de su Padre, entre ellas los diez mandamientos, y que las remplazó con un nuevo conjunto de leyes que a veces llaman “la ley de Cristo”. ¿En qué consiste el cambio? Eliminadas todas las maromas mentales, se reduce a otra manera de decir: “Desechar los diez mandamientos y resucitar nueve de ellos”.
Pocos que se consideran cristianos dirían que es aceptable tener otros dioses delante del Dios verdadero, que está muy bien inclinarse ante las imágenes y los ídolos, que no importa tomar el nombre de Dios y arrastrarlo por el lodo, o bien deshonrar a los padres, matar, cometer adulterio, robar, mentir o codiciar. Solo cuando insistimos en tratar el cuarto mandamiento como los otros nueve, guardando el sábado como el séptimo día tal como enseñan las Escrituras, entonces nos tildan de “legalistas”.
Los enemigos del sábado como séptimo día razonan que, si intentamos guardarlo, significa que pretendemos salvarnos por obras. Entonces pregúntense: ¿Sinceramente aplico la misma lógica a los demás mandamientos? Si honramos a nuestros padres, ¿pretendemos salvarnos por obras? ¿Y si nos abstenemos de matar? ¿O de cometer adulterio o de robar? ¿Es que pretendemos salvarnos aparte de la gracia de Dios? Si cumplir un mandamiento es un intento de “salvarse por obras”, ¿cómo no aplicar el mismo razonamiento a los otros nueve?
En sus escritos, Juan se muestra en claro desacuerdo con quienes intentan evadir la ley de Dios a punta de razonamientos. Su primera epístola habla claramente de la relación entre guardar la ley y tener amor, mostrando que no podemos separar las dos cosas: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:3–6).
¿Cómo anduvo Jesús? ¿Qué mandamientos guardó? El New Bible Commentary Revised (tercera edición) trae esta glosa interesante acerca de 1 Juan 2:3–6:
3. Luego viene una prueba para saber si los hombres, pese a sus faltas, están en una relación correcta con Dios y andan en comunión con Él. La prueba es si guardan o no sus mandamientos. Para los que realmente conocen a Dios, es imposible vivir diariamente sin que este conocimiento los afecte… para Juan, conocer a Dios no es tener una visión mística ni una percepción intelectual. Se manifiesta en que guardamos sus mandamientos. La obediencia no es una virtud espectacular sino la base de todo el servicio cristiano. 4. El que dice tener este conocimiento, pero desobedece sus mandamientos, dice Juan sin ambages, es un mentiroso. Y esto lo resalta añadiendo que la verdad no está en él. 5. En cambio, el amor a Dios se perfecciona en aquel que guarda su palabra. Palabra significa los mandamientos de Dios en general.
En dos breves versículos, el apóstol del amor define el amor de Dios, luego explica cómo podemos saber que amamos a los hijos de Dios y refuta el error de que la ley de Dios es una carga. “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:2–3).
¿Ha oído usted decir que las leyes de Dios son una carga? En ese caso, ¿cuáles de ellas? ¿Las que prohíben la idolatría, el asesinato y el adulterio? ¿O aquella que manda recordar el día santificado y bendecido por Dios en la creación (Génesis 2:1–3)? Si usted no ha leído nuestro folleto titulado ¿Cuál es el día de reposo cristiano?, lo invitamos a hacerlo para aprender más sobre este vital mandamiento. Juan no hace distinción entre los mandamientos cuando declara que: “sus mandamientos no son gravosos”. Entonces, ¿a quién hay que creer: al apóstol Juan o a algún clérigo moderno?
Es solo al comprender el pecado y su relación con la ley divina que podemos entender plenamente Juan 3:16. Leamos entonces 1 Juan 3:4 y veamos qué nos dice del pecado: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley”. A este respecto, el New Bible Commentary Revised (Nuevo Comentario Bíblico Revisado) expresa lo siguiente:
Los falsos maestros aparentemente sostenían que el conocimiento es lo más importante y que la conducta no importa. Por tanto, Juan insiste en que el pecado es evidencia de una relación incorrecta con Dios. El pecado, nos dice, es infracción de la ley, y la construcción griega da a entender que los dos son intercambiables. La ley en cuestión es, naturalmente, la ley de Dios. La esencia del pecado, pues, es desatender la ley de Dios. Es la reivindicación del yo contra el camino revelado por Dios para el hombre.
¿Qué tienen que ver el amor, la ley y el pecado con Juan 3:16? ¡Todo! El amor se define por el modo en que vivimos y la ley define cómo debemos vivir. Pecado es la transgresión de la ley y esa transgresión trae una pena: la muerte. Cristo pagó esa pena de muerte en nuestro lugar. Ahora reflexionemos: Si Cristo murió para pagar la pena de muerte por nosotros (pena impuesta por haber infringido su ley), ¿podría aplicarse ese sacrificio a nosotros sabiendo que seguiríamos transgrediendo su ley? Cuando entendemos lo que es el pecado, esta glosa acerca de 1 Juan 3:5–6 tiene mucho sentido:
5. Cristo vino a quitar los pecados, lo que indica total oposición al mal. En Él no hay pecado. 6. Esto tiene efectos sobre el cristiano, pues nadie que permanece en Él peca. No hay que desvirtuar esta afirmación ni otras parecidas. El cristiano no tiene por qué meterse con el pecado ni ser indiferente al pecado, aunque este fuera infrecuente (NBCR).
Nuestros pecados nos han apartado de Dios, quien advirtió desde el principio que la muerte sería la pena para quienes escogieran vivir conforme a los deseos de la carne (representados simbólicamente por el comer del árbol del bien y del mal), apartados de la “ley santa y justa” de Dios (Romanos 7:12; Génesis 2:17). Romanos 6:23 lo confirma: “La paga del pecado es muerte”.
Para que una ley tenga efecto, tiene que haber un castigo por transgredirla. La pena por violar la ley de Dios es la muerte. Además, el pecado también nos aparta de Dios: “Pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír” (Isaías 59:2).
El sacrificio de Cristo resuelve ambos problemas. Primero, Él dio su vida voluntariamente a cambio de la nuestra. Pagó la pena que nosotros nos acarreamos por nuestros pecados. “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3). Y también: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6). El hecho de que Cristo pagara la pena por nosotros es lo que llamamos justificación. Segundo, mediante el sacrificio de Cristo se reparó la brecha entre el hombre y Dios. Nosotros nos reconciliamos con Dios por medio del sacrificio de Jesús. “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Colosenses 1:21–22; 1 Pedro 3:18).
Las palabras justificación y reconciliación se han prestado a muchos malos entendidos. Justificación es el perdón de nuestros pecados y se debe a nuestra fe en que Jesús dio su vida a cambio de la nuestra. Un modo de entender la justificación es ver cómo se emplea en la imprenta o en el procesamiento de textos. Cuando por ejemplo los renglones en una página están alineados o ajustados a los márgenes, se llama justificación. En el sentido teológico, justificación es “alinearse” con Dios. Nuestros pecados nos “desajustaron” con Él, pero volvemos a estar alineados mediante la fe en la sangre derramada de Cristo.
Al ser perdonados nuestros pecados, quedamos reconciliados con Dios. ¿Qué es esto? La sangre de Cristo es esencial para nosotros, pero la salvación no es algo que se queda en el pasado. ¡La salvación es pasada, presente y futura! Así lo leemos en la Biblia: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:8–10).
¡Seremos salvos por su vida! Recordemos Colosenses 1:21–22, pero completemos la idea con el versículo 23: “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él… si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio”.
Nosotros tenemos que “permanecer en la fe”. Nos reconciliamos con Dios por la muerte de su Hijo, por la fe en su sangre derramada. No podemos jamás merecer ni ganarnos esa reconciliación. Es algo que Dios nos da gratuitamente, como un regalo suyo que llamamos gracia. Y esa reconciliación no es el punto final del asunto, porque “mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10).
¿Qué significa todo esto? ¿Cómo así que somos salvos por su vida? Romanos 6:1–7 muestra que en el bautismo celebramos con Dios un pacto, según el cual damos muerte a los viejos modos de ser y emprendemos un nuevo modo de vivir, pensando como Cristo (Filipenses 2:4–5) y andando como Él anduvo (1 Juan 2:6). El apóstol Pablo explica que en esto recibimos ayuda gracias a que Cristo mora en nosotros por el poder del Espíritu Santo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Pregúntese qué tipo de vida viviría Cristo en nosotros. ¿Sería una de rechazar precisamente la vida que Él vivió guardando los mandamientos de su Padre (Juan 15:10)? ¿O vivirá Cristo en sus discípulos hoy tal como vivió en la tierra, desarrollando en ellos el mismo carácter, basado en la ley de Dios, que el apóstol Pablo llama espiritual, santa, justa y buena (Romanos 7:12, 14, 16)?
Dios dio su Hijo por nosotros porque nos amó. Nosotros no podemos hacer nada por merecer ese amor ni por retribuirle a Dios tan precioso sacrificio (1 Pedro 1:17–19). Al mismo tiempo, no debemos despreciar este sacrificio tomando a la ligera el perdón que se nos otorgó por gracia por haber quebrantado la ley, haciéndonos merecedores de la pena de muerte. Esto sería como salir del tribunal luego de recibir un perdón judicial ¡y creerse libre para cometer el mismo crimen que lo había llevado allí!
El apóstol Juan consigna estas palabras dichas por Jesús la noche en que fue traicionado: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:12–14). Juan 3:16 nos recuerda que Dios Padre nos amó a tal punto, que entregó voluntariamente a su Hijo para que fuera nuestro Amigo, para que se despojara de sus privilegios divinos a fin de que nosotros evitáramos la muerte y tuviéramos vida eterna. ¿Es posible que en todo el universo haya un amor mayor que el expresado en esa Pascua hace casi 2.000 años?
Hace años, solía verse predicadores itinerantes que andaban de ciudad en ciudad levantando grandes tiendas donde reunían al público y llamaban a los pecadores a "aceptar a Jesús". Avivadas las emociones, el predicador terminaba cada sesión con una llamada apasionada a los presentes para que recorrieran una parte del recinto que estaba cubierto con aserrín y, "entregaran su corazón al Señor" mientras hubiese tiempo. “Quizá Jesús no regrese esta noche", advertía el predicador, "pero si usted muere como pecador esta noche, ¡se retorcerá para siempre en el fuego del infierno por no haberlo aceptado ahora mismo!”.
Ante tal amenaza, no es difícil comprender por qué tantos “caminaban sobre el aserrín”. Pero, ¿acaso esos predicadores presentaban una visión correcta de Dios? ¿Acaso están perdidos para siempre los miles de millones de seres que vivieron y murieron sin aceptar a Jesucristo, siendo que la mayoría desconocían incluso su nombre y poquísimos habían oído su verdad? ¿Qué justicia divina sería aquella?
