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¿Estaremos presenciando la muerte de la democracia? Ante el clamor de que debemos salvar la democracia, pocos parecen preguntarse:
¿Vale la pena salvar la democracia?
Se podría decir que el 2024 fue el año de la democracia. Como señaló la revista Time en diciembre del 2023: El “2024 no es solo un año electoral. Tal vez sea el año electoral. En el mundo, más votantes que nunca en la historia acudirán a las urnas, ya que al menos 64 países, más la Unión Europea, representando una población combinada de aproximadamente el 49% de todos los habitantes del mundo; celebrarán elecciones nacionales, cuyos resultados, para muchos, serán de gran consecuencia en los próximos años”.
Con tantas personas, más que nunca antes, que se dirigieron a las urnas para decidir la forma, tono y dirección de sus propios gobiernos, el año 2024 debería ser el mejor en la historia de la democracia. Pero no fue así. Durante el 2024 resonaron voces de todas partes advirtiendo de su posible desaparición. En Alemania, los noticieros advirtieron que las elecciones de ese año eran “elecciones sobre la democracia”. Expertos en política externa declararon que las elecciones para el Parlamento Europeo de ese año eran de vital importancia, como reacción contra el desmantelamiento y la subversión de las normas democráticas en los países miembros.
Tal vez la advertencia más sombría sobre “cómo está la democracia en juego”, salió de la campaña de la vicepresidenta Kamala Harris y el expresidente Donald Trump. Las encuestas revelaron que la mayoría de los estadounidenses efectivamente creen que la democracia está en grave peligro, y lo más importante, es que cada lado cree que el peligro lo produce el otro.
Sin embargo, a pesar de los argumentos apasionados en favor de que debemos “salvar la democracia”, pocos parecen plantearse una pregunta importante: ¿Vale la pena salvar la democracia?
Hace decenios, cuando el politólogo Francis Fukuyama escribió: El fin de la historia y el último hombre, muchos estuvieron de acuerdo con su análisis de que la búsqueda de la mejor forma de gobierno, para maximizar la prosperidad humana, había terminado. El fascismo estaba desacreditado. El comunismo se había revelado como un fracaso. El socialismo era claramente inadecuado. El ganador en la competencia de milenios, y la cúspide de la organización política humana, era la democracia liberal, combinada con la economía de mercado. Solamente las democracias liberales se habían mostrado merecedoras del esfuerzo humano; para el futuro, eran las únicas capaces de sacar a relucir lo mejor de la humanidad.
Los decenios transcurridos desde el libro de Fukuyama, han visto una expansión de las democracias en el mundo; pero también han visto al mundo acercarse más y más al borde del precipicio. En momentos como estos, cuando las naciones se desgarran, incluso por sus costuras más fuertes; debemos saber que los conflictos internacionales amenazan con hundirnos en una guerra entre múltiples potencias mundiales. ¿Deberíamos poner toda la fe en que la democracia resolverá nuestros problemas? O, ¿será posible que la democracia los esté empeorando?
Es hora entonces de analizar más atentamente la democracia, lo que el Creador de la humanidad tenga qué decir sobre el tema, y la esperanza que Dios ofrece a un mundo desesperadamente necesitado de un gobierno realmente bueno.
En toda la historia, la mayor parte de los seres humanos han vivido bajo el imperio de dictadores, generales o monarcas. Las democracias nunca han durado. Atenas, quizás el mejor conocido de los antiguos modelos de democracia, duró menos de 200 años. Y aun aquella democracia la ejercían exclusivamente los varones adultos y libres de Atenas, menos del 30 por ciento de la población.
Con el paso de los siglos, el gobierno monárquico ha imperado mucho más. Incluso los antiguos hebreos escogieron la monarquía en vez del gobierno que tenían, regido por jueces. Los monarcas, cualquiera que fuera su religión, solían reclamar el “derecho divino de los reyes”, considerando que respondían únicamente ante sus dioses y sometiendo a los ciudadanos a sus caprichos. Una cosa puede ser que el pueblo desafíe a un monarca, pero, ¿quién se atrevería a desafiar a Dios?
