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¿Cuál es la verdad acerca de la Reforma Protestante en Inglaterra? ¿Acaso representó un retorno a la verdad traída por Jesucristo? ¡Esta serie de artículos expone hechos que usted necesita considerar!
La pura verdad sobre la Reforma Protestante
Séptima parte
Millones de libros, folletos y tratados proclaman con audacia como la fundación protestante: “La Biblia, la Biblia entera y nada más excepto la Biblia, es la religión de los protestantes”.
En las entregas anteriores de esta serie aprendimos, analizando la Biblia y los anales históricos, que poco después de la muerte de los primeros apóstoles se produjo un cambio notorio en lo que entonces se llamaba cristianismo. En la Iglesia se fueron introduciendo filosofías y tradiciones de índole pagana. En la Edad del Oscurantismo, la jerarquía religiosa se convirtió en un hervidero de iniquidades, prostituciones y abominaciones de toda índole.
Hemos visto cómo Martín Lutero se rebeló contra la jerarquía corrupta, pero retuvo la mayor parte de sus doctrinas y tradiciones. De hecho, se rebeló contra toda autoridad y tuvo el atrevimiento de añadir una palabra a la Biblia. En su deseo, motivado por sentimientos de culpa, de eliminar toda obediencia a la ley de Dios, Lutero tradujo Romanos 1:17 así: “El justo por la fe sola vivirá”. Esta actitud lo llevó a tolerar la bigamia del landgraf de Hesse y la masacre de centenares de campesinos en la infame guerra campesina alemana.
En la edición anterior de El Mundo de Mañana, vimos las duras enseñanzas y acciones de Juan Calvino basadas en su teoría de la predestinación. Recordemos su afirmación: “Los hombres no son creados todos en igual condición, sino que para algunos está previamente ordenada la vida eterna, para otros la condenación eterna” (Bettenson, Documents, pág. 302).
El terrible resultado del duro sistema de Calvino se entiende al leer cómo hizo quemar vivo a su opositor religioso Miguel Servet.
Continuaremos la serie con la asombrosa verdad sobre la Reforma Protestante en Inglaterra: Movida por las pasiones y ambiciones del rey Enrique VIII, Inglaterra se une a la revuelta contra la autoridad religiosa del Papa.
Preguntémonos, como lo hemos hecho varias veces en esta serie: ¿Se trató en realidad de un regreso a la fe y las prácticas de Jesucristo y sus apóstoles? ¿Fue este realmente un regreso a “la Biblia, la Biblia entera y nada más excepto la Biblia”?
El tercer movimiento reformista importante que debemos considerar como algo independiente es el que ocurrió en Inglaterra. Esta fue una reforma forzada, aun más que la efectuada bajo Juan Calvino.
La llamada Reforma en Inglaterra se debió casi enteramente a las acciones de un individuo, Enrique VIII. Bajo su influencia la revuelta inglesa no produjo líderes religiosos sobresalientes y muy pocas doctrinas propias, por lo cual no es necesario analizar en detalle su avance para entender el lugar especial que ocupa dentro de la Reforma Protestante en general. Sin embargo, sí es importante conocer sus orígenes y resultados, ya que esto ayudará a explicar su posterior influencia en los pueblos de habla inglesa en el mundo.
Cuando Enrique VIII asumió el trono de Inglaterra en 1509, ya era política real establecida que los reyes controlaran la mayor parte de los nombramientos eclesiásticos, y que nombraran a miembros muy instruidos de la Iglesia para ocupar los principales cargos políticos. Esto, como es natural, llevó a muchos abusos y solía promover la codicia, falta de honradez y astucia entre el alto clero.
Tal situación también tendía a subvertir la lealtad religiosa que el clero católico guardaba por Roma. Los cargos e intereses políticos terminaron por reemplazar esa lealtad con sentimientos de lealtad nacional. Estos se reforzaron por el creciente antagonismo nacional hacia toda incursión extranjera, fuera del papado o de otros (Reginald F. Walker, An Outline of the Catholic Church, pág. 401).
