La familia de hoy… y del mañana - Hacer buenos juicios | El Mundo de Mañana

La familia de hoy… y del mañana - Hacer buenos juicios

Díganos lo que piensa de este artículo

Cuando en el mundo se pone de moda la tendencia que dice: “¡No juzgar!”, puede ser difícil para los jóvenes aprender las normas morales objetivas, a la vez que son el blanco de enormes presiones sociales. ¿Cómo podemos enseñar a nuestros hijos a juzgar con buen juicio?

Ese concepto que parece imponerse en la sociedad es el que se expresa en estas dos palabras: “no juzgar”. En otras palabras: “yo no juzgaré tu estilo de vida y tú no juzgues el mío”. Esto puede considerarse casi bíblico. Por ejemplo, Jesucristo dio estas instrucciones a sus discípulos: “No juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mateo 7:1). Y efectivamente, hay decisiones en la vida que pueden reducirse, sin peligro, a las preferencias personales. Pero conviene preguntarse si el mensaje de Jesús puede tomarse como si cada quien debe regirse por sus propias normas morales.

En realidad, no. Hay quienes emplean consignas y lemas que suenan muy sabios, para refutar uno de los recursos más importantes que los padres pueden transmitir a un hijo o hija: la capacidad de juzgar las palabras, acciones, ideas y conductas comparándolas con la Palabra inspirada de Dios.

Un corazón para juzgar

Cuando el joven rey Salomón accedió al trono de Israel, era muy consciente de su propia falta de experiencia y capacidad. Cuando Dios se le apareció en un sueño diciéndole: “Pide lo que quieras que yo te dé”. Salomón pidió un “corazón entendido para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo” (1 Reyes 3:5, 9). Reconoció que para tener éxito como rey tendría que llegar a conclusiones sabias. También necesitaría discernimiento para comprender a sus súbditos, y sabía que la ayuda de Dios era imprescindible para formar juicios correctos.

Más tarde Dios se valió de Salomón para inspirar un libro lleno de consejos sabios para sus lectores, “para entender sabiduría y doctrina, para conocer razones prudentes, para recibir el consejo de prudencia, justicia, juicio y equidad; para dar sagacidad a los simples, y a los jóvenes inteligencia y cordura” (Proverbios 1:2-4).

La cordura, o buen juicio, requiere conciencia de lo que concuerda y lo que no concuerda con el carácter de Dios. Salomón escribió: “Hijo mío, si los pecadores te quisieren engañar, no consientas. Si dijeren: Ven con nosotros; pongamos asechanzas para derramar sangre, acechemos sin motivo al inocente” (Proverbios 1:10-11). Si los jóvenes no aprenden a juzgar, a reconocer el mal como lo que es, se exponen a peligros y malas influencias.

La norma

Una falla fundamental en nuestra época moderna es la arrogante idea de que la moral es simple cuestión de opinión humana. La actitud de “no me juzgues”, es en el fondo un desafío descarado a la autoridad suprema de Dios para dictar lo que debemos hacer y pensar.

El autor Colson Whitehead captó muy bien esta mentalidad en su columna titulada: Cómo el “no me juzgues” capta perfectamente nuestra cultura narcisista:

“Cualquiera que sea el lugar de procedencia, usted reconocerá ‘tú eres tú’ y ‘eres como eres’, como versiones contemporáneas de aquel dicho afirmativo de la vida ‘sé tú mismo’. También conocerá las expresiones hermanas como: ‘Así es la vida’, dicho con encogimiento de hombros. Como los agujeros negros, son inviolables, toda crítica se destruye al llegar al horizonte de su razonamiento circular, y ni siquiera la luz logra escapar de su inmensa gravedad. En un mundo donde el selfie se ha convertido en nuestra expresión artística predominante, las tautologías como ‘tú eres tú’ y semejantes, ofrecen una estructura filosófica para nuestro narcisismo siempre en evolución y cada vez más complicado” (New York Times, 31 de marzo del 2015).

Por el contrario, cuando enseñamos a nuestros hijos las reglas divinas para la vida: “haz lo que Dios manda” y no “haz lo que se te antoje”. Les damos la base correcta para juzgar acertadamente lo que ven a su alrededor, y también les enseñamos que no son supremos ni el parecer humano ni la presión de sus compañeros.

Reconocer lo que no se sabe

El Evangelio según Juan, nos dice que muchos contemporáneos de Jesús lo creían un embustero. Hasta llegaron a decir que tenía un demonio. Llegaron a esas conclusiones erradas porque no entendían cómo aplicar las leyes de Dios sobre el sábado. Al sanar a un hombre en sábado, Jesús, a ojos de ellos, había quebrantado el día de reposo. ¿Cómo les respondió? Dijo: “No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio” (Juan 7:24). Los enemigos de Jesucristo no entendían quién era, ni sabían que estaban ante quien les podía explicar perfectamente cómo guardar el sábado.

¿Cuántas veces llegamos a conclusiones acerca de situaciones o personas cuando realmente no conocemos a fondo los hechos? El sabio rey Salomón nos recuerda: “Justo parece el primero que aboga por su causa; pero viene su adversario, y le descubre” (Proverbios 18:17). Enseñar a nuestros hijos a distinguir entre el bien y el mal, pero también a reconocer que posiblemente no estén viendo todo el panorama, los prepara para tener cautela cuando sacan conclusiones.

Evaluar pero no condenar

Hay otra clave que encontramos en Mateo 7. En este pasaje, Jesús se refirió a la actitud de vanidad y suficiencia. Dijo: “No juzguéis, para que no seáis juzgados” (v. 1). Ahondando en este mandato, explicó que “con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo?” (Mateo 7:2-4).

Jesús prosiguió: “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos” (v. 6). No estaba hablando, desde luego, de perros ni cerdos reales, sino de personas que no sabían apreciar las joyas de sabiduría y comprensión dadas por Dios. Es imposible juzgar a tales personas si no adquirimos la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Jesús estaba ilustrando la diferencia entre juzgar y condenar: por un lado, nos manda evaluar las conductas “con justo juicio” (Juan 7:24), y por otro, nos advierte que no exageremos hasta el punto de condenar a otros de palabra o pensamiento, para que no seamos condenados también.

Jesús también estaba enseñando la importancia de la humildad. Pablo se refiere a la misma actitud en Gálatas 6:

“Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo. Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña. Así que, cada uno someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse solo respecto de sí mismo, y no en otro” (vs. 1-4).

Enseñar a hacer un buen juicio

Una parte de nuestra labor como padres es enseñar a los hijos a discernir entre el bien y el mal, a veces en la vida de otros, pero ante todo en su propia vida. Cuando vean a otros hacer y decir cosas indebidas, esto no debe llevarlos a sentirse superiores, pero tampoco deben cerrar los ojos ante la realidad de que el bien y el mal existen. Y este hecho exige que formen un juicio acerca de lo que ven y oyen.

Día tras día nuestros hijos afrontan la intensa presión hacia la conformidad con normas sociales contrarias a la Palabra inspirada de Dios. Y también afrontan una presión más sutil: el afán de sentirse aceptados. Al decir: “no juzgues” y “haz lo que se te antoje”, la sabiduría del mundo define todas las formas de lenguaje y conducta como moralmente iguales. Nuestros hijos pueden absorber esta mentalidad por ósmosis, lo mismo que nosotros. Pero si los formamos como personas sabias y con discernimiento, que buscan el entendimiento de Dios, aprenderán a identificar ese engaño. Aprenderán a juzgar con buen juicio. [MM]

MÁS ARTÍCULOS DE ESTA EDICIÓN

Mostrar todos