Desde esta perspectiva, podemos apreciar el paso radical dado por el rey Juan I de Inglaterra en 1215, cuando consintió en la Magna Carta (la Gran carta de las libertades), documento en que se reconocía que el Rey de Inglaterra también estaba sujeto al imperio de la ley. Si bien con los años fue objeto de disputas y modificaciones, la Magna Carta distinguió a Inglaterra como nación gobernada en última instancia no por hombres, sino por la ley.
No obstante, ese gobierno llegó en ocasiones a ser opresivo. Quinientos años después de la Magna Carta, los colonos británicos en Norteamérica se impacientaban por lo que consideraban una aplicación injusta de la ley. Molestos porque los gobernaban un rey y un Parlamento desde el otro lado del mar, los colonos se rebelaron y establecieron su propia República constitucional, primero con sus Artículos de confederación en 1781 y luego con la Constitución de los Estados Unidos en 1789. Casi 250 años más tarde, y con el suplemento de una Carta de derechos y 17 enmiendas posteriores, la Constitución continúa siendo el documento que guía la ley del país, y ha sido ampliamente imitada por otras naciones de todo el mundo.
Los fundadores de la nación quisieron otorgar al pueblo la plenitud del vasto poder de la soberanía nacional. No les satisfacía un acuerdo de poder compartido entre un Rey y un Parlamento, como lo habían tenido bajo el dominio británico. En los Estados Unidos, el ciudadano había de ser el Rey.
Los arquitectos de la República estadounidense, tampoco quisieron entregar las riendas de la conciencia nacional a ninguna fe. Movidos por la influencia de filósofos como Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau; los fundadores quisieron anclar el gobierno al concepto de un contrato social: un convenio mutuo entre la gente de una sociedad acerca de las leyes que todos aceptarían, la cultura que acogerían y las libertades que reconocerían… o a las que renunciarían en aras del orden social.
Los Estados Unidos habrían de ser un experimento radical en materia de libertad, fundados sobre la adopción radical de la soberanía de su pueblo. Sin embargo, los arquitectos del gobierno de la nación no ignoraban las lecciones de la historia. Conocían, por ejemplo, la historia de Atenas, considerada ampliamente como la cuna de la democracia unos 2.500 años antes. Y conocían los peligros de la democracia directa o pura, en la cual el pueblo decide directamente sobre todos los asuntos, hasta los más pequeños, relacionados con las normas y su ejercicio.
En 1787, James Madison escribió: “Esas democracias siempre han sido espectáculos de turbulencia y contención; siempre se han mostrado incompatibles con la seguridad personal o los derechos de propiedad, y en general, han sido tan cortas de vida como violentas en su muerte”. Un año después, Alexander Hamilton se dirigió a la Convención constitucional de la joven nación, y señaló que las democracias puras de la antigüedad “no poseyeron ni un rasgo de un buen gobierno. Su mismo carácter era tiranía y su figura, deformidad”.
Entre las fallas de esas democracias directas o puras, estaba la tendencia a caer en la tiranía de las masas, cuando la mayoría ejercía un poder tiránico sobre la minoría. Cualquier crueldad, cualquier injusticia, cualquier despotismo; podían convertirse en ley en una democracia pura, si la mayoría del pueblo expresaba el deseo en las urnas.
Las democracias también se prestaban a la creación de tiranos, precisamente uno de los peligros que los fundadores de la nación quisieron hacer imposible en su nuevo país. Con este fin, se propusieron dividir los poderes del gobierno en ramas separadas y adversas, regidos por contrapesos y controles entre ellos.
El resultado de su esfuerzo fue que la democracia estadounidense quedó insertada dentro de una República constitucional. Convertir el gobierno en una república, donde los ciudadanos elegirían por la vía democrática a los líderes que los representarían en todo lo relacionado con la gobernanza, así pretendía ser una barrera contra el caos que acompaña a las democracias puras. El pueblo continuaría siendo soberano, ya que los líderes harían la voluntad del pueblo, y quienes no cumplieran los deseos del pueblo, serían reemplazados por otros líderes al finalizar su mandato.
Y convertir al gobierno en constitucional, organizado bajo una Constitución escrita que serviría como ley de la nación, significaba que la democracia estadounidense estaría sujeta a grandes restricciones. En la Constitución se podían codificar los derechos y protecciones para impedir su alteración incluso por la mayoría. La soberanía del pueblo se preservaría, ya que este podía modificar la Constitución por medio de sus representantes elegidos, pero solamente con mayorías calificadas, lo que contribuiría a garantizar el acuerdo más amplio posible, e impedir cambios radicales precipitados.