¿Y los niños fallecidos antes de tener edad para comprender el amor de Dios y mucho menos para elegir su camino? ¿Otros estarían perdidos porque se criaron en una familia o en una sociedad dedicada al ateísmo? ¿Qué decir de los miles de millones de musulmanes que crecieron oyendo falsedades acerca de Jesucristo? ¿Les dará Dios un trato diferente del que da a los miles de millones de cristianos profesos que vivieron y murieron escuchando solo un mensaje falso sobre un "Cristo" falso”?
El apóstol Juan enseñó claramente que “de tal manera amó Dios al mundo” (Juan 3:16). Aquí la palabra "mundo" no se refiere al planeta Tierra sino a sus habitantes. Y de cualquier modo que los contemos, siempre han sido muchos más los que "no se salvan" que los "salvados". ¿Cómo puede ser esto si tanto Dios "amó al mundo"? ¿Acaso es tan débil que no puede salvar a la mayoría de los humanos que Él mismo creó? Y esto lleva a la pregunta: “¿Es justo Dios? ¿Hace Dios acepción de personas? ¿Ha tenido, o tendrá, todo el mundo una oportunidad de salvación real y auténtica?”
Esta pregunta esencial es una que desconcierta incluso a las mayorías dentro del cristianismo convencional. Alguna vez visité a un hombre joven en Greenville, Mississippi, que acababa de enfrentar a su ministro con la pregunta: “¿Qué será de los millones de seres que nunca oyen hablar de Jesucristo?” La dogmática respuesta fue que esas personas irían al infierno por toda la eternidad. El joven insistió en la justicia de Dios, ante lo cual su ministro razonó así: “Bueno, supongo que Dios los juzgará según lo que hagan con lo que sí entienden”.
El hombre, nada convencido, insistió: “¿Está usted diciendo que hay otro camino a la salvación diferente del nombre de Jesucristo?” Citó el versículo “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). El ministro quedó mudo, sintiendo que no tenía más opción que negar la Biblia o reconocer que Dios es injusto y sin misericordia.
Otra manera de abordar el tema se ilustra con una conversación que tuve con un técnico de reparación que vino a mi casa. Este, como tantos cristianos profesos, creía que todo el mundo se salvaría o se perdería al final de su vida mortal. Cuando protesté que miles de millones de personas han vivido y muerto sin oír el nombre de Jesucristo, su respuesta fue que si deseaban saber, Dios les haría llegar su palabra de algún modo. Pero esto es evadir la cuestión: de hecho, el individuo estaba diciendo que Dios, sabiéndolo, creó a la gran mayoría de las personas de modo que se perderían eternamente.
Imagine un hombre fallecido en un desierto de Australia en el año 31 d.C., una semana después de la crucifixión y resurrección de Cristo. Nadie le ha hablado de Jesucristo ni de lo que Él hizo; sin embargo, “todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” (Romanos 10:13–14). ¿Podemos decir que esta persona se perdería para siempre, sin recibir jamás la oportunidad de recibir la sangre que Cristo derramó por ella? ¿Iría a un lugar de tormento inimaginable, donde se retorcería de dolor para siempre? Esto no parece el plan justo de un Dios de amor.
Pregúntese: “Si Dios realmente ama al mundo, ¿le negaría a aquel australiano en el desierto una oportunidad de salvación?” ¿O es Dios tan débil que solo pudo idear un plan para la humanidad en el que millones de seres arderían en el infierno eternamente a cambio de la salvación de unos pocos? La realidad es que, si Dios está en un concurso para “salvar almas”, Satanás parecería estar ganando. Pero, ¿acaso es esto lo que Dios está haciendo? ¿O será que la Biblia revela alguna otra explicación?
La verdad es que, tal como se aclara en la Biblia, Dios está cumpliendo un plan. Es un plan de amor y justicia, movido por su deseo de salvar a toda la humanidad. Y esta salvación implica mucho más que entonar algunas palabras "mágicas" después de haber caminado unos pasos sobre un recito cubierto de aserrín, por muy sinceras que aquellas palabras sean. Implica más que vivir la vida en la Tierra como preparación para pasar la eternidad en una especie de “tienda de golosinas en el Cielo”. Hay una razón por la cual la vida cristiana debe ser una en que se va desarrollando paulatinamente el carácter de Dios (Efesios 4:11–16).
Cuando Dios creó a la primera pareja, los puso en un huerto precioso, lleno de árboles que daban nueces de todo tipo y frutas de todos los colores, texturas y sabores. Dios dijo a estos primeros humanos que disfrutaran los frutos de todos estos árboles menos uno, y que, si comían de aquel fruto prohibido, el resultado sería la muerte.
Como sabemos, Adán y Eva optaron por el fruto prohibido. Con este acto declararon su rechazo a Dios y su deseo de decidir por sí mismos qué está bien y qué está mal. En consecuencia, Dios los echó del huerto del Edén diciéndoles, de hecho, “¿Conque desean hacer las cosas a su manera? ¡Adelante!”.
Desde entonces, todo lo que el hombre pretende hacer resulta ser una mezcla de bien y mal. La inequidad, el sufrimiento y el dolor que vemos por doquier son resultado de las decisiones que nosotros tomamos, y sin embargo, ¡muchas veces tenemos el atrevimiento de culpar a Dios!
La Biblia revela que la arrolladora mayoría de los seres humanos en esta era se han apartado de Dios y del árbol de la vida (Génesis 3:22–24). Esto explica por qué tan pocos entienden la Biblia. Tristemente, muchos se han dejado engañar, pensando que Jesús vino a salvar a todo el mundo ahora.
Recuerdo un incidente ocurrido en mi clase dominical. Un estudiante preguntó: "¿Por qué hablaba Jesús en parábolas?" El profesor explicó: “Porque la gente de entonces eran pescadores, pastores y agricultores, y Cristo les hablaba en un lenguaje que entendían”.
A un niño de doce años la respuesta le suena bien, pero más tarde llegué a comprender que este profesor estaba totalmente equivocado. Las Escrituras nos muestran a los discípulos de Jesús haciendo la misma pregunta y recibiendo una respuesta muy diferente. “Entonces, acercándose los discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas por parábolas? El respondiendo, les dijo: Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado” (Mateo 13:10–11; Marcos 4:11–12). Jesús también enseñó: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero” (Juan 6:44, 65).
Vemos, pues, que Jesús hablaba en parábolas para ocultar el significado de las mismas al público en general. Solamente los llamados por Dios pueden venir a Él, y relativamente pocos lo están haciendo en la era actual. Pero ¿acaso eso significa que Él es injusto y que no le importa aquella gran mayoría de personas que existen ahora o que alguna vez existieron? ¡De ninguna manera!
El apóstol Pablo dice que Dios “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (1 Timoteo 2:3–4). El apóstol Pedro explica también que Dios “no [quiere] que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). Es evidente que el propósito de Dios a largo plazo es llamar a todos los que hayan vivido para que todos vengan a Él; sin embargo, también es obvio que, en este tiempo, Él no ha llamado a la mayoría. ¿Qué se dispone a hacer con los que viven y mueren sin su llamamiento?
Varios pasajes de las Escrituras indican que hay más de un período de juicio y más de una resurrección. Considere las implicaciones de Mateo 11:21–22: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras”. Los gentiles que moraban en Tiro y Sidón no conocían al Dios de Israel, y sin embargo, Jesús habló de un día de juicio en que les iría mejor a ellos que a algunos judíos de su época. Y dijo algo similar respecto de la ciudad de Sodoma, conocida por sus grandes perversiones sexuales (Mateo 11:23–24).
El apóstol Juan confirma que hay más de un día de juicio: “Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios… y vivieron y reinaron con Cristo mil años” (Apocalipsis 20:4). Ahora, tomemos atenta nota: “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección” (Apocalipsis 20:5).
¡Es muy claro! Los que son de Cristo a su regreso resucitarán a la vida en lo que se llama la "primera resurrección”, después de lo cual reinarán con Él sobre las naciones de la Tierra.
Pero, ¿y los que no son de Cristo en su venida? ¿Estarán eternamente perdidos? ¡De ninguna manera! Estos tomarán parte en la siguiente resurrección, llamada la resurrección general o el “juicio delante del gran trono blanco”.
Cuando se cumplan los mil años del gobierno de Cristo sobre la Tierra, Satanás será soltado de su lugar de restricción y saldrá e engañar nuevamente a las naciones (Apocalipsis 20:7). Todos sus seguidores serán consumidos por intervención divina. Y después ¿qué? “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él… Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:11–12).
Aquí Juan menciona unos libros abiertos. Muchos se apresuran a decir que en estos libros están todos los detalles procaces de la vida de los humanos, pero este es un error. Ya hemos visto que la gran mayoría de los humanos, apartados del árbol de la vida, habrán vivido y fallecido sin saber nada de la verdad divina. Dios llama a unos pocos en esta era, y Jesús habló en parábolas para ocultar ante las masas el significado de lo que decía (Lucas 8:10).
Los “libros” (biblos, raíz de la palabra “Biblia”) están cerrados para la mayoría de las personas que viven y fallecen en esta era, y permanecerán cerrados hasta el juicio delante del gran trono blanco. Solo entonces, cuando Dios abra su mente y les revele su verdad, y les dé tiempo para ponerla por obra, serán juzgados por el contenido de estos biblos.
Note además que el “libro de la vida” también será abierto. Esto indica que el juicio delante del gran trono blanco será un período de tiempo en el cual los que serán juzgados según “los libros” tendrán la oportunidad de tener su nombre inscrito en el "libro de la vida" de Dios. Este es el período de juicio para los miles de millones de seres que vivieron y murieron sin conocer la verdad, porque estaban bajo la influencia de Satanás el “dios de este siglo” (2 Corintios 4:3–4). Los engañados por Satanás (y recuerde que una persona engañada no sabe que está engañada) oirán por fin la verdad de Dios y tendrán su primera oportunidad de aceptarla y de obedecer a Jesucristo como su salvador.
En un pasaje extraordinario de las Escrituras, el profeta Ezequiel describe esa futura resurrección, mostrando un valle lleno de “muchísimos” huesos secos, ante los cuales Dios le preguntó “¿vivirán estos huesos?” (Ezequiel 37:1–3). La visión muestra que los huesos secos resucitan a la vida física; se van juntando, luego aparece carne, tejido conectivo y piel; por último, los cuerpos reciben el soplo de vida y la gente resucita a la vida física y mortal (vs. 4–10).
Esta no es una resurrección a la inmortalidad ni una recompensa que se recibe. Estas personas resucitadas no se creen salvas; al contrario, ¡se creen perdidas! “Me dijo luego: Hijo de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. He aquí, ellos dicen: Nuestros huesos se secaron, y pereció nuestra esperanza, y somos del todo destruidos” (v. 11).
