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A mi padre siempre le fascinaron las tormentas. La noticia de que llegaba una lo sacaba a la terracita de la casa, donde se quedaba de pie viéndola formarse en el horizonte. De niño, yo lo acompañaba a veces, con la mirada fija en los nubarrones distantes que se movían, se agitaban y se oscurecían; y me preguntaba qué traerían al acercarse más a nuestra casa.
En nuestro planeta hay tormentas de muchos tipos, desde las lluvias torrenciales que nutren los cultivos y las tempestades con truenos que sacuden las ventanas, hasta tornados, huracanes y ciclones dotados de poder suficiente para apagar miles de vidas y reducir a escombros una gran ciudad.
¿Hay alguna lección encerrada en estos impresionantes fenómenos? ¿Cumplen algún propósito útil para nosotros en medio del daño y destrucción que causan a nuestras poblaciones y a las ciudades que hemos construido?
Las tormentas que nos rodean, como todo en la creación, sin duda tienen algo que enseñarnos. Si bien no hemos logrado dominarlas, lo cierto es que las tormentas sí tienen un Amo, y ellas son, al igual que nosotros, obras de sus manos.
La majestad y potencia de que hace gala una tormenta resulta, vista desde un lugar seguro, una imagen inspiradora. Incluso fenómenos más corrientes, como una simple tempestad nocturna con sus rayos que surcan el cielo y sus telones de agua que caen desde lo alto, son capaces de conmover el espíritu y despertar una sensación de respeto y asombro.
Por otro lado, quienes han vivido el dolor y sufrimiento causados por una tormenta sienten más profundamente estos fenómenos del clima. Mi familia y yo nos hemos refugiado en el sótano de la casa cuando las noticias locales anunciaban un tornado en las cercanías, y muchos amigos nuestros recibieron el impacto personal del espantoso tornado que arrasó partes de la población de Joplin, Misuri, en el año 2011. Aquel ventarrón fue creciendo hasta alcanzar más de un kilómetro de ancho en su lento recorrido de 21 kilómetros sobre la tierra, y al final había segado la vida de 161 personas y reducido parte de Joplin a terreno pelado.
Sin embargo, por temible que fuera aquel suceso, está lejos de representar el tope del poder destructor de las tormentas. Consideremos, como ejemplo, los huracanes.
Llamados también tifones o ciclones según la región donde se originan, los huracanes se cuentan entre las fuerzas más poderosas y destructoras del planeta Tierra. El gran ciclón de Bhola en 1970 arrasó con la región del actual Bangladés, cobrando la vida de hasta medio millón de personas en un solo día de noviembre.
Hoy las imágenes de satélite nos dan la oportunidad de observar estas tormentas desde muy arriba de la superficie terrestre, y es casi imposible no conmoverse ante el tamaño y escala de estos monstruos oceánicos, cuyo diámetro en promedio es de 160 kilómetros. Y tan colosal tamaño no revela la totalidad del poder que encierran.
Reflexionemos sobre la destrucción causada a la ciudad japonesa de Hiroshima hacia el cierre de la Segunda Guerra Mundial, cuando cayó sobre ella la primera bomba atómica que, en la historia del mundo, se empleara en una guerra. La bomba se apodó Little Boy. Su explosión acabó con toda Hiroshima, mató a muchas decenas de miles y destruyó unos 60.000 edificios instantáneamente. Fue un momento en que la humanidad demostró, de un modo aterrador, que había comenzado a desatar nuevas fuentes de energía antes inaccesibles para ella.
Y semejante potencia no es prácticamente nada al lado de un huracán. Consideremos este resumen del diario The Globe and Mail:
Tomada en todo el escudo nuboso de un huracán promedio, la energía que se libera diariamente en forma de lluvia y viento es equivalente a unas 13.000 megatoneladas… casi igual al poder destructor de todas las armas en los silos de misiles de los Estados Unidos y la antigua Unión Soviética durante la Guerra Fría. Esto equivale a un millón de bombas de Hiroshima explotando a razón de más de diez por segundo: 20 bombas Little Boy para cada una de las 50.000 (estimadas) ciudades del planeta (The 13,000-megaton storm, 3 de septiembre del 2005).
Aunque la humanidad suele creerse el amo del planeta, las tormentas como estas son un terrible ejemplo de que estamos lejos de serlo.
Teniendo en cuenta la enorme potencia de las tormentas, su fuerza destructora y la impresión que causan en quienes debemos compartir el planeta con ellas, el mayor propósito que cumplen es señalar hacia Aquel que es más grande que todas ellas.
En las Escrituras, Dios se asocia con tormentas y torbellinos en varias ocasiones, invocando la fuerza y potencia de estos como reflejo de su propio poderío. Cuando le habla a Job, por ejemplo, deseando ayudarle al patriarca doliente a entender mejor el alcance de su majestad, se dirige a él “desde un torbellino” (Job 38:1). Y cuando se le aparece al profeta Ezequiel en una visión, se aproxima al vidente como tormenta de fuego venida del norte (Ezequiel 1:4).
Igualmente, Dios representa su ira sobre las naciones pecadoras como una tormenta espantosa, el “torbellino trastornador” de Isaías 28:2.
El nexo más apropiado entre la fuerza de la tormenta en el mundo creado y el Creador de este mundo fue acaso el trazado durante el ministerio de Cristo hace casi 2.000 años.
Jesús se encontraba con sus discípulos en una barca en medio del mar de Galilea. Mientras estos procuraban llegar a la otra orilla, Jesús dormía en le popa, tomando un muy merecido descanso después de enseñar a las multitudes en la costa.
Mientras dormía se levantó una fuerte tempestad en el mar, tanto que las olas chocaban contra la barcaza y esta comenzaba a hacer agua. Aunque varios de los discípulos tenían experiencia en el mar, se llenaron de terror y pánico viendo que la barca podía zozobrar y que todos podían morir. Despertaron, pues, a su Señor, que en medio de la tormenta seguía dormido, y le clamaron: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38).
Lo que ocurrió enseguida se narra en palabras sencillas en la Biblia: “Levantándose, reprendió al viento y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento y se hizo grande bonanza” (v. 39). Con solo dos palabras, Jesús había dado orden a la creación ¡y esta obedeció! Los discípulos se dijeron entre sí: “¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?” (v. 41).
Pueden ser majestuosas a la vista y pavorosas como experiencia. Nos inspiran con su magnitud y poder, y nos hacen huir ante su furia destructora. Las tormentas, llámense huracán, ciclón, o tempestad; nos humillan con su poderío y nos hacen recordar que el mundo en que vivimos no fue creado por nosotros.
Pero también la tormenta se humilla delante de su propio Creador y tiene que plegarse a su voluntad. Nosotros debemos hacer lo mismo.