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De alguna manera, la ciencia trae a la mente uno de los proverbios bíblicos: “Gloria de Dios es encubrir un asunto; pero honra del rey es escudriñarlo” (Proverbios 25:2). Las ciencias llamadas duras: Física, química, biología y sus subdisciplinas; representan bien el espíritu del versículo. Cada una de ellas es un esfuerzo por explorar las obras del poder creador de Dios, y descubrir lo que se esconde bajo la superficie. Como el motor de un automóvil oculto bajo el capó, así las muchas piezas y complicados mecanismos de la creación, que se ocultan bajo la superficie, nos llenan de admiración y asombro cuando se revelan ante nuestros ojos.
El proverbio quizá sirva para explicar por qué la ciencia en nuestros días se ha tratado casi como una religión, y los científicos como sus sacerdotes. La labor de las ciencias tiene cierta aura. Sus hallazgos reciben el trato que recibían antes los pronunciamientos sobre la revelación divina y la Biblia, y a veces, quienes cuestionan el consenso científico reciben trato de herejes seculares.
No obstante, por noble que sea la búsqueda científica y por mucha “honra” que traiga, la ciencia continúa siendo una búsqueda humana y, como tal, sujeta a las debilidades humanas. Este aspecto de la ciencia fue mostrado en las noticias recientemente. El meditar en lo ocurrido nos enseña algunas cosas importantes.
Si usted recibía esta revista en el 2016, quizá leyó nuestro artículo: Einstein, Dios y las ondas gravitacionales, en el número de julio y agosto. El hallazgo que se había anunciado ese año era impresionante e inspirador: Un grupo del Observatorio de ondas gravitacionales por interferometría láser, conocido como LIGO (por sus siglas en inglés), que dirigía el experimento, anunció que a raíz de un choque de dos agujeros negros en el lejano espacio, se habían descubierto por fin las ondas gravitacionales. Los científicos del LIGO hicieron instrumentos novedosos y extraordinariamente sensibles que parecían haber detectado ondas diminutas en el tejido del espacio tiempo del Universo. Esas ondas, llamadas gravitacionales, las predijo Albert Einstein en su teoría general de la relatividad.
El descubrimiento fue aclamado por todo el mundo y nosotros también informamos sobre este, señalando la extraordinaria proeza de Einstein al comenzar con experimentos mentales limitados a las restricciones de nuestro mundo, relativamente pequeño; y de allí sacar conclusiones acertadas sobre esos fenómenos en la profundidad del cosmos. El descubrimiento fue, tal como lo dijimos entonces, “un tributo al magnífico y ordenado diseño divino desde los fundamentos de la realidad” (pág. 9).
Es decir, lo fue hasta hace poco.
En su edición del 3 de noviembre del 2018, la revista New Scientist publicó un artículo de Michael Brooks: ¿Adiós ondas?, según el cual Andrew Jackson, cosmólogo y físico especializado en partículas y un grupo de colaboradores en el Instituto Niels Bohr de Copenhague, Dinamarca, comenzaron a examinar los resultados del experimento del LIGO tan pronto como se anunció y al respecto expresaron serias dudas. Son expertos en el análisis de grandes colecciones de datos y en distinguir entre las señales legítimas en los datos y lo que es simple ruido. (Imaginemos escuchar una estación radial débil con mucha estática. La estática es el “ruido” y la música que se intenta escuchar es la “señal”).
El grupo danés cuestiona la detección de las ondas gravitacionales, argumentando que el grupo del LIGO no procesó el ruido en los datos correctamente y que la señal detectada por ellos es una ilusión generada por ese error. La revista New Scientist señala que sus dudas han convencido a varios científicos. La mayor parte del grupo LIGO se atiene a su convicción de que sí detectaron ondas gravitacionales y otros se sitúan entre uno y otro extremo.
Por ahora, habrá que esperar el dictamen final.
Cualquiera que sea la resolución del asunto, las preguntas que rodean la experiencia con el LIGO presentan una oportunidad de reflexión.
Primero, hay que señalar que por algo es honra de los reyes indagar algo que Dios ha ocultado. No es una labor fácil. La obra de Dios es maravillosa y sirve de monumento al ingenio y la inteligencia de Aquel que la creó. Tal como señalamos en nuestro artículo, el hecho de que podamos entender algo del cosmos ya es en sí una maravilla, un tributo al hecho de que Él hizo este reino físico conforme a leyes y ordenanzas reales y susceptibles de descubrirse (vea Jeremías 33:25), leyes que están en perfecta armonía con su propia existencia como un Dios ordenado y racional. Pero eso no significa que sean fáciles de descubrir ni de entender.
Y esta meditación nos lleva a recordar la posición realmente humilde que nosotros ocupamos en comparación con nuestro Creador. Salmos 147:5 declara: “Grande es el Señor nuestro, y de mucho poder; y su entendimiento es infinito”. Resaltamos: “su entendimiento es infinito”. El nuestro decididamente no lo es. Cuando el rey David contempló las extraordinarias capacidades de la mente de Dios; y el hecho feliz de que una mente así se dignara tomar en cuenta la pequeña vida del rey en este mundo, expresó esta conclusión: “Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender” (Salmos 139:6).
Si bien los seres humanos somos capaces de descubrir verdaderas maravillas en las múltiples y diversas obras de nuestro Creador, en las huellas digitales que Él ha dejado en aquellas formas, apenas si vislumbramos las cosas que somos capaces de percibir. Bien señaló el patriarca: “He aquí, estas cosas son solo los bordes de sus caminos; ¡y cuán leve es el susurro que hemos oído de Él! Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede comprender?” (Job 26:14). Al buscar esas huellas digitales, esos susurros, nuestra guía debe ser la humildad; y nuestro compañero invariable, el reconocimiento de que estamos buscando a tientas en su mundo, y no Él en el nuestro (ver Hechos 17:27).
La discusión que rodea al LIGO también sirve para recordarnos que en esta vida jamás lo sabremos todo, por mucho que lo deseemos. El apóstol Pablo aceptó esa realidad, comprendiendo que por ahora conocemos “en parte” y que solo cuando seamos glorificados y entremos en el Reino de Dios podremos al fin conocer a fondo, así como Dios nos conoce a nosotros (1 Corintios 13:12). Mientras tanto, siempre faltarán piezas del rompecabezas, tal vez las piezas que nos hagan reflexionar y considerar si estamos dedicando el tiempo suficiente al verdadero rompecabezas.
Porque al final de cuentas, hay una incógnita más importante que las demás, una búsqueda que nos honra más que cualquiera otra que pudiéramos emprender. Exige algo más que analizar las obras de sus manos, para saber la razón del funcionamiento de las cosas. Exige reconocer y aceptar el hecho de que nosotros mismos, todos nosotros, somos obra de sus manos y que Él nos ha hecho y formado con un propósito.
Encontrar ese propósito y el medio de cumplirlo es una búsqueda de toda la vida. Pero en vez de ir a tientas y a oscuras, incapaces de distinguir entre la señal y el ruido, podemos encontrar lo que necesitamos directamente, siempre y cuando estemos dispuestos a acudir con humildad a la Fuente. La búsqueda no costará $620 millones de dólares como los detectores del LIGO, pero sí cuesta “todo tu corazón” y “toda tu alma” (Deuteronomio 4:29). Por un lado, este parece un precio mucho más alto, pero por el otro, es un precio ínfimo cuando comprendemos el objetivo de la búsqueda: No es ser partícipe de la honra de reyes, sino ser partícipe de la gloria de Dios (1 Tesalonicenses 2:12). [MM]