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Muchos dan enorme importancia a adquirir privilegios y poder en la vida, sin darse cuenta de que cada uno de nosotros posee el mayor privilegio de todos: ¡acceso al trono de Dios mediante la oración!
Cuando aprendemos a orar, se convierte en un gran privilegio que trae bendiciones y beneficios ¡al punto de cambiarnos la vida!
A veces oímos la expresión: “El uno por ciento”, refiriéndose a la élite de ricos y poderosos que tienen acceso a privilegios y oportunidades que la mayoría no tienen. Quizá posean mansiones, yates o incluso un avión personal. ¿Acaso los envidiamos? ¿Imaginamos que sus millones les dan felicidad?
La alentadora verdad es que las personas que conocen la Santa Biblia tienen un privilegio que no se puede comprar ni con toda la riqueza del mundo. Muy pocos pueden hablar libremente con el gobernante de su país, pero nosotros podemos desahogar el corazón en conversación con Uno mucho más poderoso: ¡el Gobernante del Universo!
¿Sentimos que Dios responde a nuestras oraciones? La Biblia revela claves de importancia vital respecto de la oración. Son claves que desconocen las personas carnales que andan tras el poder, las posesiones y el placer. El Dios del Cielo nos ofrece un privilegio que puede traer bendiciones y beneficios insospechados. Debemos saber cómo recibir esas bendiciones por medio del poderoso privilegio de orar.
Todos tenemos necesidades. Miles de millones de seres en el mundo viven en condiciones de extrema pobreza, carencia de agua, malas condiciones sanitarias, guerras, enfermedades y hambre. En el mundo Occidental estamos acostumbrados a una calidad de vida mejor que los habitantes de los llamados países menos desarrollados, aquellos países donde, según las Naciones Unidas, el ingreso bruto per cápita es menor a US$1.025 dólares al año. Muy pocos en el mundo industrializado conocen pobreza como esta, pero viven la angustia del terrorismo, las matanzas en colegios y otras formas de violencia. Muchos padecen trastornos médicos graves y dificultades económicas. ¿Dónde buscar ayuda? ¿Cuál es el mayor recurso que tenemos?
¿Cuáles cosas necesitamos? ¿Falta alimento, ropa, techo, empleo? Quizá nuestras necesidades sean de índole social. Tal vez necesitemos consuelo, oportunidades, amigos. O tal vez tener mejores relaciones con los miembros de la familia. ¿Cómo asegurar que se satisfagan esas necesidades? Como es natural, debemos hacer todo lo posible humanamente y aprovechar todos los recursos a nuestro alcance. ¡Pero no olvidemos jamás el poderoso privilegio de orar! Con la oración, lo que antes parecía imposible puede ser posible gracias a la intervención misericordiosa de Dios. Consideremos esta importantísima promesa, consignada por el apóstol Pablo al elogiar a los filipenses por su actitud generosa: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19).
Quizá sintamos que otros nos olvidan o nos dejan por fuera, o nos consideramos seres sin importancia, cuando vemos cómo los políticos y personas de negocios cultivan sus contactos profesionales y buscan favores en los que ocupan cargos más altos. En el mundo de los negocios, en el gobierno, en las altas finanzas, en la profesión legal y en otras esferas del poder; siempre hay personas que ejercen influencia en favor de otras que les presentan sus peticiones. Y cómo no mencionar a quienes tienen por oficio el llamado tráfico de influencias: afectar deliberadamente la distribución del poder político o económico mediante influencias o intrigas.
¿Estaremos necesitados de algún poderoso que nos ayude a progresar en la vida? ¿Quién nos podrá ayudar? ¿Quién nos podrá guiar hacia el verdadero éxito y la verdadera felicidad? Estimados lectores, no hay posición más alta que el trono de Dios en el Cielo. Dios nos promete amor, gracia y misericordia personal. Humillémonos, pongámonos de rodillas en el suelo y oremos a nuestro Padre en el Cielo; y tendremos más provecho de lo que podemos imaginar. ¿Estaré exagerando? ¡Para nada! Esta es una promesa que he reclamado en muchas ocasiones, con resultados positivos. Dios tiene la capacidad y el deseo de dar bendiciones extraordinarias a quienes acudimos con fe ante su trono. “Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a Él sea gloria en la Iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efesios 3:20-21).