Las personas en esta escena son las que no conocieron a Dios en vida, pero llegarán a conocerlo una vez que resuciten y reciban su Espíritu. “Y sabréis que yo soy el Eterno, cuando abra vuestros sepulcros, y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Y pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra; y sabréis que yo el Eterno hablé, y lo hice, dice el Eterno” (Ezequiel 37:13–14).
¿Cuánto tiempo tendrá esta gente como período de juicio? Tradicionalmente, la Iglesia de Dios ha citado Isaías 65:17–20 como fuerte indicio de que tendrán hasta cien años de vida física después de esta resurrección. Dios sí es justo y le dará a todo el que ha vivido una auténtica oportunidad de tomar una decisión informada. Esto da mucho que pensar: nuestros amigos y parientes en el mundo están apartados del árbol de la vida por ahora. Sinceramente no entienden porque Dios no les ha abierto la mente para traerlos a Cristo (Juan 6:44, 65). Pero sí llegará el momento en que resucitarán de la muerte y recibirán una oportunidad plena y justa para elegir el camino de Dios.
Es importante que comprendamos, y lo recalcamos con énfasis, que no se trata de una “segunda oportunidad” para las personas. Será su primera oportunidad de escuchar la verdad de Dios con mente abierta. Y, aun así, no todos la aceptarán; al igual que algunos de los llamados a la verdad en esta era la rechazan deliberadamente. Dios no obliga a nadie, ni siquiera en el juicio delante del gran trono blanco, a estar en su Reino (Deuteronomio 30:19).
Es muy consoladora la verdad de que Dios es justo y que ama a todos los seres humanos que Él creó. La Biblia explica el plan divino para todos los humanos, incluidos los engañados, los recién nacidos, los muertos prematuramente y los que vivieron y murieron sin haber oído el nombre de Jesucristo.
Esta es una verdad revelada en Juan 3:16, pero que muy pocos entienden…y ¡qué maravillosa es esa verdad! Dios realmente está reconciliando al mundo consigo por medio de Jesucristo (2 Corintios 5: 18-19).
Los ácaros, los zancudos, las moscas que pican y otros insectos parásitos chupan la sangre de sus víctimas. Estos parásitos son objeto de repudio universal por su carácter dañino: Quitan y a cambio dan molestias, dolor y enfermedad.
Aunque las abejas también pican y por eso causan temor, no las repudiamos del mismo modo. Sabemos que actúan en defensa propia al picar y que nos dan la dulzura de su miel. Claro está que si pudieran pensar como nosotros, quizá tendrían una opinión muy diferente de lo que es "dar", prefiriendo quizá el vocablo robar para describir cómo recogemos la miel de sus panales. Sin embargo, un buen apicultor cuida de sus industriosas trabajadoras y les deja miel en abundancia para que sobrevivan y prosperen.
La verdad es que a nosotros, como es lógico, nos agradan los que dan y nos disgustan los que quitan, ya tengan ocho o seis patas, o dos piernas. El dador le cae bien a todo el mundo, no así el aprovechado. No nos gustan las personas egoístas e inescrupulosas que se las arreglan para "lograr algo a cambio de nada” y nunca vacilan ante la posibilidad de aprovecharse de alguien si se presenta la oportunidad. Nos repugnan las noticias constantes de estafadores que fríamente despojan a los ancianos y a los ingenuos.
Una de las verdades más maravillosas que se pueden saber es que Dios no quita, ¡sino que da! Nos da alimento y agua para sustentarnos, materiales para que hagamos viviendas que nos protejan de los elementos y ropa que nos abriga (o nos hace lucir bien presentados). Los alimentos son de todos los colores, texturas y sabores y, al contrario del dinero, crecen en los árboles. También salen de la tierra, vuelan por el aire y se dejan capturar en ríos, lagos y mares.
Como seres físicos, nosotros necesitamos estos dones de Dios para sobrevivir. A cambio de tanta generosidad, Dios dice que le paguemos solo un diez por ciento de “renta” sobre lo que Él nos da… e incluso esto es un tipo de "regalo" que nos concede para enseñarnos valiosas lecciones de altruismo y generosidad, de interés y amor por los demás. Como Padre lleno de amor por sus hijos, Dios quiere que siempre recordemos la fuente de las cosas buenas que recibimos. Quiere que desarrollemos la virtud de ser agradecidos, de superar el egoísmo y de aprender a gastar sabiamente el dinero y otros recursos. A los que estén interesados en aprender más sobre el diezmo, los invitamos a leer nuestro folleto gratuito El pueblo de Dios y el diezmo.
Dios nos ha dado muchísimos recursos que nos permiten vivir con comodidad, pero hay otro regalo que Él nos ofrece, el más grande de todos: el don de su propio Hijo como sacrificio por nuestros pecados. Juan 3:16 nos dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. Demos gracias a Dios porque Él es un dador, no un aprovechado, ya que, sin este don de valor inestimable, ¡todos pereceríamos!
Cuando nuestros primeros padres, Adán y Eva, decidieron tomar del fruto prohibido (lo que representa simbólicamente su decisión de decidir el bien y el mal por sí mismos), se acarrearon la pena de muerte: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16–17). Desde entonces nosotros, todo el género humano individual y colectivamente, hemos rechazado la ley de Dios en favor de nuestras propias evaluaciones ignorantes y arrogantes de lo que está bien y de lo que está mal: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Recuerde cómo la Biblia define el pecado: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4).
Cuando quebrantamos la ley de Dios, la paga que ganamos es la muerte; sin embargo, la vida eterna se ha hecho posible como don de Dios para nosotros, concedido por Él cuando Jesús entregó su vida en lugar nuestro (Juan 3:16; Romanos 6:23). Dios nos rescató de la muerte, "comprándonos" con algo mucho más valioso que la plata y el oro: ¡con la sangre preciosa de Jesucristo (1 Pedro 1:18–19)! Y no fue una decisión del momento, sino algo determinado desde la fundación del mundo (Apocalipsis 13:8). No hay en Juan 3:16 un mensaje más importante que este. ¡La humanidad no conoce un acto de amor más grande que este!
El “versículo de oro”, Juan 3:16, encierra una gran esperanza para todos los humanos en todo el mundo. Pero a veces, por falta de conocimiento bíblico dejamos de captar toda su profundidad. Hay dos conceptos que se interpretan frecuentemente de forma errada en Juan 3:16: Los dones que Dios Padre nos da, entre ellos su don de la vida eterna, y la respuesta que Él quiere ver de nuestra parte.
Los que se consideran cristianos suelen hablar con profundo sentimiento del papel que cumple Jesús en nuestra salvación. Y así debe ser: debemos sentir profunda gratitud y reconocimiento por su sacrificio. Pero, ¿y el papel del Padre? ¿Cuántas veces lo pasan por alto, dejándolo del todo por fuera? Y sin embargo, Juan 3:16 muestra que el papel de Aquel que dio a su Hijo es primordial: “Porque de tal manera amó Dios [Padre] al mundo, que ha dado a su Hijo [del Padre] unigénito [Jesucristo], para que todo aquel que en él cree [el Hijo] no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Cuando un hijo sufre un gran dolor o un mal, ¿cuántos padres dicen sinceramente que con gusto tomarían su lugar? Hay que ser padre o madre para apreciar a fondo el papel del Padre en aquel drama ocurrido hace 2.000 años. ¿Cuántas personas se olvidan totalmente del Padre y piensan solamente en su Hijo? Sin embargo, en este versículo y en todo el evangelio de Juan, el papel del Padre es primordial y Jesús se refiere continuamente a Él.
Jesús nos dice que adoremos al Padre en espíritu y en verdad (Juan 4:23), que Él mismo no vino por su propia autoridad sino por la autoridad del Padre (Juan 5:43; 12:49–50), que vino a hacer la voluntad del Padre (Juan 8:28–29, 18:11), que nadie puede venir a Él si el Padre no lo trae (Juan 6:44–45, 65), que Él por sí mismo sin el Padre nada puede hacer (Juan 5:19), que el Padre era mayor que Él (Juan 14:28) y que Él vino a dar a conocer al Padre (Juan 1:18).
Una y otra vez, encontramos a Jesús refiriéndose a su Padre. En lo que suele llamarse el Padre Nuestro (esbozo dado por Cristo a sus discípulos cuando le preguntaron cómo orar), Jesús les dijo que dirigieran sus oraciones al Padre (Lucas 11:2). También nos concedió el derecho de emplear su nombre o autoridad (de Jesús) al acudir al Padre (Juan 14:13–14; 15:16).
El otro concepto errado es más sutil. Tanto han hecho Dios Padre y Jesucristo por nosotros, que no podemos menos que estar agradecidos por todo lo que han hecho, continúan haciendo y harán en el futuro. Es cierto que la humanidad no tiene la gratitud debida, pero muchos llamados cristianos ponen todo o casi todo el énfasis en lo que Dios ha hecho por nosotros. Esta actitud muy común puede, lamentablemente, generar cierto egoísmo en nosotros. Dios da, nosotros recibimos. Ciertamente, nadie puede ser más generoso que Dios, pero esto no significa que nos abstengamos de dar también, mediante nuestros propios actos de generosidad.
En todas partes salta a la vista lo que ocurre cuando los padres dan y dan a sus hijos sin enseñarles a cultivar una actitud generosa a su vez. A menudo pagan muy caro, ya que han criado hijos egoístas y centrados en sí mismos. ¿Es esto lo que Dios desea de nosotros? ¡De ninguna manera! Es obvio que nuestro Creador generoso desea que tengamos la misma actitud de generosidad y altruismo que Él tiene hacia nosotros. No hay palabras para expresar las maravillas que Dios ha hecho por nosotros. Pero, ¿acaso el cristianismo se reduce a esto? Un concepto superficial y egocéntrico del cristianismo, centrado enteramente en lo que Dios ha hecho por nosotros, puede convertirse, incluso sin darnos cuenta, en una religión muy egoísta basada en aprovechar y no en dar.
Imagine un hijo que le habla a todo el mundo de lo maravilloso que es su padre: Un padre que le compró un carro y le llena el tanque de gasolina todas las semanas, que compra pizza para él y sus amigos cada sábado por la noche, que le permite desobedecer sus instrucciones cuando se le antoje y lo paga todo con su propio salario mientras que el hijo anda sin hacer absolutamente nada por ayudar a la familia. ¿Quién puede pensar que es un padre maravilloso? Y al mismo padre ¿le gustaría tener un hijo que no ayuda para nada, sino que se empeña en obtener más y más?
