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La gracia ese un don maravilloso de Dios, pero que la mayoría no logra comprender.
¿Qué es la gracia?
¿Cómo asegurarnos de que estamos aprovechando al máximo este don de Dios en nuestra vida?
“Gracia” es una palabra que frecuentemente el cristianismo emplea, pero sorprende ver qué poco se entiende. Quizás usted da las gracias por un favor o antes de cenar. Tal vez piensa en la palabra “gracia” cuando ve a alguien bailar con exquisitez, o ante una acción lucida de un niño. O quizás el “período de gracia” en su tarjeta de crédito que le permite esperar casi un mes antes de hacer el pago.
Sin embargo, en el cristianismo auténtico se habla de la gracia de un modo muy específico. En la vida del verdadero discípulo, la gracia es el favor gratuito y sin merecimiento que Dios concede a quienes lo buscan.
Mucha gente se pregunta: Si la gracia realmente es gratuita, ¿no significa eso que puedo hacer lo que quiera? En el transcurso de los siglos muchos han enseñado, erróneamente, que una vez que el cristiano acepta a Jesús, ya no importa qué pecados cometa; supuestamente queda asegurada su salvación aunque no abandone sus viejos hábitos de fornicar, practicar la idolatría y demás conductas pecaminosas. ¡Esto nunca puede ser así! Pero por otra parte, si la gracia es un don, o regalo, que Dios nos da sin precio, ¿cómo puede traer condiciones?
Es claro que muchas personas no comprenden la gracia de Dios. Quizás usted se sorprenda al saber que la mayoría de las personas, entre estas muchas que se declaran cristianas, tampoco comprenden lo que significa la salvación, o al menos qué es el pecado. No obstante, el conocimiento de qué es el pecado y qué es la salvación resulta esencial para entender cómo actúa la gracia en la vida cristiana. En este artículo exploraremos brevemente qué es recibir la gracia de Dios, qué significa esa gracia en la vida de los verdaderos discípulos, y qué tiene que ver con la salvación y el perdón de los pecados.
¿Qué valor tiene la gracia para nosotros si es un favor gratuito? ¿La tratamos como algo realmente valioso? Quizás usted ha oído hablar de “gracia barata”. ¿Qué significa eso? El destacado pastor de una iglesia alemana, Dietrich Bonhoeffer, observó: “Gracia barata significa la justificación del pecado sin justificación del pecador. La gracia sola lo hace todo, según dicen, así que todo puede quedar como estaba antes… Así entonces, que los cristianos sigan viviendo como el resto del mundo, que adopten las normas del mundo en todas las esferas de la vida, y que no se esfuercen por llevar una vida bajo la gracia diferente de la que llevaban bajo el pecado” (The Cost of Discipleship, 1963, pág. 46).
Bonhoeffer comparó esto con lo que llamó “gracia costosa”. Escribió: “Esa gracia es costosa porque nos llama a seguir, y es gracia porque nos llama a seguir a Jesucristo. Es costosa porque le cuesta al hombre su vida, y es gracia porque le da al hombre la única vida verdadera. Es costosa porque condena el pecado, y gracia porque justifica al pecador. Ante todo es costosa porque le costó a Dios la vida de su Hijo: ‘Porque habéis sido comprados por precio’ (1 Corintios 6:20), y lo que a Dios le ha costado mucho no puede ser barato para nosotros. Ante todo es gracia porque Dios no consideró que su Hijo tuviera un precio demasiado alto para pagar por nuestra vida, sino que lo entregó por nosotros” (págs. 47-48).
¿Estamos respondiendo a la gracia que Dios nos ha dado? ¿O tratamos la gracia de Dios como “gracia barata”? ¿Damos por un hecho el don de Jesucristo, y seguimos viviendo como siempre vivimos? Muchos evangélicos protestantes se criaron con el lema: “Salvado una vez, salvado para siempre”. Esto sería un consuelo… si fuera verdad. En realidad, hemos visto personas que responden sincera y honestamente al estímulo emocional de un llamado al altar, y se creen salvas, pero caen de nuevo en sus antiguas costumbres de pecado tan pronto pasa la emoción del momento. Si “salvado una vez, salvado para siempre” fuera verdad, esas personas estarían tan “salvas” como las que dejaron atrás sus antiguos pecados: las que sí se arrepintieron.
