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La sociedad moderna se encuentra en un conflicto con motivo de los diez mandamientos. ¿Han sido abolidos por orden de Dios, o por la inexorable marcha del hombre hacia el conocimiento científico?
¿Deben exhibirse en lugares públicos, o reservarse para los recintos religiosos? ¿Son una carga para la gente "educada", o una bendición para quienes los obedecen? El rey David exclamó: "¡Oh, cuánto amo tu ley!" y la llamó perfecta; el apóstol Pablo dijo que era santa, justa y buena. Jesús cumplió los diez mandamientos, los magnificó y mandó obedecerlos. Sin embargo, la mayoría de las personas tienen el decálogo como un enigma que jamás se ha entendido. El presente folleto explica claramente esta ley viviente e inexorable que pronto será la ley fundamental del pacífico, próspero y feliz mundo de mañana.
Hace más de cuarenta años tuve el privilegio de escribir la primera edición de este folleto, Los diez mandamientos, que se adaptó de una serie publicada en una revista. Centenares de miles de personas solicitaron y recibieron el folleto a lo largo de varios decenios. Se dejó de imprimir hace más de diez años, pero ahora lo he actualizado para los suscriptores y oyentes de El Mundo de Mañana. Esta versión es muy similar al folleto que se ofreció por primera vez hace más de cuarenta años. Y no es extrañar, pues la publicación trata de las leyes inmutables de Dios, el mismo que dijo: "Yo el Eterno no cambio" (Malaquías 3:6).
Entre los estudiosos del cristianismo, aun los no religiosos, reconocen que los primeros cristianos tenían como guía básica para la vida el cumplimiento de la gran ley espiritual de Dios: los diez mandamientos. Al decir: "nuestro Señor Jesucristo", reconocían que la palabra "Señor" significa "Jefe", ¡aquel a quien se le debe obediencia! Jesús les hacía recordar una y otra vez esta importantísima relación, como en Lucas 6:46: "¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?"
Mi esperanza y oración es que usted estudie este folleto atentamente y que llegue a ver cómo la ley de Dios, la misma ley que estará en vigor durante el milenio venidero, es una bendición para los individuos.
La nuestra es una época sin ley. La criminalidad y la violencia se multiplican a un ritmo aterrador porque millones de personas carecen de todo respeto por la ley y desconocen la autoridad constituida, ¡sea de Dios o del hombre! En el panorama internacional, las naciones viven atemorizadas sabiendo muy bien que las supuestas garantías y los tratados de paz no valen ni el papel en que se hallan escritos. Entre las naciones del mundo no hay ley ni respeto por la autoridad. ¡Este es el mundo en que vivimos!
La humanidad ha perdido el profundo respeto por la ley porque ha olvidado la fuente misma de toda ley y de toda autoridad. La Biblia dice: "Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder" (Santiago 4:12). Aquel Dador de la ley es Dios Todopoderoso. En su búsqueda de una paz mental de hechura humana o de una "religión que satisfaga", la humanidad se ha olvidado enteramente del gran Dios que gobierna el Universo. No es de extrañar, pues, que algunos de nuestros jóvenes—los dirigentes del mañana—tengan una actitud desenfrenada. Respecto de este problema, un ilustre docente lanzó una advertencia ante cierto grupo de dirigentes militares. Fue el doctor Rufus von Klein Smid, fallecido, quien fue rector de la Universidad del Sur de California. El doctor von Klein Smid declaró: "No me opongo al énfasis que hoy se les pone a las ciencias, pero estamos pagando por mantener centros educativos que obran del primero de septiembre al 31 de junio como si Dios no existiera. El doctor von Klein Smid señaló que la "ausencia de valores morales", entre los jóvenes, es el fruto de tal actitud. Cuando se deja de lado al Dios verdadero, se queda uno sin una norma de conducta firme. El resultado es caos espiritual, anarquía y miseria en el corazón humano.
Hoy, casi todas las religiones se inclinan a tratar de "modernizar" y "democratizar" a Dios, y de eliminar la autoridad que tiene de gobernar lo que Él mismo creó… incluyéndonos a nosotros, criaturas suyas. ¡Cuan pocas personas realmente temerosas de Dios quedan en la Tierra hoy! Habiendo creado su propio "dios" imaginario, hecho a su propia imagen, los hombres están lejos de sentir reverencia o profundo respeto por semejante "dios". No temen a su "dios". Y menos aun obedecen a tal criatura, ¡fruto de su propia imaginación! Ahora bien, el verdadero mensaje de Jesucristo hablaba de aquel Dios que creó la Tierra. Este fue el Dios que bendecía a los hombres por obedecer sus leyes y castigaba la desobediencia. El Jesús de la Biblia siempre predicó el evangelio del Reino de Dios (Marcos 1:14, Lucas 4:43). Dicho en lenguaje moderno, predicó las buenas noticias del gobierno de Dios, un gobierno en el cual Dios será el gobernante. Dijo: "Arrepentios, y creed en el evangelio" (Marcos 1:15). Para poder creer sinceramente en Jesucristo y aceptarlo como nuestro Salvador, y para rogar que su sangre derramada cubra nuestros pecados, tenemos que llegar al arrepentimiento. Mas, arrepentimiento, ¿de qué? Del pecado Pero, ¿qué es pecado?
Pese a las generalizaciones e ideas contradictorias planteadas por las religiones organizadas, la Biblia dice claramente que "el pecado es infracción de la ley" (1 Juan 3: 4). Pecar es quebrantar la ley espiritual de Dios, los diez mandamientos. De eso se trata. ¡Eso es el pecado! Para que Dios perdone nuestros pecados del pasado, es necesario que nos arrepintamos de haber quebrantado su ley. Tenemos que aprender a temer y respetar a Dios como el Gobernante Supremo del Universo… y como Rey y Gobernante de nuestra vida personal. El rey Salomón, el hombre más sabio que jamás existió, escribió por inspiración divina que "el principio de la sabiduría es el temor del Eterno" (Proverbios 1:7). El temor del cual se habla aquí no es pavor ni espanto, sino un profundo respeto y reverencia por la enorme majestad y autoridad de Dios; por su potestad y sabiduría, por su amor. Sin fe en un Dios tan grande y tan real, la humanidad queda incompleta. Aislada del Dios verdadero. Dios de la ley y del orden, el hombre queda sin propósito, vacío, frustrado, confundido. La manera de superar aquel vacío y el estado de confusión que aquejan al hombre moderno parecerá simplista a algunos. Pero es la manera acertada, ¡la que funciona! Se trata simplemente de que la humanidad deje de adorar a sus dioses falsos, que vuelva de nuevo al Dios de la Biblia, al Dios de la creación, el Dios que rige el Universo. Resumiendo el camino para que se cumpla aquel anhelo humano de vivir con felicidad, abundancia y un sentido de propósito. Dios inspiró al autor del Eclesiastés para que escribiera estas palabras: "El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre" (Eclesiastés 12:13). El hombre se siente frustrado e incompleto si no tiene este contacto viviente y esencial con Dios, si no anda por los caminos de El, guardando sus mandamientos. La obediencia a los mandamientos divinos traería paz, satisfacción y alegría a todas las naciones y pueblos de la Tierra. Esta es la verdadera solución a todos nuestros problemas, tanto individuales como colectivos. Es el camino de vida que el mismo Jesucristo va a enseñar cuando regrese a gobernar al mundo (Miqueas 4:2).
El rey David fue un hombre conforme al corazón de Dios (Hechos 13:22) y se le considera en la Biblia como figura del Mesías. En el milenio venidero, cuando Cristo traiga paz a la Tierra, David estará gobernando directamente bajo Él a toda la nación de Israel (Ezequiel 37:24). David escribió: "¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación" (Salmos 119:97). David, profeta y rey, estudiaba y meditaba en la ley de Dios todo el día. Aprendió a aplicarla a toda situación en la vida, y así adquirió una gran sabiduría. "Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos" (v. 98). La ley de Dios le indicaba el camino que David debía seguir, un camino de vida: "Lámpara es a mis pies tu Palabra, y lumbrera a mi camino" (v. 105). En el Salmo 119 David declaró y reiteró cuánto amaba la ley de Dios y cómo se servía de ella como su guía en la vida.
¿Hace usted lo mismo? Probablemente no. La mayoría de los lectores han aprendido que la ley de Dios quedó abolida. O quizá no han aprendido que ella constituye el único modo de vida que traerá verdadera felicidad y alegría al hombre. No han visto que la ley de Dios revela la naturaleza y carácter de nuestro Creador, ni saben qué Dios ha ordenado: "Sed santos, porque yo soy santo" (1 Pedro 1:16). Recordemos también que los verdaderos cristianos, la "pequeña manada" de Jesús, se describe como "los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo" (Apocalipsis 12:17). Y así describe Dios el carácter de sus santos, los cristianos verdaderos: "Aquí está la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús" (Apocalipsis 14:12). Para que usted se cuente entre los verdaderos santos de Dios, los que escaparán de las siete últimas plagas, tendrá que tener esta fe viviente en el Dios Todopoderoso. Es la fe obediente, que nos llega cuando Jesucristo vive su vida en nosotros. Tendrá usted que comprender y guardar la ley espiritual de Dios tal como se revela en los diez mandamientos. Le rogamos leer y realmente estudiar este folleto, buscar cada una de las citas que en él aparecen y que lleve una vida conforma a la ley santa y espiritual de Dios.
Para entender correctamente los diez mandamientos y sentir toda la fuerza de su impacto, tomemos nota de la situación en la cual se promulgaron. Recordemos que Moisés y los israelitas habían conservado el conocimiento de que su Dios era el Creador del Cielo y la Tierra. Era el gran Gobernante de la Tierra, el que había producido el diluvio en tiempos de su antepasado Noé. Ya ahora el Dios verdadero los había salvado de la esclavitud en Egipto haciendo grandes milagros; los había sacado de Egipto y los había hecho atravesar las aguas del mar Rojo mientras estas se levantaban a lado y lado como una gran muralla.
Desde el paso del mar Rojo, Dios había comenzado a tratar con ellos y a recordarles las leyes que en parte habían olvidado. Antes de llegar al monte Sinaí, Dios hizo una serie de milagros que borró toda duda acerca de cuál era su día de reposo (Éxodo 16). En Éxodo 18, Moisés ya estaba juzgando al pueblo de acuerdo con las leyes y los estatutos divinos. Llegados al monte Sinaí, Dios no se propuso darles una ley nueva sino celebrar un pacto o convenio con ellos para que fueran su pueblo especial y para que Él fuera el Dios de ellos, con una serie de leyes, juicios y estatutos que ellos obedecerían. Como los diez mandamientos eran—y siempre serán— la ley espiritual básica de Dios (Romanos 7:14), estos se incorporaron como parte del convenio entre Dios e Israel.
Mucho antes del encuentro en Sinaí, Dios bendijo en forma especial a Abraham, "padre de todos los creyentes" (Romanos 4:11), "por cuanto oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes" (Génesis 26:5). Siendo los diez mandamientos leyes de Dios, santas y espirituales. Él las proclamó con gran intensidad y, al contrario del resto del convenio, las escribió con su propia mano. Éxodo 19 narra lo que estaba ocurriendo. Dios mandó que el pueblo se purificara y se preparara para el tercer día, cuando Él descendería sobre el monte (vs. 10-11). "Aconteció que al tercer día, cuando vino la mañana, vinieron truenos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y sonido de bocina muy fuerte; y se estremeció todo el pueblo que estaba en el campamento" (v. 16). Aquí Dios estaba manifestando su enorme poder como Creador de la Tierra, justamente cuando se proponía exponer los diez mandamientos con su propia voz. Mientras el Creador mismo descendía sobre el monte Sinaí en toda su gloria, "el humo subía como el humo de un homo, y todo el monte se estremecía en gran manera" (v.l8).
En este ambiente de gloria, majestad y poder. Dios pronunció los diez mandamientos ante el pueblo que, al pie de la montaña, temblaba de espanto y admiración. La intensidad de su voz debió sacudirlos al retumbar como el estruendo de un trueno (Salmo 104:7).
Fue así como Dios comenzó a pronunciar los diez mandamientos, mandamientos que revelaban a su pueblo las leyes de vida que traen éxito, felicidad y paz con Dios y con el hombre. En nuestra época actual, cuando se han impuesto el razonamiento humano, el agnosticismo y un materialismo creciente; es importante notar que el Todopoderoso habló primero no de la "fraternidad del hombre", sino de la obediencia y el culto al Creador como Señor y Gobernante del Cielo y de la Tierra y el Dios personal de quienes le sirven y le obedecen. "Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy el Eterno tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mi" (Éxodo 20:1-3). Este es el primer mandamiento y, como veremos más adelante, el más grande de todos. Estudie cuidadosamente las palabras de este mandamiento. ¡Medite en ellas como lo hizo David! "Yo soy el Eterno tu Dios" es una frase que revela más de lo que parece a primera vista. El "Yo" que hablaba con tan tremendo poder era manifiestamente el gran Creador del Cielo y de la Tierra. En su forma misma de presentarse, había demostrado su potestad como Creador, enviando truenos y relámpagos y sacudiendo el monte Sinaí físicamente como si fuese un simple trapo.
Ya que hemos visto el poder y el dominio con los cuales Dios se reveló al pronunciar los diez mandamientos en el monte Sinaí, veamos cómo cada uno de estos mandamientos, comenzando con el primero, se aplica personalmente a usted. Porque si nosotros nos decimos cristianos, recordemos que Jesucristo, el fundador del cristianismo, nos mandó vivir por cada palabra de Dios (Mateo 4:4). Y ciertamente, si pretendemos entrar en la vida eterna debemos, con su ayuda divina, andar conforme a sus mandamientos (Mateo 19:17).
¿Cómo, pues, se aplica a usted el primer mandamiento? "Yo soy el Eterno tu Dios", afirma el Creador. Aquel Dios de la creación, el Dios de Israel, el Dios de la Biblia, ¿es realmente el Dios de usted, a quien usted sirve y obedece? ¿O acaso ha inventado usted su propio dios o dioses falsos? ¿O está rindiendo culto erradamente, siguiendo las tradiciones de hombres que Jesús dijo lo harían adorar a Dios en vano? (Marcos 7:7). Usted necesita reflexionar sobre estas preguntas.
Dios hace saber a los cristianos: "Yo… te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre". Egipto en la Biblia es figura o símbolo del pecado. Todos los inconversos están sometidos como esclavos al sistema organizado y paganizado de este mundo, así como a sus propios apetitos personales. Cuando una persona se convierte de verdad, Dios la saca de esclavitud… y la persona sale voluntariamente y con gusto. Usted debe preguntarse si ha salido o no de las tradiciones y caminos falsos de este mundo; y si también se ha arrepentido de sus propios apetitos y pecados personales.
Dios ordena: "No tendrás dioses ajenos delante de mí".
¿Ha colocado usted algo en el lugar de Dios? ¿Su tiempo, su atención, su servicio; los dedica más a alguna cosa diferente del Dios verdadero? ¿Qué ídolo ha puesto entre usted y el Dios verdadero, el estudio de su Palabra y la obediencia a esta? El Eterno dice que "los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos" (Salmo 19:1). En sus páginas la Biblia declara que Dios es el verdadero Creador de la Tierra y del Universo. Es quien da vida y aliento a todas las criaturas (Génesis 1). Pregúntese sinceramente si piensa en Dios y lo adora como su Creador y como el que le da el aliento de vida. Debe hacerlo, porque esto es parte del mandamiento de adorar al Dios verdadero y de no tener dioses ajenos delante de Él.
Entre los grandes engaños del mundo, el más grande de hoy no es el ateísmo ni el comunismo, sino la doctrina pagana de la evolución, predicada por el dios falso de la ciencia. La evolución es un intento por explicar la creación sin el Creador. Niega al Dios verdadero y desconoce su naturaleza y potestad. La evolución se sitúa en la base misma de la "educación" en el mundo. Pero la sabiduría de este mundo es simple necedad para Dios (1 Corintios 1:20). La Biblia no solamente revela a Dios como el Creador sino como quien sostiene y rige su creación, interviniendo en los asuntos de sus siervos para guiarlos, bendecirlos y salvarlos. El rey David dijo: "Eterno, Roca mía y Castillo mío, y mi Libertador; Dios mío, Fortaleza mía, en El confiaré; mi Escudo, y la Fuerza de mi salvación, mi alto Refugio" (Salmos 18:2). Centenares de veces acudió a Dios rogando que interviniera para salvarlo de alguna calamidad. ¿Acude usted a Dios de igual manera? ¿O confía en su propia fortaleza o en recursos puramente humanos?
En Mateo 6:9 Jesús nos dice que al orar debemos dirigimos a Dios como nuestro "Padre". El Nuevo Testamento revela a Dios como Aquel a quien debemos recurrir con todas nuestras dificultades y problemas. Cual padre humano, vigila a sus hijos, los bendice y los protege. Y de igual manera, castiga a todos sus hijos amados (Hebreos 12:6). Desde el principio. Dios ha sido el Padre supremo de la humanidad. Al crear al hombre, dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza’, y señoree en los peces del mar…" (Génesis 1:26). Los humanos fuimos hechos según la figura de Dios, con su forma extema. Se le dieron ciertas responsabilidades y prerrogativas parecidas a las del mismo Dios: Dominio o gobierno sobre todo lo creado en la Tierra. Dios nos dotó de ciertas facultades restringidas para hacer o "crear", por así decirlo, cosas nuevas que no existían antes en esa forma. De este modo limitado, el hombre exhibe algunos atributos de Dios, pues el plan y propósito de nuestro Creador es que al final lleguemos a ser como Él, ¡glorificados como Él! (1 Juan 3:2). Con el tiempo, los hombres han de nacer del Espíritu, compuestos de Espíritu (Juan 3:6). Entonces seremos parte de la Familia divina gobernante, nacida del Espíritu. Dios ha dispuesto que todos los que superen la naturaleza humana en esta vida y que, guiados por su Espíritu en ellos, aprendan a guardar sus leyes perfectas, vengan a ser como Él, ¡nacidos dentro de su Reino y su Familia! Luego, después de esta vida de crecimiento y superación, después de este nuevo nacimiento espiritual, ejerceremos algunas prerrogativas del mismo Dios. ¡Seremos aptos para convertimos en miembros adicionales del Reino gobernante de Dios! (Si desea recibir una explicación detallada de ese nuevo nacimiento, solicítenos el folleto titulado: El misterio del destino humano, lo recibirá sin ningún costo para usted.)
Aun en este aspecto, la ciencia y la civilización compiten contra Dios, convirtiéndose así en dioses falsos. La ciencia moderna procura desesperadamente otorgarle al hombre un poder que excede en mucho sus capacidades mentales y espirituales para manejarlo. Como dijo el presidente norteamericano Eisenhower en su primer discurso de toma de posesión: "La ciencia parece dispuesta a conferimos como su don final, el poder de borrar la vida humana de este planeta". Ahora, viendo que lo hecho hasta el presente presagia la destrucción de la Tierra, los científicos están trabajando febrilmente por colonizar los cielos mismos. Y aquí en la Tierra nuestra sociedad insiste en la enseñanza paganizada de que el ser humano es el máximo juez del bien y del mal; ¡y pone al hombre en el lugar que corresponde a Dios y a sus leyes divinas! Aunque muchos no se den cuenta, tal actitud camal, la actitud de rechazo a Dios, se ha infiltrado en todas las facetas de la civilización.
