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¿Cómo llegaron las naciones de Occidente a dominar al mundo en los últimos quinientos años, siendo que estuvieron muchos siglos a la zaga de las grandes civilizaciones de la India, China y el mundo musulmán?
¿Cómo fue que unos pocos países pequeños en el extremo Occidental del gran continente Eurasiático pudieron extender su cultura por todo el mundo en tanto que otros no lo hicieron? ¿Qué explica el que un grupo de atrevidos navegantes de Europa Occidental: Colón en 1492, Vasco de Gama en 1499, Fernando de Magallanes en la década de 1520, entre otros; haya dado comienzo a la era de los descubrimientos, viajando en barcos diminutos alrededor del globo, y no lo hicieron hombres como el gran almirante chino Zheng He, quien casi un siglo antes recorrió miles de kilómetros del océano Índico en gigantescos buques cargados de tesoros?
Estas preguntas y otras similares han intrigado a los especialistas durante siglos. Pero la eliminación deliberada de enseñanzas sobre la civilización occidental en los colegios y universidades y la ausencia de toda discusión sobre el papel de la religión o de la profecía bíblica, ha ocultado elementos importantes del extraordinario auge del Occidente. Como resultado, muchos ignoran uno de los aspectos más decisivos en la historia del mundo: una transformación de proporciones mundiales que algunos han llamado el milagro de Occidente.
¿Qué factores condujeron al auge de la civilización occidental? ¿Cómo ocurrió y qué revela este suceso crucial sobre la mano de Dios en la historia?
Son muchos los especialistas que han planteado tesis para explicar el extraordinario auge de Occidente. En su libro: Historians Debate the Rise of the West, Jonathan Daly expone muchas de esas teorías. Por ejemplo, unos creen que la geografía y el clima favorecieron a Europa. La adquisición y el empleo de instrumentos de navegación y el diseño avanzado de barcos, así como la producción de armas más poderosas, fueron otros factores importantes. Unos estudiosos han señalado que los sistemas económicos y los métodos de producción más eficientes, unidos al crecimiento de las redes comerciales globales ayudaron a Occidente. Hay quienes citan el respeto por la ley y la propiedad privada, y el libre intercambio de ideas que promovió la innovación y la competencia que nutrieron el avance de las ciencias, la tecnología y el capitalismo.
En contraste, el pensamiento en Oriente glorificaba el pasado y buscaba conservar los hábitos y la armonía en el presente, Occidente se dedicó más al progreso y al cometido de dominar las fuerzas de la naturaleza para bien de la humanidad y para su propia ganancia. (Louis Rougier, The Genius of the West. Págs. 89-91).
Sumados estos factores y otros que operaban en Europa, “transformaron el equilibrio del mundo en un lapso de tiempo asombrosamente breve… La magnitud de los logros culturales europeos en los siglos XVI y XVII… causaron maravilla y asombro” (William H. McNeill, The Rise of the West: A History of the Human Community. Págs. 574, 598). Pero, al mismo tiempo, el historiador Christopher Dawson señaló que “ninguna de estas causas parece adecuada para explicar la magnitud de la hazaña europea” (Religion and the Rise of Western Culture. Pág. 15).
Dawson también señaló este comentario del historiador británico Lord Acton: “La religión es la clave de la historia”. Aunque los eruditos modernos suelen desestimar la influencia de la religión en la historia, lo cierto es que ciertos principios bíblicos cumplieron un papel crítico en el auge de Occidente. Max Weber, destacado sociólogo alemán, “resaltó una constelación de hechos históricos que consideró exclusivos de Europa”, en especial el “cambio radical de pensamiento religioso, del catolicismo al protestantismo”. Tales factores “llevaron al Occidente a un estado de protagonismo materialista en el mundo moderno” (Historians Debate the Rise of the West. Págs. 8-9).
