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Nuestra cultura está saturada con la teoría de la evolución de Darwin: que la vida en nuestro planeta se debe a la selección natural que actúa sobre mutaciones que ocurren por el azar ciego y sin guía; no es necesario un Dios. Pero cuando penetramos en la unidad de vida más pequeña, la célula, ¡vemos un mundo que jamás pudo producirse al azar. Es un mundo complejo y extraordinario con una maquinaria molecular que señala hacia un Gran Diseñador.
¿Es la teoría de la evolución de Darwin el hecho establecido que nos han dicho? ¿O hay motivos para dudar de esa teoría? Muchos descubrimientos del último medio siglo obligan a dudar si es posible que la vida tal como la conocemos pueda ser resultado del azar. Un científico doctorado en biología molecular y celular expresa esas dudas.
En una entrevista con Lee Strobel, el doctor Jonathan Wells dijo: “La evidencia en favor del darwinismo no solo es sumamente inadecuada, sino sistemáticamente distorsionada. Estoy convencido de que en un futuro no muy distante, no sé, quizá dentro de veinte o treinta años, la gente verá hacia atrás con asombro y dirá: ¿Cómo es posible que alguien creyera eso? El darwinismo es una simple filosofia materialista disfrazada de ciencia, y la gente lo está reconociendo como tal” (The Case for a Creator, Strobel, pág. 79).
Hay una campaña constante de desprestigio contra Wells, como la hay contra todo científico que se atreva a cuestionar al dios de la evolución darwiniana; pero los hechos son hechos, y toda mente objetiva que observe las pruebas con seriedad, solo podrá llegar a la conclusión de que el darwinismo no es tan claro y contundente como quisieran hacernos creer. Si la evidencia empírica no favorece a Darwin, tiene implicaciones serias en la incógnita de cómo llegamos a existir, y si nuestra existencia obedece a algún propósito.
Con mucho acierto, Michael Denton escribió:
“La idea [de la evolución] ha llegado a tocar todos los aspectos del pensamiento moderno, y ninguna otra teoría en tiempos recientes ha hecho más por moldear nuestra visión de lo que somos, y de nuestra relación con el mundo… El triunfo de la evolución marcó el final de la creencia tradicional en el mundo como un orden creado y con propósito: el llamado concepto teleológico que predominó en el mundo occidental durante dos milenios… Toda sugerencia de que pueda haber algún error serio en la visión darwiniana de la naturaleza, necesariamente despierta la atención pública, porque si los biólogos no pueden sustentar los argumentos fundamentales del darwinismo, soporte de gran parte del pensamiento del siglo veinte, entonces es claro que las implicaciones intelectuales y filosóficas son inmensas” (Evolution: A Theory in Crisis, págs. 15-16).
En un número anterior de El Mundo de Mañana pregunté: ¿Mataron los dinosaurios a Dios? La pregunta es absurda, pero sirvió para resaltar un punto importante: Muchos creen
que el registro de los fósiles, prueba del mundo de los dinosaurios, apoya también la evolución darwiniana, cuando la realidad es todo lo contrario. Volviendo a Denton leemos:
“El panorama global de la vida en la Tierra es discontinuo, las brechas entre los diferentes tipos es tan evidente que, como lo recuerda Steven Stanley en su libro reciente: Macroevolution, si nuestros conocimientos de biología se limitaran a las especies que actualmente pueblan la Tierra, posiblemente nos preguntaríamos si la doctrina de la evolución pudiera calificarse de algo más que una hipótesis extravagante. Sin formas intermedias o transicionales que tiendan un puente sobre las brechas enormes que separan las actuales especies y grupos de organismos, el concepto de la evolución jamás podría tomarse en serio como hipótesis científica” (Denton, págs. 157-158).
La ausencia de especies intermedias, es decir, la falta de eslabones perdidos que tendrían que ser múltiples millones para que la evolución fuera cierta, es solo uno de los muchos problemas que hay con esta teoría.
A los evolucionistas les disgusta la expresión azar ciego, prefiriendo exponer su argumento en términos de fuerzas naturales sin guía, cuya acción produce todas las formas de vida que vemos. Pero si se rechaza el azar ciego, ¿por qué el título del libro de Richard Dawkins: El relojero ciego? La evolución, por su misma definición, carece de supervisión inteligente. Actúa, supuestamente, mediante factores ambientales que promueven mutaciones ocurridas al azar. Por lo tanto, se trata de azar ciego ¡bajo el nombre que se le quiera dar!