La mayoría de quienes van a la iglesia una vez por semana para luego olvidarse de la religión ignoran qué es el verdadero culto a Dios. Creen que adorar a Dios es algo que se hace un día por semana en una iglesia. No comprenden que es algo que debe influir en cada pensamiento, palabra y acción todos los días de nuestra vida. En todo lo que pensamos, decimos o hacemos; estamos sirviendo o bien a Dios o bien a nuestros propios apetitos y a Satanás. El apóstol Pablo por inspiración divina lo explicó así: "¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?" (Romanos 6:16) ¡No hay término medio! O bien servimos a Dios todo el día deleitándonos en Él y en su ley, o bien servimos y obedecemos a nuestros propios impulsos y apetitos. Una clave para conocemos mejor al respecto es el tiempo. ¿A qué dedicamos nuestro tiempo? Porque el tiempo es vida. La Biblia dice que debemos estar siempre "aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos" (Efesios 5:16). ¿Cuánto tiempo dedica usted cada semana a estudiar y meditar en la Palabra y en la ley de Dios como lo hacía el rey David? ¿Cuánto tiempo dedicaba la oración intensa y fervorosa? ¿Cuánto tiempo pasa hablando de la Biblia con otros, enseñándola a su familia o escribiendo palabras de edificación espiritual para los demás?
Para la mayoría de quienes se consideran cristianos, la religión ocupa solo un rincón de la vida. Pero con todo amor y sinceridad les decimos que llegará un día en el cual comprenderán que una religión así es una religión falsa y una adoración falsa. De todo lo que Dios nos manda, ¿qué es lo más importante? Ante esta pregunta, nuestro Salvador Jesucristo respondió: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas" (Mateo 22: 37-40).
El destino de las naciones y de los individuos descansa sobre estos dos mandamientos. Si los hombres obedecen estos mandamientos tal como se encuentran expuestos y ampliados en la Biblia, ¡recibirán bendición! De lo contrario, quedarán bajo maldición, sometidos a la desgracia de su propia confusión y frustración. Tal como lo dijo Jesús, los escritos mismos de los profetas dependen de que las naciones obedezcan o desobedezcan la ley de Dios. Toda profecía escrita contra una nación muestra que Dios previo que esa nación iba a desobedecer, apartando los ojos de la ley y abandonando el cumplimiento de los mandamientos divinos. Las leyes de Dios son leyes inexorables, igual que la ley de la gravedad; y rigen el mundo en que vivimos.
Jesucristo dijo que el gran mandamiento es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. ¡Hemos de servir a Dios con todo nuestro ser! Siempre que pensamos, decimos o escuchamos algo bueno, hermoso o maravilloso, ¡debemos pensar en Dios! Recordemos estas palabras inspiradas del apóstol Santiago: "Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación" (Santiago 1:17). Porque usted ama a Dios, porque sabe que su camino es el correcto, porque realmente lo adora; debe meditar en la ley y en la Palabra del Creador todos los días, como lo hacía David. Debe estudiar la Biblia con regularidad para vivir conforme a toda Palabra de Dios. Debe orar a Dios siempre, con sinceridad y de todo corazón; tal como lo hacía Jesús, de lo cual nos dejó el ejemplo. Cada vez que encontremos en la Palabra de Dios que Él nos manda a hacer algo, debemos responder inmediatamente y sin titubeos: "¡Sí, Señor!". Sin discutir, razonar ni tratar de evadir el asunto como hacen tantos que se consideran cristianos.
Sabiendo que Él nos hizo y que nuestra vida le pertenece realmente, debemos presentar nuestro cuerpo "en sacrificio vivo", tal como Dios ordena (Romanos 12:1). Debemos servir y obedecer a Dios con todo nuestro ser y con el corazón bien dispuesto. Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para preparamos y para llevar adelante la obra de llegar a otros con el mensaje del venidero Reino de Dios, el cual traerá por fin paz a la Tierra. Nuestra actitud debe ser invariablemente como la de Jesucristo, nuestro ejemplo, quien, cuando se le pidió la vida, respondió: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lucas 22:42). ¡Esta es la verdadera adoración a Dios! ¡Así es como se guarda "el primero y el grande mandamiento"!
Enseñando en el monte de los Olivos, Jesús dijo: "De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el Reino de los Cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, este será llamado grande en el Reino de los Cielos" (Mateo 5:19). En su mensaje, Jesús estaba explicando, detallando y ampliando los diez mandamientos. Estaba demostrando que esta ley espiritual es una ley viviente como la ley de la gravedad o la inercia. Cuando quebrantamos la ley, ¡ella nos quebranta a nosotros! Hemos visto, pues, que cuando hombres o naciones atropellan el primer mandamiento: "No tendrás dioses ajenos delante de mí" (Éxodo 20:3), traen sobre sí una pena inexorable de sufrimiento y desgracia. Los hombres se aíslan y se separan de la fuente de su propio ser, del propósito de su vida, de las leyes que les traerían felicidad, paz y alegría. Las personas desligadas de Dios terminan vacías, frustradas y desdichadas. Y el destino final de toda persona separada de Dios es una muerte ignominiosa, sea por el horror de la guerra, la violencia, una enfermedad o la simple descomposición de la carne humana corruptible; sin esperanza ni promesa de vida eterna (Romanos 6:23; Apocalipsis 21:8).
El ser humano, aislado como está del culto verdadero al Dios verdadero, se halla incompleto. Sin embargo. Dios manda que lo adoremos solamente a Él: "No tendrás dioses ajenos delante de mí" (Éxodo 20:3). El segundo mandamiento habla de cómo adorar a Dios, qué errores evitar en nuestro culto y las bendiciones o penas que recaen sobre nuestros descendientes por la manera como adoramos al Dios Todopoderoso. "No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el Cielo, ni abajo en la Tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy el Eterno tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos" (Éxodo 20:4-6). La mente natural, física, clama en busca de algo que le ayude en su culto a Dios. Los seres humanos, siendo físicos, creen necesitar algún objeto físico, alguna "ayuda" en la adoración, algo que les recuerde al Dios invisible. Esto es precisamente lo que el mandamiento prohíbe. Jesús dijo: "Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren" (Juan 4:23).
Notemos que solamente los "verdaderos" adoradores son capaces de adorar al Padre en espíritu y en verdad. Muchos intentan rendirle alguna forma de culto, pero su concepto errado de Dios limita esta adoración, la cual acaba siendo mayormente en vano. "Dios es Espíritu, y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren" (v. 24). Tan pronto como las personas colocan algún objeto como representación de Dios, niegan la esencia misma de Él. Dios es la esencia de todo poder, toda sabiduría, todo amor. No tiene límites. Cuando una persona inventa su propia imagen mental o física de Dios, automáticamente limita, en su mente y en su culto, a un Dios que está por encima de toda limitación.
Después de enunciar los diez mandamientos. Dios le reiteró a Israel la prohibición contra toda forma de idolatría. "No haréis para vosotros ídolos, ni escultura, ni os levantaréis estatua, ni pondréis en vuestra tierra piedra pintada para inclinaros a ella; porque yo soy el Eterno vuestro Dios" (Levítico 26:1). Dios se muestra siempre opuesto a toda forma de ídolo o imagen que se emplee para fines de culto. Ahora bien, para que no haya malos entendidos, detengámonos en este punto para aclarar que Dios no condena el arte ni la escultura sino el hecho de poner un cuadro, imagen o representación para "inclinarse" ante este. En el mandamiento original en Éxodo 20:4-6 Dios no condena todo cuadro y toda imagen sino que puntualiza: "No te inclinarás a ellas, ni las honrarás". Lo que Dios condena, pues, es usar piezas de arte o escultura como formas de culto o como "ayudas" para adorarlo. La verdadera base de toda idolatría es que la humanidad voluntariosa y rebelde rehúsa someterse al Dios verdadero y adorarlo del modo que Él ordena. Sin conocer realmente al Creador, y carentes de su Espíritu, los humanos creen necesitar algún objeto o representación que les ayude a adorar su propio concepto humano de lo que es Dios. Notemos que este segundo mandamiento no habla de adorar un ídolo, lo cual queda prohibido en el primer mandamiento. El segundo prohíbe el uso de "ayudas" físicas en el culto al Dios invisible.
Quien realmente conoce a Dios como su Padre, quien vive en comunicación diaria con Él, no necesita una imagen, una estatuilla o un cuadro para ayudarse en la oración. Si alguien cree precisar este tipo de ayuda, es que sencillamente no ha llegado a conocer a Dios, y sin duda no tiene ni es guiado por el Espíritu Santo. Para adorar a Dios espiritualmente, hay que tener el Espíritu Santo. "Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de ÉL"(Romanos 8:9). Ahora bien. Dios otorga el Espíritu Santo solamente después del arrepentimiento genuino y del bautismo… y solamente a quienes le obedecen (Hechos 2:38; 5:32). Muy pocas personas en nuestros días se han sometido en verdadera obediencia a Dios para caminar con Él, dejando que gobierne cada pensamiento, palabra y acción. Por tanto, la mayoría de los seres no están realmente familiarizados con Dios sino que les parece lejano, irreal, nebuloso. En su lugar, vuelven los ojos hacia algún objeto físico que les ayude a comprender que existe y que está allí para escuchar sus oraciones.
Millares de personas en el cristianismo tradicional emplean en el culto estatuas o cuadros de un supuesto Jesucristo o los exhiben en su casa. ¿Qué dice la Biblia acerca de tales cosas? Para comenzar, es obvio que el segundo mandamiento prohíbe emplear cualquier cosa que represente a Dios o que pudiera convertirse fácilmente en objeto de culto. Sabiendo que Jesucristo es Dios (Hebreos 1:8), lo anterior sería una prohibición directa contra toda representación o semejanza de su persona. Además, para quienes deseen discutir el punto, tales imágenes de un supuesto Jesucristo no se parecen en nada a Él. Estando en la carne. Jesús era judío (Hebreos 7:14). Sin embargo, la mayoría de las representaciones lo muestran con rasgos que obviamente no son judíos. El apóstol Pablo, inspirado por el mismo Jesucristo, escribió lo siguiente: "La naturaleza misma ¿no os enseña que al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello?" (1 Corintios 11:14). Sin embargo, las supuestas imágenes de Jesús invariablemente muestran a un varón de cabello largo, suaves rasgos feminoides y una mirada tan sentimental como santurrona. ¡Este no es el Señor Jesucristo de la Biblia!
En realidad, el aspecto de Jesús indudablemente era muy varonil. Fue un carpintero en su juventud y pasaba la mayor parte de la vida al aire libre, incluso durante su ministerio. Por tanto, la mayoría de los crucifijos, cuadros e imágenes de Jesús son totalmente contrarios a las descripciones que de Él se dan en la Palabra sagrada de Dios. Tales representaciones dan, en todo aspecto, una impresión falsa del verdadero Jesucristo. Su fisonomía debió ser viril, curtida por el Sol. Su aspecto no era mujeril, pues llevaba el cabello corto como hombre. No tenía hermosos rasgos aristocráticos, ya que el profeta Isaías lo describió así: "No hay parecer en Él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos" (Isaías 53:2). Como ser humano. Jesús era un carpintero judío normal y saludable, de treinta y tantos años y de aspecto quizás algo recio. Con pasión y convicción empezó a predicar el mensaje del venidero Reino de Dios que gobernaría sobre la Tierra. Ahora bien, si pensamos en la apariencia de Jesús, debemos hacerlo, al menos en términos generales, en el aspecto que tiene hoy. Está descrito en Apocalipsis 1:14, 16: "Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego… y su rostro era como el Sol cuando resplandece en su fuerza". No siendo menos que Dios, Jesús tiene hoy un rostro radiante de esplendor y poder. No nos atreveríamos a mirarlo directamente. Muchos dirán que no adoran los cuadros o imágenes. Quizá sea cierto. Pero sin duda aquellas imágenes falsas y aquel concepto falso de Cristo se les vienen a la mente al orar o pensar en Él. De esta manera, las estatuas y representaciones falsas se interponen entre ellos y el Cristo verdadero, aislándolos de Aquel a quien pretenden adorar. Si usted emplea tales imágenes, ¡está infringiendo el segundo mandamiento! Y está limitando grandemente su concepto del Cristo viviente, quien se sienta glorificado a la derecha de Dios en el Cielo, su rostro deslumbrante ¡como el Sol en toda su fuerza!
Una forma de idolatría que se ve mucho en nuestros días es convertir en ídolo a la iglesia o sociedad a la cual se pertenece. Muchas personas tienen a la sociedad del mundo—sus dictados, costumbres y tradiciones—como un dios. Les aterra hacer cualquier cosa que sea vista como diferente o rara. Se sienten obligadas a conformarse al mundo y sus caminos. Sin embargo. Dios ordena: "No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento" (Romanos 12:2). Obedecer este mandato parecerá muy difícil a quienes andan convencidos de que otras personas deben tener la razón en lo que piensan, dicen y practican. La Biblia demuestra que en tiempos de Jesús muchas personas fracasaban en su culto "porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Juan 12:43).
Si usted obedece ciegamente las costumbres y tradiciones de su familia, su iglesia o su sociedad en detrimento de los mandatos de la Palabra divina; entonces comete idolatría. Tal grupo o institución se convierte en ídolo para usted ¡en lugar del Dios verdadero! Incluso los rituales en los servicios religiosos pueden encerrar peligro, pues por muy refinados que sean, los ritos de muchas instituciones comienzan y terminan con los sentidos físicos de los hombres y no son sustituto válido para el culto de Dios "en espíritu". La Biblia describe a la gente de nuestros días como personas "que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella" (2 Timoteo 3:5).
El verdadero Dios es el Creador y Gobernante del Universo, invisible y eterno. ¿Cómo debemos adorarlo? Él mismo nos lo dice: "Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi Palabra" (Isaías 66:2). A Dios hay que adorarlo directamente, con corazón humilde y bien dispuesto. Hay que estudiar la Palabra de Dios, dejarse corregir por ella de buena gana y temblar ante su autoridad en nuestra vida. Con un corazón que ha demostrado su entrega a Dios mediante el arrepentimiento y la obediencia, debemos orar de rodillas muchas veces por semana y también en silencio mientras cumplimos con nuestros deberes diarios. Debemos llegar a conocerlo y amarlo como nuestro Padre. Tal como se explica en este folleto, "este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos" (1 Juan 5:3). Al llevar una vida de obediencia basada en el camino de los diez mandamientos, estaremos amando y honrando auténticamente a nuestro Creador.
Hay que aprender a "caminar con Dios" como lo hicieron Enoc, Noé y Abraham. Hay que estar en comunión constante con Dios, sometidos a Él todos los días de la vida. Luego, guiados por su Espíritu, ni siquiera se nos vendrá a la mente la idea de usar una imagen, un ídolo o un cuadro como "ayuda" para la oración y adoración del Gobernante soberano del Universo y nuestro propio Padre en el Cielo.
Hemos visto que Dios prohibe hacer cualquier imagen o ídolo que lo represente: "Porque yo soy el Eterno tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos" (Éxodo 20: 5-6). Dios es nuestro Padre y como tal, se ocupa de nuestro bienestar eterno con celo y amor. Nos cela en el sentido de que no tolera que sus hijos adoren dioses falsos.
Desde luego que todo esto es por nuestro bien. Si persistimos en una forma de culto idólatra y vano. Dios dice que hará recaer nuestra iniquidad sobre nuestros hijos, nietos y bisnietos. Este principio tiene muchas ramificaciones, pero dentro del actual contexto encierra un significado muy obvio y directo. Si, en el culto, las personas colocan un ídolo, imagen o cosa alguna en lugar de Dios; y si caen bajo la influencia de ese falso culto, entonces no solamente se hacen mal a sí mismas ¡sino a sus hijos y nietos! El principio es que aquella idea falsa que tienen respecto del culto se transmitirá a sus hijos y producirá estragos en su vida y felicidad. Sotemne advertencia: Terrible cosa es pasar a los hijos un concepto falso de Dios. Es una de las cosas más terribles que pueden hacer los padres, pues debe ser obvio para todo creyente en la Biblia que el culto de los ídolos y de los dioses falsos ha causado gravísimos estragos en miles de millones de vidas. Aislados del conocimiento del Creador, incontables millones han caído en los engaños de Satanás (Apocalipsis 12:9), y como resultado han padecido guerras, descomposición familiar, hambre, esclavitud… y todo tipo de sufrimientos y degradaciones humanas imposibles de describir.
Pero junto con esta advertencia. Dios ofrece una promesa de misericordia a quienes estén dispuestos a adorarlo como lo manda. Es un Dios de amor y compasión, que hace "misericordia a millares" que lo aman y guardan sus mandamientos. Tomemos nota de un contraste extraordinario: La iniquidad de los padres recae solamente hasta la tercera y cuarta generación antes que Dios intervenga con un castigo misericordioso y un despertar a la verdad. En cambio, la misericordia de Dios recae hasta la milésima generación. Dios llama a los hombres a su presencia espiritual inmediata para que adoren a su Creador directamente. Nosotros podemos llegar a conocer al Dios del Universo como nuestro Padre personal. Podemos caminar con El diariamente. Podemos hablar con Él. Cuantas veces retrocedamos de este culto cara a cara del Dios eterno, estaremos haciendo daño a nuestro propio carácter por quebrantar el mandamiento divino. Tal es el significado y la fuerza del segundo mandamiento.
¿Puede usted asegurar que Dios ocupa el primer lugar en su vida? Una encuesta entre 1.500 estudiantes universitarios reveló que estos se declaraban leales en primera instancia a sí mismos, a su familia y a sus amistades; y en segunda instancia a la humanidad en general y a Dios. Es interesante que Dios ocupara el último lugar, aun entre estos jóvenes de mayor nivel educativo. Mas en la misma encuesta el 90 por ciento de los entrevistados dijeron creer en Dios. Semejante letargo espiritual y semejante falta pasiva de respeto por Dios, por la majestad de su rango y su poder; son indicativos de una tendencia creciente, incluso entre personas que se consideran cristianas y frecuentan una iglesia. La gente habla de religión y de Dios pero no demuestra una gran reverencia por su posición ni su nombre. Este cáncer espiritual lleva en sí el germen de la destrucción de nuestra sociedad occidental.
Al tratar del primero y del segundo mandamientos, encontramos que debemos cuidamos de convertir cosa alguna en un Dios; y de suplantar con ella al Dios verdadero. Aprendimos también que Dios nos manda a adorarlo directamente: andar con Él, hablar con Él, conocerlo de verdad y adorarlo en espíritu y en verdad. Igualmente, que no usemos ninguna imagen, cuadro ni objeto físico como ayuda para acordamos ni para adorar al gran Creador.
El tercer mandamiento tiene que ver con el nombre de Dios, su condición y su dignidad como Gobernante supremo del Universo: "No tomarás el nombre del Eterno tu Dios en vano; porque no dará por inocente el Eterno al que tomare su nombre en vano" (Éxodo 20:7). En la Biblia, los nombres personales tienen un significado. El nombre Abram se cambió a Abraham porque Abraham significa "padre de muchedumbre de gentes", y el destino de Abraham era precisamente este: convertirse en padre de mucha gente o naciones (Génesis 17:5). Igual sucede con el nombre de Dios.
Cada nombre y cada título de Dios revelan algún atributo de su carácter divino. Cuando estudiamos la Palabra de Dios, cada uno de los nombres que Él emplea para revelarse a nosotros nos enseña algo más sobre su naturaleza y carácter. En otras palabras, ¡Dios se llama a sí mismo por lo que es! Si los humanos emplean el nombre de Dios de un modo que niega el verdadero significado y carácter de Dios, entonces quebrantan el tercer mandamiento. Por medio del profeta Isaías, Dios proclama: "Oíd esto, casa de Jacob, que os llamáis del nombre de Israel, los que salieron de las aguas de Judá, los que juran en el nombre del Eterno, y hacen memoria del Dios de Israel, mas no en verdad ni en justicia" (Isaías 48:1).