Efectivamente, Dios nos concede el privilegio de presentarnos ante su trono celestial ¡mediante la oración! Y la Biblia nos indica cómo orar, para poder confiar en que Dios vea por todas nuestras necesidades y nos bendiga abundantemente.
Todos hemos oído hablar de ciertas oraciones egoístas, las de “dame, dame”. Su objeto es pedirle a Dios que le dé a la persona todo lo que desea. Quienes oran de ese modo suelen quedar decepcionados.
Les ruego que me entiendan: Dios quiere lo mejor para cada uno de nosotros. Sí podemos, y debemos, rogar que supla para nuestras necesidades. Pero, ¿con qué actitud lo pedimos? ¿Estaremos concentrados en el simple deseo egoísta de salir adelante? ¿De cumplir nuestra voluntad, como si Dios fuera nuestro mayordomo personal o una máquina dispensadora? ¿Realmente esperaríamos que Dios hiciera realidad nuestros deseos, si estos nos hicieran mal o incluso fueran un estorbo para alcanzar la vida eterna? ¡Claro que no! Cuando maduramos como cristianos, nuestra voluntad se acerca más a la de Dios. Veamos ahora otra maravillosa promesa que Dios hace a quienes buscan la voluntad de Él antes que la propia: “Esta es la confianza que tenemos en Él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que Él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14-15).
Hasta Jesús el Mesías (del griego “Cristos”) supeditó su voluntad a la voluntad del Padre. La noche antes de su crucifixión, “se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:41-42). Si hubiera habido alguna alternativa, Cristo habría elegido algo diferente de la muerte atroz que sufrió. Solo que para Él, lo primero ante todo era la voluntad de su Padre.
Jesucristo nos enseñó este principio cuando presentó a sus discípulos la oración modelo (Mateo 6; Lucas 11). Cuando al orar seguimos este modelo, comenzamos por dirigirnos a nuestro Padre en el Cielo y a honrar su nombre. Después, rogamos que venga a la Tierra el Reino de Dios profetizado. Y ahora veamos el siguiente aspecto de la oración: “Hágase tu voluntad, como en el Cielo, así también en la Tierra” (Mateo 6:10).
Efectivamente, Jesús nos enseñó a pedir que se haga la voluntad de Dios aquí en la Tierra. Su voluntad alcanza a la más poderosa de las naciones y a la más humilde de las personas. Quizá parezca duro, al comienzo, someterse a la voluntad divina en nuestra vida; pero Dios nos asegura que al hacerlo tendremos satisfacción, confianza y paz mental. Respecto de esta actitud humilde y gozosa, el rey David escribió: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmos 40:8).
Seamos sinceros. ¿Sería preferible tener cosas que terminen por ser una carga y motivo de envidia? ¿O preferiríamos la delicia de saber que se está cumpliendo la voluntad de Dios, y que estamos recibiendo las bendiciones que Él sabe que nos son necesarias? Cuanto más nos aproximemos a la voluntad de Dios, más podremos recibir esa delicia. Dios revela su voluntad en la Santa Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Leamos la Biblia diariamente. Cuanto mejor conozcamos la voluntad de Dios, más recibiremos respuestas a las oraciones, en armonía con el cuidado y el interés que Dios tiene para nosotros.
