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En el asombroso catálogo de seres vivientes que pueblan la Tierra, se descubren incontables detalles insospechados que demuestran cuán complejas llegan a ser las formas de vida y sus ciclos. La relación muy singular entre una extraña orquídea y la abeja que le sirve de cómplice tiene mucho que enseñarnos sobre el mundo, como producto de la prodigiosa mente de un Diseñador.
En el caso de las flores y los sistemas reproductivos de las plantas de flor, o fanerógamas. No podemos menos que maravillarnos ante la delicada hermosura de una flor de cerezo, una rosa o un lirio; pero hay otra flor aun más cautivante, tanto por su diseño como por la manera en que recluta a un ayudante inocente para asegurar la supervivencia de su especie.
La Coryanthes speciosa y la Stanhopea grandiflora son dos especies de orquídea oriundas de México, Centro y Sudamérica y Trinidad y Tobago. El nombre de Coryanthes, de la palabra griega que significa “casco”, se debe a la forma de uno de sus labios. Estos miembros de la familia de las orquidáceas producen una flor de singular belleza dentro del mundo vegetal. Cuentan, además, con un sistema de reproducción altamente refinado, que requiere los servicios de una especie particular de abeja de las orquídeas. Hay unas 250 especies de abejas de las orquídeas, que se cuentan entre las más ostentosas entre las abejas por su aspecto como de joya (Stephen Buchmann, “Orchid Bees,” U. S. Dept. of Agriculture). Dos subespecies de estas abejas, la Euglossa meriana y la Euglossa cordata, tienen la forma, el tamaño y el peso precisos para poder servir a la orquídea (Geoff Chapman, “Orchids… a witness to the Creator,” revista Creation, septiembre de 1996).
El macho de una sola subespecie de estas abejas visita a una sola subespecie de la orquídea, lo cual garantiza que no habrá polinización cruzada de esta delicada flor. Cada subespecie de la orquídea secreta un perfume aceitoso aromático, que se produce en la cueva del labio superior de la flor. Como cada especie de orquídea produce un aroma especial que sirve para atraer a una especie de abeja, y como el proceso es tan especializado, la polinización cruzada queda impedida por el diseño en sí. El aroma buscado por el macho atrae únicamente a las hembras de su propia especie, lo cual conserva la integridad del sistema para beneficio tanto de la planta como del polinizador. La abeja macho tiene un receptáculo en las patas traseras, que llena con el perfume para atraer a su dama, y soportará cualquier dificultad con tal de ofrecerle el perfume más atrayente.
La parte superior de la planta, donde se produce la fragancia, tiene una superficie como de cera, que se hace más resbaladiza por efecto del perfume. Mientras las abejas se ocupan en recolectar su tesoro, suelen resbalarse y caer a la parte de abajo de la flor, que tiene forma de cáliz. Sobre el cáliz hay una glándula que deja gotear un líquido por un grifo, de modo que el cáliz se mantiene parcialmente lleno. Esta especie de abeja tiene el tamaño y el peso precisos para que ocurra un proceso extraordinario durante su visita a la flor. La abeja, que se ha deslizado al fondo del cáliz, moriría sin poder salir del líquido, si no fuera por un pequeño escalón en el borde del cáliz. El escalón es del tamaño y forma precisos para que la abeja pueda valerse de él para salir como si fuera de una piscina.
Pero nuestra abeja, pobrecita, se quedaría atrapada dentro de la flor si no fuera por un pequeño túnel situado más allá del escalón. El túnel, o tubo, es apenas lo bastante grande para que pase nuestra especie de abeja, y así comienza su escape. Sin embargo, justo cuando se dispone a salir, el tubo se contrae y la aprisiona. La contracción de este tubo hace secretar una pequeña cantidad de pegamento sobre la espalda de la abeja, pero únicamente en una pequeña parte, a fin de no inhibir la capacidad del insecto para volar. Luego, cuando la flor se encuentra en su fase masculina, se presionan sobre el pegamento dos sacos de color naranja llenos de polen. El pegamento tarda entre 45 minutos y una hora para endurecer, y al cabo de ese tiempo el tubo de escape se relaja y la abeja sale, recobrando su libertad, y cargada ahora con los únicos sacos de polen que la flor produce.
Pese a sus aventuras espeluznantes, nuestra abejita, como buen macho, sigue pensando en su dama y nada le impedirá visitar otra orquídea de la misma especie para completar su carga de aceite aromático. En el proceso de recoger más perfume, la pobre abeja se encuentra de nuevo en el fondo del cáliz de otra orquídea. Empecinada, se sale de la piscina trepando por el escalón y recorre el túnel hacia la libertad. Esta vez, si la flor de la orquídea ha entrado en su fase femenina, al final del túnel no la esperan sacos de polen, sino una pequeña estructura en forma de gancho. Esta retira los sacos de polen que la abeja lleva en la espalda, los abre y los hace polinizar el pistilo u órgano reproductivo femenino, dando así comienzo al proceso que culminará con el desarrollo de semillas, y la producción segura de otra generación de esta planta increíble.
Es interesante que aun Charles Darwin reconoció que los registros fósiles no contienen indicios de la “evolución” de las flores, tal como señaló en carta dirigida al botánico sir Joseph Hooker en 1881. Darwin jamás ofreció una explicación de cómo bastaría un proceso como la “selección natural” para crear una complicada relación simbiótica, es decir, de beneficio mutuo; como la que vemos en este caso. Más aún, el mecanismo reproductivo de la orquídea de cáliz parece bastante contrario a las normas de la teoría darwiniana. El darwinismo presupone que la selección natural eliminaría los procesos que dificulten la supervivencia y la hacen más propensa a fracasar. Sin embargo, la orquídea de cáliz implica un mecanismo complejo que exige la asociación con una subespecie de abeja: una sola. Esto hace aun menos probable la supervivencia, y sin embargo, la orquídea ha prosperado durante milenios. Súmese a esto la necesidad de que se desarrollaran simultáneamente las características altamente especializadas de la flor y del polinizador, lo que hace matemáticamente improbable un proceso fortuito, como lo exigiría la evolución darwiniana sin una dirección inteligente.
Este proceso tan especializado impide la polinización cruzada con otras especies de orquídea, lo que contribuye a preservar la genética de estas plantas en un estado relativamente libre de cambios, de generación en generación. Las orquídeas de cáliz siguen prosperando, despertando asombro y alegría entre quienes las estudian. Esta complicada relación simbiótica entre una abeja determinada y una flor extraordinaria tiene que ser necesariamente producto del diseño inteligente. Cualquier mente imparcial y si prejuicios tendría que convenir en ello.
La tendencia del hombre a negar que este mundo y la vida que contiene son producto de un Gran Diseñador no es nueva. Hace mucho tiempo, el gran estudioso benjamita que nosotros conocemos como el apóstol Pablo, expresó así su frustración con quienes buscan todos los argumentos posibles para negar lo obvio:
“Lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de Él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa (Romanos 1:19-20). Y: “Profesando ser sabios se hicieron necios” (Romanos 1:22).
La pequeña orquídea de cáliz y su tenaz abeja son un ejemplo que apunta claramente hacia al genio creador del Gran Diseñador. [MM]