Aquellos a quienes se aplica esta profecía emplean el nombre de Dios pero no obedecen la revelación divina que ese nombre encierra. Y por extraño que parezca, quienes repiten y repiten el nombre de Dios en sus sermones u oraciones están tomando su nombre en vano, ¡usándolo sin ninguna finalidad ni propósito serio! El mandamiento dice que "no dará por inocente el Eterno al que tomare su nombre en vano". La palabra hebrea traducida aquí como "inocente" puede traducirse igualmente como "limpio": "No dará por limpio el Eterno al que tomare su nombre en vano". El reflejo de la limpieza espiritual es nuestra actitud hacia el nombre de Dios. Si tomamos el nombre de Dios en verdad somos limpios. Si en vano, somos inmundos. ¿Comprende usted lo que esto significa? Sin duda indica que mejor le va a una persona que, movida por dudas religiosas sinceras, ha eliminado el nombre de Dios de su vocabulario, que a una persona que profesa el cristianismo y que habla de Dios constantemente ¡pero lo niega en su vida diaria!
El "Padre nuestro" indica que debemos "santificar" el nombre de Dios. También el tercer mandamiento habla directamente de cómo demostrar el respeto debido al nombre divino. Uno de los diez grandes puntos de la ley espiritual eterna se refiere precisamente a este punto. Ahora bien, vale aclarar, para quienes estén mal informados al respecto, que mostrar reverencia por el nombre de Dios no significa tratar de hablar hebreo o griego ni pretender pronunciar este nombre en los idiomas originales de la Biblia. Ciertas sectas le dan gran importancia a esto. Hay quienes sostienen que el nombre del Padre es "Jehová", otros dicen que es "Yahvé" y otros que es "Yawé". También hay otras variaciones. En realidad, es bien sabido que las vocales hebreas no se han preservado, de modo que nadie sabe exactamente cómo ha de pronunciarse este nombre hebreo de Dios. (Si desea mayor información sobre este tema, sírvase solicitamos el artículo titulado: La verdad sobre los "nombres sagrados". Se lo enviaremos sin ningún costo para usted.)
Explicando el significado de un nombre, el Vocabulary ofthe Greek Testamení (Vocabulario del Testamento Griego) de Moulton Milligan dice: "Mediante un uso similar a aquel del hebreo… [onoma, "nombre"] en el Nuevo Testamento denota el "carácter", "nombre", "autoridad" de la persona indicada" (pág. 451). Lo que es más importante, Daniel y Esdras, inspirados por el mismo Dios, emplearon la palabra aramea para Dios en nueve capítulos de la Biblia que escribieron en dicho idioma. Igualmente, todos los redactores del Nuevo Testamento, inspirados también, emplearon palabras griegas para la Deidad. La importancia del asunto, naturalmente, no está en el sonido fonético que se emplee para indicar a Dios ¡sino en el significado que sus nombres trasmiten! Así, la respetada autoridad en materia de lingüística bíblica antes citada demuestra claramente que el nombre de alguien representa su dignidad, autoridad y especialmente su carácter. Los nombres de Dios nos muestran cómo es Él. ¡Revelan su carácter! ¿Sabe usted cómo es Dios realmente? ¿Siente el respeto debido a su condición y su nombre? ¡Abra la Biblia y verifíquelo!
"En el principio creó Dios los Cielos y la Tierra" (Génesis 1:1). En este primer versículo de la Biblia, Dios se revela por su nombre hebreo Eiohim. Hay un solo Dios, pero en la Deidad, o Familia de Dios, ¡hay más de un miembro! Esta misma palabra, Eiohim, se emplea en Génesis 1:26: "Entonces dijo Dios [Eiohim]: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza". Aquí se ve claramente, en contexto con el pasaje, que más de una persona comparte el nombre de Dios, Eiohim. Esto queda bien claro en el Nuevo Testamento al revelarse que Dios Padre creó todas las cosas por medio de Jesucristo, quien estaba con Dios desde el principio (Juan 1:1-14; Colosenses 1:16).
Los pasajes citados revelan, pues, que Dios es más de un ser. Es Dios el Padre y también es el Verbo o Vocero que más tarde se convirtió en Jesucristo, al nacer en la carne. Esta relación Padre e Hijo demuestra que Dios es una Familia. Y la forma en que se emplea la palabra Eiohim en estos primeros pasajes del Génesis así como en otros, indudablemente indica ¡que Dios es la Familia o Reino Creador! Es interesante notar que Eiohim es de forma plural, pero se emplea en singular o plural según el contexto. Al ser Creador, Dios también es el Gobernante de su creación. Encontramos que al crear a la primera pareja. Dios les dio una bendición a la vez que una orden: "Fructificad y multiplicaos; llenad la Tierra, y sojuzgadla" (Génesis 1:28).
Sí, el Dios verdadero es Gobernante, y debemos obedecerle porque nos hizo y nos da el aliento de vida. En su trato con Abraham, Dios se llamó a veces El Shaddai, que significa "Dios Todopoderoso’’1. Por tanto, ¡Dios es la fuente de todo poder! Su nombre merece reverencia porque representa el origen de todo poder, de toda fuerza y de toda autoridad. El nombre que suele traducirse como "Jehová" en el Antiguo Testamento viene de las letras hebreas YHWH y a veces se escribe como YAWEH, YAHVEH o YAHVÉ.
La palabra hebrea original significa "Eterno" o "el que existe por Sí mismo". La palabra se emplea en Génesis 21:33, donde también se define: "Plantó Abraham un árbol tamarisco en Beerseba, e invocó allí el nombre de Jehová [YHWH] Dios eterno". Esta palabra hebrea, traducida aquí y en otras versiones como Jehová, revela el carácter de Dios como el que vive para siempre e indica su condición eterna en la relación de pacto con sus criaturas. Dios siempre ha existido y siempre existirá para cumplir sus bendiciones, sus promesas y el pacto con su pueblo. Nuestro Dios es el Eterno, el que existe desde siempre y para siempre.
Del principio al fin de la Biblia, el nombre de Dios se asocia con sus atributos: su potestad, su existencia eterna, su misericordia, su fidelidad, su sabiduría y su amor. Veamos cómo el profeta David asocia el nombre de Dios con su poder creador: "¡Oh Eterno, Señor nuestro, cuan glorioso es tu nombre en toda la Tierra! Has puesto tu gloria sobre los Cielos… Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la Luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?" (Salmos 8:1-4). Aquí vemos a Dios poniendo su gloria sobre los cielos. Luego David prosigue, mostrando cómo Él ha creado los cielos, la Tierra y al hombre. ¡Con razón se exige respeto a la dignidad y al nombre de Dios!
Muchas personas, en su lenguaje cotidiano, maldicen el nombre de nuestro Creador. Usan la voz para maldecir el nombre de Aquel que nos da la vida ¡y que nos da el propio aliento con el cual maldicen su nombre! Una expresión que se oye con alarmante frecuencia es aquella en que se le pide a Dios que maldiga a alguien. Ricos y pobres por igual sueltan la lengua con esta horrible maldición… muchos de ellos, convencidos de que al hacerlo logran "salirse con la suya" o demostrar su "machismo". Pero sería difícil encontrar a una persona normal que quisiera ver esta frase cumplirse respecto de otros con la totalidad de su terrible significado. Proferir esta frase es jugar con el nombre de Dios, pedirle que haga lo que nunca tuvo intención de hacer. ¡Dios jamás maldijo a nadie del modo que muchos parecen creer! ¡Semejante idea es una horrible herejía! La obra de Dios es una obra de salvación, y no privará a nadie de la vida eterna salvo a quienes por voluntad propia rechacen el camino divino. Dios dice: "Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi Palabra" (Isaías 66:2). Exactamente lo mismo puede decirse del profundo respeto y del temor reverente que debemos sentir por el nombre de Dios, el cual representa su carácter, su Palabra y sus propósitos.
En nuestra sociedad se ha vuelto costumbre usar el nombre de Dios en forma profana o invocar ese nombre para respaldar una aseveración. Más aún, muchas ceremonias legales invocan el nombre de Dios como forma de prestar un juramento. Al respecto, Jesucristo dijo: "No juréis en ninguna manera; ni por el Cielo, porque es el trono de Dios; ni por la Tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey" (Mateo 5:34-35). El nombre de Dios es tan sagrado que nos prohíbe invocarlo para respaldar nuestras palabras o juramentos. En los Estados Unidos, y felizmente en otros países, se reconoce la libertad religiosa de los ciudadanos y si bien los funcionarios públicos pueden pedir que uno levante la mano y "jure", muchos permiten usar la palabra "afirmo" en vez de "juro". Por otra parte, todos debemos saber que la simple afirmación o palabra formal de un cristiano temeroso de Dios ¡vale mucho más que diez mil juramentos hechos por un mentiroso en el banquillo de los testigos! Prueba clara de ello es la forma en que políticos, empresarios y aun profesores universitarios se burlan descaradamente tomando el nombre de Dios en vano precisamente de esta manera.
Refiriéndose al empleo de ciertas expresiones como títulos religiosos, Jesucristo dijo: "No llaméis padre vuestro a nadie en la Tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los Cielos" (Mateo 23:9). Aunque algunas entidades religiosas pisotean el mandato de manera obvia y hasta flagrante, la Palabra de Dios es bien clara.
¡Nuestro único Padre espiritual es Dios! Toda aplicación de esta palabra a un hombre a manera de título religioso constituye una blasfemia directa contra el Creador que hizo a todos los hombres, incluso a los seres humanos débiles y corruptibles que con arrogancia asumen y toman para sí lo que en realidad es un título divino. En cuanto a nuestro padre humano, desde luego que debemos decirle "padre", siguiendo el ejemplo dado por Dios mismo en el quinto mandamiento.
Pero en lo que se refiere a ciertos títulos religiosos, hasta el apóstol Pablo, uno de los más grandes siervos de Dios, se describió a sí mismo diciendo: "Sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien" (Romanos 7:18). Todo el que crea merecer un título indicativo de reverencia o adoración ¡tendrá que arrepentirse algún día de quebrantar el tercer mandamiento!
Al enseñar a sus discípulos, y a nosotros los cristianos, cómo orar; Jesús expuso la manera correcta de abordar al Dios Todopoderoso y la actitud de reverencia que debemos a su nombre y dignidad. Las primeras frases del llamado "Padre nuestro" en Mateo 6:9-10, llevan una puntuación incorrecta en algunas versiones bíblicas. Después de las palabras "Padre nuestro que estás en los Cielos", con las cuales el hombre invoca a Dios, vienen tres peticiones unidas, seguidas de una cláusula que se aplica a las tres (no solamente a la tercera). La siguiente sería la versión correcta: "Padre nuestro que estás en los Cielos; sea tu nombre santificado, venga tu Reino y sea hecha tu voluntad; como en el Cielo, así también en la Tierra".
La frase "como en el Cielo, así también en la Tierra", no se refiere únicamente a "sea hecha tu voluntad" sino también a "sea tu nombre santificado" y "venga tu Reino". Estos tres conceptos: La santificación del nombre de Dios, la venida de su Reino y el cumplimiento de su voluntad; son diferentes aspectos de una misma cosa. Me explico: Santificamos el nombre de Dios al acatar su Reino y su gobierno y al hacer su voluntad y cumplir sus leyes. Manifestar reverencia solo hacia el sonido fonético del nombre divino sería cumplir apenas una fracción del tercer mandamiento. Jesús preguntó: "¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?" (Lucas 6:46). ¡Orar sin obedecer es una forma sutil de blasfemia! Quienes se dicen religiosos y hablan mucho de religión y de Dios pero se niegan a obedecer su Palabra y sus leyes, pecan más que aquellos que siguen el camino de la carne pero al menos no se hacen pasar por piadosos. La hipocresía de las organizaciones y los individuos religiosos es infinitamente peor que el abuso del nombre divino en las calles. Las alabanzas ofrecidas a Dios pero contrarrestadas por la rebeldía contra sus caminos y sus leyes ciertamente constituyen blasfemia… ¡y es tomar en vano el nombre de Dios! El que predica u ora con elocuencia y actitud piadosa pero luego procede a quebrantar el más pequeño de los mandamientos (Mateo 5:19) blasfema al orar! Pero si bien puede engañar al mundo entero, ¡a Dios no lo engañará!
Hablando de los religiosos de la época, que rehusaban prestar total obediencia a la voluntad y a la ley de Dios, Jesús afirmó: "Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres" (Marcos 7:6-7). De modo semejante, muchos hoy profesan a Dios con los labios pero le rinden un culto en vano. "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos" (Mateo 7:21).
¡Que Dios le conceda a usted la voluntad de obedecer su voluntad y su ley! Que aprenda usted a adorarlo en espíritu y en verdad. Que aprenda a honrar y venerar su santo nombre, pues este representa su poder creador, su sabiduría, su fidelidad, su amor, su bondad, su paciencia y su misericordia infinita. Representa el carácter y la dignidad y la majestad del gran Dios ¡quien tiene el mando del Universo en sus manos!
¿Por qué nació usted?¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuál debe ser nuestra meta en la vida, y cuáles son las leyes vitales que permiten alcanzar esa meta? ¿Cuánto tiempo pasa usted semanalmente meditando en estas cuestiones tan importantes?
La mayoría de las personas se encuentran tan ocupadas con los afanes diarios de la vida que no dedican tiempo alguno a los aspectos espirituales. Al preguntarles sobre la oración o el estudio de la Biblia, la mayoría de las personas responden que sencillamente "no hay tiempo" para esas actividades religiosas. El ciudadano corriente vive tan ocupado con su trabajo durante el día y con la televisión, el cine, las fiestas y los deportes en las noches y los fines de semana, que ignora cuáles son los fundamentos de su propio credo. Es tan grande y tan pueril la ignorancia de muchos respecto de las verdades fundamentales de la Biblia, que ni siquiera pueden nombrar los cuatro Evangelios. Dios les parece lejano. La Biblia es "para los viejos o los predicadores", los únicos que la leen y la entienden.
Sin embargo, la mayoría de esas mismas personas seguramente dirán que esperan "mejorar" algún día. La pregunta es: ¿Cuándo?
¿Cuándo sacaremos tiempo para llegar a conocer realmente a Dios? ¿Cuándo sacaremos tiempo para estudiar la Biblia, para orar con fervor al Creador como nuestro Padre, para meditar en las leyes y los propósitos de la vida? Para la mayoría, la respuesta probablemente sea "nunca", a menos que aprendan a obedecer el cuarto mandamiento del Dios Todopoderoso. La obediencia a este mandamiento tan desconocido es factor importantísimo en el acercamiento de hombres y mujeres al Dios Creador, a sus bendiciones y a su guía para la vida.
Hemos visto ya el pecado tan extendido de suplantar al Dios verdadero con otros dioses. Hemos aprendido que Dios nos manda adorarlo directamente, evitando el uso de cuadros, imágenes u objetos físicos para "acordarnos" del gran Creador o para "ayudamos" a rendirle cuitó. Y hemos escuchado las advertencias contra el usar en vano el nombre del Dios Todopoderoso, nombre que representa la majestad, el carácter, el poder de Dios y su dignidad de Gobernante supremo sobre todo el Universo. El cuarto mandamiento completa la primera sección del decálogo, que trata de la relación entre el hombre y Dios. Este mandamiento dispone que se guarde a perpetuidad cierta señal de la relación entre Dios y el hombre: "Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra; pero el séptimo día es de reposo para el Eterno, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puertas, porque en seis días hizo el Eterno los Cielos y la Tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, el Eterno bendijo el sábado y lo santificó" (Éxodo 20:8-11, R.V. 1995).
Este cuarto mandamiento es, en su redacción, el más largo de todos. Se halla situado en un lugar bien resguardado, por así decirlo, en medio de los mandamientos restantes. Pero tristemente, es el mandamiento contra el cual más discuten y razonan los hombres, y el que más pronto procuran arrancar y separar del resto de la ley divina. Notemos que comienza con la orden: "Acuérdate". Este modo de plantear el mandamiento demuestra que el pueblo de Dios ya lo había recibido y entendido, y que al incorporarlo como parte de su pacto, Dios estaba trayendo a la memoria un mandato espiritual que ellos ya conocían: "Acuérdate del sábado para santificarlo". Los mortales no podemos santificar lo que no es santo ya. La orden de santificar el sábado quiere decir que respetemos y conservemos el carácter santo que Dios ya le imprimió a ese día.
Ahora bien, para captar plenamente el significado de este mandato divino tenemos que saber quién santificó, o hizo santo, el séptimo día y cuándo lo hizo. Recordemos que según nuestro Señor: "El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado. Por tanto, el Hijo del Hombre es Señor aun del sábado" (Marcos 2:27-28, R. V. 1995). Todo lo hecho tiene un hacedor. Notemos también que según Jesús, el sábado no se hizo para el pueblo judío solamente sino para el hombre, es decir, para toda la humanidad. Jesús también dijo que Él, Jesucristo, es "Señor" del sábado. De este modo afirma que Él no es el destructor sino el amo o dueño del sábado. Jesús guardaba el sábado en su vida humana, y muchos versículos de los cuatro Evangelios exponen lo que enseñó sobre la manera correcta de guardar ese día y de librarlo de las tradiciones añadidas por los judíos. Pero antes de seguir adelante, respondamos a la pregunta: ¿Quién hizo el sábado?
Para comprender bien el mandamiento de acordarse del sábado y santificarlo, y para comprender quién fue el que hizo el sábado, tenemos que leer un pasaje que habla del comienzo mismo de la creación. Se trata del primer capítulo del Evangelio según Juan en el Nuevo Testamento: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho" (Juan 1:1-3). Vemos aquí a Jesucristo descrito como el "Verbo" o "Vocero" (como puede traducirse también el griego original). Este pasaje revela que Jesucristo estaba con el Padre en el principio y que sin El—sin Jesucristo—no se creó nada.
Como segunda persona de la Deidad, fue el instrumento que el Padre utilizó y por medio del cual hizo realidad la creación. Refiriéndose a Cristo, el apóstol Pablo dijo por inspiración divina que "todo fue creado por medio de Él y para Él" (Colosenses 1:16).
En Hebreos se describe a Cristo como el Hijo de Dios: "…el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el Universo" (Hebreos 1:2). Estos pasajes, y muchos otros, demuestran que fue Él aquel ser de la Deidad que cumplió la labor creadora y que más tarde se convirtió en Jesucristo. Fue Él quien dijo: "Sea la luz; y fue la luz" (Génesis 1:3). Fue Él quien creó al hombre y lo colocó en el huerto del Edén. Hablando específicamente de Aquel que hizo la creación, el redactor inspirado del Génesis dice: "Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación" (Génesis 2:2-3).
Jesús dijo que el sábado se hizo para el hombre. Ahora vemos que el sábado fue hecho precisamente cuando se hizo al hombre. ¡Y fue hecho por aquel Ser divino que más tarde se convirtió en Jesucristo! Se hizo como parte intrínseca del medio que rodeaba a la humanidad y que había sido creado en siete días. Notemos que Dios "bendijo" al séptimo día y lo "santificó". No confirió tal honor a ninguno de los seis días anteriores. Cuando Dios bendice algo, le concede su favor y presencia divinos. La palabra "santificar" significa apartar para uso o propósito santo. Vemos así cómo en el acto mismo de la creación. Dios concedió su favor divino y apartó para uso santo cierto lapso de lo más duradero que hay: el tiempo.