¿Necesitamos realmente una espléndida mansión? ¿En verdad necesitamos un automóvil nuevo y veloz? ¿O dinero por millones? Nuestro amoroso Padre no nos dará estas cosas, que solo nos distraerían de su relación de amor y obediencia a Él. Lo que sí nos dará es lo que necesitemos, y cumplirá nuestros deseos cuando estén en armonía con la voluntad divina. No dudemos que Dios es nuestro Padre amoroso. ¿Cuánto es capaz de amar? Veamos un ejemplo de las Escrituras: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará buenas cosas a los que le pidan” (Mateo 7:7-11). Si creemos que los padres humanos normales aman sinceramente a sus hijos, ¿cuánta más confianza debemos tener en el amor de Dios por nosotros?
Al procurar el acercamiento a Dios, es preciso que le expongamos en oración nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos. Sabemos que Él no siempre concede las peticiones según nuestro deseo, y quizá vacilemos en reconocer nuestros anhelos, frustraciones y profundo deseo de saber su voluntad para nosotros. Entonces, ¿cómo responderle? Debemos ser tan francos en nuestras oraciones como lo era el rey David. Algunas oraciones de David parecen quejas a primera vista, como cuando clama: “¿Hasta cuándo, Eterno? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí?... Mira, respóndeme, oh Eterno Dios mío; alumbra mis ojos, para que no duerma de muerte” (Salmos 13:1, 3).
¿Nos sentimos frustrados? Mostremos a Dios nuestra frustración. Nuestros amigos y familiares quizá se cansen de oír hablar de nuestras luchas interiores, pero Dios es paciente y siempre estará dispuesto a escuchar. Pero que las oraciones no se limiten a quejas. Tengamos el valor de asumir responsabilidad por nuestras acciones. Reconozcamos nuestras faltas, ofensas, malas acciones y pensamientos. Quizá tengamos un problema de ira descontrolada, consumo de drogas, glotonería o de admitir deseos sexuales indebidos. Sea lo que sea, confesemos los pecados a Él. Por medio del apóstol Juan Dios nos hace esta promesa: “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Dios está dispuesto a perdonar nuestros pecados, siempre y cuando los reconozcamos, siempre y cuando estemos dispuestos a cambiar nuestro modo de vida. Si parece que no está respondiendo a las oraciones, quizá nos esté diciendo: “Primero debes arrepentirte y reparar o compensar hasta donde sea posible el mal que hiciste”.
Juan también escribió: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8). Hasta el rey David, hombre conforme al corazón de Dios (1 Samuel 13:14; Hechos 13:22), confesó ante Dios sus pecados: adulterio con Betsabé, y el envío de su esposo Urías heteo a la muerte en batalla. Pese a la gravedad de su pecado, David oró con humildad y arrepentimiento, confiando en el perdón divino. Sus palabras deben hallar eco en todos nosotros: “Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí” (Salmos 51:1-2).
¿Qué haremos para quedar limpios de nuestros pecados? El Salvador del mundo, como se le llama en Juan 4:42 y 1 Juan 4:14, derramó su sangre a fin de pagar por nuestros pecados. De Él testificó Juan el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).
Debemos estar dispuestos a arrepentirnos de todo comportamiento y actitud carnal, reemplazándolos con la actitud de querer vivir en armonía con la ley divina del amor: los diez mandamientos, tal como Cristo los magnificó. Es preciso que andemos en la luz de la verdad. La Palabra de Dios, la Biblia, es verdad (Juan 17:17). Consideremos esta promesa: “Si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). ¡Realmente es extraordinario el privilegio que Dios nos ha concedido!
Lleguemos ante Dios en oración humilde, lo mismo que el rey David, quien dijo: “Yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio” (Salmos 51:3-4).
Muchos han oído la parábola del fariseo y el publicano, o cobrador de impuestos. El primero se enorgullecía de sus ritos religiosos. En cambio, ¿qué actitud demostró el segundo?: “Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). ¿Qué dijo Jesús sobre la actitud del recolector de impuestos? “Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (v. 14).
No hay nada qué temer. Dios nos bendice cuando confesamos nuestros pecados a Él en oración. Cuando exponemos nuestros pecados, inquietudes y frustraciones ante Dios, nos recompensa con paz mental. ¡Entonces podemos crecer y aprender el camino a la vida de abundancia y éxito! Clame a Dios como lo hizo el rey David: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, Y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmos 51:10).