La Constitución también definiría la naturaleza cooperativa, pero a la vez antagónica, de la autoridad gubernamental; impidiendo así que quedara demasiado poder en manos de unos pocos. El poder ejecutivo descansaría en una sola persona, el presidente elegido democráticamente. El poder legislativo residiría en un congreso de representantes elegidos democráticamente en dos cámaras. Y el poder judicial supremo residiría en un grupo de jueces nombrados e independientes. Cada poder dependería de los otros en las funciones que no pudiera cumplir por su cuenta, y su poder estaría controlado por los otros, para que no pudiera convertir sus funciones en la posibilidad de asumir un control mayor.
Aunque muchos alegan que ser una República constitucional significa que Estados Unidos no es una democracia, basta leer atentamente las palabras de los fundadores de la nación. En la ratificación de la Constitución, Alexander Hamilton señaló: “El verdadero principio de una república es que el pueblo debe elegir al que quiere que lo gobierne. Y en lo concerniente a las constituciones de la nación, o de los estados que la componen, dijo, nadie menos que Jorge Washington: “El fundamento de nuestros sistemas políticos es el derecho del pueblo de hacer y alterar sus constituciones de gobierno”. La Constitución se había de considerar “sagradamente obligatoria para todos”, pero únicamente “hasta que se cambie mediante acto explícito y auténtico de todo el pueblo”.
La nación forjada por los fundadores de los Estados Unidos colocó la soberanía democráticamente en los hombros de los ciudadanos, a la vez que se defendían ingeniosamente contra los abusos de una democracia directa, poniendo el ejercicio de la soberanía dentro de la estructura de una República constitucional. La nación realmente era, para emplear una frase de Abraham Lincoln: “Un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Este gran experimento del autogobierno, generalmente se habría considerado un éxito rotundo; y la sabiduría y previsión de los fundadores de los Estados Unidos gozan de reconocimiento casi universal.
El poeta T. S. Eliot escribió: “Los hombres buscan siempre escapar de las tinieblas de afuera y de adentro, soñando con sistemas tan perfectos que nadie podría considerarse bueno”. Esto es precisamente lo que pretendían hacer los fundadores de los Estados Unidos, y lo que pretenden hacer los arquitectos de toda democracia liberal; para que el pueblo no dependa de un monarca susceptible a ser corrupto, o de una aristocracia susceptible a ser corrupta, así las democracias convierten a los pueblos en sus propios gobernantes.
Sin embargo, el fracaso fundamental persiste porque los seres humanos no son buenos: “Ninguno hay bueno sino uno: Dios” (Mateo 19:17). Y ningún sistema de gobierno propio puede alejar al pueblo de la corrupción que en él mismo introduce en el sistema.
A los fundadores de los Estados Unidos debemos reconocerles el mérito de haber comprendido esta verdad. En 1788, James Madison declaró escuetamente: “¿No hay virtud entre nosotros? Si no la hay, nuestra situación es lamentable. Ningún control teórico, ninguna forma de gobierno, pueden darnos seguridad”. Diez años más adelante, John Adams observó que si la moral de los ciudadanos llegaba a ser algo superficial, un barniz que se ve bien por fuera, pero que oculta codicia y maldad interiores; “entonces este país será la habitación más miserable del mundo”, sin que hubiera en la forma de gobierno estadounidense nada capaz de detener la inmoralidad del pueblo.
Y muchos consideran que, efectivamente, algunas democracias se están convirtiendo en habitaciones miserables. Sin una cultura ni un sistema ético que trascienda lo que todos convinieron en el contrato social, las sociedades se están desintegrando en bandos opuestos motivados por sus ideologías, y cada uno acusando al otro de destruir lo mejor de nuestras naciones. Sin ninguna fuente de bien o de mal que trascienda las urnas, sin ningún control interno de las degradaciones de la naturaleza humana; ocurren los actos y sistemas de vida más perversos, al amparo de leyes mal orientadas. Y sin reconocimiento alguno de la autoridad que corresponde al divino Diseñador de la humanidad, habiéndolo reemplazado por la voluntad soberana del pueblo, las instituciones del hombre, incluidas las fundamentales como la familia; reciben una nueva definición, y una nueva forma según el capricho político del momento.