Ciertamente, lo que ahora sabemos sobre el sábado nos permite captar mejor el hondo significado de aquel mandamiento que dice: "Acuérdate del sábado para santificarlo". Dios, por medio de Jesucristo, santificó el séptimo día de la semana. Y con toda su autoridad como Creador nuestro, ¡nos ordena que lo mantengamos santo! El sábado, pues, es tiempo santo. Y es tiempo que se hizo para el hombre, ¡como una gran bendición para toda la humanidad! Nuestro Creador sabía que necesitaríamos un período para el descanso y el culto cada séptimo día, y con este fin creó el sábado. Cada uno de nosotros se inclina a dejarse absorber por los afanes cotidianos, el trabajo y los pasatiempos durante la semana. Nuestro Creador previo que sería así, y apartó su día de reposo como tiempo consagrado en el cual podemos olvidar nuestra rutina diaria y acercamos más al Dios Creador mediante el estudio, la meditación y la oración. Hoy la humanidad necesita urgentemente ese período de tiempo para cultivar una verdadera comunión con su Hacedor y su Dios. El tiempo que dedicamos a pensar en Dios y a adorarlo, a orar, a meditar en el propósito de la existencia humana, y a estudiar las leyes de vida reveladas por Dios; es un tiempo que nos infunde fuerzas y un sentido de propósito para las actividades de la vida que debemos cumplir los otros seis días de la semana. ¡El sábado es una de las bendiciones más grandes que jamás se hayan otorgado a la familia humana!
Entendiendo que el mandato del sábado es tan obligatorio como los mandatos contra el asesinato y el adulterio, procedamos a analizar y explicar este mandamiento divino y cómo se aplica a nuestra vida hoy. El cuarto mandamiento contiene una parte expositiva y explicativa seguida de dos órdenes fundamentales, que son, primero: "Acuérdate del sábado para santificarlo" y segundo: "Seis días trabajarás, y harás toda tu obra".
Los seis primeros días de la semana se han asignado, por autoridad divina, a los asuntos y labores del hombre. Es voluntad de Dios que los humanos trabajen y se ganen el pan cotidiano. El perezoso que habitualmente desperdicia el tiempo durante los seis días de la semana es tan culpable a los ojos de Dios como el que trabaja el séptimo día. El que es perezoso termina como harapiento, y su mente y manos indolentes lo arrastran a muchos vicios y pecados. Esta segunda parte del mandamiento del sábado ¡es tan obligatoria como la primera! Quien nunca trabaja es inepto para rendir culto a Dios. El trabajo que se cumple con dedicación y honradez durante seis días es en sí un acto de adoración y de obediencia a Dios. Él nos ha situado en un mundo que contiene todo lo necesario para nuestro bienestar material, ¡pero debemos trabajar para conseguirlo! Esto cabe dentro de la intención original de Dios, pues Él colocó a la humanidad en el huerto del Edén "para que lo labrara y lo guardase" (Génesis 2:15).
Por otra parte, el que nunca interrumpe sus asuntos e intereses cotidianos para adorar tal como Dios manda en el séptimo día que santificó y apartó, será incapaz, por su falta de contacto con el Hacedor, de alcanzar el más alto nivel en el desempeño de su trabajo y de su servicio y en la satisfacción de una labor bien cumplida. Nosotros podemos guardar el día de reposo y renovación espiritual sabiendo que Dios nos va a bendecir y prosperar, puesto que Él mismo ha ordenado que lo hagamos.
Normalmente hablando, si dejáramos de trabajar cada tantos días para tomar un descanso necesario, es de suponer que nos atrasaríamos en el trabajo y las finanzas. Pero Dios mismo ha activado una gran ley. Los diez mandamientos son leyes activas y vivientes, lo mismo que la ley de la gravedad. Son leyes que funcionan automáticamente. La ley del sábado, respaldada por la potencia del Creador, dice que si nos detenemos a descansar y rendir culto al Dios Todopoderoso el séptimo día de cada semana, seremos tan bendecidos en nuestras labores los seis días restantes ¡que ello compensará con creces lo que habríamos obtenido al trabajar el día sábado de Dios!
¿Se da usted cuenta de lo que significa esto? Una manera de verlo es que Dios nos está dando unas vacaciones pagadas cada séptimo día. Ahora bien, estas vacaciones no son únicamente para fines de descanso físico, sino que son un tiempo para la adoración, para la rededicación espiritual, para contemplar los propósitos espirituales y poner en práctica las leyes de vida que Dios ha establecido. Al guardar el séptimo día—día que Dios ha santificado y que es el único que señala hacia la creación—el hombre se pone en comunicación estrecha con su Dios y Creador. Es así porque la presencia misma de Dios y su bendición divina se manifiestan de modo especial en este día que ha apartado y santificado.
La nuestra es una época de ajetreo como ninguna. Es una época en que la gente parece tener poco o ningún tiempo para contemplar los propósitos espirituales y las metas de la vida; o sea los temas más importantes y los que más merecen nuestra atención. La espléndida bendición del sábado es que nos concede el tiempo para contemplar estos temas, los más importantes de la vida, y para intimar con nuestro Dios y Creador; privilegio que pocos tienen en nuestros días. Si la humanidad guardara de verdad el sábado, ¡se mantendría en contacto con Dios! Sin este contacto nos desviamos del propósito mismo de nuestra existencia, de las leyes que determinan nuestro éxito o fracaso en la vida, de la comprensión de quiénes somos, adonde vamos y cómo podemos llegar allí. Sin este contacto con el Creador, la vida humana se reduce al vacío, la frustración, la vanidad. En esta época más que en ninguna otra, el hombre necesita aquel contacto con Dios, aquella fortaleza y comprensión espiritual, aquella bendición y guía divina que se adquieren mediante la observancia correcta del día sábado de Dios.
Nuestro Señor Jesucristo, el ejemplo que todo cristiano debe seguir, nos enseñó mediante su propia vida y acciones que el sábado es un día de santa convocación (asamblea o reunión) obligatoria para el pueblo de Dios, tal como dice Levítico 23:3. El ejemplo de Jesús y el modo como acostumbraba guardar el sábado aparecen en Lucas 4:16, donde leemos que "el sábado entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer" (R. V. 995). Ciertamente el sábado es un día para que los siervos que Dios ha llamado le sirvan y le rindan culto. Y es un momento para predicar y exponer la Palabra de Dios así como sus leyes vivientes. Todo verdadero cristiano, pues, tiene el deber de buscar aquella Iglesia donde pueda adorar a Dios "en espíritu y en verdad", una iglesia que guarde correctamente el verdadero día de reposo del Dios Creador; y una iglesia donde los cristianos realmente aprenden a vivir por cada palabra de Dios.
Varias iglesias creen en el cuarto mandamiento, pero la mayoría quebrantan, en su enseñanza y en la práctica, uno o más de los nueve mandamiento restantes. Jesús fundó la única Iglesia verdadera (Mateo 16:18) y solamente ella guarda todos los mandamiento de Dios. Usted debe conocer esa Iglesia. Lo invitamos a escribir inmediatamente para pedir información gratuita sobre la Iglesia de Dios. También le ofrecemos servicios personales para ayudarle a comprender dónde se encuentra esa Iglesia y para ayudarle con cualquier pregunta que tenga. La Iglesia del Dios Viviente tiene ministros en muchos países. Son personas capacitadas para aconsejarlo a usted personalmente y a contestar cualquier pregunta que tenga sobre la Iglesia o sobre cómo guardar el sábado. Naturalmente, nadie lo visitará a usted sin invitación, pero si voluntariamente desea hablar de estos temas tan importantes con un siervo de Dios dedicado y apto para hablar de ellos, por favor escríbanos. Será un gusto para nosotros enviar a uno de nuestros ministros a visitarlo.
¡Aprenda a guardar el sábado de un modo positivo! Aproveche el séptimo día que Dios ha santificado, conforme a lo que Él desea: Para descansar de sus labores en el mundo, para orar, estudiar y meditar en la Palabra divina y en el propósito de la existencia humana. Saque tiempo para hacer bien a los demás, para atender a los enfermos, para visitar a los afligidos. Reúnase con otros cristianos auténticos en el día sábado si le es posible. El séptimo día, que Dios hizo santo, es el tiempo que bendijo y que dispuso para descanso, adoración y contemplación de los elementos esenciales que determinan el sentido de la vida. Si usted tiene dudas sobre el día en que debe guardar el reposo, escríbanos para solicitar nuestro folleto ¿Cuál es el día de reposo cristiano?, se lo enviaremos sin ningún costo para usted. Cuando entendemos bien el cuarto mandamiento y guardamos correctamente el sábado santo de Dios, comprendemos que es una de las bendiciones más grandes que Dios haya dado a los hijos de los hombres. ¡Es una señal de identidad entre la humanidad y el Dios verdadero! Acuérdese del día sábado… ¡y santifíquelo!
La violencia y la insolencia juveniles son características de la era en que vivimos. La descomposición de los hogares va en aumento. La delincuencia juvenil rebasa todo límite. Hace unos años, una de las más respetadas autoridades norteamericanas en materia de problemas juveniles, el juez Samuel S. Leibowitz, se propuso buscar la razón de aquella frustración que aqueja a los jóvenes norteamericanos. Decidió visitar la nación occidental donde la criminalidad juvenil registrada era la más baja de todas: Italia. Indagó entre funcionarios docentes y autoridades policiales de todo el país, y la respuesta en todo el territorio italiano fue la misma. Los jóvenes en Italia respetan a la autoridad. El juez Leibowitz tuvo que visitar los hogares italianos para saber por qué. Encontró que aun en los hogares más pobres, la esposa y los hijos respetaban y honraban al padre como jefe de familia. Constató que el mundo moderno, con su actitud tolerante que permite a los niños hacer cuanto les plazca, no produce una juventud feliz y equilibrada. En realidad, los jóvenes desean sentir directrices sólidas de disciplina y reglas a su alrededor, líneas de conducta que definan su mundo y les indiquen hasta dónde pueden llegar. Al niño hay que disciplinarlo para que haga aquellas cosas que no necesariamente desea hacer, tal como se esperará de él cuando sea adulto. Desde la infancia, el niño debe aprender a respetar y a obedecer a sus padres.
El juez Leibowitz concluyó su investigación con una solución concisa al problema de la delincuencia juvenil: "Situar al padre nuevamente en su lugar como jefe de la familia". Esta extraordinaria respuesta a los problemas juveniles, planteada por tan eminente autoridad, es más profunda de lo que quizá parezca, pues llega a la raíz misma del problema: la falta de un hondo respeto por la autoridad que comienza en la infancia y prosigue toda la vida. Este problema tiene su origen en la niñez, ¡en el hogar! Mucho antes que el niño sepa de la existencia de escuela, iglesia o nación; ya está formando ciertos hábitos y actitudes hacia las personas ue son sus superiores en el hogar, la guardería infantil y el vecindario. No hay duda que esta parte de su carácter, formada desde la infancia, influirá en sus pensamientos y acciones ¡por el resto de su vida!
Los cuatro primeros mandamientos definen la relación del hombre con Dios. Nos enseñan la magnitud del poder y el nombre de Dios, y nos exhortan a recordarlo como Creador de todo lo que existe. El quinto mandamiento ocupa el primer lugar entre los que rigen nuestras relaciones humanas. No solo es el más importante de estos, como se ve cuando logramos entender su significado a fondo, sino que sirve de "puente" entre las dos secciones del decálogo. La obediencia al quinto mandamiento guarda un nexo inevitable con la obediencia y la honra que damos al propio Dios. Nuestro Creador así lo sabía cuando inspiró este mandamiento como "el primer mandamiento con promesa" (Efesios 6:2). "Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la Tierra que el Eterno tu Dios te da" (Éxodo 20:12). ¿Por qué hemos de honrar a nuestros padres? La respuesta revela la profundidad de este mandamiento y sus verdaderas repercusiones.
Ojalá todo padre y madre en la Tierra llegue a comprender cómo la obediencia o desobediencia a este mandamiento divino ejerce una enorme influencia sobre la vida futura del niño. El mandamiento es uno de los diez grandes puntos de la ley espiritual y eterna de Dios. En tiempos del Antiguo Testamento la pena impuesta por violar directa y flagrantemente esta ley era la muerte: "El que hiriere a su padre o a su madre, morirá… Igualmente el que maldijere a su padre o a su madre, morirá" (Éxodo 21:15, 17). ¡Así de importante es el mandamiento ante los ojos de Dios! El hogar y la unidad familiar forman la base de toda sociedad decente. Y la relación de los hijos con sus padres es una representación exacta de la relación espiritual entre los verdaderos cristianos y su Dios. El carácter que se va formando mediante las lecciones aprendidas en tal relación puede durarle al niño el resto de su vida ¡y por toda la eternidad! A los ojos de un niño pequeño, los padres ocupan el lugar de Dios mismo porque ellos, amorosos y cariñosos, son sus proveedores, protectores, maestros y legisladores. La formación temprana del niño y su manera de responder a esta relación determinarán en gran medida cómo va a responder más tarde a sus relaciones más amplias con la sociedad. En última instancia, afectarán también su relación con su Padre espiritual en el Cielo.
Muchos pasajes del Nuevo Testamento amplían este mandamiento. El apóstol Pablo escribió: "Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa" (Efesios 6:1-2). El mandato original de honrar a padre y madre se aplica a todos nosotros y por toda la vida. Pero este pasaje les dice a los hijos específicamente que obedezcan a sus padres "en el Señor". Es imprescindible que los niños, carentes de experiencia y de criterio, aprendan a obedecer a sus padres instantáneamente y sin cuestionar. Ahora bien, se les debe explicar de tiempo en tiempo el porqué de esto, pero en el momento de impartirles una orden ¡no siempre hay tiempo y oportunidad para detenerse en explicaciones! De ahí la importancia imperativa de que los niños adquieran el hábito de obedecer a sus padres sin cuestionar. Es así porque mientras el niño no haya madurado, sus padres ocupan el lugar de Dios para él. Y Dios tiene a los padres por responsables de enseñar y dirigir al niño correctamente.
Por implicación directa, el quinto mandamiento les exige a los padres ser honorables. Para recibir honra, hay que ser honorable. Todo padre y toda madre deben comprender que representan a Dios ante sus hijos. Deben llevar una vida que merezca el respeto y la reverencia de sus hijos. Luego, deben enseñar a sus hijos a honrar y respetar a ambos padres. A medida que los niños maduran, los padres deben enseñarles sobre la existencia del gran Padre espiritual de todos, el Creador del Cielo y de la Tierra, el Gobernante del Universo, Dios Todopoderoso. Los padres cristianos deben enseñar a sus hijos a honrar y obedecer a su Padre espiritual coh amor y fe aun más implícitos que a sus padres terrenales. La lección más grande que se le puede enseñar a un niño, o a cualquiera, es la de temer y obedecer a Aquel que dio origen a la vida. A los niños, pues, se les ha de enseñar el hábito de la obediencia. Deben aprender a respetar la autoridad. Con el tiempo, si se les abre la mente para conocer al Padre supremo de toda vida, ya habrán adquirido la base del carácter que Dios pide: obediencia amorosa a Dios y profundo respeto por todas las leyes y la autoridad constituida.
El apóstol Pablo reiteró la bendición inherente en el quinto mandamiento: "Para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la Tierra" (Efesios 6:3). Con la obediencia al quinto mandamiento se forman automáticamente hábitos y un carácter que conducen a una larga vida. Un joven así formado evitará la osadía, la violencia, las malas amistades y la rebeldía contra la autoridad que con frecuencia llevan a una muerte prematura. Y en última instancia, quienes aprendan a respetar y a obedecer a sus padres y más tarde, gracias a esta formación, a Dios mismo; ciertamente serán "de larga vida sobre la Tierra". Porque, como dijo Jesús: "Bienaventurados los mansos [los humildes y obedientes], porque ellos recibirán la Tierra por heredad" (Mateo 5:5).
También hay muchas bendiciones cotidianas que le llegan al hijo obediente. Una de ellas, y no la menor, es el sentimiento de seguridad. Como bien lo señaló el juez Leibowitz, si no le señalamos al niño los límites de su actividad, será un niño confundido. Pero si los padres le hacen saber cuáles son esos límites, y si el niño permanece dentro de ellos, se le quita de encima una responsabilidad que realmente corresponde a sus padres; cosa que él intuye en forma innata. Otro problema que se alivia es la frustración.
El hijo desobediente es un hijo frustrado, con la mente acosada por sentimientos de culpabilidad y rebeldía. El hijo que ama, honra y obedece a sus padres es realmente un hijo bendecido, un hijo más inclinado a llevar una vida realmente feliz, libre de angustias y orientada por un propósito. En su vida espiritual pasará por la hermosa secuencia natural de honrar a sus padres a adorar con alegría a su Dios.
Hasta ahora hemos visto ante todo cómo se aplica el quinto mandamiento a los niños y jóvenes. Pero el mandamiento de honrar a los padres se dirige no solamente a los niños sino a todo el mundo.
Quizá llegue un momento en la vida de una persona en que deje de ser necesario, o incluso correcto, obedecer estrictamente a sus padres; pero jamás debe llegar el día en que deje de honrarlos. La palabra "honrar" tiene un significado mucho más grande que el de obediencia. Indica un gran respeto por el valor, mérito o rango. Denota una enorme estimación y reverencia. La persona que ha obedecido a sus padres en la niñez, manifiesta su respeto por ellos más tarde, agradeciendo más hondamente los cuidados y las enseñanzas que le brindaron en el pasado. Este respeto se expresa en forma de cortesía, consideración y obras bondadosas. Al ir madurando, nos damos mayor cuenta de que nuestros padres fíeles y amorosos dedicaron horas incontables de trabajo, angustia y oración fervorosa por nuestro bien. Cualquier adulto decente debe sentir una enorme satisfacción cuando manifiesta a sus padres el mismo amor que ellos le prodigaron. En el ocaso de la vida, muchos padres anhelan el afecto y la compañía de sus hijos, mucho más, quizás, que cualquier otra bendición. Reflexionemos y aprovechemos toda oportunidad de devolver el amor que nuestros padres tan generosamente nos dieron.
Para vergüenza eterna de muchas sociedades que se dicen cristianas, millares de padres y madres ancianos se ven obligados a sobrevivir con los centavos que les llegan de entidades oficiales. En muchos casos los hijos pueden brindar más ayuda material a sus padres, pero no están dispuestos a hacerlo. Jesucristo aplicó con vehemencia el quinto mandamiento precisamente a este problema.
En su época, había quienes dejaban de ver por las necesidades de sus padres y se justificaban diciendo que los recursos que podrían usar para este fin eran "corbán", o sea, dedicados al servicio del altar. No se trataba de fondos que tuvieran como parte del diezmo de Dios, sino de una ofrenda adicional que se empleaba para ganarse el favor de Dios. Reprendiendo a estos religiosos hipócritas, Jesús dijo: "Bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente" (Marcos 7:9-10). Ahora veamos cómo estos hipócritas se valían de razonamientos para incumplir el mandamiento. Jesús prosiguió: "Vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre o a la madre: Es corbán (que quiere decir, mi ofrenda a Dios) todo aquello con que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre, invalidando la Palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido" (vs. 11-13). Jesús condenó a estos hipócritas. Sus palabras enseñan claramente que el cristiano debe proveer asistencia material y económica a sus padres ancianos siempre que ellos la necesiten y que sea posible brindarla. No puede justificarse diciendo que todos sus fondos extras son "para dedicarlos a Dios". Lo que hemos explicado es parte de nuestra obediencia al quinto mandamiento.