En el mundo real, entendemos que aun el más generoso de los padres, si no enseña a sus hijos a obedecer, no va a producir hijos agradecidos. Los aprovechados tienden a no apreciar los esfuerzos de los dadores. Sí, es vital que seamos agradecidos con Dios y que lo elogiemos, pero si no estamos cultivando en nosotros su misma actitud de dar, y si no estamos obedeciendo su guía, entonces no estamos cumpliendo lo que Él desea para nosotros. “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lucas 6:46; vea también Mateo 7:21–23).
Jesús dijo esta parábola famosa: “tenía un hombre una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no lo halló. Y dijo al viñador: He aquí, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo; córtala; ¿para qué inutiliza también la tierra? Él entonces, respondiendo, le dijo: Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás después” (Lucas 13:6–9).
Tomada junto con la parábola de los talentos, es claro que si no damos "fruto" en la vida, también nosotros seremos cortados y desechados (Mateo 25:14–30).
La parábola de las minas es otro testimonio de esta verdad (Lucas 19:11–24). Tenemos que hacer algo con los dones que Dios nos ha dado (ver vs. 20–24). Es bueno y justo estar agradecidos por lo que Jesús ha hecho por nosotros, pero tomar el don de Dios y no hacer nada con él es un acto egoísta… y terminará en desastre. Producir el fruto del Espíritu de Dios es requisito para quien desea ser discípulo de Jesús (Gálatas 5:22–23): “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Juan 15:8).
Jesús explicó que a su regreso, va a separar las ovejas de las cabras. Las ovejas son los dadores, los que han tenido siempre un interés altruista por los demás, los que heredarán el Reino de Dios:
“Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria… pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros… Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí” (Mateo 25:31–36).
Las personas que real y sinceramente se ocupan del bienestar de los demás no lo hacen para hacerse notar (Mateo 6:1–4). Como sus actos caritativos son desinteresados y su objetivo es solo el bien del prójimo, no es sorprendente que estas personas no lleven la cuenta ni se sientan dignas de admiración por su servicio. Cristo vive en individuos así (Gálatas 2:20), y ellos han adoptado como suyo el camino de vida de Cristo.
“Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:37–40).
En cambio, esta parábola describe a las cabras como los que solo buscan obtener: personas que se interesan poco o nada por el bien de quienes los rodean. Estas personas no salen de sí mismas para servir a otros y su recompensa final será el lago de fuego (Mateo 3:12; Malaquías 4:3).
“Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis” (Mateo 25:41– 45).
Esta parábola muestra los dos caminos generales de vida. El primero es el camino del dar: una vida de interés generoso por el prójimo. El segundo es el camino del obtener: de tomar para sí sin considerar a los demás. En Juan 3:16, Dios declara que su camino es el que desea que aprendamos. Y nosotros recibiremos su don de vida eterna solamente si seguimos su ejemplo, aprendiendo ese camino de vida y poniéndolo en práctica.
Cuando Jesús anduvo en la Tierra, y pese a las frustraciones de tratar con la santurronería y las contenciones de los fariseos, saduceos y otros judíos de su época, se lamentó por la destrucción que vendría sobre Jerusalén: “Jerusalén, Jerusalén… ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37).
Leemos incluso, en Ezequiel 18:32 y 33:11, que a Dios no le agrada la muerte del malo. Cuando realmente lo comprendemos, el amor de Dios Padre y de Jesucristo es indudable. Y esta misma actitud de dar y de interesarse generosamente por los demás es la que Dios está desarrollando en sus hijos. Este es el camino a la paz y la armonía que será característica del Reino de Dios ¡por toda la eternidad!
Jesús dijo que "el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). ¿Qué significa esto? Algunos creen que “nacer de nuevo” es una experiencia extremadamente emocional que se apodera de la persona, quizá acompañada de lágrimas de felicidad o una enorme sensación de paz y bienestar. Otros piensan que puede ocurrir en un lugar privado, como el hogar, al recobrar el sentido después de un episodio de embriaguez; o, que también puede ocurrir en una reunión evangelista en que uno “entrega su corazón al Señor”, luego de caminar sobre un recinto cubierto con aserrín y repetir la "oración del pecador”.
Otros piensan sinceramente que aquella emotividad no vale si la persona no “habla en lenguas”, con lo cual quieren decir que profiere sílabas misteriosas que no corresponden a ningún idioma reconocible.
¿Cuál es la verdad? ¿Qué dice la Biblia sobre este tema?
El meollo del asunto aparece en Juan 3, pero el autor del Evangelio fijó el escenario para su tema dos capítulos atrás. Refiriéndose a Jesús, Juan escribió: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:11–13).
Juan expresa aquí un tema que vemos con frecuencia en la Biblia y especialmente en el Nuevo Testamento: que nosotros podemos ser “hijos de Dios”. ¿Qué significa ser hijo de Dios? ¿Y a qué se refiere Juan cuando habla de los que son engendrados “de Dios” y no “de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón”?
Esto sabemos: usted y yo nacimos por decisión de nuestros padres físicos de unirse en el acto de procreación. Aunque nacemos como seres separados de nuestros padres, llevamos su material genético y por tanto somos hechos a su imagen y semejanza. ¡Un nuevo ser es engendrado y nace en un proceso que es realmente extraordinario!
Cierta noche, un hombre llamado Nicodemo, fariseo y gobernante de los judíos, visitó a Jesús. Así es como las Escrituras nos presentan a Nicodemo, pero no es lo único que dicen de él. Más tarde descubrimos que Nicodemo se levantó delante de los principales sacerdotes y fariseos para defender a Jesús (Juan 7:50–52). Después de la crucifixión, ayudó a José a sepultarlo (Juan 19:38–42).
Ambas acciones eran arriesgadas y señalaron a Nicodemo como alguien diferente a sus compañeros, quienes sabían que Jesús había venido de Dios, pero se ocupaban más en agradar a los hombres que a Dios. A Jesús, Nicodemo dijo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (Juan 3:2). Notemos que se dirigió a Jesús como “rabí”, que significa “maestro”. Nicodemo llegó a aprender algo de Jesús, pero lo que oyó fue inesperado.
Adelantándose al motivo de la visita, Jesús respondió con estas palabras famosas: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Muchos piensan, erróneamente, que la respuesta de Nicodemo indica que no entendió las palabras de Jesús. En realidad, Nicodemo sí entendió lo que Jesús estaba diciendo. Lo que no entendió era cómo podía ser. Por eso replicó: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?” (v. 4).
¿Por qué se genera tanta confusión en torno a este tema? En este pasaje de las Escrituras, la palabra que se traduce como “nacer” es el griego gennao. Los traductores conocedores del griego, pero sin entender las implicaciones doctrinales, traducen esta palabra poco usual como "nacer" o "engendrar" o "concebir". El detalle parece pequeño, pero es causa de confusión y de una comprensión errada, especialmente en cuanto al concepto de “nacer de nuevo”.
Veamos cómo algunos eruditos muy respetados explican el significado de esta palabra. La obra Thayer’s Greek-English Lexicon of the New Testament trae esta definición: “Propiamente: de los hombres que engendran hijos… más raro, de mujeres que dan a luz hijos” (Strong no. 1,080). The Interpreter’s Bible dice: “Puede considerarse el nacimiento del lado paterno, en cuyo caso el verbo es ‘engendrar’, o del lado materno, en cuyo caso el verbo es ‘dar a luz'” (vol. 8, pág. 505).
El evangelista (fallecido) John Ogwyn escribió la siguiente explicación: “La palabra ‘engendrar' se refiere a la acción por la cual el padre que genera descendencia. Otros verbos sinónimos serían ‘procrear’ o ‘fecundar’. ‘Dar a luz' se refiere a la función materna en la producción de la descendencia, es decir llevarla a término y traerla al mundo. [En español], ‘engendrar’ por parte del padre, se limita a la fecundación. Pero en griego, gennao tiene un significado más amplio, que puede abarcar la totalidad del proceso de traer un niño al mundo”. (¿Qué significa nacer de nuevo? El Mundo de Mañana, marzo y abril de 2010. Pág. 8).
Consideremos dos ejemplos bíblicos que muestran cómo una misma palabra, gennao, abarca todo el proceso de la concepción hasta el parto. “Pensando él en esto, he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado [gennao], del Espíritu Santo es” (Mateo 1:20). En este caso, es claro que "“engendrado" es la traducción más apropiada de gennao. Ahora leamos unos versículos más adelante: “Cuando Jesús nació [gennao] en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos” (Mateo 2:1). Aquí, la misma palabra gennao se ha traducido correctamente como “nació”.
El contexto indica cómo debemos entender la palabra en cada caso. Oyendo la palabra gennao, una persona de habla griega comprende que esta incluye el proceso en su totalidad. No así el hispanohablante, cuyo vocabulario separa el proceso en diversas etapas: engendramiento, gestación y, finalmente, parto.
Nicodemo entendió las palabras de Jesús en su contexto griego. Por eso respondió como respondió, pero la aclaración de Jesús no le despejó el misterio. “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).
Muchas personas que relatan una experiencia de “nacer de nuevo” desconocen, o sencillamente no entienden, lo que Jesús dijo. Si hemos de nacer de agua y del Espíritu, ¿por qué algunos rechazan totalmente la necesidad del bautismo y dan una interpretación errónea a lo que es nacer del Espíritu?
En toda la Biblia encontramos el bautismo. El diluvio en tiempos de Noé se compara con el bautismo (1 Pedro 3:20–21). La travesía del mar Rojo fue un bautismo simbólico de los hijos de Israel (1 Corintios 10:1–2). Jesús fue bautizado como ejemplo para nosotros (Mateo 3:13–16) y mandó a sus discípulos que fueran por todo el mundo predicando el evangelio del Reino de Dios y bautizando a los que creyeran (Mateo 28:19–20, Marcos 16:15–16). Pedro dijo a sus oyentes en el día de Pentecostés que se arrepintieran y se bautizaran (Hechos 2:38). El apóstol Pablo explicó que el bautismo es una representación simbólica de la muerte y sepultura del viejo hombre pecador, el cual se levanta como hombre nuevo, resucitado, por así decirlo, del agua como de un sepulcro (Romanos 6:1–7). Nuestro folleto titulado ¿Es necesario el bautismo? trata este tema en detalle.
Siendo así, ¿cómo piensan algunos, que se dicen nacidos de nuevo, que el bautismo es innecesario? ¿Y qué significa nacer del Espíritu? Como vimos antes, Jesús le dijo a Nicodemo: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).
En las Escrituras, el agua figura como símbolo de la palabra de Dios (Efesios 5:26). También simboliza el Espíritu de Dios (Juan 7:38–39), y todos sabemos que Dios da su Espíritu Santo a quienes le obedecen (Hechos 5:32). El Espíritu Santo y la palabra de Dios actúan juntos, en que el uno es necesario para comprender el otro. La palabra de Dios nos explica lo que es el Espíritu Santo, y solo mediante el Espíritu Santo podemos entender las cosas de Dios (1 Corintios 2:11).