Así, empiezan a manifestarse en abundancia las plagas de las democracias directas que los fundadores de la nación quisieron evitar: tiranías, votantes fáciles de manipular y líderes de muy baja calidad. Todos los sistemas que los arquitectos han ideado han servido solamente para retardar, pero no para detener lo inevitable.
El filósofo Platón, rodeado como estaba, de la madre de las democracias en la antigua Atenas, solía pronunciarse acaloradamente contra la idea de que un pueblo pudiera gobernarse democráticamente, En su obra clásica La República, advirtió hace milenios que las democracias no producen líderes de grandes virtudes, gobernantes dotados de profunda sabiduría y capacidad, ni representantes que realmente se interesen por el pueblo que los eligió.
Lo que producen las democracias son líderes que sobresalen por una habilidad específica: Hacerse elegir.
En su obra clásica titulada: La democracia en América, el filósofo francés Alexis de Tocqueville, del siglo 19, vio esas mismas fuerzas actuando en la joven nación. Vio que los más capaces de dirigir, rara vez serían elegidos para los cargos oficiales, y que las decisiones electorales por lo general, casi inevitablemente, se tomaban de la manera más superficial. En consecuencia, señaló de Tocqueville: “El público suele asentir al clamor de un charlatán que conoce el secreto de estimular sus gustos”, mientras que los votantes desoyen a quienes podrían servir bien al pueblo (Libro 1, capítulo 13).
¿Vemos acaso estas verdades manifiestas en nuestras naciones? Debemos preguntarnos sinceramente: ¿Están produciendo nuestros procesos democráticos, cualquiera que sea su forma, los líderes más sabios? ¿Los más capaces? El que lo crea se está engañando a sí mismo. Nuestras naciones son manejadas cada vez más por individuos que no tienen ni la sabiduría ni las capacidades que exige su cargo. Sobresalen en una sola cosa, que nuestro sistema de gobierno exige de ellos: La capacidad de convencer a los votantes para que les den el puesto.
Sencillamente, no existe un sistema de gobierno humano capaz de protegernos de la naturaleza humana.
Hay quienes pretenden ver los principios de la democracia reflejados en las palabras inspiradas de la Biblia… con la esperanza de ganarse el respaldo de Dios para la forma de gobierno que han escogido.
Por ejemplo, algunos han sostenido que la separación tripartita de los poderes encuentra respaldo en la alabanza dada a Dios en Isaías 33:22: “El Eterno es nuestro juez, el Eterno es nuestro legislador, el Eterno es nuestro Rey; Él mismo nos salvará”. Es verdad que se mencionan los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial; pero, ¿quién, en su sano juicio, diría que los tres poderes, reunidos en un Dios todopoderoso, sean ejemplo de la separación de poderes? ¡Es todo lo contrario!
Sin embargo, hay un principio bíblico que sí se aplica, principio dado por el mismo Jesús cuando dijo: “Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado” (Mateo 12:25). Aunque la forma como los fundadores de los Estados Unidos dispusieron la separación de poderes encierre mucha sabiduría humana, contrapone la ambición humana a la ambición humana, como lo expresó James Madison, la sabiduría revelada de Dios afirma que una situación así lleva inevitablemente a la ruina.
¿A quién le vamos a dar la razón: A los arquitectos de las democracias modernas o a Jesucristo? La Biblia tiene muchas verdades reveladas que hacen total e inexorablemente claro que la democracia, en todas sus formas, no es un gobierno conforme a Dios, por muy elevados que sean sus objetivos.
Por ejemplo, el concepto fundamental de la democracia: Que la soberanía reside en el pueblo, y que los gobernantes derivan su autoridad únicamente “del consentimiento de los gobernados”, en palabras de Thomas Jefferson: Es totalmente ajeno a las Escrituras en todo, salvo las lecturas más radicales, versiones distorsionadas o interpretaciones fantasiosas. Por el contrario, el testimonio universal de la Palabra de Dios es enteramente contra la democracia.
Consideremos la corrección dada a Nabucodonosor, cuando este gran Rey de Babilonia perdió de vista que su cargo y posición se debían al Dios del Cielo, el Eterno le puso temporalmente una mente de animal despojada de toda razón: “Para que conozcan los vivientes que el Altísimo gobierna el reino de los hombres, y que a quien Él quiere lo da, y constituye sobre él al más bajo de los hombres” (Daniel 4:17).