Jesucristo vivió el mensaje que enseñaba. Su vida personal fue un ejemplo dramático de obediencia al quinto mandamiento. Justo antes de morir, dijo: "He guardado los mandamientos de mi Padre" (Juan 15:10). Mediante la obediencia a su Padre celestial, y también a sus padres humanos. Jesús creció en sabiduría y madurez. Y en medio de su agonía final, víctima de una de las formas de muerte más crueles jamás ideadas, honró y amó a su madre hasta el final. El apóstol Juan narra esta escena, que presenció momentos antes de que Cristo muriera colgado en el madero: "Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien Él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa" (Juan 19:26-27). Vemos aquí a Jesús asegurando que su madre tuviera quién la cuidase después de su muerte.
En esos instantes, cuando cualquier hombre estaría pensando en sí mismo, Jesús tuvo presente el quinto mandamiento y expresó su amor y honra por la mujer que lo dio a luz, que lo alimentó desde la infancia, que le enseñó las Sagradas Escrituras y que ahora se encontraba de pie ante Él, sin avergonzarse, llorando su muerte en aquel espantoso lugar. Recordemos siempre el ejemplo perfecto de Jesucristo: "Honra a tu padre y a tu madre, como el Eterno tu Dios te ha mandado, para que sean prolongados tus días, y para que te vaya bien sobre la Tierra que el Eterno tu Dios te da" (Deuteronomio 5:16).
La nuestra es una era de odios y violencia. Una era de rivalidad intensa, de choques y tensiones personales. Las naciones de la Tierra, y los individuos que las componen, acondicionan la mente y la conciencia a la probabilidad del asesinato en masa y posiblemente del suicidio mundial. Naturalmente, semejante situación hace estragos en los ideales y principios espirituales de los pueblos. Los efectos de la situación se sienten ahora mismo, mientras usted lee este folleto. Hemos visto las bendiciones que llegan cuando se adora y respeta al único Dios verdadero, cuando se muestra reverencia por su nombre y dignidad, cuando se santifica y guarda su día sábado con un conocimiento acertado del Creador, y cuando honramos a padre y madre en su alta dignidad que es reflejo directo de la paternidad de Dios y su amor por todas las criaturas. En todos estos mandamientos hemos visto amor, sabiduría y bendiciones. Igual sucede con el sexto.
Entre truenos y relámpagos, y mientras el monte Sinaí se estremecía, la voz de Dios tronó el sexto mandamiento: "No matarás" (Éxodo 20:13). Muchas autoridades en materia de la Biblia consideran que la palabra "homicidio" es una traducción más correcta del hebreo original inspirado que la palabra "matarás", puesto que se puede matar sin cometer homicidio. Es importante comprender que Israel en la antigüedad recibió únicamente la letra de la ley divina pero en cambio, los cristianos han de vivir por todo el espíritu y la intención de la ley tal como fue ampliada por Cristo mismo. Según la letra original de la ley, lo que se prohibía era matar intencionalmente, o sea asesinar. Recordemos que el "libro del pacto" dado por Dios a Israel les ordenaba matar o ejecutar a los culpables de crímenes graves (Éxodo 21:12-17). Por otra parte, las instrucciones en Números 35:9-34 muestran que causar una muerte accidental no se considera homicidio. Aun así, es obvio que el homicidio accidental era un delito gravísimo, y quien causara tal muerte por descuido o ignorancia tenía que permanecer en una ciudad de refugio hasta le muerte del sumo sacerdote, lo cual podía significar muchos años.
Así como Dios ordenó la pena capital para crímenes graves bajo la letra de la ley, también las guerras de Israel ordenadas por Dios deben considerarse no como actos de asesinato masivo sino como el cumplimiento de la voluntad divina por medio de instrumentos humanos. Notemos en Deuteronomio 7:1-2 la orden dada por Dios a Israel, en el sentido de exterminar las tribus paganas en la tierra de Canaán. No fue esta una guerra ideada por hombres, ni fue cuestión de mala voluntad o venganza personal. Fue la voluntad expresa del Dios Todopoderoso, quien da la vida y quien es el único con derecho de decidir cuándo puede quitarse.
Dicho sea de paso, la historia de la época indica que las naciones que ocupaban la tierra de Canaán habían caído en la maldad extrema, hasta el punto de quemar vivos a sus propios hijos como sacrificios humanos para sus dioses paganos. Esta fue, en parte, la razón por la cual el Creador mandó exterminarlas en aquel entonces. Notemos que en todos los casos donde Dios permitió a los hombres tomar la vida humana, lo hacían únicamente como agentes suyos, poniendo en práctica su voluntad expresa. El propósito original de Dios era que el hombre no aprendiera a matar, y si bien lo permitió en ciertos casos al pueblo de Israel, camal e inconverso, veremos que ahora Dios está formando en sus hijos, engendrados por su propio Espíritu, un carácter que no destruye la vida sino que la ama, la sirve y la salva.
"Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree…" (Génesis 1:26). El hombre tiene vida porque su Creador se la da. El hombre no se la da a sí mismo. Tampoco puede quitársela, ni a sí mismo ni a los demás. La vida es sagrada porque es dada por Dios. La humanidad es hecha a imagen y semejanza del propio Dios. De toda la creación material, solamente los seres humanos tienen una mente semejante a la de Dios. Dios es el Gobernante de todo lo que existe, pero valiéndose de la vida humana, está formando hijos que algún día reinarán con Él. Por eso dispuso que tuvieran mando: Que "señoree…" Los seres humanos necesitamos experiencia a fin de desarrollar el carácter que Dios ha dispuesto para nosotros. Ahora bien, la experiencia toma tiempo, y la vida humana se desarrolla en un tiempo determinado. Dios otorgó vida a cada uno para el fin supremo de preparar otro hijo o hija que estará en su Reino y Familia para siempre. El don de la vida, el aliento y las facultades humanas son algo que se concede a toda la humanidad. Es el don más extraordinario que conocemos. Y al quitar la vida, se acaba todo aquello. Se destruyen cruel e intempestivamente las esperanzas, sueños y planes de un ser que fue creado a la imagen del propio Creador. Semejante acto es usurpar con maldad una prerrogativa que corresponde solamente a Dios, dador de la vida y Único autorizado para quitarla (Job 1:21). Es por ello que toda forma de asesinato constituye uno de los diez grandes pecados. ¡Es la destrucción de la más alta creación del Dios Todopoderoso! De hecho, es un intento por frustrar el propósito mismo del gran Gobernante soberano del Universo. El Dador de toda vida es Dios, y los seres humanos, mortales y débiles, no tienen el menor derecho de interferir con el don más grande de Dios.
Jesucristo vino al mundo para "magnificar la ley y engrandecerla" (Isaías 42:21). Jesús dirigió un haz de luz, por así decirlo, sobre los diez mandamientos, revelando su intención y significado espirituales en la vida del cristiano. Jesús dijo: "Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego" (Mateo 5:21-22). Este pasaje aclara cuál es la raíz del asesinato: el odio y la ira.
Cristo afirmó que si un individuo deja llenar su corazón de ira, caerá en peligro de juicio. Si la ira lo lleva a despreciar y a aborrecer a su prójimo, entonces será "culpable ante el concilio"; o sea, digno de castigo divino. Si con amargura y soberbia alguno le dice a su prójimo "fatuo", tal persona quedará expuesta al "infierno de fuego". Es así como Jesucristo aplica el sexto mandamiento a nosotros. Si guardamos odio y enojo en el corazón, estamos albergando el espíritu de homicidio. Los pensamientos generan acciones. Primero pensamos, ¡luego hacemos! El Espíritu de Cristo nos guía no solamente a controlar nuestras acciones sino a controlar nuestros pensamientos y actitudes. El nuevo pacto es, en parte, el proceso bajo el cual Dios está escribiendo su ley en nuestro corazón y en nuestra mente (Hebreos 8:10). Dios habló por medio del apóstol Pablo diciendo: "No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios" (Romanos 12:19). La humanidad es incapaz de tomar venganza con sabiduría y justicia para todos. Solamente Dios tiene la sabiduría, el poder y el derecho de vengarse de los seres humanos, hasta el punto de quitarles la vida si es necesario.
El verdadero cristiano debe aprender que Dios es real ¡y que su protección y su venganza son igualmente reales! ¿Cómo, pues, debemos tratar a nuestros enemigos? "…si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal" (vs. 20-21). Realmente se necesita carácter para ayudar y servir al prójimo cuando ha querido hacemos mal. Se requiere sabiduría espiritual para comprender que el prójimo es tan humano como nosotros, hecho a imagen de Dios y simplemente desorientado por ahora en sus pensamientos y acciones.
El crimen internacional más grave de la humanidad es quizás el azote de la guerra. A lo largo de la historia, millones de seres humanos creados a imagen de Dios han perecido en la carnicería sin misericordia que son las guerras. Inútiles, insensatas y torpes; la mayoría de las guerras fracasan miserablemente en alcanzar su propósito. El espíritu de la ley divina tal como fue ampliada por
Jesucristo se opone rotundamente a toda forma de guerra. Casi todos los grandes dirigentes religiosos y políticos han reconocido la absoluta inutilidad de la guerra. Antes de estallar la segunda guerra mundial, el papa Pío XII declaró: "Con la paz se gana todo; con la guerra no se gana nada". Uno de los estadistas y dirigentes militares más respetados de nuestra época, el general Douglas MacArthur, dijo: "Los hombres desde el principio de los tiempos han buscado la paz… las alianzas militares, el equilibrio del poder, las ligas de las naciones; todos fracasaron a su vez, dejando como único camino el crisol de la guerra. Ahora el carácter irremediablemente destructivo de la guerra borra esta alternativa. Hemos tenido nuestra última oportunidad. Si no ideamos un sistema mejor y más equitativo, nuestro Armagedón estará a la puerta. El problema básicamente es teológico y tiene que ver con un renacer espiritual, un mejoramiento del carácter humano que esté a la altura de nuestros avances casi sin parangón en las ciencias, las artes, la literatura y todo el progreso material y cultural de los últimos 2.000 años. Tiene que proceder del espíritu si hemos de salvar la carne". La "última oportunidad" de la humanidad consiste en arrepentirse del pecado y de la guerra ¡antes que los hombres aniquilen todo vestigio de vida del planeta! El general MacArthur reconoció que nuestro problema es teológico. Es un problema cristiano ¡y tiene que ver con el conocimiento del Dios verdadero! Prosiguió diciendo que se trata de "un mejoramiento del carácter humano".
El estadista más grande de todos los tiempos fue Jesucristo, el Vocero del gobierno o Reino de Dios. Cristo dijo: "Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen" (Mateo 5:43-44). En el mundo hay mucho paganismo. Goza de enorme respeto, hace gala de una gran cultura y un elevado nivel educativo; y lleva el nombre de "cristianismo". ¿Puede este paganismo tan "elevado" escuchar las palabras tan claras de Jesucristo y no confesar que la vida, las enseñanzas y el Espíritu de nuestro Señor condenan la esencia misma de la guerra? El azote de la guerra ha apagado más vidas prematuramente, ha causado más sufrimiento, ha destrozado más hogares, ha malbaratado más tiempo y propiedades que cualquier otra cosa en la historia universal. Y la guerra jamás ha resuelto los problemas del hombre ni le ha traído paz permanente. Al contrario, la guerra solo genera más guerra porque "todos los que tomen espada, a espada perecerán" (Mateo 26:52).
Jesucristo vino al mundo como mensajero del gobierno o Reino de Dios. No tomó parte alguna en la política ni en las guerras de este mundo. En el juicio por su vida ante Poncio Pilato, declaró: "Mi Reino no es de este mundo; si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí" (Juan 18:36). Como ya hemos dicho, solamente Dios que dio la vida, tiene derecho de quitarla. Por tanto, ¡solamente Dios tiene derecho de hacer la guerra! Y tal como enseñó Jesús, Dios no ha dispuesto que sus hijos hagan guerras por Él en esta era. Jesús dijo que sus siervos pelearían si su Reino fuera de este mundo, pero no lo es. Mediante el apóstol Santiago, Dios afirma que la guerra .surge de un espíritu diametralmente opuesto a lo que Él desea para sus siervos: "¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís" (Santiago 4:1-2).
Jesucristo vino predicando las buenas noticias del gobierno o Reino de Dios. Este gobierno se basa en el decálogo, la ley espiritual de Dios. Jesús amplió esta ley e hizo patente el propósito y la intención espiritual de ella. Enseñó que si odiamos a nuestro hermano ¡ya somos espiritualmente culpables de homicidio! Jesús enseñó que los hombres deben obedecer las leyes de Dios y prepararse para su Reino venidero acatándolo y permitiendo que su ley, o sea su carácter, se escriba en su corazón. Cuando venga el gobierno de Dios a la Tierra—muy pronto ya—su ley se va a difundir como norma de conducta para todas las naciones (Miqueas 4:1-2). Entonces Dios será el único que librará guerras, y lo hará para castigar a las naciones rebeldes conforme a su perfecta sabiduría y justicia. En cuanto a los pueblos del mundo, "no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra" (v. 3). Para hacer la guerra, hay que aprender a odiar y matar. A los jóvenes ya no los obligarán a adquirir una actitud diametralmente opuesta a la ley divina del amor. El expresidente norteamericano Dwight D. Eisenhower dijo alguna vez que "la esperanza de alcanzar la paz mundial no depende de los choques entre bandos opuestos armados sino de un idea. Esa idea es el concepto del imperio de la ley como medio para resolver las disputas entre estados soberanos". El expresidente quizás haya comprendido, quizá no, el hecho que sus palabras señalaban: Que solamente el gobierno de Dios, basado en las leyes divinas, podrá resolver los problemas de hombres y naciones. Mientras tanto, los cristianos verdaderos han de trabajar y orar por el Reino divino de la paz. Debemos comprender que el espíritu de guerra es espíritu de homicidio, y debemos evitarlo con todas nuestras fuerzas.
Dirigiéndose a la Liga de las Naciones hace muchos años, el clérigo norteamericano, doctor Harry Emerson Fosdick, planteó este concepto en términos recios que aún hoy siguen resonando: "No podemos reconciliar la guerra con Jesucristo: he allí la esencia del asunto. Este es el reto que debe agitar la conciencia de la cristiandad. La guerra es el pecado más colosal y más ruinoso que aflige a la humanidad, es total e irremediablemente anticristiana; en su método y en sus efectos quiere decir que nada de lo que Jesús hizo significó o significa lo que Él propuso; es una negación de toda doctrina cristiana relativa a Dios y al hombre, negación más descarada que cualquiera que pudieran idear todos los ateos teóricos del mundo entero. Valdría la pena, ¿no es así? ver a la iglesia cristiana reclamar como suyo este, el tema moral más grande de nuestros tiempos; verla levantar una vez más, como en tiempos de nuestros padres, el estandarte claro contra el paganismo del mundo actual y, negándose a entregar su conciencia a los caprichos de los estados beligerantes, colocar el Reino de Dios por encima del nacionalismo y llamar al mundo a la paz. Esto no sería la negación del patriotismo sino su apoteosis".
La esencia del asunto es que Jesucristo está en contra del espíritu de homicidio en todas sus formas. Está en contra de la guerra… ¡y algún día le pondrá fin para siempre! Está en contra de toda maldad, envidia y odio. Jesucristo enseñó la dignidad del ser humano y del carácter sagrado de la vida humana: "Creados a imagen de Dios". Y el Padre de Jesucristo, Dios Todopoderoso quien gobierna el Universo desde su trono en el Cielo, hace resonar su voz contra una sociedad de violencia y rebeldía: "No cometerás homicidio".
¿Es la "compatibilidad sexual" lo más importante en el matrimonio? En nuestra época de hogares desintegrados, delincuencia juvenil y tendencias psicológicas modernas, muchos dirán que sí. Pero los hechos son claros: Cuanto más se ponen en práctica las teorías "modernas" sobre el matrimonio, más rápidamente se eleva la tasa de divorcios y más hijos pequeños quedan destinados a vivir sin la bendición de un hogar estable y feliz. La dolorosa realidad es que casi la mitad de los matrimonios en muchos países terminan en los tribunales de divorcio. El matrimonio termina, pero no terminan el sufrimiento, el dolor ni las penas. Para los hijos pequeños de las familias deshechas, los años de frustración y vacío son apenas el comienzo. ¿Cuál es el verdadero sentido del matrimonio? ¿Hay algo que los hombres y mujeres de nuestra época necesitan saber? ¿Existen leyes y principios dictados por Dios que puedan proteger el matrimonio cristiano y dotarlo de felicidad y de un sentido de propósito?
El Dios Creador dedicó dos de sus diez leyes espirituales, el decálogo, a la protección de las relaciones en el hogar y la familia. En esta publicación ya hemos hablado de la primera de estas leyes, "Honra a tu padre y a tu madre…" La otra ley que rige el hogar y la familia se encuentra en el séptimo mandamiento: "No cometerás adulterio" (Éxodo 20:14). El Dios Todopoderoso dictó este mandamiento para salvaguardar la honra y la santidad del matrimonio. Justamente después del sexto mandamiento, que declara el carácter sagrado de la vida humana. Dios ubica esta ley para proteger la relación más elevada entre los seres de la Tierra. Porque el matrimonio y el hogar forman la base de toda sociedad decente. Las palabras del mandato prohíben directamente el adulterio porque este infringe los derechos sagrados que corresponden a la relación matrimonial. El espíritu del mandamiento muestra claramente que toda conducta impura antes del matrimonio es un mal que se le hace a la futura unión conyugal y que la infidelidad antes del matrimonio constituye una violación de este; tal como lo es el adulterio cometido después de la boda. El séptimo mandamiento prohibe en principio toda forma de relación sexual ilícita, incluida la homosexualidad masculina y femenina que ahora es un pecado extendido por el mundo occidental. El matrimonio a los ojos de Dios es algo tan precioso, tan justo y sagrado ¡que no ha de profanarse! En esta época de matrimonios desdichados y hogares divididos, es apremiante la necesidad de que comprendamos el significado del matrimonio y su gran propósito dentro del plan de Dios.
Resulta imposible comprender el verdadero significado del matrimonio sin entender primero que la sexualidad y el matrimonio fueron dados y ordenados por Dios. Dejar a Dios por fuera de la ecuación, como suele hacerse en nuestra era moderna, es degradar la unión matrimonial reduciéndola a una simple unión camal. ¡Veamos el propósito que tuvo Dios al crear al varón y a la mujer! "Dijo el Eterno Dios [después de haber creado al varón]: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él" (Génesis 2:18). Dios vio que un varón solo era un ser incompleto, por lo cual decidió darle una "ayuda idónea", alguien que pudiera ser una verdadera compañera en su vida. Por tanto, el objetivo primordial del matrimonio es que el hombre y la mujer queden completos. Cada uno es incompleto sin el otro.