En tales circunstancias, no le quedaba difícil a Enrique VIII, monarca joven, guapo, brillante y vanidoso; intimidar e influir en el clero católico inglés conforme a sus caprichos.
Enrique heredó de su padre, Enrique VII, un amplio tesoro y gozaba de enorme popularidad entre sus súbditos. Por cuestión de alianzas políticas con España, su padre lo había comprometido en matrimonio con Catalina de Aragón, hija de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. En realidad, ella primero fue esposa del hermano mayor de Enrique, aunque se decía que ese matrimonio no llegó a consumarse antes de la muerte prematura de Arturo.
Catalina era unos seis años mayor que Enrique. Aunque la diferencia parecía poca al principio, unos quince años más tarde el monarca apasionado y voluntarioso se vio ligado a una mujer de cuarenta con exceso de kilos y ya envejeciéndose prematuramente. Se sabe que por esa época Enrique satisfacía sus pasiones con una serie de amantes, situación que se prolongó muchos años y que pudo continuar indefinidamente, salvo por dos circunstancias.
Primero, parece que Enrique se enamoró de Ana Bolena y que ella insistió en ser su esposa. Segundo, de los seis hijos que Catalina le dio, solamente sobrevivió una hija de nombre María. Inglaterra jamás había tenido a una mujer por regente y Enrique quizá temía que la falta de un heredero varón condujera a una guerra civil. Su deseo era casarse con otra y producir un heredero varón (Ludwig Hausser, Period of the Reformation. págs. 170-171).
Alrededor del año 1526, Enrique acudió a Roma pidiendo la anulación de su matrimonio con Catalina. Basó su petición en el hecho de que ella había sido esposa de su hermano fallecido y que se había concedido una dispensa papal para permitir que él la desposara, ya que una relación de este tipo normalmente era un impedimento para el matrimonio según la ley canónica.
Ahora Enrique pretendía que se declarara la invalidez de aquella dispensa y, por consiguiente, de su matrimonio. Buscó el apoyo de Thomas Wolsey, que él había ascendido a Lord Canciller y el papa León X había ascendido a cardenal.
Hasta ese momento, Wolsey había sido el brazo derecho de Enrique, pero también era el representante del Papa, por lo cual quiso protegerse navegando con habilidad entre las dos aguas. Fue así como el asunto se aplazó mientras el Papa y Wolsey esperaban que Enrique cambiara de parecer.
Ante esta táctica, al Rey se le agotó la paciencia. Thomas Cranmer y Thomas Cromwell le aconsejaron que llevara su caso ante las universidades de Europa. Así lo hizo, valiéndose de amenazas en el país y soborno en el exterior para lograr una aceptación parcial de su divorcio por parte de algunos eruditos y teólogos protestantes (George P. Fisher, The Reformation, pág. 319).
Mientras tanto, Enrique despidió al cardenal Wolsey bajo cargos inventados y el cardenal desacreditado enfermó y murió camino a un juicio por traición. Su muerte no sería la primera en este asunto. Los hechos iban a demostrar que Enrique estaba dispuesto a matar a quienes se opusieran a su apetito desenfrenado por las mujeres y el poder.
Enrique aplicó la intimidación para obligar al Parlamento inglés a aprobar medidas según las cuales él era “el protector y cabeza suprema de la Iglesia y clero de Inglaterra”, después de lo cual se agregó, tras largo debate: “en cuanto lo permita la ley de Cristo”. Luego logró que el Parlamento aprobara leyes que prohibían introducir bulas papales en Inglaterra y suspendían las rentas papales provenientes de Inglaterra (Fisher, pág. 320).
Estando pendiente su caso en Roma, Enrique repentinamente consumó su divorcio y se casó en secreto, pero formalmente, con Ana Bolena el 25 de enero de 1533. Parece claro que ya había entablado relaciones ilícitas y adúlteras con ella porque el 7 de septiembre de ese año ella dio a luz una hija, Isabel, quien más tarde sería reina (Walker, pág. 403).
