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Mucha gente afirma que para ser salvos no hay que hacer nada.
Basta “venir tal como eres y aceptar a Jesús”.
Algunos dirán que lo único que hay que hacer es “creer” y que cualquier otra cosa además de eso es salvación por obras.
¿Es esto lo que la Biblia realmente enseña?
En algún momento de la vida alguien probablemente le habrá preguntado a usted si “ha sido salvo”. ¿Cuál fue su respuesta? Sabemos que toda persona que responde al llamamiento de Dios, se arrepiente sinceramente y se bautiza, recibirá el perdón de sus pecados y el don del Espíritu Santo; el poder espiritual que nos faculta para llevar una vida nueva. Ahora bien, ¿en qué consiste esa respuesta al llamamiento de Dios?
En el día de Pentecostés del año 31 de nuestra era, el apóstol Pedro predicó el primer sermón inspirado en la Iglesia del Nuevo Testamento. Se hallaba en Jerusalén ante varios millares de oyentes quienes, al escucharlo, se sintieron compungidos por ser parte en la muerte del Mesías, Jesucristo; y les preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: “Varones hermanos, ¿Qué haremos?” (Hechos 2:37).
Esta era la oportunidad para que Pedro les dijera que no necesitaban hacer nada. Pero, ¿cuál fue su respuesta?: “Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (v. 38).
Pedro les dio una extraordinaria noticia: Que podrían recibir perdón por sus pecados y el don del Espíritu Santo. Insistió, sin embargo, en dos puntos: que se arrepintieran y que se bautizaran. Si en nuestro caso hubiéramos estado escuchando a Pedro, compungidos por la forma como fuimos culpables en la muerte de Jesucristo, y deseosos de cambiar de vida y recibir el perdón; ¿qué habríamos hecho? ¿Habríamos discutido con Pedro?: “¡No me voy a arrepentir! ¡No me voy a bautizar! ¡Esas son obras y yo no tengo que hacer nada para ganar la salvación!” Si lo hubiéramos hecho, estaríamos discutiendo contra las claras instrucciones de Dios, incluidas algunas enseñanzas fundamentales del Nuevo Testamento.
Claro está que nadie puede merecer ni ganar la salvación. Pero la desobediencia deliberada contra las instrucciones divinas es señal segura de que la persona no se ha arrepentido, o no se ha convertido de verdad.
¿Cómo reaccionó la multitud en ese día de Pentecostés en tiempos del Nuevo Testamento? La Biblia narra este hecho maravilloso: “Así que, los que recibieron la palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas. Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (vs. 41-42).
Ese mismo día, 3.000 nuevos cristianos obedecieron las instrucciones de Dios. Se arrepintieron y se bautizaron. Hicieron lo que Jesús había mandado para todos los cristianos: “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del Reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:14-15).
Jesús dio aquí dos requisitos, requisitos que muchos se niegan a creer y aceptar. Hay quienes desean “ser salvos”, pero hacen caso omiso del arrepentimiento. ¿Qué es arrepentimiento? La palabra griega es metanoia, que significa “pensar de otra manera”. Hay que arrepentirse del pecado. ¿Qué es pecado?: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4). La Biblia lo dice claramente: “El pecado es infracción de la ley”. Cuando infringimos uno de los diez mandamientos, hemos pecado. Como dijo el apóstol Santiago: “Cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos. Porque el que dijo: No cometerás adulterio, también ha dicho: No matarás. Ahora bien, si no cometes adulterio, pero matas, ya te has hecho transgresor de la ley. Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad” (Santiago 2:10-12).
Cuando nos arrepentimos del pecado, lamentamos profundamente haber quebrantado la ley de Dios. Dejamos atrás nuestra actitud hostil hacia Dios y hacia su ley de la libertad. Dejamos atrás la actitud carnal que es enemistad contra la ley divina (ver Romanos 8:7). Después del arrepentimiento deseamos estar en armonía con la ley divina del amor, los diez mandamientos. Con el arrepentimiento viene un cambio profundo en nuestro modo de pensar, y el compromiso de vivir por cada palabra de Dios. Como dijo Jesús: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Lucas 4:4).