El hombre solo no podía cumplir el propósito para el cual Dios lo creó. No estaba en capacidad de aprender las lecciones de carácter que Dios dispuso, y por eso Dios creó a la mujer como "ayuda" para el varón. En este acto de creación, mostró que los dos habían de convivir como esposo y esposa en una unión física compartiendo todo en la vida, para que su existencia fuera completa y tuviera sentido. El segundo objetivo de la sexualidad y del matrimonio es engendrar y criar hijos, pues Dios le dijo a la pareja: " Fructificad y multiplicaos; llenad la Tierra, y sojuzgadla" (Génesis 1:28). El hecho de engendrar hijos trae consigo la responsabilidad de criarlos y protegerlos. Para criar y formar a un hijo correctamente es indispensable que haya un hogar y un matrimonio estable y feliz. Dios ordena: "Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él" (Proverbios 22:6). ¡El hogar y la familia forman la base de toda sociedad decente! En el hogar se aprenden lecciones de carácter, y los rasgos de carácter como la paciencia, la comprensión y la bondad; son cualidades que Dios desea ver en nosotros por toda la eternidad. ¡Y la relación familiar es uno de los mejores medios para adquirirlas! Las lecciones de decencia, lealtad y sentido de responsabilidad se aprenden en un hogar feliz y equilibrado mejor que en cualquiera otra parte. Por tanto, un tercer objetivo importante de la sexualidad y el matrimonio, además de que seamos completos y que engendremos y criemos hijos, es que el hogar y la relación familiar sean un medio en el cual se vaya formando carácter. El Reino y la ley de Dios se basan en el amor. Jesús dijo: "Más bienaventurado es dar que recibir" (Hechos 20:35). Para obedecer las leyes divinas del matrimonio, esposo y esposa tienen que entregarse el uno al otro en cada fase y en cada aspecto de su vida.
La unión conyugal tal como Dios la ordenó es sagrada. ¡Tan sagrada que en su Palabra el Dios Todopoderoso se vale de esta unión como símbolo o modelo de la relación entre Cristo y su Iglesia! Leamos Efesios 5:22-24: "Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es Cabeza de la Iglesia, la cual es su cuerpo, y Él es su Salvador. Así que, como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo". Aquí, Dios muestra que en el hogar cristiano la esposa ha de someterse al esposo como cabeza de la familia, del mismo modo en que tiene que aprender a someterse a Cristo por toda la eternidad. ¡Esta relación santa enseña una lección de fidelidad duradera!
Luego, este pasaje de las Sagradas Escrituras se dirige al varón: "Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella… Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama" (vs. 25, 28). Jesucristo sirvió, ayudó, preparó, protegió a su Iglesia e incluso se entregó por ella. De igual modo, el marido ha de proteger a su esposa, ver por ella, guiarla, animarla y amarla. El hombre cristiano ha de ser la cabeza de su hogar, pero debe ejercer este cargo para servir y dar protección, guía y felicidad a su esposa y familia. ¡El varón tiene la responsabilidad ante el Dios Todopoderoso de desempeñarse debidamente como cabeza del hogar! Teniendo en cuenta esta gran lección y esta finalidad del matrimonio. Dios dice: "Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne" (v. 31). En la unión conyugal hombre y mujer se hacen uno. Su relación debe entonces representar y reflejar la relación eterna de amor y servicio que existe entre Cristo y su Iglesia. Entre ellos no debe interponerse nada.
La lección del matrimonio es una lección de fidelidad eterna a Jesucristo como nuestra Cabeza. Separamos de la pareja que Dios nos dio es desconocer la lección que quiere enseñamos con el matrimonio. Es una afrenta al Dios Todopoderoso porque niega su sabiduría al ordenar la unión matrimonial que nos hace realmente "una carne" con nuestro cónyuge. ¿Cómo vamos a ser fieles al Dios viviente por toda la eternidad si nuestro egoísmo nos impide ser fíeles al esposo o esposa a quien estamos unidos en esta vida por solo unos años? ¿Cómo permaneceremos fíeles a Él si no aprendemos las lecciones de paciencia, bondad, dominio propio y fidelidad dentro de la sagrada unión matrimonial?
Ahora vemos más claramente por qué nuestro Señor Jesucristo enseñó que los votos matrimoniales son de carácter duradero. Cuando los fariseos hipócritas le preguntaron por qué Moisés permitió el divorcio en tiempos del Antiguo Testamento, respondió: "Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así. Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera" (Mateo 19:8-9). ¡El divorcio genera más divorcio! Basta un momento de reflexión para recordar que la concesión de divorcios como algo común y corriente, tal como se ve hoy, era algo prácticamente desconocido hace apenas cincuenta años. Los dirigentes religiosos de antes nos advertían que una vez tolerado el divorcio, no habría restricciones capaces de frenarlo. ¡Hoy vemos el acierto de tal advertencia! Estamos presenciando el lamentable espectáculo de un gran número de matrimonios que terminan fracasados en los tribunales. Y después del divorcio, ¿qué? Se puede demostrar que la mayoría de los divorciados buscan una segunda pareja y muchos llegan a la tercera o cuarta, tratando de satisfacer un deseo que, según la intención de Dios, debía satisfacerse, canalizarse y elevarse dentro del matrimonio sagrado con la primera pareja. Dicho sea de paso, en la mayoría de los casos la primera pareja aún está viva cuando se contraen segundas nupcias.
¡Es un espectáculo lamentable y una vergüenza total! Si bien Dios permite el divorcio en ciertos casos, es mucho mejor que cada uno de los esposos aprenda a ayudar, a servir y a perdonar al otro y que conserven así el vínculo conyugal sagrado. La famosa cláusula de excepción citada por Jesús: "…salvo por causa de fornicación [pomeia]" (Mateo 19:9) debe invocarse únicamente como último recurso, y aun así después de mucha oración, consejo y esfuerzos por salvar la unión. Lo mismo podría decirse del permiso expresado por el apóstol Pablo para que el cristiano contraiga nuevas nupcias si su cónyuge inconverso lo abandona (1 Corintios 7:15).
Comprendemos ahora que el matrimonio no es algo que simplemente ha evolucionado gracias al razonamiento y al proceso civilizador del hombre, sino que fue ordenado por el Dios Creador.
¡Él lo dispuso como una unión santa que representara la fidelidad eterna entre Cristo y su Iglesia! Y el adulterio en todas sus formas es inmoral y malo porque el matrimonio es sagrado a los ojos del Dios Todopoderoso. El adulterio constituye una ofensa no solamente contra el esposo o esposa agraviado sino contra su hogar y sus hijos. Es una ofensa contra la sociedad porque choca contra el propio fundamento de una sociedad decente. Pero más que todo, es una ofensa contra el mismo Dios y contra una institución que Él estableció.
Hoy en muchos países la sociedad de hecho rechaza a Dios, buscando para el matrimonio un ideal romántico de tipo Hollywood. Con sutileza, anima a hombres y mujeres a quebrantar el pacto matrimonial si el esposo o esposa de su juventud no satisface sus deseos sensuales y egoístas. Cuando, en una sociedad, el matrimonio es visto como un carrusel donde la gente se sube y se baja a voluntad, entonces se pierden las lecciones de carácter esenciales que el matrimonio puede y debe enseñar: interés generoso por el cónyuge, paciencia, misericordia, humildad, servicio y fidelidad duradera. Tampoco se tienen en cuenta ni el sufrimiento de los hijos ni el daño irreparable que se les hace en la vida y en la mente, daño que se transmitirá a generaciones y matrimonios futuros.
La realidad es que Dios odia el divorcio, aunque permite que algunos matrimonios y hogares sean destruidos por este: "Porque el Eterno Dios de Israel ha dicho que Él aborrece el repudio…" (Malaquías 2:16). Y también: "El Eterno ha atestiguado entre tí y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto" (v. 14). No hay duda de que Dios detesta el divorcio, aunque lo permite. Para aprender las lecciones que Él dispuso en el matrimonio, los verdaderos cristianos deben hacer todo lo posible por unirse a su cónyuge en cuerpo, mente y actitud. Deben esforzarse por comprender a su pareja, por compartir libre y alegremente sus planes, sus esperanzas y sus sueños. Y con la ayuda de Dios, podrán sofocar cualquier pensamiento de adulterio o lascivia que se presente. El pecado de lascivia se entiende mejor cuando comprendemos cuan justa y santa es, a los ojos de Dios, la sexualidad bien entendida dentro del matrimonio. El adulterio, así como el proceso de divorcio y nuevas nupcias suelen comenzar en el corazón.
Notemos cómo Jesucristo explicó este punto al magnificar y santificar la ley de Dios: "Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón" (Mateo 5:27-28). Jesús enseñó que se quebranta el séptimo mandamiento con solo dar entrada a ideas de lascivia por otra persona. Los pensamientos generan acciones. Por tanto, el desarrollo del carácter cristiano implica, para toda persona temerosa de Dios, que aprenda a orientar y canalizar los pensamientos; alejándolos de toda lascivia y deseo ilícito.
Mientras tanto, en las industrias que controlan los órganos de difusión más realistas, los cuales influyen en los jóvenes y los mueven a actuar (nos referimos al cine y a la televisión), un número creciente de producciones resaltan la sexualidad y la violencia o una combinación de ambas. ¡Y la sociedad moderna está pagando una pena terrible por esos pecados y abominaciones tan extendidos! Vemos cada vez más hogares desdichados por causa de las relaciones adúlteras de uno o ambos esposos. Vemos más familias deshechas por el divorcio. Más niños privados del amor y de la guía de ambos padres. Y las relaciones sexuales ilícitas antes del matrimonio, que Dios llama "fornicación", se están convirtiendo en epidemia entre los jóvenes de la sociedad actual. ¡Todas estas cosas constituyen una violación del séptimo mandamiento! Los jóvenes que degradan y destruyen la felicidad de su matrimonio futuro mediante relaciones prematrimoniales ilícitas ponen gravemente en peligro todo su futuro en esta vida. Si no se arrepienten y suspenden tan abominable práctica, obligarán a Dios, por necesidad eterna, a excluirlos de su Reino y de su vida y felicidad eternas (1 Corintios 6:9-10). Las leyes de Dios son siempre para nuestro bien y el de quienes nos rodean. Debemos obedecerlas. Debemos temer la posibilidad de caer entre los "abominables" y los "fornicarios" que "tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda" (Apocalipsis 21:8).
Dios tiene un consejo importante para quienes se sientan tentados a cometer fornicación o adulterio. En nuestra era, donde abundan los estímulos sexuales y la lascivia, resulta invaluable seguir este consejo si queremos entrar en el Reino de Dios y en la vida eterna. En 1 Corintios 6:18 Dios dice: "Huid de la fornicación". No dice que nos quedemos pensando en los deseos o las ideas de índole sexual. No dice que nos encontremos solos con el cónyuge de otra persona o con algún soltero o soltera que pueda constituirse en tentación sexual para nosotros. No dice que veamos revistas, películas o programas de televisión pornográficos ni que leamos libros que estimulen el apetito sexual. Dios sí dice que nos situemos tan lejos de estas cosas como sea posible. Que nos alejemos, que huyamos de toda tentación de cometer un pecado sexual.
La sexualidad no es un juego para ensayar y experimentar. Debe mirarse como una bendición dada por Dios dentro de la sagrada unión matrimonial que el Creador mismo estableció. Debe considerarse siempre con reverencia, y como expresión del amor altruista dentro de una unión cristiana ¡que refleja la fidelidad eterna entre Cristo y su Iglesia! Es urgente que la generación actual aprenda la lección de fidelidad perdurable dentro del matrimonio y el hogar. Tenemos que obedecer tanto la letra como el espíritu del séptimo mandamiento de Dios: "No cometerás adulterio" (Éxodo 20:14).
Cuando el Dios del Cielo habló con voz tronante desde la cumbre del monte Sinaí, enunció primero los mandamientos que ordenan adorarlo como es debido, así como las leyes que protegen las relaciones humanas más sagradas: el hogar, la familia y la misma vida humana. En seguida procedió a dictar el octavo mandamiento, la ley que protege las posesiones y la propiedad privada: "No hurtarás" (Éxodo 20:15).
La gente no piensa que el Dios que dictó este mandamiento es real, y no temen desobedecer su ley. Por eso vemos más robo, más hurto que nunca. Al mismo tiempo, la gente infringe el octavo mandamiento en centenares de formas a causa de un sistema moral laxo y tolerante. Luego de planear alguna maniobra baja y ruin para estafar a un cliente o a un competidor en los negocios, el ejecutivo se encoge de hombros y dice: "Bueno, es que así son los negocios". O después de una reunión par acordar pesas falsas, mala calidad o publicidad mentirosa; el empresario dice: "¿Qué más da? Además, si no lo hago yo, lo hará otra persona".
Mientras estafan al gobierno falsificando la planilla de impuestos, muchas personas acallan la conciencia diciendo: "Esta vez, que pague el gobierno. Me están quitando demasiado dinero.
Y al fin y al cabo, ¿qué importa?" Sí, ¿qué importa? ¿Es que "así son los negocios"? Mas, sucede que estos son asuntos de Dios también, y Él ha puesto en marcha una ley que dice: "No hurtarás". Cuando quebrantamos la ley de Dios, ¡ella nos quebranta a nosotros! Porque las leyes de Dios son vivas y activas, como la ley de la gravedad. Cuando las infringimos, el castigo es automático y seguro.
Según la Palabra de Dios y su ley, solamente hay dos maneras correctas de llegar a poseer algo. La primera es mediante un regalo o una herencia proveniente de otra persona o de Dios mismo. La segunda es mediante el trabajo honrado, con el cual se gana algo legítimamente. Cualquiera otra manera es hurto: quitarle a otro lo que le pertenece.
El octavo mandamiento reconoce la adquisición legítima de la propiedad y prohibe robar. Es importante notar que, en principio, el octavo mandamiento prohibe toda forma de comunismo que niegue el derecho a la propiedad. También prohibe el robo nacional según el cual los gobiernos confiscan y quitan a la fuerza la propiedad y posesiones de los propios ciudadanos o de los de otra nación. Para enorme vergüenza nuestra, ¡todas las naciones son culpables de violar esta ley de Dios! Los jóvenes aprenden a robar de manera inmensamente amplia y organizada. No solamente hurtan millares de artículos en tiendas, escuelas y aun iglesias, sino que organizan sistemas complejos de hacer trampa en sus pruebas y exámenes de las escuelas y universidades. Como esta práctica suele mirarse sin mucha alarma, está creciendo a un ritmo sin precedentes. Lo que quizá no les hayan dicho a los jóvenes es que hacer trampa es tomar para sí una calificación o puntaje que no le corresponde. Es robar. ¡Y es quebrantar directamente el octavo mandamiento de Dios!
El industrial o comerciante que se vale de pesas y medidas falsas o de mano de obra y materiales de mala calidad para engañar al público es tan culpable de transgredir el octavo mandamiento como lo es un ladrón de la calle. Está tratando de conseguir algo más que el valor legítimo de su producto. Puesta la mira en la ganancia ilegal que espera obtener, procura conseguir algo extra a cambio de nada. En principio, ¡sencillamente está robando! Solo Dios sabe en cuántos millones de casos se practica este tipo de ilegalidad y engaño.
Uno de los grandes pecados comerciales de nuestros tiempos es la práctica muy extendida de recurrir a la falsedad en los avisos publicitarios. Al consumidor se le hace pensar, por ejemplo, que cierta píldora le hará perder peso, ganar peso, mejorar la potencia, recobrar el cabello perdido, o lo que sea. En muchos casos se trata de una mentira directa y deliberada. Semejante práctica es de hecho robarle a la gente que paga por recibir el resultado prometido. En muchos casos las víctimas de estos fraudes gigantescos pierden no solo su dinero sino también la salud, la felicidad y la paz mental.
¡Cuántos empresarios y dirigentes comunitarios "respetables" han adquirido su posición valiéndose en gran parte de este tipo de engaño y hurto masivo!
¡Nuestras naciones y pueblos tienen que despertar! Un pecado puede disfrazarse con el manto de la respetabilidad, pero recordemos que el verdadero Juez es Dios. Y el Todopoderoso dice esto: "¿No sabéis que los injustos no heredarán el Reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios… ni los ladrones… heredarán el Reino de Dios" (1 Corintios 6:9-10). Para que no haya malos entendidos, aclaremos que Dios sí desea la prosperidad material de sus siervos, siempre y cuando la obtengan por medios honrados y no pongan en ella el corazón. Por eso, el apóstol Juan escribió: "Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas" (3 Juan 2).
Es importante comprender también que la riqueza de un industrial que esté manchada por una alta tasa de mortalidad en sus plantas o fábricas, también es una ganancia ilícita. A la luz de la ley de Dios, tal industrial queda tachado de ladrón, ¡si no de homicida! El principio que encierra el octavo mandamiento se quebranta una y otra vez en las relaciones obrero patronales. El apóstol Santiago consignó por inspiración divina esta advertencia contra el patrono fraudulento: "He aquí, clama el jornal de los obreros… el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores… han entrado en los oídos del Señor" (Santiago 5:4). Ahora bien, es igualmente cierto, especialmente en nuestra era de sindicalismo corrupto, que muchos empleados le roban al empresario. Lo hacen recibiendo un sueldo sin entregar a cambio la cantidad de trabajo honrado y completo que se espera de ellos. Eso es robar. Con frecuencia, un trabajador le dice a su compañero: "Más lento, amigo.
Estás esforzándote demasiado. Si sigues trabajando así, ¡todos tendremos que trabajar duro aquí!" Al pasar una proporción indebida de sus horas de trabajo en "pausas para café", "pausas para té" y "pausas para fumar"; los trabajadores británicos y norteamericanos están haciendo que las industrias de esos países sufran un duro golpe en la guerra comercial mundial que se ha desatado. Esa falta de productividad afecta el destino de hombres y naciones. El octavo mandamiento del Dios Todopoderoso encierra un mensaje para empresarios y empleados por igual. A los patronos, dice: "Un salario justo a cambio de una jomada de trabajo justo". A los empleados dice: "Una jomada de trabajo justo a cambio de un salario justo".
Robarle al prójimo no es el único pecado que infringe el octavo mandamiento. Dios posee muchísima más propiedad que cualquier ser humano (Hageo 2:8). En Malaquías 3, Dios se dirige a las naciones diciendo: "¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas" (v. 8). Dios reprocha a los pueblos de la Tierra ¡por robar lo que es de su Creador! No es extraño que en el mundo quede tan poca religión auténtica. No es extraño que haya tanto engaño y confusión en el nombre del cristianismo. Luego, Dios prosigue: "Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice el Eterno de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los Cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde" (vs. 9-10).
¡Este es un recio desafío del Dios Todopoderoso! Dice que nos bendecirá si pagamos el diezmo tal como lo manda, con fe en Él y en su Palabra. Podríamos citar ejemplos incontables para demostrar que Dios realmente bendice, incluso de modo material, a quienes pagan su diezmo. Quizá no siempre lo haga inmediatamente. Quizás haya que obedecerle y ejercer fe por algún tiempo. Pero cuando le servimos y obedecemos confiando en Él, Dios cumple su parte del convenio. ¡No hay duda que recibiremos la bendición! Veamos la siguiente carta feliz de alguien que tomó la promesa de Dios al pie de la letra: "Hace algunas semanas, estaba en la absoluta quiebra. Recibí diez centavos. Tuve la tentación de no pagar el centavo de diezmo, pero lo pagué. Unos días más tarde recibí un dólar. Nuevamente sentí la tentación de quedarme con el diezmo por mis muchas necesidades. Acabo de recibir cuarenta dólares y estoy enviándoles el diezmo cuanto antes. He sido fiel, y Dios también lo ha sido".