El apóstol Juan revela a Jesucristo como “el Verbo” [griego: Logos que significa “Vocero”] en la familia divina; y es también el Verbo de Dios quien debe vivir en nosotros por el poder del Espíritu Santo (Gálatas 2:20). Pablo arroja luz sobre el tema en su carta a Tito: “Pero… nos salvó… por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:4–7).
En palabras sencillas, nosotros debemos deshacernos del viejo ser pecaminoso y aprender a practicar un modo de vida nuevo. Y ese modo de vida nuevo podemos ejercerlo, con Jesucristo morando en nosotros, solamente por el poder del Espíritu Santo. No nos equivoquemos, Él no llevará una vida de pecado en nosotros, sino que nos enseñará por su palabra a vivir tal cómo vivió Él dentro de las leyes de Dios. Como dijo Pablo en forma concisa: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
¿Es este el sentido completo de “nacer de nuevo”? Jesús prosiguió, explicándole a Nicodemo que “lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:6–8).
Mire estas palabras atentamente. Todos nacimos de la carne y somos de carne, pero Jesús dice que “lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Podemos tener el Espíritu de Dios en nosotros, pero ¿acaso somos Espíritu? ¡Basta un pinchazo de alfiler para aclarar definitivamente si somos carne o espíritu!
Nicodemo entendió lo que Jesús decía, pero no entendió cómo aquello se puede lograr; de allí su respuesta desconcertada: “¿Cómo puede hacerse esto?” (v. 9). Aunque es obvio que Nicodemo era un hombre sincero y que reconocía a Jesús como alguien venido de Dios, aún no había acogido plenamente sus enseñanzas y le faltaba entendimiento (Juan 3:10–11).
Las Escrituras explican claramente que “nacer de nuevo” es algo mucho más grande de lo que muchos imaginan como una experiencia emocional que confiere la garantía de "una vez salvo, salvo para siempre”. Entonces ¿cuál es el objeto y el propósito de nacer de nuevo? La palabra de Dios dice que si no nacemos de nuevo, no podemos heredar el Reino de Dios (Juan 3:3; 1 Corintios 15:50).
Jesús le dijo a Nicodemo que no podría “ver el Reino de Dios” entre tanto no hubiese nacido de nuevo. Además, le explicó: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Pablo confirma la veracidad de lo anterior en este bien conocido pasaje: “Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción… Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corintios 15:50, 53).
Las Escrituras revelan que Dios es una familia y que en ella nacerán los fieles cristianos de esta era en la resurrección (Efesios 3:14–15). Piense cuántas veces las Escrituras se refieren a nosotros como hijos de Dios. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo… Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios… porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8:14–17, 19, 21). Así es, nosotros somos hijos de Dios, pero hijos aún en estado "embrionario", hijos aún sin nacer. La misma verdad se confirma en Hebreos 2:6–18.
Si usted no ha leído el inspirador folleto del Dr. Meredith titulado El misterio del destino humano, lo invito a pedir un ejemplar o a leerlo en línea en www.el mundodemañana.org, donde se trata este tema en mayor detalle.
Las Escrituras dicen: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). Cierto es que Dios engendró a Jesús de un modo especial. Ningún otro humano ha llegado al mundo del mismo modo. Pero ¿significa aquello que Él es el único engendrado por Dios? Hebreos 11:17 nos da una pista. El mismo vocablo griego que aparece en Juan 3:16 se emplea aquí para referirse a Isaac como el " unigénito" de Abraham”. Sabemos, sin embargo, que, muerta Sara, Abraham tuvo otros seis hijos con su segunda esposa Cetura (Génesis 25:1–2). ¿Es posible que Dios tenga otros hijos engendrados además de Jesús? ¡Las Escrituras dicen que sí!
En 1 Juan 5:1 leemos: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido [gennao] de Dios”. Los traductores de la versión de Reina-Valera tradujeron gennao como “nacido”. Pero como hemos visto, otra acepción correcta del vocablo griego es “engendrar”. Consideremos, pues, que en el contexto de este pasaje el creyente aún no ha nacido, pero sí está engendrado. Notemos también: “Todo aquel que es nacido [gennao] de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios [griego: sperma] permanece en él; y no [practica el pecado], porque es nacido [gennao] de Dios" (1 Juan 3:9). Aquí también el empleo de engendrado es el apropiado dentro del contexto. Note también que la simiente de Dios (griego: sperma) permanece en el creyente. El engendramiento de un nuevo ser ocurre cuando Dios planta su Espíritu en nosotros luego del bautismo y mediante la imposición de las manos de un ministro suyo (Hechos 8:14–18). Por eso dijo Pedro: "Para que por [estas preciosas y grandísimas promesas] llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Nosotros somos engendrados, o concebidos, con la propia naturaleza de Dios, y “la simiente de Dios permanece en [nosotros]”.
Jesucristo es “el primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1:15, 18; Apocalipsis 1:5). También es “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). Nosotros podemos contarnos entre aquellos hermanos que “nacerán de nuevo”. “Nacer de nuevo” es mucho más que la experiencia emocional pasajera que tantos imaginan. Se refiere al resultado final de un proceso que comienza cuando aceptamos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador, nos arrepentimos de nuestros pecados, nos bautizamos en agua como símbolo de la muerte de la vieja persona pecadora, y recibimos el Espíritu Santo (Romanos 8:9–11). Con el Espíritu de Cristo morando en nosotros, nuestra vida física viene a ser un período de “gestación” durante el cual crecemos en gracia y conocimiento, superamos nuestra naturaleza carnal humana y vamos remplazándola con el carácter justo y santo de Dios, mientras nos preparamos para el momento en que sonará la trompeta y las fieles primicias resucitarán nacidas como miembros de la familia divina. Entonces los que hoy somos discípulos fieles estaremos hechos plenamente a la imagen y semejanza de Dios, tal como Él lo declaró al principio: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Génesis 1:26).
La capacidad de recordar es un don maravilloso tanto para el hombre como para los animales. Ciertos animales son muy difíciles de atrapar si han tenido un encuentro peligroso en el pasado, y la memoria humana es esencial para toda clase de éxitos en la vida. Ahora mismo, usted está leyendo y entendiendo estas palabras porque Dios le concedió la facultad de recordar.
En Estados Unidos, por ejemplo, el versículo 16 de Juan 3, aparece constantemente en las graderías detrás de la meta cada vez que un equipo de fútbol americano intenta hacer un gol, o detrás de home plate durante la Serie Mundial de Béisbol, o detrás de la cesta en los partidos de básquetbol televisados. Un individuo con el letrero aparece en todas partes… ¡Pero la mayoría de las personas ignoran lo que el versículo dice!
Algunos, sin embargo, no solo reconocen el letrero, sino que pueden citar este "versículo de oro" al pie de la letra, pues lo han oído tantas veces que de algún modo se les quedó fijado en la mente. Pero, ¿podrán explicar en detalle el sentido de Juan 3:16? ¿Lo entienden en el contexto del resto de la Biblia?
El problema con la memorización es que, una vez que aprendemos algo, nuestro cerebro lo archiva y se concentra en algo nuevo. Podemos recuperar aquel trozo de información y recitarlo, pero nuestra “materia gris” generalmente ha pasado al siguiente desafío. Así ocurre también con Juan 3:16.
Por si acaso la memoria le falla al lector, esto es lo que dice el versículo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. Si uno oye el versículo muchas veces, al final "se le pega". Pero ¿qué significa, especialmente "todo aquel que en él cree"?
Lamentablemente, muchos piensan sinceramente que para ser salvos basta “creer en Jesús”. Muchos que profesan el cristianismo tienen la idea errada de que "creer en Jesús" no requiere ninguna otra acción de su parte, que Él "lo hizo todo" por nosotros y que todo lo que tenemos que hacer es profesar nuestra creencia en Él. Pero veamos las palabras del propio Jesús en esta afirmación de claridad contundente: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21–23).
Ahora bien, qué quiso decir Jesucristo cuando dijo: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?" (Lucas 6:46). Luego de pronunciar estas palabras, Jesús dio una parábola en que compara a aquel que “oye estas palabras, y las hace” y aquel que “oye estas palabras, y no las hace”. El primero es como un hombre que construye su casa cavando hasta la roca para echar los cimientos. El segundo es como el que construye su casa sobre el suelo sin cimientos (Lucas 6:47–49). El lector probablemente ya sabe lo que les ocurre a las dos casas cuando llegan las lluvias fuertes y las inundaciones. Solamente una queda en pie, ¡y no es la que se edificó sin cimientos!
El propio Jesús dice que debemos no solamente escuchar sus palabras, ¡sino hacerlas (v. 47)! Él espera una reacción personal nuestra ante su sacrificio. ¿Se ha cumplido tal reacción si nos limitamos a creer en Él? La respuesta es “sí, o no”, según lo que entendamos por creer. Sin duda, creer es un fundamento absolutamente esencial si pretendemos recibir la vida eterna. “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Juan 11:25–26).
Para convertirse en hijo de Dios es imprescindible creer en el nombre de Jesús. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Y: “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:18).
El apóstol Pablo siempre parecía andar en algún lío… y en Filipos ocurrió precisamente eso. Fue a dar a la cárcel con su compañero Silas, pero Dios los liberó milagrosamente. El carcelero, aterrado pensando en su retribución por dejarlos escapar, estaba dispuesto a quitarse la vida cuando Pablo lo detuvo. No sabemos todo lo que ocurrió esa noche, ni lo que había ocurrido antes en la vida del carcelero, pero en Hechos 16:30, lleno de temor, hizo la pregunta más importante: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?” La respuesta fue sencilla y directa: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31).
Es evidente, pues, que la convicción es un elemento central para la salvación; pero, ¿a qué tipo de convicción se refieren este pasaje y otros similares? ¿Es la simple confesión: “Yo creo”? ¿Es cuestión de pronunciar una oración escrita previamente, quizá la que se conoce como la "oración del pecador”?
Hechos 13:38–39 dice que “por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree”. ¿Es la convicción un simple acto de la voluntad o del intelecto? Pablo parece decir otra cosa cuando escribe que “no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados” (Romanos 2:13).
¿Hay contradicción entre estos versículos de Hechos y Romanos? Jesús dice que las Escrituras no pueden quebrantarse (Juan 10:35) y estos dos versículos no son la excepción. Pablo no dice que cumplir la ley nos justifica, sino que “los hacedores de la ley serán justificados”. La ley no nos justifica: nos enseña la razón por la que necesitamos justificación. Nos enseña qué es pecado (1 Juan 3:4). Una vez que hemos pecado infringiendo esa ley, la fe en el sacrificio de Cristo es lo que trae la justificación, o perdón de los pecados pasados. La ley define el pecado (Romanos 7:7); la fe en el sacrificio de Cristo produce la justificación.