El arrepentimiento es más que estar conscientes de que se ha pecado. El arrepentimiento genuino nos hace lamentar profundamente nuestros pecados. Recordemos a la mujer que lavó los pies de Jesús con sus lágrimas (ver. Lucas 7:38). Este fue un arrepentimiento profundo.
También hay una lamentación “del mundo” que no es arrepentimiento genuino. Veamos cómo se refiere el apóstol Pablo al arrepentimiento de los corintios: “Ahora me gozo, no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis por nuestra parte. Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Corintios 7:9-10).
Hay criminales que expresan “tristeza del mundo” diciendo que lamentan sus crímenes (o pecados), cuando en realidad lo que están pensando allá en lo profundo es: “Lamento que me hayan arrestado” o: “Lo lamento por la culpabilidad que siento o porque tengo que sufrir un castigo por mi crimen. Pero si se presenta la oportunidad de cometer otro crimen, lo haré”. Quienes sienten esta tristeza del mundo no son únicamente los criminales. Muchos que se han enviciado con pecados sexuales, el alcohol, las drogas o tienen otros hábitos nocivos; pueden sentir tristeza. Pero sin un auténtico cambio en el corazón, y sin un cambio en el comportamiento, ¡los pecados persistentes llevarán a la muerte! La tristeza del mundo produce muerte.
En cambio, la tristeza que es de Dios, o sea, el verdadero arrepentimiento, produce frutos muy diferentes. Veamos sus características según se describen en las Sagradas Escrituras: “He aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto” (2 Corintios 7:11).
Una persona que se ha arrepentido sinceramente cambia su modo de pensar y su modo de actuar. Su compromiso de cambiar su vida ¡es en serio! Una persona así cambia de modo dramático. Recordemos lo que les dijo Juan el Bautista a los fariseos y saduceos que venían adonde él buscando el bautismo: “Salía a él Jerusalén, y toda Judea, y toda la provincia alrededor del Jordán, y eran bautizados por él en el Jordán, confesando sus pecados. Al ver él que muchos de los fariseos y de los saduceos venían a su bautismo, les decía: ¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mateo 3:5-8).
Si nosotros seguimos practicando el pecado, es decir, si no efectuamos un cambio radical en la actitud y en la vida, entonces no hay arrepentimiento genuino. El Salmo 51 expresa cómo el rey David reconoció su pecado. Lea este Salmo, ayudará mucho. Notemos que David no pidió que se le hiciera justicia. Justicia para David habría sido la pena de muerte: “Porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Para todos nosotros, por lo tanto, en su corazón arrepentido lo que David pidió fue misericordia: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado” (Salmos 51:1-2).
David reconoció su pecado. Oró fervorosamente a Dios pidiendo que lo limpiara. ¿Hemos orado así? “Yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio” (vs. 3-4).
¿Cómo que David pecó “solo” contra Dios? David había cometido adulterio con Betsabé. Había enviado al esposo de Betsabé, Urías, al frente de batalla para que lo mataran. Sin duda, David “pecó” contra ellos. Pero Dios fue quien mandó: “No matarás”... “No cometerás adulterio” (Éxodo 20:13-14). David pecó contra el Legislador, y quedó bajo la pena de muerte dictada por Dios.
El arrepentimiento de David es un ejemplo para todos nosotros. ¡Todos necesitamos esa actitud humilde y contrita! “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado, el corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmos 51:17).
Una vez que llegamos al punto de arrepentimiento, como le ocurrió a David, y que obedecemos el mandato dado por Jesucristo de bautizarnos, recibimos el perdón de todos nuestros pecados del pasado, y empezamos a andar en vida nueva. ¿Cómo debemos seguir respondiendo ante esta gracia del perdón inmerecido que Dios nos ha dado? Veamos: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Romanos 6:1-2). El cristiano, recién engendrado como tal, a quien Dios le ha concedido su gracia [el perdón inmerecido], ¿acaso debe seguir infringiendo la ley de Dios y desobedeciendo a su Creador? El apóstol Pablo responde claramente: “En ninguna manera”.