Este punto es vital: el arrepentimiento; es lo que falta en el concepto de salvación que muchas personas creen. La gracia no es lo único que Dios nos concede. Nos concede también arrepentimiento si acudimos a Él con sinceridad. No podemos decir sinceramente que “confiamos” en Él, si decimos que aceptamos su gracia pero no su don del arrepentimiento. El apóstol Pablo hizo esta pregunta a la Iglesia en Roma: “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Romanos 2:4). Cuando respondemos a la gracia de Dios, esa respuesta incluye arrepentimiento… y más.
En el día de Pentecostés del año 31 d. C., el apóstol Pedro se dirigió a varios miles de personas en Jerusalén, con el primer sermón inspirado después de la venida del Espíritu Santo. En seguida, su audiencia comprendió la culpa que tenía por la muerte de Jesús, el Mesías. Miles de personas le preguntaron a Pedro y a los otros apóstoles: “Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hechos 2:37).
Esta era una buena oportunidad para que Pedro les dijera que no tenían nada qué hacer, fuera de “confiar” o “creer” en Dios. Pero no lo dijo. “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).
Pedro proclamó algo extraordinario: que los pecadores podrían obtener perdón de sus pecados y recibir el don del Espíritu Santo. Y para que esto ocurriera, insistió en dos puntos: que se arrepintieran y que luego se bautizaran.
Si usted hubiera estado entre los oyentes de Pedro, lamentándose por la parte que cumplió en la muerte de Cristo, y queriendo cambiar su vida y recibir perdón, ¿qué habría hecho? ¿Discutir con Pedro, diciendo: “No voy a arrepentirme, no voy a bautizarme, porque esas son obras, y yo no tengo que ganarme la salvación?” Si hubiera respondido así, estaría argumentando contra muchas instrucciones de Dios, entre ellas, las enseñanzas fundamentales del Nuevo Testamento.
Es claro que nadie puede ganarse la salvación; pero desobedecer voluntariosamente las instrucciones de Dios, es señal segura de que la persona no se ha arrepentido de verdad.
¿Cómo respondió la multitud a las palabras de Pedro en aquel primer día de Pentecostés en la Iglesia del Nuevo Testamento? Las Escrituras nos dan la maravillosa noticia: “Los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas. Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hechos 2:41-42).
Ese día 3.000 nuevos discípulos obedecieron las instrucciones de Dios, arrepintiéndose y bautizándose. Hicieron lo que Jesús había enseñado a sus seguidores: “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del Reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:14-15).
Cuando nos arrepentimos del pecado, entendiendo que pecado significa “infracción de la ley” (1 Juan 3:4), lamentamos profundamente haber quebrantado la ley de Dios. Desaparece la actitud hostil hacia Dios y su “ley de la libertad” (Santiago 1:25; 2:12). Desaparece la actitud carnal que es “enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). Después de arrepentirnos, deseamos estar en armonía con la ley divina del amor, los diez mandamientos (1 Juan 5:3). El arrepentimiento produce un cambio profundo en nuestro modo de pensar, y aceptamos el compromiso de vivir por cada palabra de Dios. Como dijo Jesús: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Lucas 4:4).
El arrepentimiento es más que el conocimiento intelectual del pecado. El verdadero arrepentimiento incluye honda tristeza por nuestros pecados. Pensemos en la mujer que lavó los pies de Jesús con sus lágrimas (Lucas 7:37-38). Lo que ella demostró fue un profundo arrepentimiento.
Es importante saber que también hay una tristeza que es del mundo, y que no es arrepentimiento genuino. Fue así como Pablo reconoció el arrepentimiento de los corintios: “Ahora me gozo, no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis por nuestra parte. Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Corintios 7:9-10).
Hay criminales que expresan aparente tristeza, diciendo que lamentan sus crímenes, o sea sus pecados, cuando de hecho, por dentro están diciendo: “Lamento haberme dejado atrapar, lamento tener que sufrir la pena por mi crimen, pero la próxima vez, tendré más cuidado”. Y esta tristeza del mundo no la sienten únicamente los criminales. Muchas personas que son adictas a hábitos opresivos y malsanos, como los pecados sexuales, el consumo de drogas o el abuso del alcohol; pueden sentir cierta tristeza, lamentando las consecuencias que su comportamiento ha acarreado. Pero sin un cambio real de corazón, y sin cambio de comportamiento, ¡persistir en su pecado les traerá la muerte! ¡En esa dirección es donde lleva la tristeza o el remordimiento del mundo!