Lo anterior se resume en Gálatas 2:15–18: “Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los gentiles, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado. Y si buscando ser justificados en Cristo, también nosotros somos hallados pecadores, ¿es por eso Cristo ministro de pecado? En ninguna manera. Porque si las cosas que destruí, las mismas vuelvo a edificar, transgresor me hago”.
Cuando Pablo dice en este pasaje que, “nosotros también hemos creído en Jesucristo”, ¿a qué convicción se refiere? Las Escrituras dicen que muchos creyeron en Jesús pero que aun así estaban lejos de ser salvos. “Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Juan 2:23–25).
El apóstol Juan nos informa que unos creyeron en Él por el momento, pero al siguiente momento querían matarlo: “Hablando él estas cosas, muchos creyeron en él” (Juan 8:30). Pero cuando comenzó a explicar que ellos eran esclavos del pecado, sus oyentes se ofendieron. “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Le respondieron: Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres? Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (vs. 31–34).
¡Tomemos nota! Las personas que momentos antes habían creído en Jesucristo comenzaron ahora a acusarlo de ser ilegítimo (v. 41) y de estar poseído de un demonio (v. 48), y finalmente, “tomaron entonces piedras para arrojárselas” (v. 59). Es obvio que, si bien creían, algo les faltaba. ¿Se trata, acaso, de una excepción, o vemos en la Biblia otros creyentes que tampoco "dieron la talla"? ¡Sí los hay!
“Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:42–43). Y también está el famoso pasaje en que Santiago dice: “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan” (Santiago 2:19).
Muchos pretenden desasociar el creer del obedecer, y la fe de las obras. Continuando las palabras de Santiago: “¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?” (v. 20). Luego, valiéndose del ejemplo de Abraham que ofreció a su hijo Isaac, dice: “¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?” (v. 22).
El libro de Hebreos comprueba sin lugar a dudas que la convicción se asocia a la obediencia y a nuestro modo de reaccionar ante las tribulaciones. Allí donde falta fe, también falta obediencia, y los resultados son desastrosos. Pablo incluso describe la incredulidad como algo que proviene de la maldad del corazón. “Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo” (Hebreos 3:12). Luego explicó lo que debemos hacer: “Antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado” (v. 13).
Ciertamente ¡el pecado es engañoso!
La Biblia es firme en cuanto a la necesidad de mostrar tanto convicción como obediencia, y que más aún, son dos lados de la misma medalla. La verdadera convicción se manifiesta como obediencia.
Pablo hace otra declaración contundente sobre el tema en su carta a los Hebreos. Convicción y fe son sinónimas y entre ellas hay una relación muy estrecha. Cuando creemos algo, lo creemos porque la fe dice que es así, y tenemos fe porque creemos que algo es verdad. Hebreos 11 se conoce como el “capítulo de la fe” porque trae un ejemplo tras otro de hombres y mujeres que ejercieron fe ante las pruebas y dificultades. Menciona a Noé, Abraham y Sara, a Moisés y a Rahab, los cuales superaron tribulaciones personales porque tenían una fe arraigada en la convicción de que Dios cumpliría lo que había prometido. De Sara dice que “creyó que era fiel [Dios] quien lo había prometido” (v. 11). Y de Moisés dice: “Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible” (v. 27).
No todos salen librados en esta vida, y esto puede ser un reto para nuestra fe y convicción. “Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno” (vs. 36–38). Estos hombres y mujeres miraron de frente el temor y se mantuvieron firmes. ¿Acaso es extraño que la fe sea esencial? “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (v. 6).
¿Cuántas veces nos vemos obligados a elegir entre obedecer a Dios o confiar en nosotros mismos y en lo que ven nuestros ojos (2 Corintios 5:7)? Cuando Dios nos dice: “Acuérdate de mí día de reposo para santificarlo”, ¿nos apresuramos a obedecer, o nos damos mil explicaciones para no hacerlo? ¿Echamos pie atrás por miedo a perder el empleo o de ofender a parientes y amigos? ¿O creemos a Dios firmemente, confiando con fe que lo que Él nos manda hacer será al final lo mejor para nosotros?
¿Creemos de verdad estas palabras de Jesús: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mateo 19:17)? ¿Y le creemos cuando dice: “Si alguno viene a mí, y no aborrece (ama menos) a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26)? ¡El creer exige acción!
Juan 3:16 realmente es el “versículo de oro” de la Biblia, con un significado multifacético. Es un versículo que conviene aprender de memoria. Pero es mucho más que un simple versículo para memorizar. Millones que repiten sus palabras superficialmente, sin realmente captar todo lo que encierra, pueden caer en una sensación falsa de seguridad. Sí, la repuesta correcta ante Dios Padre que ofreció a Cristo como sacrificio por nosotros es creer en Jesús de Nazaret como el verdadero Salvador y Mesías. Pero ¿y qué hay implícito en esta convicción? ¿Queremos ser como los demonios que creen pero se pierden por su desobediencia? ¿O actuaremos conforme a lo que creemos, demostrando con acciones que Cristo vive en nosotros? El apóstol Santiago dice: “¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?” (Santiago 2:20). ¿Tenemos la fe que mueve montañas? (Mateo 17:20). Una fe así es extraordinaria, pero mover una simple montaña no es nada en comparación con la verdadera recompensa de la fe activa: vida eterna en el Reino de Dios, como miembro nacido en la Familia de Dios. ¡Esforcémonos todos por profundizar nuestra fe y por obrar conforme a ella!
En el mundo es muy común la idea de que al morir, no morimos realmente. Según la doctrina más difundida, el cuerpo muere, pero dentro de la persona hay un alma inmortal que va, o bien al Cielo a estar en compañía de Dios, o bien al infierno a retorcerse de dolor para siempre. ¿Es esto lo que la Biblia enseña?
La idea de que los humanos no mueren realmente sí se encuentra en la Biblia… pero algunos se sorprenderán al ver el origen de esta doctrina. Es un concepto muy antiguo, que se remonta a nuestros primeros padres. Dios puso a Adán y Eva en un bello huerto lleno de árboles cargados de frutas y nueces de todo tipo. Sin duda había hortalizas y otros alimentos, pero había una fruta en particular, que colgaba en un árbol especial en medio del huerto, y esta no debían comerla.
Satanás, en forma de serpiente, astutamente le preguntó a Eva: “¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?” (Génesis 3:1). Ella respondió explicando que podían comer el fruto de todos los árboles con esa sola excepción. Enseguida, repitió la advertencia de Dios tal como se la había hecho a Adán. “Dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis” (Génesis 3:3). A esto la serpiente replicó: “No moriréis” (v. 4). Aquí Satanás contradijo la afirmación clara de Dios, dejando a Eva con una decisión: creer a Dios, quien le dijo que moriría, o creer a Satanás, quien dijo que no moriría. Desde entonces hasta hoy, la mayoría de las personas no han creído la afirmación de Dios, sino la de Satanás.
Muchos no han comprendido este primer encuentro entre la humanidad y Satanás, en parte porque la narrativa está muy comprimida. El árbol cuyo fruto era prohibido se llamaba el “árbol de conocimiento del bien y del mal”. No pensemos, sin embargo, que Dios les había negado todo conocimiento de sus normas de conducta. Las había comunicado, y como parte de esa instrucción les prohibió que comieran del árbol. Eva, sin embargo, seducida por la tentación de Satanás, creyó que el fruto del árbol era bueno "para alcanzar sabiduría". Su decisión de rechazar la revelación divina, no fue nada sabia: fue la primera en una serie innumerable de decisiones humanas, hasta el día de hoy, en el sentido de decidir por uno mismo qué está bien y qué está mal haciendo caso omiso de la ley de Dios.
Adán y Eva rechazaron a Dios y escucharon el consejo de Satanás. Al hacerlo, su visión de la vida y de cómo vivirla empezó a alterarse de inmediato. Súbitamente sintieron vergüenza de su cuerpo y se cosieron hojas de higo para cubrir sus partes privadas (v. 7). ¿Por qué? ¿Qué produjo este cambio en su modo de mirarse? La respuesta aparece en la pregunta que Dios les hizo cuando se encontró con ellos, después de que hubieron cedido a la "propaganda de ventas" de Satanás. “¿Quién te enseñó que estabas desnudo?” (v. 11). Recuerde, ellos eran los únicos humanos en el huerto en ese momento, y Dios los había puesto allí sin ropa. Su estado de desnudez no era molesto para Él, y para ellos tampoco… hasta que escucharon a Satanás. Fue Satanás quien les enseñó a sentir vergüenza y temor de su cuerpo desnudo.
La idea de que el cuerpo es motivo de vergüenza ciertamente es muy antigua y se presenta de muchas formas a lo largo de la historia. Es un tema frecuente en las filosofías dualistas, las cuales enseñan que la mente es la persona “real” o eterna y que el cuerpo es una característica pasajera, de menor categoría y a menudo afrentosa en nuestra existencia. Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes y multitud de filósofos más, han contribuido a esta noción falsa del ser humano. El concepto neoplatónico de dualismo influyó fuertemente en la doctrina del cristianismo convencional, pero todo comenzó con la mentira de Satanás, que les enseñó a Adán y Eva a sentir vergüenza por la obra física que Dios había creado.
El “cristianismo” moderno se encuentra, sin saberlo, tan profundamente influido por ideas paganas, que sus adeptos están totalmente engañados sobre lo que enseña la Biblia en esta materia y en muchas otras. La mayoría de quienes nos criamos en un medio cristiano convencional aprendimos de nuestros instructores que el “alma” es algo distinto del cuerpo y que se dirige al Cielo o al infierno (o a una temporada de purgatorio) cuando el cuerpo muere.
Y sin embargo, el Evangelio de Juan muestra claramente que Jesús rechazó del todo el argumento de Satanás. El apóstol nos dice que en el Cielo no hay ningún humano con excepción de Jesucristo (ni siquiera personajes bíblicos de la talla de Abraham, Isaac, Jacob o Moisés): “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (Juan 3:13).
Entonces, ¿qué es el alma humana? La palabra “alma” en el Antiguo Testamento viene del vocablo hebreo nephesh que significa sencillamente un “ser”. Así se traduce en Génesis 2:7, Versión de Reina-Valera 1960, donde leemos: “Entonces el Eterno Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser [nephesh] viviente”. Es interesante notar la referencia a un “nephesh” o "alma" viviente. ¿Indicaría esto la posibilidad de un alma muerta?