Poco después, Thomas Cranmer, nuevo favorito de Enrique, fue nombrado arzobispo de Canterbury. El 23 de mayo se reunió un tribunal eclesiástico y dictaron el fallo formal de que el matrimonio de Enrique con Catalina era nulo de nulidad absoluta.
El resultado inevitable de todas estas acciones no tardó en producirse. El 11 de julio de 1533, el papa Clemente VII dictó una bula de excomunión. Enrique respondió del mismo modo y pronto obtuvo del Parlamento estatutos que prohibían todo pago al Papa. En adelante todos los obispos serían elegidos previa nominación del Rey y se eliminaba cualquier reconocimiento de la autoridad papal (Fisher, págs. 320-321).
En noviembre de 1534, el Parlamento promulgó la famosa Acta de Supremacía. En ella, se declara que Enrique y sus sucesores constituyen “la única cabeza suprema en la Tierra sobre la Iglesia de Inglaterra”, sin cláusulas condicionales de ningún tipo y con todo poder para corregir “herejías” y “abusos” (Bettenson, pág. 322).
La ruptura con Roma ya era un hecho. Aunque obedeció principalmente a la propia voluntad de Enrique, no se podría haber logrado sin el fuerte sentimiento de antipatía nacional por la autoridad papal que ya se extendía entre el pueblo inglés.
Lo que hizo irreparable el rompimiento con Roma fue la política que Enrique procedió a implantar, de confiscar los monasterios y las tierras de las abadías y repartir parte del botín saqueado entre sus cortesanos y amigos (Fisher, pág. 321).
Para llevar a cabo sus propósitos, Enrique había encontrado un nuevo agente: Thomas Cromwell (1485-1540), individuo de origen muy humilde que había sido soldado, comerciante y prestamista y de quien Wolsey se había valido como agente comercial y parlamentario. En 1531 Cromwell ya era asesor del monarca, en 1534 Lord del sello privado y en 1536, aunque lego, se convirtió en vicerregente del Rey en asuntos eclesiásticos. Enrique codiciaba las propiedades eclesiásticas, tanto para mantener su corte fastuosa como para formar y recompensar adeptos [La Reforma Protestante se caracterizó por estas confiscaciones en todas partes]. Hacia finales del año 1534 comisionó a Cromwell para que ordenara visitar los monasterios a fin de que se informara sobre su estado. Los hechos alegados, cuya veracidad o falsedad continúan disputándose, se expusieron ante el Parlamento y en febrero de 1536 este cuerpo entregó al Rey, “a sus herederos y beneficiarios para siempre, para hacer y utilizar estos según su propia voluntad”, todos los establecimientos monásticos que tuvieran rentas inferiores a doscientas libras anuales. El número así confiscado fue de trescientos setenta y seis (Walker, pág. 404).
Es importante señalar, como lo dice Walker, que los príncipes y nobles protestantes tenían por costumbre confiscar las riquezas de la Iglesia Católica dondequiera que fuera posible. Resulta claro que la mayor parte de estos protestantes influyentes se ocuparan mucho más en el enriquecimiento propio que en los cambios teológicos que pudieran efectuarse. Tanto así, que la ruptura de Enrique con Roma no produjo prácticamente ningún cambio de doctrina, salvo el rechazo a la autoridad papal y la sustitución del monarca inglés como “cabeza” de la Iglesia.
La anterior situación se debió ante todo a la pasión sexual de Enrique y su ansia de poder, pero no a los esfuerzos de hombres sinceros por restablecer la verdad de las Escrituras.
Durante ese tiempo, varios dirigentes religiosos sintieron la influencia de la Reforma Protestante en Europa continental. Uno de ellos, de nombre William Tyndale, tradujo el Nuevo Testamento al inglés. No pudiendo publicarlo en Inglaterra, lo hizo en el Continente en 1526, y muchos ejemplares llegaron Inglaterra, pese a los intentos de las autoridades eclesiásticas y civiles por suprimirlo.
Esta colocación de la Biblia en manos del pueblo ayudó a preparar el camino para cambios doctrinales posteriores siguiendo líneas luteranas. Mas por el momento, se haría cumplir el dogma católico (Walker, págs. 404-405).