La aplicación definitiva y positiva del octavo mandamiento aparece en la carta a los Efesios en el Nuevo Testamento: "El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad" (Efesios 4:28). Por una parte, este pasaje condena el hurto. Por otra, el camino de vida indicado por la aplicación positiva de este mandato divino es el de trabajar y dar. La propiedad y las posesiones han de conseguirse mediante el trabajo honrado y no simplemente para satisfacer los deseos y necesidades personales, sino para que el sobrante se entregue con liberalidad al hermano necesitado. Según la verdadera intención o espíritu de la ley de Dios, se hurta no solamente al quitarle a otro lo que es suyo sino al negarse a trabajar para compartir y dar a los necesitados. El verdadero cristiano debe estar "compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad" (Romanos 12:13).
Como hijos engendrados de Dios, debemos ser más como El (Mateo 5:48). Jesús dijo: "Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo" (Juan 5:17). La lección positiva del octavo mandamiento también se resume en las siguientes palabras de Jesucristo, con su hondo y amplísimo significado: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir" (Hechos 20:35, Biblia de Jerusalén). Si por medio del Espíritu de Dios aprendemos a vivir por esas palabras, ¡habremos cumplido en verdad el espíritu del octavo mandamiento!
La nuestra es la era de la mentira sofisticada, de la doble moral. Es la era en que abogados, empresarios, funcionarios públicos y profesores universitarios aparentemente muy respetables cometen perjurio en el banquillo de los testigos e incluso ante el Senado de la República. Esta época también presenta un curioso espectáculo: el de millones de personas que creen en la evolución pero se afilian a iglesias que creen, al menos nominalmente, en el Dios Todopoderoso de la Biblia. Jesucristo condenó rotundamente a los hipócritas de su época. ¿Qué diría de nuestra generación?
En su libro Sex, Více and Business (Sexualidad, vicio y negocios), el autor Monroe Fry habló de "la buena gana con que las comunidades aceptan el vicio cuando este representa alguna ganancia indirecta para sus respetables hombres de negocios". El libro muestra claramente lo que millares de adultos mundanos ya saben: que muchos dirigentes religiosos y civiles "respetables" se muestran dispuestos a apoyar los juegos de azar, la prostitución y los narcóticos; si les conviene monetariamente. La comunidad en general los ve como pilares de virtud y respetabilidad. Para los intermediarios de la prostitución y el narcotráfico y para los grandes zares del juego, se muestran dispuestos a hacer componendas. Están prontos a aprovechar su influencia o su cargo cívico para permitir que el crimen y el vicio organizado prosperen en la comunidad, siempre y cuando puedan sacar partido. En lenguaje claro, ¡están viviendo una mentira! ¡Cuando queda al descubierto hasta qué punto nuestra sociedad "cristiana" se basa en ese tipo de hipocresía, el espectáculo es desconcertante! Mas estamos pagando una pena muy fuerte por ello, porque estamos quebrantando el noveno mandamiento de Dios. En este folleto que expone y explica el decálogo, hemos visto que el pecado más grande de todos es colocar algo en el lugar del Dios verdadero. Esto conduce a la idolatría, a blasfemar el nombre divino, a quebrantar su día de reposo, a deshonrar a nuestros padres humanos, a cometer homicidio, adulterio y hurto. Exactamente el mismo principio se aplica al noveno mandamiento de Dios.
"No hablarás contra tu prójimo falso testimonio" (Éxodo 20:16). El hombre se asocia con Dios solamente si busca la verdad y se hace testigo de ella, porque de hecho, ¡Dios es verdad! Jesús dijo: "Tu Palabra es verdad" (Juan 17:17) y "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida" (Juan 14:6). Por grandes que sean las faltas y flaquezas de un individuo, si se muestra dispuesto a hablar la verdad, a vivir franca y sinceramente y a reconocer la verdad cuando se la muestran, entonces es alguien que puede respetarse y a quien se le puede ayudar a vencer sus debilidades.
La amplia aplicación espiritual del noveno mandamiento es enorme. Hay un Dios Todopoderoso, personal y viviente. El Dios de este Universo, cuyos caminos y leyes son intrínsecamente correctos. Por tanto, la persona honrada, la que está dispuesta a decir la verdad y reconocerla cuando se le revela, acabará por seguir al Dios verdadero y sus caminos. En cambio, si la palabra de un individuo no vale nada, si acostumbra mentir a los demás o a sí mismo, entonces sus procesos mentales y su propio carácter se distorsionan y pervierten hasta tal punto que le impiden comprender la verdad de Dios mientras no se le limpie la mente. Por ello, si bien puede haber entre nosotros diferencias sinceras de opinión sobre muchas cuestiones, es crucialmente importante que todos aprendamos a vivir y a decir la verdad. Vivimos en una sociedad cada vez más imbuida de falsedad, hipocresía y autoengaño en todas sus formas. Si pretendemos desarrollar el carácter de Dios en nosotros y heredar la vida eterna, tenemos que pensar en todas las ramificaciones del noveno mandamiento y aprender a obedecerlo.
Ayudando a salvaguardar el buen nombre, el noveno mandamiento protege a toda persona íntegra y decente. No hay quizá ningún pecado más odioso que la calumnia, o sea la mentira inventada y difundida con intención de hacerle mal a otro. Un ladrón quita solamente bienes materiales que generalmente se pueden reemplazar. Pero un testigo falso con sus calumnias puede robarle a una persona la estima y el buen nombre ante los demás… ¡con escasas probabilidades de que el buen nombre, una vez perdido, pueda recuperarse plenamente!
Si se pudiera confiar en la palabra de todo el mundo, los resultados prácticos inmediatos serían que se conservaría la reputación de toda persona decente, se eliminaría el desperdicio de millones de horas gastadas en investigar repetidamente informes y afirmaciones; y lo que es más, no colocaríamos a hombres indignos en altos cargos de responsabilidad. ¡Nuestra sociedad se limpiaría enteramente! Hoy suele suceder que naciones enteras quedan bajo el mando de dirigentes que se hallan en el poder debido únicamente a su capacidad para engañar a su propio pueblo. En todo el mundo vemos dictadores que surgen prometiendo a sus seguidores algo a cambio de nada. Valiéndose de propaganda hábil, un líder convence al pueblo de lo que él mismo sabe que es una gran mentira. Siguen meses y años de incertidumbre, angustia y frustración hasta que estalla una calamidad y la verdad por fin sale a la luz, pero únicamente por la fuerza de las circunstancias.
Aun en nuestras naciones democráticas, muchos son los individuos propuestos para altos cargos, no por su honradez y capacidad, sino por lo que parece convenir en el momento a la política partidista. Los dirigentes políticos que toleran tal cosa ciertamente están levantando falso testimonio contra sus compatriotas. Están viviendo una mentira y ayudando a difundirla. En el mundo de la industria y los negocios, pensemos cuan enormemente se beneficiaría el público si cada compañía realmente dijera la verdad sobre sus productos y buscara sinceramente satisfacer las necesidades de su clientela. ¡Los efectos serían absolutamente asombrosos! Imaginemos una sociedad donde cada marca de pasta dentífrica o cereal, por ejemplo, fuera siempre la mejor de este tipo y no una simple imitación o variación innecesaria de otra, que llevara un precio justo y que su publicidad comercial fuera siempre cierta. Si esto se aplicara a cada fase de la sociedad, ¡el resultado sena algo casi utópico! Mas no se trata de una sugerencia disparatada ni fantástica. ¡Es simplemente la bendición que yendría si toda la sociedad obedeciera real y literalmente el noveno mandamiento de Dios! Quien desee vivir para siempre en la sociedad de Dios tiene una orden de Aquel que le da vida y aliento: "Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros" (Efesios 4:25).
La raíz de todo pecado es la vanidad. "Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad" (Eclesiastés 1:2). La verdadera razón por la cual la mayoría de las personas rechazan al Dios verdadero es que desean ser "dioses" a sus propios ojos y a los ojos de sus congéneres. Esto es vanidad. La raíz de todo pecado cometido por los seres humanos se remonta a este mismo principio. Lo mismo sucede con la mentira en todas sus formas. Las personas mienten porque les preocupa más su amor propio y su sentido de importancia que el bien del prójimo. Hablan y actúan con falsedad porque temen las opiniones de los hombres ¡mucho más que la opinión del propio Dios! Las acciones y palabras cotidianas de casi todo el mundo son elocuentes testimonios del acierto de esta afirmación. Como dijo el apóstol Juan, hablando incluso de los dirigentes religiosos de su época: "Amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Juan 12:43). Hombres y mujeres suelen avergonzarse de lo que llaman un "fracaso" en los negocios o en la sociedad. Están dispuestos a hacer trampa, falsificar y mentir con tal de evitar tal "fracaso" o de encubrirlo.
Pero desde el punto de vista de lo que es intrínsecamente correcto o bueno, y de los principios eternos, lo que deberían temer es el pecado. Como dijo el apóstol Pablo: "Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Romanos 8:31). Jesús dijo: "Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo" (Mateo 5:11). Todos haríamos bien en preocupamos menos por lo que opinen los hombres mortales e insignificantes ¡y mucho más por lo que piensa el Dios Todopoderoso! Entonces aprenderíamos a dejar de lado la hipocresía en los negocios, la vida social y la política… Sí, y en nuestras actividades religiosas y científicas también. Recordemos que muchos fueron condenados por este mundo de engaño y sin embargo recibieron la bendición de Dios y son herederos de la vida eterna. No olvidemos nunca que para poder matar a Jesucristo ¡sus enemigos recurrieron al pecado de la mentira! "Porque muchos decían falso testimonio contra Él, mas sus testimonios no concordaban" (Marcos 14:56).
Movidos por la vanidad, los hombres desean creer lo que está de moda en el momento. Engañándose a sí mismos y a sus semejantes, acogen incluso teorías religiosas y científicas que no tienen base alguna en los hechos. Dios advierte contra tales hipócritas: "Porque la ira de Dios se revela desde el Cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad" (Romanos 1:18).
Los hombres detienen la verdad. ¡Dios condena a todos los que a sabiendas detienen la verdad de su existencia y su propósito en la Tierra! Dice que tales filósofos y científicos llenos de vanidad "no tienen excusa" (v. 20) por negar que Él creó literalmente el Universo y lo gobierna y sostiene con su poder (Hebreos 1:2-3). La mayor parte de los científicos y teólogos que creen en la teoría de la evolución inspirada por Satanás, deberían saber que no es cierta. Y si algunos lo saben, pero se dejan arrastrar por lo que agrada a los demás, ¡están viviendo una mentira! Dios dice que "no tienen excusa".
En igual categoría están los ministros y estudiosos de la Biblia que insisten en enseñar y practicar, sabiendo lo que son, antiguas creencias y costumbres paganas condenadas en la Palabra de Dios. En muchos casos ¡saben que lo están haciendo! "No tienen excusa". La insistencia en seguir enseñando estas mentiras científicas y espirituales es precisamente lo que ha enceguecido a la mayoría de las personas para que no disciernan la verdadera naturaleza de Dios ni su plan y propósito en la Tierra. Este es el resultado realmente espantoso de levantar falso testimonio, de engañarse y de mentir; porque mientras lo dirigentes supuestamente educados sigan engañándose y engañando a otros en cuanto a la existencia, el poder y el plan de Dios, ¡nuestra civilización estará condenada a perecer!
Comprenda, pues, en su vida personal la importancia de decir la verdad, creer la verdad, vivir la verdad. Tenga cuidado de que su vida no esté basada en una serie de mentiras, sean distorsiones personales, políticas, científicas o religiosas. Recuerde que la verdad es la que nos hará libres (Juan 8:32). Al hablar, cuide bien sus palabras. No olvide jamás que una persona vale lo que vale su palabra. Es casi imposible ayudar a alguien que se ha convertido en mentiroso habitual porque la respuesta suya a todo intento por ayudar puede ser simplemente un engaño más. Una de las cualidades fundamentales del carácter divino es que Dios es verdad. Si no pudiéramos confiar en la Palabra de Dios, no podríamos contar con el perdón de los pecados pasados, ni con la ayuda presente en momentos de necesidad, ni con la recompensa futura y la vida eterna.
Dios tiene un amor inmenso, las mejores intenciones y toda la sabiduría y el poder; pero si no pudiéramos confiar en su Palabra ni en sus promesas, ¿en qué quedaríamos? Se le ha ocurrido a usted pensar en eso? El carácter diametralmente opuesto al divino es el de Satanás el diablo. Como reveló Jesucristo: "Cuando [Satanás] habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira" (Juan 8:44). Quienes siguen a Satanás en su negativa a vivir de acuerdo con la verdad tendrán que afrontar un destino espantoso: "Los cobardes e incrédulos,… y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda" (Apocalipsis 21:8). Recordemos que a los ojos de Dios las "mentiras piadosas" no existen. La Palabra de Dios condena las verdades a medias, las distorsiones y los engaños. Jesús dijo: "Tu Palabra es verdad" (Juan 17:17). Vivamos por aquella Palabra inspirada, para que heredemos la vida eterna en el Reino; Reino que está fundamentado sobre lo que es realmente cierto y bueno. Este es el mensaje del noveno mandamiento.
Ciertas encuestas recientes han revelado que los problemas económicos que aquejan a muchas familias de clases media v alta no se deben a la escasez de ingresos sino a los gastos excesivos. Muchas personas malgastan en lujos y caprichos el dinero que debería alcanzar para las necesidades de su familia. A ello contribuye la propaganda comercial que dice: "Compre ahora y pague después". El que se sienta tentado por tales avisos debe preguntarse seriamente: ¿Realmente necesito esto ahora? ¿Cómo voy a pagarlo después?
En ciertos medios sociales, la gente parece empeñada en mostrar que tiene más dinero y más posesiones materiales que los demás. La publicidad comercial fomenta este fenómeno, haciendo creer que es bueno y necesario comprar más y más cosas, especialmente si el vecino ya las tiene. La moda actual de "obtener todo lo que se pueda, mientras se pueda" da origen a más y más idolatría, encegueciendo la mente y el corazón de millones, que no pueden discernir la vida de Dios.
Hace varios años, una publicación religiosa titulada The Canadian Churchman (El religioso canadiense) publicó un artículo que revelaba el efecto de esta idolatría materialista sobre unos jóvenes africanos que estudiaban teología en Canadá y los Estados Unidos. Uno de esos estudiantes dijo: "Antes de llegar aquí a estudiar, yo era buen cristiano. Mi anhelo era llegar a ser médico misionero. Ahora soy ateo". "¿Por qué?", preguntó sorprendido el entrevistador. El estudiante repuso: "Al llegar aquí, descubrí que el hombre blanco tiene dos dioses, uno sobre el cual nos enseña y otro al cual ora. En una escuela misionera presbiteriana me enseñaron que las doctrinas tribales de mis antepasados, que adoraban imágenes y creían en la brujería, eran malas y descabelladas. Pero aquí ustedes adoran imágenes más grandes: automóviles y aparatos eléctricos. Sinceramente no veo la diferencia".
¿Sorprendente? No debería serlo. La mayoría de las personas se encuentran tan cerca de su propio pecado que no lo pueden ver. Vivimos en una sociedad que se dice cristiana pero que se basa en la codicia y aspira a tener más y más cosas materiales. El esfuerzo frenético por competir con los demás y por salir adelante no solamente da origen a problemas económicos sino que es la causa real de muchas enfermedades mentales, hogares deshechos y vidas frustradas. Y lo que es más importante, esta forma de idolatría deja a la persona sin tiempo, fuerzas ni deseos de llegar a conocer al Dios verdadero, cuyos caminos y leyes vivientes son la única vía hacia la verdadera felicidad y la paz interior.
Poca gente se da cuenta de que los diez mandamientos son leyes vivientes y activas, igual que la ley de la gravedad. Son automáticas. Si las quebrantamos, ¡ellas nos quebrantan! Y así sucede con el último mandamiento de la ley de Dios. Si bien puede infringirse sin que otro ser humano se entere, ¡la pena por quebrantarlo es inexorable! "No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo" (Éxodo 20:17).
De todos los mandamientos, el décimo es el que más específicamente se refiere a la relación del hombre con su prójimo. La fuerza del mandamiento reside en estas palabras: "de tu prójimo… de tu prójimo… su… su… su… su… de tu prójimo". Es una protección repetida, siete veces, de los intereses de los demás. Desear legítimamente una esposa, un siervo o un asno no tiene nada de malo. Pero cuando la cosa deseada queda fuera del legítimo alcance de quien la admira, la admiración convertida en deseo de poseer quebranta el mandamiento. Aunque el mandamiento trata más obviamente de las relaciones humanas y físicas, la exigencia espiritual del mismo es más estricta, en cierta forma, que para los mandamientos anteriores. Este mandamiento gobierna incluso los pensamientos que la persona tiene en su corazón y en su mente. La mayoría de las personas piensan que el pecado es siempre una acción física o extema. No saben que el carácter santo y justo que Dios desea para nosotros implica que también nuestros pensamientos se purifiquen del todo y sean como los suyos. El pensamiento engendra acción. Lo que pensamos, eso mismo somos. Si en secreto rechazamos las normas de Dios y su camino, si en el corazón codiciamos algo que no podemos o no vamos a poseer legítimamente con la bendición divina, entonces tarde o temprano tal rebeldía mental motivará un pecado extemo. Y tales acciones serán un desafío a Dios, una violación de su ley, ¡tal como lo han sido los pensamientos!
Este mandamiento penetra detrás de la fachada "cristiana" ¡y revela si la persona realmente ha sometido su voluntad al Creador! Es un principio temible, que todo lo escudriña. Pero es un mandamiento que debemos aprender a obedecer si queremos recibir la vida eterna y la gloria en el Reino de Dios. "Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús" (Filipenses 2:5). Por medio del Espíritu de Dios en nosotros, tenemos que pelear la batalla de la fe. Tenemos que vencer la naturaleza humana codiciosa que hay en nosotros y triunfar en el empeño de "[llevar] cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo" (2 Corintios 10:5). Esta es la meta final del cristianismo verdadero, meta que se alcanzará plenamente en la resurrección.
Ahora bien, aun en esta vida debemos estar adquiriendo el carácter de Dios. Debemos aprender a "andar" con Él, como aprendieron Enoc, Noé, Abraham y otros siervos justos del Dios altísimo. Debemos seguir su camino, actuar como Él actúa, pensar como Él piensa. Pero la mente normal del ser humano está llena de egoísmo, vanidad, rivalidad, codicia, odio y lascivia. Es una mente alejada de los caminos y pensamientos de Dios (Isaías 55:8-9). Por eso, Jesús recalcó la importancia de que nuestra mente cambie, se convierta y se limpie, diciendo: "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios" (Mateo 5:8).
La vida en el mundo occidental se ha acelerado, especialmente después de la segunda guerra mundial. Nos apresuramos a ganar más dinero. Nos apresuramos a divertimos, a aprovechar todo lo que se pueda de la vida. Escuchamos a diario aquellos mensajes que nos instan a competir con el ’prójimo por las cosas materiales y por la posición social. Muchas personas anhelan lujos materiales que hace dos o tres generaciones ni siquiera se conocían. La propaganda comercial nos anima a gastar más de lo que ganamos, a hacer más de lo que debemos. "Porque tú lo mereces", dice el aviso, metiéndonos en la cabeza la idea de que sería una tontería no comprar un automóvil más grande, no comer en un restaurante más caro o no hacer viajes más largos y costosos. Lo que se resalta es el "yo" y el "obtener". Las naciones pelean y matan movidas por esta misma actitud del corazón: "¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís" (Santiago 4:1-2).
