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En un mundo donde la humildad se está perdiendo, la necesitamos ahora más que nunca.
“Esto es humillante”. El dueño de un pequeño negocio me relataba su parecer sobre la crisis de la COVID-19, que en esos momentos avanzaba rápidamente. Acabábamos de conocernos y nos pusimos a conversar mientras esperábamos nuestro turno para una cita. Me dijo que tenía unos 70 empleados en su fábrica y que estaba ávido por anticiparse a los hechos. Eran los primeros días del impacto del virus en los Estados Unidos, y aún no habían empezado la cuarentena. Este preocupado hombre de negocios intentaba asimilar un alud de guías nacionales, estatales y locales que afectaban la operación de su negocio ante las nuevas condiciones de pandemia. Estaba en proceso de reescribir las normas de su compañía para asegurar que se cumpliera la multitud de nuevos reglamentos, a la vez que hacía frente al reto de mantener a sus empleados protegidos y seguros. Su negocio no estaba entre los considerados esenciales, y muy pocos de sus empleados podían trabajar desde la casa. El futuro lo inquietaba.
Escuchándolo, me llamó la atención su comentario: “Esto es humillante”. Por mucho que me consternaba la situación de esta persona, no pude menos de admirar su actitud. Había reflexionado de verdad, y expresaba su reacción de un modo que demostraba un profundo reconocimiento de que no tenía todas las respuestas… y que tendría que buscar ayuda más allá de sus propios recursos.
Últimamente no se oye hablar mucho de humildad. No aplaudimos a los humildes sino a los arrogantes. Dejándonos llevar por la sociedad que nos rodea, comunicamos a nuestros hijos el mensaje de que la clave para el éxito en la vida es ser confiado, sentirse seguro de sí mismo. Un segmento radical de la sociedad ha llegado al punto de adoptar la palabra “orgullo” como su distintivo, como si la arrogancia y la audacia fueran cualidades admirables.
Cuando el rey Salomón dedicó el templo en Jerusalén, rogó a Dios que interviniera en favor de su pueblo cuando enfrentara alguna calamidad. La respuesta de Dios a Salomón es quizás uno de los pasajes más hermosos y estimulantes en la Biblia: “Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra” (2 Crónicas 7:14). ¿Nos acercamos a Dios con humildad cuando suplicamos su ayuda?
Jesucristo nos enseñó el valor de la humildad: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:12). Nuestro Salvador fue el ejemplo perfecto de humildad, incluso hasta la muerte. “Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). La humildad no es un simple detalle sentimental ni una forma de expresarse, es un camino de vida. Y Dios la toma en cuenta. Los apóstoles Santiago y Pedro citaron un proverbio de Salomón que nos recuerda: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6; 1 Pedro 5:5; ver: Proverbios 3:34).
La humildad es una de las virtudes fundamentales del cristiano convertido: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados... de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses 3:12). Define en gran parte la imagen que tenemos de nosotros mismos y de nuestro lugar en el Universo. Debe ser parte esencial de nuestra relación con el Creador, especialmente en momentos de angustia. Ya sea un hombre de negocios responsable del sustento de muchos empleados, o una madre de familia responsable de la seguridad y crianza de sus hijos, o un empleado o empleada que lucha por pagar las cuentas en momentos de crisis económica; tiene sin duda una serie de responsabilidades que Dios le ha dado. Y la más importante de ellas es reconocer: “Debo hacer mi parte, pero Dios es quien está a cargo, a Él debo amar y obedecer”.
¡Ahora más que nunca, ha llegado la hora de vivir con humildad! [MM]