El remordimiento según Dios, que es parte del verdadero arrepentimiento, produce frutos diferentes y mejores. Notemos sus características, descritas en las Escrituras: “He aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto” (2 Corintios 7:11).
Cuando un fariseo le preguntó a Jesús cuál era el más grande de los mandamientos, le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:37-40). A medida que aprendemos a pensar como Dios, también aprendemos a actuar como Él.
Si creemos que ya somos salvos, y seguimos practicando el pecado sin ningún cambio en nuestra actitud y comportamiento, entonces no nos hemos arrepentido genuinamente. El Salmo 51 nos muestra a David reconociendo su pecado, y la lectura de ese Salmo nos ayuda a entender más claramente el arrepentimiento. ¡Notemos que David no pidió “justicia”! La justicia para David habría sido la pena de muerte, ya que para todos nosotros “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). En su estado de arrepentimiento, lo que David pidió fue misericordia: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado” (Salmos 51:1-2).
¡David reconoció su pecado! Le suplicó a Dios que lo limpiara. ¿Hemos orado de esta manera? David continuó así su oración: “Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio” (vs. 3-4).
¿Cómo es que David pecó “solo” contra Dios? Había cometido adulterio con Betsabé. Había enviado a su esposo Urías al frente de batalla donde lo mataron. No hay duda de que “pecó contra ellos”. Pero Dios manda: “No matarás. No cometerás adulterio” (Éxodo 20:13-14). David había pecado contra el Legislador y se había hecho acreedor a la pena de muerte.
El arrepentimiento de David es un ejemplo para nosotros. ¡Todos necesitamos esa misma actitud de humildad y contrición! “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado. Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmos 51:17).
Llegados al punto de arrepentimiento como David, y habiendo obedecido las instrucciones de Jesucristo de bautizarnos, recibimos el perdón de todos nuestros pecados ya cometidos y empezamos a andar en vida nueva. Entonces, ¿cómo debemos responder a la gracia, al perdón inmerecido que Dios nos ha dado? Veamos: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Romanos 6:1-2). ¿Acaso el discípulo engendrado por el Espíritu Santo, a quien Dios ha concedido perdón inmerecido, debe seguir infringiendo la ley divina viviendo en desobediencia? El apóstol Pablo responde claramente: “¡En ninguna manera!” La evidencia bíblica es arrolladora. ¡No podemos seguir desobedeciendo a Dios voluntariamente y recibir el don de la salvación! Pablo tuvo que vérselas con cristianos falsos que intentaban usar la gracia como licencia para pecar.
El apóstol Judas también condenó ese concepto antibíblico de la gracia: “Porque algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo” (Judas 4).
¿Entre quienes se declaran cristianos cuántos hacen precisamente eso? Quienes pervierten la gracia de Dios dicen sobre su conducta: “Estamos en libertad de no cumplir los diez mandamientos; ¡eso no es desobedecer a Dios!” ¡Eso está muy mal! ¡Una rebeldía así refleja una actitud carnal, no una actitud arrepentida! Los cristianos convertidos reconocen que guardar los mandamientos de Dios es una expresión de amor. Los primeros cuatro mandamientos nos muestran cómo amar a Dios y los seis siguientes nos muestran cómo amar al prójimo. Como escribió el apóstol Juan: “Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3), o “pesados”, como dice la Biblia de Jerusalén.
No podemos, como dijo Pablo firmemente, seguir viviendo bajo la gracia si al mismo tiempo continuamos practicando el pecado. Ningún cristiano genuinamente arrepentido querrá practicar el pecado a la vez que reclama la gracia. El cristiano de verdad ha hecho morir al viejo yo en el bautismo, tal como explica el apóstol: “¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con Él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:3-4). Esta sepultura queda simbolizada en la inmersión total en agua por el pecador arrepentido. Después del bautismo, el pecador perdonado empieza una nueva vida espiritual.
Sin el Espíritu de Dios no podemos crecer espiritualmente. El pecador arrepentido recibe el Espíritu como regalo de Dios, mediante la imposición de las manos después del bautismo.