En cuanto a la inclinación religiosa del rey Enrique, salvo en lo referente al papado, lo suyo era la ortodoxia católica. En ocasiones hacía concesiones doctrinales limitadas para dar gusto a los protestantes alemanes, si necesitaba su apoyo. Pero en 1539, temiendo a Francia y España, Enrique indujo al Parlamento a promulgar el Acta de los Seis Artículos, que mantenía una doctrina estricta de la transustanciación, los votos de castidad, la confesión oral y otras prácticas católicas (Fisher, pág. 324).
Pero por otra parte, Enrique procedió a concluir la confiscación de todos los monasterios en 1539 y fortaleció su posición como jefe de la Iglesia y del Estado. Al compartir las riquezas arrebatadas a las propiedades eclesiásticas, acrecentó la fortuna de la clase gobernante protestante, cuyos intereses personales quedaron ligados a la continuación de la separación de Roma.
La verdad es que los nobles ingleses eran católicos en su doctrina, pero protestantes en su confirmación del derecho de Enrique a reemplazar al Papa como cabeza de la Iglesia, y compartir con ellos el botín de los monasterios saqueados.
Como jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, Enrique exhibió hacia sus enemigos y, extrañamente, hacia sus esposas, una conducta increíblemente alejada de los principios cristianos.
En el verano de 1535, tuvo la crueldad de ejecutar a dos de los eruditos y teólogos más destacados de Inglaterra: el obispo John Fisher y sir Tomás Moro, porque rehusaron respaldar su supremacía sobre la Iglesia y el clero de Inglaterra. Fueron muchas las personas notables que pagaron con su vida por estar en desacuerdo con las posiciones de Enrique.
Alzog ofrece un resumen de la conducta despiadada de Enrique para con sus esposas y sus nobles:
“Enrique fue de una crueldad atroz hacia sus esposas, y de igual manera lo fue hacia sus ministros y otros súbditos inferiores. Catalina de Aragón sobrevivió poco más de tres años luego de su repudio y falleció ejemplarmente el 8 de enero de 1536. Apenas había descansado en el sepulcro, cuando Ana Bolena, quien la reemplazó en el corazón de su esposo y fue la causa de todas sus desgracias, fue juzgada bajo los cargos de adulterio, incesto y alta traición; declarada culpable y decapitada en el patio de la Torre el 19 de mayo de 1536. A Cranmer, quien anteriormente y ‘en virtud de su autoridad apostólica’, había declarado lícito y válido el matrimonio de Enrique y Ana Bolena, se le exigió que revocara su decisión anterior y ahora declarara “en el nombre de Cristo y por la gloria de Dios” que el mismo matrimonio era y siempre había sido nulo. El día de la ejecución de Ana Bolena, como para manifestar su desprecio por la memoria de ella, Enrique vistió traje blanco, y la mañana siguiente contrajo matrimonio con Jane Seymour. Esta murió el 24 de octubre de 1537, menos de quince días después de dar a luz un hijo varón, quien llegó a ser Eduardo VI. Luego, Enrique se casó con Ana de Cleves a comienzos del año1540. El matrimonio fue de carácter político, efectuado por intermedio de Thomas Cromwell, deseoso de impulsar la causa protestante en Inglaterra y reforzar su propio poder mediante la influencia de la nueva Reina, que era, según se sabía, total y absolutamente luterana. Aunque decepcionado por su falta de hermosura y atractivo personal, Enrique la tomó por esposa porque no podía evitarlo, pero tras seis meses de convivencia, el 13 de julio buscó el divorcio basado principalmente en estas razones. En el lapso de un mes, el 8 de agosto se casó con Catalina Howard, a quien acusó poco después de adulterio; declarada culpable, fue decapitada el 13 de febrero de 1541. La sexta y última esposa de Enrique, Catalina Parr, estuvo a punto de perder la cabeza en cierta ocasión por atreverse a diferir de la cabeza de la Iglesia de Inglaterra en cuestiones teológicas; pero enseguida detectó su error y evadió la venganza real halagándolo hábilmente por su gran sabiduría y su erudición en materia de teología, expresando su más humilde sumisión a su criterio y declarando que, al diferir de él, su único deseo había sido iniciar una discusión acalorada porque, al animarse, él parecía olvidar el dolor del mal que lo aquejaba. Con tan astuto expediente, Catalina pudo conservar la cabeza sobre los hombros y tuvo la buena suerte de sobrevivir al brutal monstruo, quien murió en 1547.