Nuestra serie sobre la Reforma Protestante, cuya segunda entrega aparece en la página siete de esta revista, narra con detalles precisos este vuelco en el paisaje religioso de Europa, así como las muchas doctrinas, enseñanzas y prácticas apóstatas que infectaron a la cristiandad europea. Pese a este fenómeno, sepultados entre las distorsiones a las enseñanzas de Cristo, perduraron algunos valores y principios bíblicos que acabaron por dejar su huella importante en la cultura europea. Jonathan Daly ha observado que ciertos especialistas, como el doctor David Landes, atribuyen a la presencia de esos principios bíblicos el aprecio por el trabajo esforzado, la amplia extensión de la lectura, tanto en hombres como en mujeres, el hábito del ahorro, la diligencia y otros valores éticos en la civilización europea.
Rodney Stark, profesor de sociología y religión comparada, escribe que los autores modernos son “demasiado renuentes a reconocer los efectos positivos” de tal influencia religiosa sobre la cultura del Occidente. Luego explica que la ciencia tal como la conocemos floreció en Europa y no en otras partes “porque los europeos creían en Dios como el Diseñador Inteligente de un Universo racional” el cual se regía por leyes susceptibles de ser descubiertas y aplicadas para fines prácticos (How the West Won. Págs. 5, 13, 315-317). En contraste, para el islam, el Universo no se regía por leyes sino por la voluntad de Alá. Esto no era propicio para el desarrollo de la ciencia, y por eso muchas innovaciones en el mundo islámico fueron impulsadas por judíos y por diversas sectas cristianas. Aunque los chinos inventaron la impresión, los relojes mecánicos y la pólvora; nunca explotaron las posibilidades de estas innovaciones porque ellas representaban una amenaza para la estabilidad de su sociedad. Los califas islámicos prohibieron la impresión mecánica por motivos religiosos (Ibídem. Págs. 12-13. 33-45).
Lo anterior, sin embargo, tampoco alcanza a explicar el auge del Occidente.
Ante todo, el surgimiento de Europa lo facilitó el Dios del Cielo, quien está haciendo cumplir antiguas profecías a lo largo de la historia (Isaías 46:8-11).
La Biblia revela que Dios “pone reyes y quita reyes” (Daniel 2:21) y que decide cuándo y cuánto tiempo reinarán los reyes o las naciones (Job 12:23). No es por coincidencia que el auge de Occidente ocurriera cuando las sociedades asiáticas se volvieron a la introspección y “se inmovilizaron súbitamente… Se aislaron de un mundo exterior cambiante precisamente cuando empezaba la expansión europea” (Geoffrey Barraclough, Turning Points in World History. Pág. 24). Una vez que Occidente comenzó su auge en el siglo XVI, “parecía que nada podría detenerlo” (Historians Debate the Rise of the West. Pág. 23). ¿Por qué fue que una civilización ascendió y otras declinaron casi al mismo tiempo?
Pocos entienden que muchas naciones de Occidente son israelitas, descendientes de Abraham, Isaac y Jacob, y que migraron al Noroeste de Europa y de allí a otras partes del mundo. En Génesis 12:2-3 leemos que Dios, ante la obediencia de Abraham, les prometió a él y a sus descendientes: “Haré de ti una nación grande y te bendeciré y engrandeceré tu nombre y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la Tierra”. Dios entregó sus leyes a los antiguos israelitas para que fueron ejemplo y bendición para los pueblos del mundo (Deuteronomio 4:1-10). Aunque ellos desecharon muchas de esas leyes y conceptos con el paso de los siglos, algunos sobrevivieron y se convirtieron en parte del fundamento de la civilización occidental que ha transformado al mundo en los últimos quinientos años. El auge dramático de Occidente, uno de los aspectos más decisivos en la historia del mundo, demuestra el acierto de las profecías y el poder de esas ideas de inspiración divina. En artículos futuros de esta serie, veremos cómo se han cumplido otras profecías.