Cuántos capitalistas, dominados por la codicia, desean tener más dinero del que conseguirían si pagaran sueldos justos. Entonces roban a sus empleados pagando sueldos demasiado bajos y gastando muy poco en mejorar la calidad y seguridad del lugar de trabajo. Por su parte muchos trabajadores, a veces guiados por dirigentes sindicales inescrupulosos, aprenden a codiciar más dinero del que pueden ganar honradamente. Utilizando la presión organizada y la maquinación política, creen que pueden obtener algo a cambio de nada.
¿Por qué hay "autores" que escriben novelas baratas basadas exclusivamente en la obscenidad, la suciedad y la idiotez juvenil?
¿Por qué hay editoriales que publican semejante corrupción, que degrada las emociones humanas de amor, bondad e idealismo como si se tratara de animales? Es fácil ver centenares de ejemplos de codicia en nuestra sociedad. Basta abrir los ojos. ¡Pero estemos dispuestos a ver también nuestra propia codicia! Estemos dispuestos a arrepentimos de ella y pidámosle a Dios amor y fuerzas para superarla. Nuestra generación necesita estas palabras del Hijo de Dios: "Mirad y guardaos de toda codicia; porque aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes" (Lucas 12:15, Biblia de Jerusalén). El verdadero éxito y la verdadera felicidad en la vida, dice Cristo, no se miden por el tamaño ni la marca del auto que conducimos, por el tipo de casa que habitamos, la ropa que llevamos ni lo que comemos. La felicidad es un estado de la mente. Proviene del influjo del Espíritu y la mentalidad del propio Cristo dentro de nosotros. Jesús dijo: "Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza" (Lucas 9:58). El amor, la felicidad y la paz ejemplares de Jesús no le llegaron por medio de las cosas materiales. Jesús, el Hijo del hombre, pudo superar la vanidad y la codicia humanas porque para Él, el servicio a Dios estaba muy por encima de todo lo demás. Luego de explicar cómo los inconversos buscan y se inquietan por las necesidades y comodidades materiales, ordenó: "Mas buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas" (Mateo 6:33).
En este punto, vemos cómo el último mandamiento se vincula con el primero. Porque todo lo que busquemos que sea contrario a la voluntad de Dios, es codicia ilícita. Si en la mente y en el corazón hay algo que codiciamos y deseamos más que obedecer al Creador y recibir sus bendiciones, ese "algo" se convierte en un ídolo para nosotros, "…la codicia… es una idolatría" (Colosenses 3:5, Biblia de Jerusalén). Luego, ese ídolo lo colocamos en el lugar del Dios verdadero, quebrantando así el primer mandamiento: "No tendrás dioses ajenos delante de mí" (Éxodo 20:3). El apóstol Pablo dijo: "¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?" (Romanos 6:16).
Cuando empezamos a codiciar cosas materiales, les estamos "sirviendo". Dedicamos nuestro tiempo, energía y dinero a aquellas cosas. En tal situación, no nos queda tiempo ni energía para realmente estudiar la Biblia ni para pasar una hora en oración ferviente delante de Aquel que nos da vida y aliento. Y acabamos siendo avaros y celosos del dinero que debemos a nuestro Hacedor para financiar la proclamación de su verdad. Mediante este proceso sencillo, las cosas materiales que codiciamos se convierten en nuestro verdadero "dios" porque realmente les servimos y las adoramos, de manera que no encontramos en la vida tiempo, energía y recursos para servir al Dios verdadero con todo el corazón, con todas nuestras fuerzas y con toda la mente.
¿Se da usted cuenta? La codicia es algo terrible porque nos aisla de la comunión, las bendiciones y el amor del Dios de los Cielos que hizo todo lo que existe y cuya intención era que la creación material se empleara para su servicio y su gloria. En la vida práctica, la codicia infringe también el principio básico del camino de vida señalado por todos los mandamientos de Dios y por el propio Jesucristo. Jesús resumió este principio al decir: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir" (Hechos 20:35, Biblia de Jerusalén).
Al aprender a servir al prójimo con amor, sinceridad e inteligencia; y a servir y adorar al Dios verdadero, encontraremos el verdadero sentido de realización y la felicidad que anhelamos en esta vida. Y en el mundo de mañana recibiremos vida eterna y gloria dentro de un gobierno divino que estará firmemente basado en los diez mandamientos: el camino del amor, la generosidad y el servicio al prójimo. El camino de la adoración y exaltación del Dios viviente que estableció estos mandamientos para nuestro eterno bienestar.
Hay quienes enseñan que Jesucristo reemplazó la ley de su Padre con unos mandamientos "nuevos". ¿Cuál es la verdad? Hay razón para que sigamos obedeciendo los diez mandamientos? La nuestra es una época de rebeldía contra toda ley y autoridad constituida. Naciones y gobiernos se derrocan, y hogares y escuelas caen en el caos, por obra de la rebeldía en una u otra forma.
Cierto ministro religioso ofreció la siguiente incisiva descripción de cómo el hombre moderno reacciona ante la frase: "Venga tu Reino; hágase tu voluntad", en la oración conocida popularmente como el Padre Nuestro: "No la decimos en serio. La autoridad nos desagrada y no la acatamos fácilmente aunque se trate del Rey de los Cielos… Lamentablemente, es obvio que durante muchos años la mayoría de las personas han orado fervientemente: "No venga tu Reino; hágase mi voluntad".
En capítulos anteriores de esta publicación hemos explorado cómo los diez mandamientos, como leyes vivientes y activas se aplican a cada aspecto de nuestra vida personal. Pero hoy, muchos ministros y maestros de la Biblia proclaman erróneamente que el decálogo quedó anulado o reemplazado por unos supuestos mandamientos "nuevos" de Jesús.
¿Cuáles son estos mandamientos "nuevos"? ¿Acaso reemplazan o contradicen el decálogo? ¿Qué revela la Biblia acerca de este importante tema?
Primero, veamos una de las razones importantísimas por las cuales vino Jesucristo a la Tierra en carne humana. De Él dijo el profeta Isaías: "El Eterno se complació por amor de su justicia en magnificar la ley y engrandecerla" (Isaías 42:21). Vemos aquí que Cristo no vino a abolir la ley sino a "engrandecerla".
Magnificar y engrandecer algo es todo lo contrario de cambiarlo o abolido. Lo que Cristo hizo fue revelar la ley en sus más pequeños detalles y ampliarla para incluir su aplicación espiritual. No hay duda de que la vida y enseñanzas de Jesús cumplieron precisamente esta finalidad respecto de la ley del Padre.
Jesús dijo: "No penséis que he venido para abrogar [abolir o anular] la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir" (Mateo 5:17). Jesucristo hizo exactamente lo que estas palabras indican. Tanto en su vida como en su enseñanza, obedeció la ley perfecta de su Padre. La engrandeció mediante su ejemplo perfecto. La cumplió enteramente, yendo más allá de la simple letra para observar hasta su última intención espiritual.
Quienes lo conocieron como maestro jamás pudieron acusarlo de reemplazar los mandamientos de Dios con tradiciones de hombres. Jesús obedeció los diez mandamientos de palabra y obra. Los enseño y los vivió como el camino de vida perfecto. Y dijo: "De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el Reino de los Cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, este será llamado grande en el Reino de los Cielos" (v. 19).
Todos debemos aspirar a ser "grandes" en el Reino de Dios ¡porque debemos aspirar a vencer en todo lo que podamos y a servir todo lo que podamos! Por tanto, debemos esforzamos con determinación y fervor en hacer y enseñar aun el "más pequeño" de los mandamientos de Dios. ¿Cree usted que el mandamiento del sábado es el "más pequeño"? Entonces debe cumplirlo y enseñarlo tal como Dios mandó. Debe seguir el ejemplo perfecto de Jesús, quien santificó el séptimo día, no el primero de la semana.
Cierto joven se acercó a Jesús para preguntarle cuál era el camino a la vida eterna y recibió esta respuesta: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mateo 19:16-17).
Cuando el joven quiso saber: "¿Cuáles?" Jesús respondió: "No matarás. No adulterarás…" (v. 18) y procedió a enumerar varios de los mandamientos. ¡Jesucristo conocía el camino de la salvación! Dijo que ese camino era el de la obediencia a la ley de Dios Padre y la sumisión a la voluntad divina. Jesús declaró: "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos" (Mateo 7:21).
Lejos de abolir los diez mandamientos, Jesús los cumplió (Juan 15:10). Él fue la "luz" que el Padre envió al mundo para mostrar a los hombres cómo vivir.
Después de su muerte y resurrección, envió a los apóstoles a predicar, con este mandato: "Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado" (Mateo 28:19-20).
Los apóstoles estaban allí cuando Cristo le dijo al joven: "Guarda los mandamientos". Habían escuchado al Señor engrandeciendo los diez mandamientos en el sermón del monte (Mateo 5-7).
Fueron testigos de cómo Cristo obedecía los diez mandamientos y sabían que el suyo era el ejemplo de perfección. Por tanto, cuando los envió a todas las naciones con la orden de enseñar todas las cosas que Él les había mandado (Mateo 28:20), no podían tener la menor duda de que esto incluía los diez mandamientos de Dios.
La obediencia a los diez mandamientos formaba, pues, la base misma de las enseñanzas de Cristo y de sus apóstoles. Ahora bien, ¿cuáles son los "nuevos" mandamientos de Jesús? ¿Acaso estos modificaron o eliminaron la necesidad de guardar aquellos diez mandamientos revelados en el Antiguo Testamento?
Pese a lo que muchos creen, la realidad es que solamente hay un punto en la Biblia donde Jesús dijo que daba un mandamiento "nuevo". Las demás referencias a un mandamiento "nuevo" son de Juan y, como veremos, están hablando de lo mismo.
"Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros" (Juan 13:34-35).
Jesús dio este mandamiento "nuevo" en su última noche de vida física aquí en la Tierra. Ya les había demostrado a los discípulos, con sus enseñanzas y su ejemplo, que el cumplimiento de los mandamientos de Dios era realmente una manifestación de amor.
Nosotros expresamos verdadero amor a Dios cuando lo adoramos y le obedecemos, cuando no permitimos que usurpen su lugar otros "dioses", ídolos, imágenes o cosa alguna, cuando honramos su nombre y mantenemos santo su sábado o día de reposo que Él santificó y que Jesús y los apóstoles siempre guardaron. Y expresamos amor a quienes nos rodean cuando cumplimos celosamente los seis mandamientos restantes.
Cristo ya había resumido la ley de Dios en dos grandes principios: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mateo 22:37, 39). Más aún, en este resumen de la ley divina. Jesús estaba citando directamente ¡el Antiguo Testamento! (Deuteronomio 6:5; Levítico 19:18).
Entonces, ¿qué había de "nuevo" en el principio de amar al prójimo?
La respuesta es clara. El principio de amar al prójimo no era nuevo, pero cuando Jesucristo personalmente vivió ese principio estando aquí en la Tierra, lo engrandeció trayendo una luz enteramente nueva sobre la profundidad y la intención espiritual de este mandamiento.
Recordemos lo que nos dijo: "Como yo os he amado, que también os améis unos a otros" (Juan 13:34).
El ejemplo perfecto de amor y servicio dado por Jesús fue el máximo engrandecimiento de la ley del amor al prójimo que Dios ordenó. Jesús demostró cómo ese amor funciona en la vida cotidiana.
Tres veces la voz divina rompió el silencio de los cielos para anunciar la satisfacción de Dios por la vida de Jesús. Hasta el procurador romano Poncio Pilato tuvo que decir: "Ningún delito hallo en Él" (Juan 19:4).
La razón es que Jesús llevó una vida de entrega a los demás.
Cuando enseñaba a las multitudes, cuando sanaba a los enfermos, cuando alimentaba a los hambrientos o cumplía algún acto de humildad como lavar los pies de sus discípulos; se estaba dando a sí mismo.
En otra ocasión, este mismo Jesús, lleno de amor y generosidad se dirigió así a los jefes religiosos: "¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?" (Mateo 23:33).
¿Son extrañas estas palabras en boca de un hombre lleno de amoral No, no lo son. Antes bien, muestran cómo el amor perfecto a veces dice y hace, por el bien de los demás, cosas que a estos quizá no les agraden en el momento.
¡Jesús amaba a los fariseos! Fue por amor que les dijo estas palabras atronadoras para despertarlos de su vida de hipocresía y perversidad religiosa que era una maldición para su alma. Recordemos que Jesús también murió por estos fariseos. Por ellos y por otros como ellos, oró: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23:34).
Por este mismo amor, perfecto y comprensivo, Jesucristo se retiraba a veces de la multitud para descansar, meditar y orar. Porque bien sabía que su presencia y enseñanzas servían para enriquecer la vida de los demás solamente en la medida en que Él mismo se mantuviera cerca del Padre y sirviera de instrumento en sus manos.
Jesús no solamente parecía amar a los demás sino que realmente los amaba con amor perfecto. Por medio del Espíritu Santo de Dios en Él, deseaba de corazón amar y servir a los demás por el máximo bien de ellos.
Jesucristo vivió de hecho las palabras que predicó: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir" (Hechos 20:35, Biblia de Jemsalén). De este modo, su mandato de amamos unos a otros "como yo os he amado" viene a ser ciertamente un mandato "nuevo", de una nueva amplitud en su función de regir las relaciones humanas.
Muchas personas religiosas creen que Jesús tenía un "amor" sentimental en el corazón pero que no obedecía realmente los mandamientos de Dios.
La verdad es que Jesucristo guardó y cumplió cada uno de los diez mandamientos en la letra y en el espíritu; tal como deben hacerlo hoy sus seguidores. Como ya hemos visto, Jesús afirmó que había obedecido los mandamiento de su Padre (Juan 15:10).
Para ser perfectamente claros, Jesucristo jamás tuvo otro dios delante del Dios verdadero. Jamás cometió idolatría ni blasfemó el nombre de Dios. Siempre santificó el sábado de Dios y asistía al culto en la sinagoga ese día, como era su costumbre (Lucas 4:16).
Jesús honraba a sus padres, jamás mató, cometió adulterio, hurtó, mintió ni codició. Su vida fue un ejemplo que dejó para que nosotros sigamos sus pasos (1 Pedro 2:21).
Hoy, el verdadero cristiano es alguien tan entregado a Dios que Cristo vive su vida en tal persona por el poder del Espíritu Santo. Por eso el apóstol Pablo dije: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gálatas 2:20).
El verdadero cristiano no debe limitarse a tener fe en Cristo sino que debe vivir por la fe de Cristo puesta en él mediante el Espíritu Santo. Cristo, por medio de su Espíritu, debe estar literalmente viviendo dentro del cristiano verdadero. Recordemos: Cristo llevará en nosotros hoy la misma vida que llevó hace 1.900 años. "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos" (Hebreos 13:8).
Estando en la carne. Jesús "fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (Hebreos 4:15). Tentado, sí, pero en su vida humana cumplió los diez mandamientos. Viviendo ahora dentro de sus verdaderos discípulos mediante el Espíritu Santo, Jesús cumplirá los mandamientos en ellos.
Es el amor de Cristo, es el poder de Cristo en nosotros, el cual obedece la ley espiritual de Dios. Porque Jesucristo fue y es obediente a Dios Padre.
En la primera epístola de Juan, el apóstol a quien Jesús amaba, también encontramos referencias a un mandamiento "nuevo". "Hermanos, no os escribo mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que habéis tenido desde el principio; este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído desde el principio. Sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en él y en vosotros, porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra. El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas" (1 Juan 2:7-9).
Aquí el apóstol remite a los fíeles a la "palabra" de Dios que tenían desde el principio. Y en seguida menciona algo "nuevo" y procede a explicar que se refiere al profundo amor espiritual que los hermanos en Cristo deben tener entre sí. En este amor sencillamente no hay cabida para odios, envidias ni malos pensamientos.
Ahora bien, ¿acaso elimina o cambia este amor cristiano los diez mandamientos de Dios?
¡Claro que no!
Lo que hace es profundizar y engrandecer el amor personal que los cristianos han de tener por el prójimo. Es un amor que va mucho más allá de la letra del decálogo ¡pero de ninguna manera lo reemplaza!
Por eso escribió Juan en su segunda epístola: "Ahora te ruego, señora, no como escribiéndote un nuevo mandamiento, sino el que hemos tenido desde el principio, que nos amemos unos a otros. Y este es el amor, que andemos según sus mandamientos. Este es el mandamiento: que andéis en amor, como vosotros habéis oído desde el principio" (2 Juan 1:5-6). Aquí, Juan define el amor cristiano como el cumplir los mandamientos.
Como cristianos, no solamente hemos de amar a Dios y a Jesucristo, sino que hemos de amar también su camino de vida, su propio carácter, el cual se expresa en los diez mandamientos. Jesucristo no se limitó a enseñar la obediencia a los diez mandamientos sino que los vivió. Juan añade: "Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que persevera en la doctrina de Cristo, ese sí tiene al Padre y al Hijo" (v. 9).
Cuando examinamos el lado positivo de los mandamientos "nuevos", encontramos que estos refuerzan los antiguos y los hacen más exigentes. Esbozan un camino de amor, de dar, de servir; que solamente puede lograrse cuando el propio Cristo vive en nosotros.
Con altruismo perfecto, debemos aprender a amar a los demás tal como Jesús nos amó. ¡Esta es doctrina del Nuevo Testamento! Y es mucho más exigente que la letra de los mandamientos planteada en el Antiguo Testamento.
Pero no reemplaza a aquellos mandamientos sino que los engrandece y profundiza para abarcar la plenitud de su intención espiritual. Los mandamientos "nuevos" se desprenden del perfecto cumplimiento de los antiguos en la vida de Jesús. Jesucristo obedeció no solamente la palabra sino el espíritu de los diez mandamientos. Y Él es nuestra "luz", nuestro ejemplo.
Al describir el principio de amar al prójimo, el apóstol Pablo afirmó: "El cumplimiento de la ley es el amor" (Romanos 13:10). Porque el amor espiritual de Dios fluye como un río por el cauce de los diez mandamientos.
Al cumplir perfectamente los diez mandamientos en todos sus aspectos y facetas. Jesús llevó una vida radiante de amor, y amor es el cumplimiento de la ley. El mandamiento "nuevo" que Él dio refleja su ejemplo perfecto de obediencia al Padre y de bondad y servicio a todos los hombres.
A millones de personas en la cristiandad tradicional se les ha enseñado que todo lo que tienen que hacer es "amar a Jesús" o tener el "amor de Dios". ¿Cuál es ese amor? ¿Cómo nos enseña el propio Dios a expresar su amor? Cuando la era apostólica tocaba a su fin, decenios después de la resurrección de Jesús, Dios inspiró al apóstol Juan (aquel de los doce a quien más amaba) para que nos dijera: "Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos" (1 Juan 5:3).
Recordemos que Jesús vivió la ley de Dios en todo lo que pensaba, decía y hacía. Y esta ley debe ser nuestro modelo de vida constante. Tenemos el mandato que dice: "Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo" (2 Pedro 3:18). Debemos imitar la vida ejemplar de Cristo, perfeccionándonos en ella con el paso de cada año, para llegar a cumplir así el mandato de Cristo: "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los Cielos es perfecto" (Mateo 5:48).
Que Dios nos ayude a seguir el ejemplo de su Hijo en la obediencia a su ley. Que mediante nuestra entrega y obediencia desarrollemos el propio carácter de Dios. Y así, por la misericordia de El mediante el sacrificio de Cristo, y por nuestra entrega total para dejar que Cristo viva su vida obediente dentro de nosotros por medio del Espíritu Santo, ¡recibamos la vida eterna en el Reino de Dios!