Muchas personas tienen cierta confusión en la mente acerca de la oración modelo en Mateo 6 y Lucas 11, llamada frecuentemente el Padre nuestro. Nuestro Salvador no nos dio esta oración para que la repitiéramos de memoria, ya que Él mismo nos advierte: “Orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos” (Mateo 6:7). Una oración auténtica no consiste en repetir frases o versículos. El profeta Oseas se lamentó de la falta de profundidad manifestada por aquellos para quienes la oración era algo repetitivo y de rutina: “No clamaron a mí con su corazón” (Oseas 7:14). Jesucristo desea que superemos esto, que oremos desde el fondo del corazón, y que tratemos sobre los aspectos que citó en su oración modelo.
Como dijimos antes, la oración modelo nos enseña a dirigir las oraciones a nuestro Padre y a honrar su nombre. Claro está que debemos orar por lo que necesitamos y pedir perdón por nosotros mismos y por otros (Mateo 6:11-12). Debemos pedir protección contra Satanás y sus tentaciones. Pero también debemos rogar que se haga la voluntad de Dios y que se establezca su Reino en la Tierra. ¿Por qué deseamos que venga el Reino de Dios? Porque el nuestro es de guerras, violencia, pobreza y catástrofes naturales como terremotos, sunamis, huracanes, tornados, inundaciones, sequías y erupciones volcánicas. El mundo de mañana, dirigido por el gobierno de Dios, se alegrará con la agricultura sustentable, lluvia a su tiempo, prosperidad y paz entre las naciones. Roguemos que venga pronto el Reino de Dios y esperemos un mundo glorioso bajo el gobierno de amor encabezado por el Rey de reyes y Señor de señores, por el Príncipe de Paz y Mesías: por Jesucristo.
Al incluir cada aspecto de la oración modelo, comoquiera que se aplique a nosotros y a nuestra situación actual, estamos orando conforme a la voluntad de Dios. Al hacerlo, debemos recordar la promesa divina: “Esta es la confianza que tenemos en Él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye” (1 Juan 5:14).
Si bien Dios dice que vayamos con confianza ante su trono de gracia, es preciso entender que a su diestra está nuestro Sumo sacerdote. ¿Por medio de quién le oramos al Dios del Cielo? Veamos lo que nuestro Señor y Salvador les dijo a sus discípulos. “En aquel día no me preguntaréis nada. De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido.” (Juan 16:23-24).
Jesús, el Cristo, es el Sumo sacerdote que intercede por nosotros (Hebreos 7:25). Nos confiere el privilegio de orar a Dios en el Cielo. Nosotros oramos en el nombre y por medio de Jesucristo. Como Él nos ha dado este privilegio, podemos orar confiadamente, como vimos en Hebreos 4:16.
Podemos orar confiadamente porque Jesucristo es nuestro Sumo sacerdote y Salvador. Comprende nuestras flaquezas. Sabe lo que es sufrir. Fue tentado en todo, lo mismo que nosotros, pero no pecó (Hebreos 4:15).
Dios quiere que seamos sus hijas o hijos engendrados. Ha demostrado su amor dando a su Hijo en paga por los pecados de todos nosotros. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Queridos lectores, el tiempo se acorta y el mundo se lanza hacia la gran tribulación y el armagedón. Necesitamos la protección, la guía y la seguridad que solo Dios puede darnos. Ahora es el momento de buscarlo de todo corazón. No olvidemos esta importante amonestación: “Buscad al Eterno mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase al Eterno, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Isaías 55:6-7).
Dios desde el Cielo nos invita a acercarnos a Él mediante el poderoso privilegio de la oración. Sirvámonos de estas claves para la oración, y recibiremos las bendiciones que nunca antes hemos disfrutado. [MM]