Génesis 1:21 aplica nephesh no a humanos sino a animales, cuando habla de “los grandes monstruos marinos, y todo ser viviente [nephesh] que se mueve”. Por otra parte, Levítico 21:11 habla de un nephesh ("persona") muerta. Y este vocablo hebreo nephesh es el mismo que se traduce al español como “alma”. Siendo así, ¡es claro que un alma puede morir! Así lo confirma Ezequiel 18:4: “He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá”. La declaración se repite en el versículo 20: “El alma que pecare, esa morirá”.
Cuando los cristianos leen Juan 3:16, la mayoría no toman nota de la importancia de su contenido. Mucho se ha hablado de la primera mitad del versículo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito”. Pero cada parte de este “versículo de oro” encierra un significado profundo, y ninguna debe leerse a la ligera.
Para tener una mejor idea de lo que Juan está diciendo, veamos el contexto del pasaje a partir del versículo 14. “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna” (vs. 14–16).
La versión Dios Habla Hoy traduce el versículo 16 así: "Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna". Todos sabemos lo que significa morir. Es el fin de la vida o de la existencia. Y la Biblia se muestra constantemente de acuerdo con esta definición, enseñando claramente que la vida y la muerte son palabras opuestas. Las Escrituras nunca describen la vida humana como algo inmortal en sí. Ya hemos visto, incluso, que también el alma (cualquiera que sea el concepto que se tenga de ella) muere (Ezequiel 18:4, 20). La palabra de Dios revela que la inmortalidad no es algo que ya tengamos, sino algo que debemos buscar (Romanos 2:6–7) y de lo cual debemos “revestirnos” (1 Corintios 15:53–54).
Por otra parte, leemos que Jesucristo “por medio de la buena noticia, nos ha dado la vida eterna” (2 Timoteo 1:10) y que entre todos los que han existido en carne humana, Cristo es “el único que tiene inmortalidad” (1 Timoteo 6:16). Veamos la siguiente glosa sobre este versículo de un autor del cristianismo convencional: “Solo la filosofía pagana atribuye al alma en sí la indestructibilidad, la cual debe atribuirse únicamente al don de Dios” (Jamieson, Fausset y Brown Commentary pág. 223). Pablo afirma este mismo punto: que la vida eterna es un don de Dios: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).
En una carta dirigida a Tito, Pablo describió la vida eterna como algo que aún no tenemos, sino que esperamos (Tito 3:7). Y el propio Jesús nos dice: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
Todos sabemos que todo cuerpo, incluidos el suyo, lector, y el mío, acaba por morir. Pero, y después ¿qué? A juzgar por la vida que llevan la mayoría, esta no debe ser una pregunta candente para ellos. ¿Qué quiso decir Jesús en Juan 3:16 cuando habló de no morir?
Muchos imaginan que “perderse” es vivir para siempre en un lugar de tormento. Pero como hemos visto, esto choca con los versículos de las Escrituras ya citadas. Aun así, hay algunos versículos que suelen citarse para establecer la idea del alma inmortal.
Uno de ellos es Apocalipsis 14:11, donde dice que “el humo de su tormento sube por los siglos de los siglos. Y no tienen reposo de día ni de noche”. ¿Cuál es el contexto de este pasaje? ¿Se trata del destino final de los malos? ¡No! El tema aquí es el día del Señor, el tiempo de la ira divina sobre la humanidad rebelde, cuando los humanos dolientes padecerán una tribulación tras otra.
Pero ¿y el "humo de su tormento [que] sube por los siglos de los siglos”? Una de las plagas derramadas en el día del Señor es un sol mucho más ardiente de lo normal, al punto de "quemar a los hombres con fuego” (Apocalipsis 16:8–9). Sin duda, esto causará incendios en la Tierra, y el humo de esta plaga atormentadora subirá “por los siglos de los siglos”.
La expresión “siglos de los siglos” se refiere a algo que dura "eternamente", pero su empleo aquí bien puede ser figurado. ¿Por qué? El humo es un producto de la combustión, y este humo es el descrito aquí como algo que sube eternamente. Una vez consumido el combustible que alimenta un fuego, este deja de arder, aunque el humo puede continuar dispersándose por muchísimo tiempo.
En Apocalipsis 19:20 se habla de un lago de fuego. Leemos que el jefe de la futura potencia europea conocida como la bestia, junto con el falso profeta, serán lanzados a este lago justo antes del reinado de mil años bajo Jesucristo. Estos son seres físicos, y como todo humano, son vulnerables a la destrucción física por el fuego.
Juan Bautista dijo que Jesús vendría bautizando en el Espíritu Santo y fuego (Mateo 3:11). En el versículo siguiente explica el bautismo de fuego: “Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará”.
Este será el destino de la bestia y el falso profeta. Arderán en el fuego hasta quedar totalmente consumidos y extinguidos. El fuego por naturaleza no se apaga (Proverbios 30:15–16). Arde entre tanto haya material combustible (Proverbios 26:20). Una vez que se acaba, quedan humo y cenizas. “Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho el Eterno de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama… serán ceniza bajo las plantas de vuestros pies” (Malaquías 4:1, 3).
Un pasaje que puede causar confusión al respecto es Apocalipsis 20:10. El problema se debe en parte a que los traductores presentan la Biblia conforme a sus propias percepciones teológicas preconcebidas. Quizá no lo hagan deliberadamente, pero lo hacen. La Versión Reina-Valera es más correcta que algunas otras, pero no es enteramente perfecta. “Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos”.
En este pasaje, Juan está hablando del castigo del diablo y el lugar adonde será lanzado. El diablo, al contrario de la bestia y el falso profeta, es un ser espiritual; sin embargo, será lanzado al mismo fuego, desde donde será atormentado viendo cómo todas sus obras y su trabajo de engaño se reducen a humo.
Notemos que la bestia y el falso profeta estaban en este lago de fuego, adonde fueron lanzados mil años antes del diablo. Algunos leen este pasaje interpretando, erróneamente, que la bestia y el falso profeta estarán conscientes y atormentados eternamente. La versión Reina-Valera, al igual que otras versiones, refleja las ideas preconcebidas de los traductores al punto de decir “serán atormentados”, como si se incluyera a estos dos humanos, pero esto sería contrario al texto inmediato y al de toda la Biblia.
Otro pasaje de las Escrituras citado por algunos para decir que hay un infierno de fuego eterno donde la gente se retorcerá de dolor para siempre, es el de Lázaro y el rico en Lucas 16. Para tener una clara comprensión de esta parábola, solicita nuestra publicación gratuita titulada: “La parábola de Lázaro y el rico”.
La Biblia siempre describe a los muertos en un estado de inconsciencia. “No pongan su confianza en hombres importantes, en simples hombres que no pueden salvar, pues cuando mueren regresan al polvo, y ese mismo día terminan sus proyectos” (Salmos 146:3–4 versión Dios Habla Hoy). “Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben” (Eclesiastés 9:5). “Todo lo que esté en tu mano hacer, hazlo con todo empeño; porque en el sepulcro, que es donde irás a parar, no se hace nada ni se piensa nada, ni hay conocimientos ni sabiduría” (Eclesiastés 9:10 versión Dios Habla Hoy).
Juan narra el caso de un Lázaro real que se encontraba gravemente enfermo. Cuando Jesús iba en camino a verlo, dijo a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle. Dijeron entonces sus discípulos: Señor, si duerme, sanará. Pero Jesús decía esto de la muerte de Lázaro; y ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño. Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto” (Juan 11:11–14). El apóstol Pablo también comparó la muerte con el sueño (1 Tesalonicenses 4:13, 15).
La Biblia demuestra abundantemente que los seres humanos son mortales y que perecerán del todo si no reciben la gracia de Dios. Como dice en Juan 3:16, “…para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”.
Aunque nos desagrade pensarlo, cada uno de nosotros va a morir. Y entonces ¿qué? ¿Qué ocurre después de la muerte? ¿Iremos a alguna parte? ¿A dónde? ¿Y qué seremos? Las respuestas varían según donde miremos y a quién preguntemos, pero Juan 3:16 plantea la posibilidad de una vida eterna después de la muerte: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Debemos comprender que la promesa de vida eterna es condicional. El resultado natural de una vida de pecado es la muerte, pero este versículo nos da esperanzas más allá del sepulcro.
Una enseñanza común en el “cristianismo convencional” es que cada ser humano tiene un alma inmortal y que al morir, esa alma va directamente al paraíso del Cielo, a una estadía temporal al purgatorio o, al tormento del infierno dependiendo de cómo fue la persona en su vida mortal. Otros creen que la muerte es como el sueño, y que al regreso de Cristo los suyos se despertarán en una resurrección a la vida eterna. Hay quienes piensan que la vida eterna tendrá lugar en cuerpo físico en la Tierra y otros dicen que habrá un nuevo cuerpo espiritual, sea en la Tierra o en el Cielo.
Una idea popular es que recibiremos alas y flotaremos en las nubes tocando el arpa en un retiro eterno. Muchas personas esperan reunirse con sus seres queridos en algún paraíso celestial no específico. Y luego hay quienes hablan más concretamente de lo que esperan en el Cielo:
“La felicidad más grande del Cielo es la Visión Beatífica. Esto es ver a Dios cara a cara. La visión es beatífica porque colma de felicidad a quienes la tengan. Conocen y aman a Dios a lo máximo de su capacidad, y Dios los conoce y ama a su vez. La Visión Beatífica satisfará de modo completo y supremo todos nuestros deseos. Teniendo a Dios, jamás desearemos otra cosa” (Mi fe católica, 1966, pág. 176).
Con tantas ideas acerca del más allá, no es extraño que algunos se den por vencidos en la búsqueda de una respuesta. Pero cuando fallece uno de nuestros seres queridos, anhelamos saber qué pasará con ellos. Igualmente, muchos sienten verdadero interés por el tema del más allá cuando ven acercarse lo inevitable en su propia vida.
En el programa El Mundo de Mañana, así como en la Iglesia del Dios Viviente, que patrocina El Mundo de Mañana, solemos decir: “No nos crean simplemente porque lo decimos. Crean lo que dice la Biblia”. Siendo así, ¿qué dice la Biblia acerca de la vida después de la muerte? ¿Cuál es la recompensa de los salvos según este libro extraordinario e inspirado? El patriarca Job se hizo una pregunta importante y la respondió: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir? Todos los días de mi edad esperaré, hasta que venga mi liberación. Entonces llamarás, y yo te responderé; tendrás afecto a la hechura de tus manos” (Job 14:14–15). Job entendía que Dios tiene un propósito y un plan que está cumpliendo en la vida de cada ser humano creado por Él. Comprendía que la vida física es solo un comienzo. Mas para entender cabalmente aquel propósito, debemos poner atención a las buenas noticias que trajo Jesús.