Las pruebas en la Biblia son contundentes. No podemos seguir desobedeciendo a Dios ¡y recibir el don de la salvación! Pablo hablaba de los falsos cristianos que pretendían, como mucha gente en la actualidad, valerse de la gracia ¡como licencia para pecar!
El apóstol Judas también condenó este concepto de la gracia que es contrario a lo que enseña la Biblia: “Algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo” (Judas 4). La Biblia en lenguaje sencillo afirma que estos “dicen que Jesucristo no es nuestro único Señor y Dueño, y que por eso no debemos obedecerle. Piensan que, como Dios nos ama tanto, no nos castigará por todo lo malo que hacemos”. La versión Dios habla hoy lo expresa así: “Son hombres malvados, que toman la bondad de nuestro Dios como pretexto para una vida desenfrenada”. ¿Cuántas personas que se declaran cristianas hacen precisamente eso?
Quienes convierten la gracia de Dios en libertinaje, expresan con sus actos la idea de que “tenemos libertad para infringir los diez mandamientos. ¡No tenemos por qué obedecer a Dios ni guardar sus mandamientos!” ¡Eso está mal! Semejante rebeldía no es conversión sino actitud carnal. La verdad es que guardar los mandamientos de Dios es una manifestación de amor. Los primeros cuatro mandamientos nos dicen cómo amar a Dios, y los últimos seis nos dicen cómo amar al prójimo. Por eso, el apóstol Juan escribió: “Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3), o “no son una carga”, como dice la versión Dios habla hoy.
Por tanto, tal como lo dijo firmemente el apóstol Pablo, es imposible que sigamos viviendo bajo la gracia, si al mismo tiempo practicamos el pecado. Ningún cristiano realmente arrepentido querrá practicar el pecado mientras pide la gracia. El cristiano verdadero ha “sepultado” su viejo ser en el bautismo, tal como lo explica Pablo: “¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con Él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:3-4).
La Biblia revela el extraordinario plan de salvación que Dios tiene para nosotros. La salvación es un regalo, algo que jamás podemos ganar ni merecer. La mayoría de los estudiosos de la Biblia conocen uno de los pasajes fundamentales sobre este tema: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Tomemos nota de que la gracia de Dios es un don, o regalo, y que la fe necesaria para la salvación... ¡también es un regalo!
Muchas personas pasan por alto el versículo 10 cuando desean convertir la gracia en libertinaje para pecar: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”.
Nuestra respuesta ante la gracia de Dios produce obras buenas, y nosotros andamos en ellas, es decir, que continuamente producimos obras buenas. Tenemos que dar frutos del verdadero cristianismo en nuestra vida.
Todos necesitamos el Espíritu Santo para superar los impulsos nocivos de la naturaleza humana. De esta manera escribió el apóstol Pablo su lucha contra su propia naturaleza: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (Romanos 7:25).
Notemos la actitud de obediencia expresada por Pedro: ¿Dará Dios el Espíritu Santo a quienes tengan actitud de desobediencia? ¡No! El apóstol Pedro lo dijo claramente: “Nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen” (Hechos 5:32). Dios no concederá su don del Espíritu Santo a quienes tengan una actitud de desobediencia.
Pedro junto con todos los apóstoles demostraron siempre una actitud de obediencia a Dios. Veamos con la valentía que se dirigió Pedro al sanedrín de los judíos. Este concilio les había dado orden a los apóstoles de no predicar en el nombre de Jesús. ¿Cuál fue la respuesta?: “Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29).
Uno de los temas de la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, es que la obediencia a Dios produce bendiciones, y la desobediencia trae maldiciones. Todos podemos recibir las maravillosas bendiciones de Dios y su don de la vida eterna por medio de Cristo Jesús Señor nuestro. Pero Dios dará esas bendiciones espirituales solamente a quienes estén en disposición de arrepentirse, de creer y obedecerle. Como escribió el apóstol Pedro: “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios? Y si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el pecador?” (1 Pedro 4:17-18).
Jesucristo es nuestro Salvador viviente. Nosotros “seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10). ¡Roguemos a Dios para que participemos del extraordinario plan divino de salvación! [MM]