Hay datos irrefutables que están dando un vuelco a la ciencia, y muchos que fueron evolucionistas y ateos ven tambalear su confianza en el “azar ciego”. El periodista investigativo Lee Strobel es uno de los más conocidos escépticos de Darwin. Su historia es como la de muchos otros. En un tiempo creyó firmemente en la evolución y era ateo, como ocurre con la mayoría, aunque ciertamente no con todos. Reconoce que miraba con cierto desprecio a los pobres seres de inclinaciones religiosas y tan ignorantes que rechazaban lo que, para él, la ciencia había demostrado años atrás. Después de investigar el tema a fondo, Strobel escribió sus hallazgos en un libro titulado: El caso del Creador.
En ese libro describe cómo cien científicos de diversas disciplinas, altamente especializados y portadores de doctorados de universidades prestigiosas, reaccionaron ante una serie televisada en siete partes por la PBS, según la cual “toda la evidencia científica conocida respalda la evolución, lo mismo que virtualmente todo científico de renombre en el mundo” (Strobel, pág. 36).
En respuesta, estos cien científicos publicaron en una revista nacional un aviso de dos páginas en el cual declaraban: “Vemos con escepticismo el argumento de que la mutación al azar y la selección natural puedan explicar la complejidad de la vida… Debe
promoverse el examen cuidadoso de las pruebas presentadas en apoyo de la teoría darwiniana” (Strobel, pág. 36).
Strobel explica enseguida que estos escépticos de Darwin eran “científicos respetados de categoría mundial como Henry F. Schaefer, propuesto para el premio Nóbel y el tercer químico más citado en el mundo; James Tour del Centro de Ciencias y Tecnología de Nanoescala en la Universidad de Rice; y Fred Figworth, profesor de fisiología celular y molecular en la escuela de Postgrado de Yale” (Strobel, pág. 36). Entre ellos se contaban también “el director del Centro de Química Cuántica Computacional, así como científicos del Laboratorio de Física Plásmica en la Universidad de Princeton, del Museo Nacional de Historia Natural en el Instituto Smithsoniano, del Laboratorio Nacional Los Álamos y de los Laboratorios Lawrence Livermore” (Strobel, págs. 35-36).
Este no es el cuadro que suele presentarse en los típicos cursos de biología en colegios y universidades, y tampoco el que se publica en los medios de difusión; pero la próxima vez que alguien que cree saber, suba un comentario a la internet en el que se burla de cualquiera que sea un escéptico de Darwin, no nos desanimemos: Hombres y mujeres mucho más enterados que estos guerreros del teclado sí tienen dudas serias. Muchos que fueron ateos y evolucionistas han llegado a rechazar el darwinismo, unos abiertamente y otros en silencio por temor a las represalias.
Entre los descubrimientos que llevan a muchos a rechazar la teoría darwiniana, hay unos en el campo de la microbiología que resultan poderosamente convincentes. Hoy la ciencia puede escudriñar células microscópicas y verlas en un grado de detalle mucho mayor que los científicos en pasadas generaciones.
Denton lo pone en la línea: “Aunque las células bacterianas más diminutas son increíblemente pequeñas ... cada una es, en efecto, una verdadera fábrica de microminiaturización que contiene miles de piezas de maquinaria molecular de diseño exquisito y alta complejidad… mucho más complicadas que máquina alguna hecha por el hombre y absolutamente sin paralelo en el mundo no viviente” (Denton, pág. 250). ¡Esto no es una exageración!
Denton dice además: “La complejidad de una célula del tipo más simple que se conoce es tal, que resulta imposible aceptar que semejante objeto pudiera ser algo armado de repente por algún suceso anormal y sumamente improbable. Semejante ocurrencia no se distinguiría de un milagro” (Denton, pág. 264).
Realmente hay que preguntarse cómo una persona instruida puede mantener su creencia en el darwinismo ante la arrolladora complejidad de la vida, y ante el reto insuperable de explicar cómo surgió de una materia sin vida.
Todos hemos oído la pregunta: “¿Qué fue primero, la gallina o el huevo?” Cuando se trata del origen de la vida, la pregunta no es trivial. Veamos por qué.
Los estudiantes de biología, en su mayoría, conocen el experimento Miller-Urey. Stanley Miller y Harold C. Urey especularon que la primera atmósfera de la Tierra pudo estar compuesta de hidrógeno, amonio y metano. En un experimento cuidadosamente diseñado, pasaron cargas eléctricas por una mezcla de estas sustancias y lograron producir algunos aminoácidos. El experimento, realizado en 1953, fue admitido como prueba de la evolución. ¿Realmente lo era?