Esta verdad, que Dios reserve para sí el nombramiento de autoridades y poderes, aparece en varios pasajes de la Biblia. Así lo expresó el profeta Daniel: “Él muda los tiempos y las edades; quita reyes, y pone reyes” (Daniel 2:21). Toda forma de gobierno que Dios crea, incluidas la antigua nación de Israel, la Iglesia del primer siglo y hasta la familia, está estructurada siempre de arriba hacia abajo, con posiciones que se dan por nombramiento y se basan en frutos percibibles (ver Tito 1:5).
Más aún, cuando vemos en las Escrituras pasajes donde los pueblos deciden la forma de gobierno, no aparece ninguna aprobación divina. Todo lo contrario, cuando el pueblo rechazó a los hijos de Samuel como jueces, y aunque esos hijos no estaban cumpliendo sus obligaciones, el Eterno declaró que veía este rechazo como un repudio a su propio dominio sobre el pueblo (1 Samuel 8:7). Y la única mención clara de una votación en las páginas de la Biblia fue la de Pablo, en la época anterior a su conversión, fue suyo el voto que condenó a muerte a los cristianos (Hechos 26:10). Fundamentalmente, por mucha sabiduría humana que el gobierno democrático encierre, y aunque sitúe la soberanía no en mano de los gobernantes sino en la de los gobernados, no es un reflejo de la sabiduría de Dios.
Lo que sí refleja es el espíritu y naturaleza de Satanás, el diablo, el primer ser gobernado que pretendió elevarse sobre el Dios que lo gobernaba, y tomar la autoridad para sí (Isaías 14:12-14). El espíritu del maligno es el que está actuando ahora en el mundo (Efesios 2:2). ¿Debería acaso sorprendernos que el espíritu que impera en nuestra política sea el que busca asumir el control, y arrogarse el poder como si el lugar más sabio y más seguro fuera nuestras propias manos?
Parte del sueño que continúa impulsando a las democracias del mundo, aunque sigan generando el caos inherente en ellas, es que con solo el esfuerzo humano la vida quede libre de tiranías abusivas, libre de opresión y libre de corrupción. Pero todos los esfuerzos de la humanidad están destinados a fracasar desde el comienzo, a causa del concepto erróneo que les es esencial: La autoridad gubernamental emanada del pueblo. Fundamentalmente, no se nos puede confiar nuestro propio gobierno.
En primer lugar, no conocemos el camino que conduce a la paz que tanto anhelamos (Jeremías 10:23; Isaías 59:8). Y si acaso nos topamos con él, vemos un camino estrecho y difícil de seguir (Mateo 7:13-14). Porque no nos deja crear sistemas que nos permitan evadir el bien, sino que nos obliga a someternos, como personas y como civilización, a las leyes de Dios; y eso es algo totalmente contrario a nuestra naturaleza (Romanos 8:7).
Pero el Creador de la humanidad nos ha dado la solución. La Biblia revela que Dios enviará a su Hijo Jesucristo nuevamente a la Tierra para gobernarla y encabezar el Reino de Dios. Ese gobierno no estará regido por bandos opuestos o partidos polarizados, sino por El mismo Jesucristo: “El bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores” (1 Timoteo 6:15).
En el curso de mil años, ese Reino logrará por fin lo que ningún gobierno del hombre ha podido hacer. Transformará la naturaleza humana imperfecta hasta conformarla a la de Dios: “Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo” (Hebreos 8:10). Se acabarán las guerras, las inequidades serán abolidas, y cada persona tendrá la oportunidad de vivir una vida de abundancia y plena realización bajo las leyes liberadoras de su Creador: “El que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que hace” (Santiago 1:25).
Dios el Padre busca a quienes comprendan que no son llamados a confiar en los gobiernos de este mundo, ni a luchar con los medios carnales viciados de este mundo, como si pudieran entronizar a su Hijo antes de tiempo (Juan 18:36). Busca a quienes estén dispuestos a confiar totalmente en Él, dejando que les transforme el corazón y la mente ahora, a fin de que, el día de mañana, puedan ayudarle a transformar el corazón y la mente de toda la humanidad. [MM]