El término evangelio significa simplemente buena noticia, y la buena noticia que Jesús trajo a la humanidad se refería al Reino de Dios. El tema del Reino de Dios figura en todo el Nuevo Testamento, especialmente en los escritos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan y en el libro de los Hechos. Es extraño que alguien pueda leer estos libros y aun así no entender este importante tema.
El libro de Marcos habla de los comienzos del ministerio de Cristo y su mensaje: “Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.… Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:1, 14–15).
De estos versículos se desprende que la buena noticia, el evangelio que Jesús predicó, es acerca del Reino de Dios, y que este es el evangelio que debemos creer. Como veremos, las Escrituras revelan muchos detalles sobre este Reino. ¡Es lamentable que tan pocos entre los llamados cristianos comprendan de verdad este Reino venidero, cuando el Nuevo Testamento enseña tanto sobre el tema!
Lucas nos dice en el libro de los Hechos que este fue el mismo mensaje que Jesús enseñó luego de su resurrección: “En el primer tratado, oh Teófilo, hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar, hasta el día en que fue recibido arriba, después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido; a quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hechos 1:1–3).
Entre el momento en que comenzó su ministerio (Marcos 1) y la última vez que se presentó delante de los apóstoles (Hechos 1), Jesús habló constantemente del Reino de Dios. Anduvo por toda Galilea enseñando y “predicando el evangelio del reino” (Mateo 4:23; 9:35). Además, dijo: “Es necesario que también a otras ciudades anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto he sido enviado” (Lucas 4:43).
Vemos que el evangelio del Reino de Dios fue el punto central del famoso sermón del monte (Mateo 5:3, 10; 5:19–20; 6:10, 13; 7:21). En esa ocasión, Jesús explicó que debemos tener como objetivo principal en nuestra vida buscar el Reino de Dios (6:33). Nos dice que el Reino de Dios es algo importante y positivo y algo que debemos anhelar. No obstante, ¿cuántas personas conocen y entienden lo que la Biblia dice realmente sobre el Reino de Dios?
Las parábolas de Jesús solían comenzar con una pregunta o una declaración acerca del Reino de Dios (ver Lucas 13:18, 20; Mateo 13:24, 44, 45). En estas parábolas comenzamos a ver que Dios nos ha llamado a una vida eterna activa y productiva. Jesús dijo la parábola de las minas: “por cuanto… ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente” (Lucas 19:11). Habló de un noble que partió de viaje a un lugar lejano para recibir un reino. Pero antes le dio a cada uno de sus diez siervos unas minas (la mina es unidad de dinero), con instrucciones de negociar con ellas hasta que él regresara (vs. 12–13). A su regreso, premió a cada uno según el monto que había ganado.
El simbolismo es claro. Jesús es el noble que se fue a recibir el Reino. Una profecía en Daniel 7:13–14 trae una descripción breve de su ceremonia de coronación. Más adelante en la profecía, dice que los santos (los siervos de Cristo) gobernarán bajo Él (v. 27). Luego, Jesús aclara el significado de la parábola explicando que el hombre que multiplicó sus minas diez veces sería premiado con la gobernación de diez ciudades en el Reino. El que ganó cinco minas gobernaría cinco ciudades, pero el que no hizo nada con su mina ni siquiera llegaría al Reino.
Otros pasajes corroboran este gobierno que desempeñarán los siervos de Jesús en el Reino de Dios. Cuando los discípulos le preguntaron qué recompensa tendrían, Jesús respondió: “De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19:28). Además, varios pasajes de las Escrituras nos informan que el rey David resucitará para gobernar sobre las doce tribus de Israel. “Servirán al Eterno su Dios y a David su rey, a quien yo les levantaré” (Jeremías 30:9; ver también Ezequiel 34:23–24 y 37:21–25).
Al mismo tiempo, el gobernante sobre toda la Tierra será Jesucristo. “El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo grandes voces en el cielo, que decían: Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 11:15). “Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (19:16).
Jesús enseñó acerca del Reino de Dios, y la Biblia reitera en qué lugar estará gobernando con sus siervos: no en el Cielo ¡sino en la Tierra! Hacia el final del Antiguo Testamento encontramos esta extraordinaria profecía: “Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos… Y el Eterno será rey sobre toda la tierra” (Zacarías 14:4, 9). En el cántico de los santos que aparece en Apocalipsis 5:10, leemos: “Nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra”. Y en el sermón del monte Jesús declaró: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5:5).
Pero algunos se confunden leyendo las palabras que dijo Jesús dos versículos antes: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). ¿Debemos pensar, basados en los versículos tres y cinco, que los pobres en espíritu van al Cielo y los mansos se quedan en la Tierra? ¡De ninguna manera! observe lo que dice: que los mansos “heredarán la tierra”, pero lo que pertenece a los pobres en espíritu es el “reino de los cielos”. Los autores de los demás evangelios se refieren siempre al Reino de Dios; en cambio Mateo emplea las dos expresiones indistintamente (Mateo 19:23–24).
Sabemos que la expresión el Reino de Dios significa sencillamente que el Reino le pertenece a Dios y que es Dios quien va a gobernar la Tierra “El Eterno [Jesucristo] será Rey sobre toda la Tierra” (Zacarías 14:9). Del mismo modo, el Reino de los cielos significa que el que reina en el Cielo, reinará también en la Tierra.
Las personas a quienes Dios llama en esta vida resucitarán al regreso de Jesucristo y serán premiadas con diversos niveles de autoridad en su Reino (Apocalipsis 11:15, 18). Serán reyes y sacerdotes cuando Él regrese a la Tierra (Apocalipsis 5:10; 20:4), y no serán de carne y hueso como ahora.
El apóstol Pablo explica nuestra futura naturaleza en 1 Corintios capítulo 15:
“El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales… Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción. He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corintios 15:47–48, 50–53).
Satanás nos ha engañado haciéndonos creer que un ser compuesto de carne y hueso es superior a un ser compuesto de espíritu, como Dios, pero un análisis más cuidadoso de las escrituras nos dice otra cosa. Vemos que después de su resurrección, Jesús podía atravesar la piedra. Cuando quitaron la piedra que tapaba el sepulcro, Él ya había salido del mismo. La piedra se quitó para que los demás vieran que Él ya no estaba allí (Mateo 28:1–6). Poco después pudo aparecer en un salón con sus discípulos, aunque las puertas estaban cerradas con seguro (Juan 20:19, 26). Podía aparecer como hombre e incluso tomar alimento (Lucas 24:41–43). Podía ir de la Tierra al Cielo y nuevamente a la Tierra a una velocidad increíble (compare Juan 20:17 y Mateo 28:9). Como no sabemos la distancia entre el trono de Dios y la Tierra, es imposible saber la velocidad, ¡pero sí comprendemos que impresionaría aun al más veloz de los viajeros terrestres!
¿Y las alas? Muchos piensan que los cristianos “reciben su par de alas” en la resurrección. Son muchas las ideas ajenas a la Biblia que se han consignado por escrito en obras de arte, en prédicas y en palabra sinceras o graciosas, pero nuestra guía deben ser las Escrituras. La Biblia no dice que recibiremos alas en la vida del mas allá. En cambio, el apóstol Juan nos dice esto: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:1–2).
No nos sorprendamos al ver que en este pasaje somos llamados hijos de Dios y que se nos dice que seremos “semejantes a Él”. Son muchos los pasajes que confirman nuestro destino final en el Reino de Dios. ¿Cuántas personas creen que en la otra vida nos convertiremos en algo así como seres angélicos? En cambio, la Biblia dice directamente que el “mundo venidero” no será gobernado por ángeles. “Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando” (Hebreos 2:5). Como ya hemos visto, nosotros vamos a gobernar al mundo con Jesucristo cuando Él regrese. Y si no lo haremos como ángeles, entonces ¿cómo qué?
Pablo cita al rey David al hacer esta pregunta: “¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites?” (Hebreos 2:6). Prosigue, hablando del futuro: “Todo lo sujetaste” al ser humano, y luego agrega que “nada dejó que no sea sujeto a él” (v. 8). Aclara, sin embargo, que todo no está sujeto al control de la humanidad todavía. Si ya estuviera sujeto, dado nuestro estado carnal ¡seguramente habría una verdadera “guerra de las galaxias” en curso!
Pablo describe a los humanos, sin ambages, como “hijos” de Dios (v. 10). Todo este pasaje de Hebreos 2:5–18 es muy instructivo al respecto y debe leerse muy atentamente junto con Romanos 8:18–23 si deseamos saber el plan final de Dios para la humanidad.
En la juventud, comprendemos intelectualmente que vamos a envejecer y morir, pero esto parece tan lejano, tan en el futuro, que se convierte en una realidad de poca importancia. Pero al ir envejeciendo, empezamos a reconocer que la vida no es tan larga. Pasa un año y llega otro. Las décadas empiezan a acumularse. Un día nos damos cuenta con asombro de que han pasado más años de los que nos quedan por delante, y que el tren de la vida en que viajamos está acelerando. La edad de sesenta no parece tanto como antes. Al fin y al cabo, nos decimos, lo importante es “sentirse joven”. Sin embargo, 70, 80 o incluso 100 años ya no parecen bastantes. “¿Qué se hicieron todos aquellos años?” nos preguntamos, tal como preguntaron nuestros padres y abuelos. Esta vida no es nada comparada con la eternidad.
Con todo esto en mente, es natural preguntarse: ¿Hay vida después de la muerte? Si la hay, quizá nos preguntemos qué forma tomará y qué estaremos haciendo. ¿Será aquella una vida eterna? Tenemos que reconocer que por nosotros mismos, no podemos saber gran cosa acerca de nuestro futuro.
Agradezcamos, entonces, la información que Dios nos da en Juan 3:16. Cierto es que este versículo no da todas las respuestas, pero sí nos asegura que Aquel que creó el tiempo se ocupa personal y profundamente de cada momento de nuestra vida. Revela que hay un futuro para quienes estén dispuestos a actuar conforme a la palabra de Dios, a hacer lo que ella dice en obediencia al Salvador Jesucristo. Nos da el consuelo de saber que, si bien la vida actual es temporal y fugaz, nuestra esperanza de vida eterna es real… y es alcanzable por medio de Jesucristo.
La vida después de la muerte no es un estado de “jubilación” improductiva en que nos aislamos de la actividad que caracteriza nuestra vida actual. No es un trance pasivo ni una liberación hacia un “nirvana” sin forma. La palabra de Dios nos enseña que la vida eterna será una oportunidad de grandes logros, y que será emocionante hasta un punto que escasamente podemos imaginar. El apóstol Pablo entendía esta esperanza cuando escribió: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18). Esa gloria espera a cada discípulo fiel que acepte la promesa que Dios hace en Juan 3:16… y que actúe conforme a ella.