Dios espera que practiquemos una fe activa. Espera que confiemos en Él al punto de hacer lo que nos dice que hagamos. Jesús dijo a sus seguidores: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lucas 6:46). ¡Debemos hacer lo que Él hizo! Recordemos que el propio Jesús dio el ejemplo al bautizarse, obedeciendo así las instrucciones de Dios.
El Espíritu Santo es el poder espiritual que viene de Dios, que nos engendra como sus hijas e hijos, y nos faculta para crecer espiritualmente. Notemos que este don del Espíritu Santo se imparte mediante la imposición de las manos de los siervos de Dios. Los apóstoles “les imponían las manos, y recibían el Espíritu Santo” (Hechos 8:17).
Nosotros necesitamos el Espíritu para vencer el impulso de la naturaleza humana que nos impele a pecar. Pablo describió así su lucha contra la naturaleza humana: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2).
Notemos la actitud de obediencia que demuestra el apóstol Pablo. ¿Dará Dios su Espíritu a personas que tengan una actitud desobediente? ¡No lo hará! El apóstol Pedro dijo claramente que el Espíritu Santo es algo que “ha dado Dios a los que le obedecen” (Hechos 5:32). Dios no concederá el don de su Espíritu Santo a quienes mantengan una actitud de desobediencia.
Pedro y los demás apóstoles manifestaron siempre una actitud de obediencia a Dios. De allí la firmeza con la que se pronunció delante del sanedrín. Este concilio había dado orden a los apóstoles de suspender su predicación en el nombre de Jesús. ¿Y cuál fue la respuesta? “Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29).
Un tema sobresaliente de la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, es que la obediencia a Dios trae bendiciones, y la desobediencia trae maldiciones. Podemos recibir la gracia de Dios, sus bendiciones maravillosas y su don de la vida eterna por medio de Jesucristo, nuestro Señor. Pero recordemos que Dios dará su don gratuito de salvación únicamente a quienes tengan la disposición de arrepentirse, de creer y obedecer. Como escribió el apóstol Pedro: “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?” (1 Pedro 4:17-18).
La Biblia revela el increíble plan de salvación que Dios tiene para nosotros. La salvación es un don gratuito, un regalo que jamás podríamos merecer. Muchos estudiosos de la Biblia reconocen un pasaje fundamental sobre este tema: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Notemos que no solo la gracia de Dios es un regalo, ¡sino que la fe para salvarse también es un regalo de Dios! Quienes pretenden convertir la gracia en libertad para pecar menosprecian el versículo que sigue en ese pasaje: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10).
La respuesta piadosa ante la gracia divina produce buenas obras, y el siervo o la sierva de Dios anda en ellas, es decir, produce buenas obras constantemente. Nosotros debemos dar los frutos del verdadero cristianismo en nuestra vida, porque esta es la prueba viviente y práctica de nuestra fe, como bien lo dijo el apóstol Santiago: “Alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2:18).
El apóstol Juan describe el proceso de dar frutos espirituales mediante una analogía de Jesucristo como la vid, y el Padre como el labrador (Juan 15:18). ¿Cómo honramos a nuestro Padre celestial? Jesús declara: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (v. 8). Si “permanecemos en Él” (vs. 4, 7) guardamos una relación estrecha y nos alegramos en su gracia, o favor.
El libro de los Hechos trae varios ejemplos de la gracia (charis) como favor. La International Standard Bible Encyclopedia nos recuerda que “charis se emplea igualmente para decir que alguien encuentra favor a los ojos de otro. Por ejemplo, la Iglesia primitiva tenía ‘charis con todo el pueblo’ (Hechos 2:47). Esteban recordó a sus oyentes que José tuvo gracia delante de Faraón (Hechos 7:10), y que David la tuvo delante de Dios (v. 46)” (ed. Geoffrey Bromiley, 1982, vol. 2, pág. 552).
El apóstol Pablo comienza varias de sus cartas con esta bendición: “Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Efesios 1:2). Y el último versículo de la Biblia nos dice estas palabras de ánimo: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. Amén” (Apocalipsis 22:21). Todos necesitamos el favor de Dios, su perdón y su gracia constantemente.
Jesucristo es nuestro Salvador viviente. Seremos salvos por su vida (Romanos 5:10), ¡Pero debemos seguir obedeciendo! Quienes trabajamos en la producción de esta revista: El Mundo de Mañana ¡les deseamos que acepten la gracia de Dios, que obedezcan su voluntad, busquen su favor y participen en su plan maravilloso de salvación! [MM]