Esta demostración, como tantas cosas que generan titulares llenos de esperanza, resultó insuficiente; y los científicos serios reconocen que el experimento tiene problemas enormes. Las condiciones altamente controladas en que se realizó la investigación eran ajenas a todo lo que los científicos actuales consideran que constituía la atmósfera primitiva de la Tierra. También es importante señalar que un aminoácido no es vida. Todo ser viviente utiliza solamente aminoácidos del tipo llamado levógiro (contrario a las agujas del reloj), opuesto a los producidos por el experimento. Y lo que es más importante, los científicos no pueden demostrar ni explicar cómo se formaría ni una sola proteína al azar, ni cómo se formaría por un proceso diferente del que observamos corrientemente en los organismos vivos. Las probabilidades en contra de que se forme una proteína al azar son tan arrolladoras que muchos científicos se han dado por vencidos, y buscan otra explicación. Hasta ahora, no tienen alternativa fidedigna.
El problema con la formación de proteínas se resalta en el libro de Bill Bryson: Una breve historia de casi todo. “Nadie lo sabe en realidad, pero puede haber hasta un millón de tipos de proteínas en el cuerpo humano y cada una de ellas es un pequeño milagro”, dice Bryson. “Según todas las leyes de la probabilidad, las proteínas no deberían existir” (Bryson, pág. 288).
Reflexionemos en estas palabras. Bryson, que cree en la evolución, se refiere al millón de tipos de proteínas que hacen de nosotros organismos vivientes como un “pequeño milagro”. ¿Por qué?
Las proteínas son largas hebras de aminoácidos conectados de tal manera que pueden doblarse en formas tridimensionales perfectas. Si los aminoácidos no están conectados en el orden correcto, no pueden doblarse en las formas necesarias para combinarse con otras proteínas y construir las máquinas y estructuras del interior de las células. Armar estos aminoácidos en una secuencia precisa es requisito necesario, pero no suficiente, para construir una proteína.
Los aminoácidos con que se forman las proteínas suelen compararse con las letras del alfabeto empleadas para formar palabras y frases. En vez de las 27 letras que componen el alfabeto español, hay solamente 20 aminoácidos que forman el código genético de la vida. Podemos visualizar la relación entre los aminoácidos y las proteínas así: Esta revista contiene centenares de frases y todas son únicas, diferentes de las demás. Estas frases se componen de letras que forman palabras, las que a su vez se colocan en un orden tal que tengan sentido. Ahora pensemos que alguien echa miles de letras en una caja y, sacando una por una, las coloca en el orden en que las sacó. ¿Cuánto tiempo habría que hacer esto para salir con una frase perfectamente construida, aunque sea una frase corta de unas 75
letras? El mismo problema se aplica a las proteínas. ¿Cuántas probabilidades hay de que se construya aunque sea una sola proteína al azar?
Bill Bryson hace la pregunta y la responde hablando del colágeno, proteína muy abundante en el organismo de los mamíferos, entre ellos los seres humanos.
Bryson señala: “Para hacer colágeno hay que colocar 1055 aminoácidos exactamente en la secuencia correcta. Hay un punto obvio pero crucial, esto no lo hacemos. Se hace solo, espontáneamente, sin dirección; y ahí es donde viene lo improbable. Las probabilidades de que una molécula con una secuencia de 1055 aminoácidos, como el colágeno, se forme sola son, francamente nulas. Sencillamente no va a ocurrir” (Bryson, pág. 288).
Si es algo que “sencillamente no va a ocurrir”, entonces quizá pudiéramos vivir sin colágeno. No podemos, pero imaginemos por un momento que fuera posible. Al fin y al cabo, puede haber hasta un millón de tipos de proteínas que contribuyen a hacernos lo que somos: quizá pudiéramos existir sin una o dos de ellas.
Sin entrar en complejidades y perdernos, Bryson calcula que las probabilidades de que una proteína más sencilla de 200 aminoácidos se forme sola es de una en… ¿cuántas? ¿Una en 1.000? ¿Una en 10.000?
No, el número que buscamos es un uno ¡seguido de 260 ceros! Ese número, explica Bryson para darnos una mejor idea, es “mayor que el número total de átomos en el Universo”. Con razón dice que “cada una de ellas es un pequeño milagro”.
Ahora ¿quién es el que cree en la fe y los milagros?
Por eso es que muchos científicos están abandonando la idea del azar. Hasta ahora ninguno ha ofrecido una explicación convincente de cómo llegó a existir siquiera una sola proteína sin un Diseñador inteligente, y de manera diferente de cómo se forman ahora.
¿Cómo se forman ahora las proteínas? Se construyen conforme a las indicaciones suministradas por el ADN dentro de nuestras células. El ADN es ni más ni menos un código, dicho de otro modo, contiene las instrucciones para formar proteínas. ¡El ADN es poderoso! En nuestro artículo: El milagro del ADN, que publicamos en la edición de marzo y abril del 2015 de esta revista, página 8, damos una amplia explicación sobre esta extraordinaria molécula. También puede leerlo en nuestro sitio en la red: www.Elmundodemañana.org. Por ahora, veamos algunas cualidades.
Es imposible no maravillarse ante la cantidad de información que cabe en un solo chip de computadora o en un disco duro. Sin embargo, el ingenio del hombre no se compara con el ADN. “La información necesaria para especificar el diseño de todas las especies de organismos que han existido en el planeta, cuyo número, según G. G. Simpson, asciende aproximadamente a mil millones, cabría en una cucharadita [de ADN] ¡y quedaría lugar para toda la información en todos los libros escritos”! (Denton, pág. 334).
¿Cómo evolucionó el ADN? Esta es una pregunta que los evolucionistas no pueden responder. ¿Puede alguien citar algún código (o llamémoslo “instrucciones para formar”) que alguna vez surgió sin una inteligencia? Si Bill Gates tiene que contratar programadores de gran inteligencia para escribir los códigos de los productos de Microsoft, ¿qué nos haría pensar que el código más poderoso que se conozca iba a existir al azar? Es una pregunta seria ¡y exige respuesta!
El ADN es solo el comienzo. Hacer una proteína es complicado y requiere el empleo de máquinas moleculares hechas de proteínas que ya existen. En otras palabras, ¡hay que tener proteínas para hacer proteínas! ¡El ADN no puede hacer nada sin esas máquinas hechas de proteínas!
Sin explicar cómo llegó a ser el ADN, Bill Bryson expone la paradoja: “No puede haber proteínas si no hay ADN, y sin proteínas, el ADN no tiene ningún objeto. ¿Debemos entonces suponer que aparecieron simultáneamente con el fin de apoyarse mutuamente? ¡Muy extraño! ¿No?” (Bryson, pág. 289).
Ahora es preciso volver a la pregunta: “¿Quién es el que cree en la fe y los milagros?”
Dada la impresionante distancia que separa unos pocos aminoácidos, como los que se formaron en el experimento Miller-Urey, de la complejidad de la célula más simple; los evolucionistas vienen con su respuesta. En vez de explicar cómo se resuelve semejante brecha, algo que no pueden hacer, muchos evaden la pregunta diciendo: “Pues aquí estamos, así que tuvo que ocurrir”.
¡Que estamos aquí es evidente! Nadie lo disputa. Lo que disputamos es cómo ocurrió, y de hecho hay una explicación mucho mejor. El código del ADN fue diseñado por una Inteligencia. El funcionamiento detallado de la célula grita: “¡Diseño!” Cada ave, cada mariposa, cada pez y cada flor ¡exhibe los atributos invisibles de un Dios grande, poderoso y movido por el amor!
Según lo que declara el apóstol Pablo, los abanderados darwinianos de una “creación sin Creador” carecen de excusa. “Porque las cosas invisibles de Él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20). Maravillado por el milagro de la vida, el rey David de Israel dijo: “Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien” (Salmos 139:14). También declaró: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios” (Salmos 14:1).
Para terminar esta investigación del estado actual de las cosas, demos la última palabra al bioquímico y exevolucionista Michael J. Behe. En su libro de gran venta titulado: La caja negra de Darwin, Behe explica cómo la investigación científica de los últimos
decenios ha revelado ante los biólogos la increíble complejidad del funcionamiento interno de las células que componen los organismos, información que resulta ser un tema casi intocable. ¿Su conclusión?
“ El resultado de este cúmulo de esfuerzos por investigar la célula, por investigar la vida desde la molécula, es un grito fuerte, claro y penetrante: ¡Diseño! Es un resultado tan contundente y tan importante que debe clasificarse como uno de los logros más grandes en la historia de la ciencia. Este triunfo de la ciencia debería suscitar exclamaciones de ¡Eureka! en diez mil gargantas, y ocasionar felicitaciones y enhorabuenas y quizás hasta servir de excusa para tomarse un día libre.
Pero no se han destapado las botellas, no se han batido palmas. En su lugar, la innegable complejidad de la célula se ha rodeado de un silencio extraño e incómodo. Cuando surge el tema en público, hay movimiento incómodo de pies y respiración dificultosa. En privado, la gente se muestra más tranquila: muchos reconocen explícitamente lo que es obvio, pero luego miran el piso, sacuden la cabeza, y lo dejan hasta ahí.
¿Qué impide que la comunidad científica acoja con entusiasmo su gran descubrimiento? ¿Por qué será que la observación de un diseño se maneja con guantes intelectuales?
El dilema es que si un lado de la moneda se llama diseño inteligente, del otro lado debe llamarse Dios” (págs. 232-233). [MM]