Enrique VIII reinó treinta y ocho años, tiempo en el cual ordenó la ejecución de dos reinas, dos cardenales, dos arzobispos, dieciocho obispos, trece abades, quinientos sesenta y cuatro caballeros, ciento veinticuatro plebeyos y ciento diez damas” (John Alzog, Manual of Universal Church History, págs. 322-323).
Muerto Enrique VIII, la gran mayoría de los ingleses estuvieron de acuerdo con el fallecido monarca en su deseo de no efectuar cambios de consideración en las doctrinas ni en el culto (Walker, pág. 408). No obstante este hecho, Inglaterra vería la introducción de muchas enseñanzas luteranas durante el reinado de Eduardo VI.
Cuando Eduardo ascendió al trono contaba solo nueve años de edad. De inmediato el duque de Somerset fue nombrado Protector y encabezó el Concejo de gobierno. El duque simpatizaba con el protestantismo y era amigo de las clases bajas de agricultores desposeídos.
Bajo la influencia de Somerset y del arzobispo Cranmer, se introdujeron varios cambios en la doctrina y el culto.
Fue en ese tiempo cuando revocaron los Seis Artículos y se establecieron las verdaderas doctrinas básicas de la Iglesia de Inglaterra. En sus inclinaciones Cranmer era protestante absoluto y llamó como consejeros a varios teólogos luteranos.
Se procedió a la derogación de las leyes que imponían el celibato sacerdotal. Se introdujo la comunión con pan y vino para la congregación, tal como había enseñado Lutero. Se hizo obligatorio el inglés en los servicios religiosos y se recibió ayuda de los reformistas del Continente en la formulación de los libros de oración y las liturgias. (George P. Fisher, History of the Christian Church, pág. 357-358).
Fue en este período cuando se estableció definitivamente la base del protestantismo inglés. Pero, como hemos visto, el protestantismo que se trajo en forma limitada fue el de los reformadores alemanes.
Los planes de reforma llegaron a un fin abrupto con la muerte prematura de Eduardo VI en 1553, y al ascenso de la reina católica María I al trono de Inglaterra. Gracias a las maquinaciones de algunos nobles protestantes, María I se ganó la simpatía de la mayor parte de los súbditos cuando se convirtió en Reina (Walker, pág. 405).
En un principio María procedió con cautela, siguiendo los astutos consejos de su primo el emperador Carlos V. No tardó el Parlamento en dar pie atrás, declarando válido el matrimonio de su madre con Enrique VIII. La actitud caprichosa de los monarcas y dirigentes políticos de Inglaterra hacia el matrimonio resulta escandalosa. Sus acciones no son más que una vergonzosa parodia de las palabras de Cristo: “Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Marcos 10:9).
Estas acciones seguramente indican, además, que el corazón del pueblo británico no estaba firmemente persuadido de su nueva fe protestante. Con cinismo un estudioso inglés hizo el siguiente comentario: “María no tuvo ninguna dificultad con el Parlamento, como observó con ironía un contemporáneo, si la Reina lo hubiera pedido, con igual precipitación y celo habrían votado por establecer la religión mahometana” (J. A. Babington, The Reformation, pág. 286).
Con escasa oposición, María persuadió al Parlamento de que derogara la legislación eclesiástica aprobada en el reinado de Eduardo, y la religión pública volvió a su forma que tuvo en el último año de Enrique VIII. Pero ahora Cranmer estaba preso y muchos de los protestantes más dedicados huyeron al Continente.
En esa misma época María I contrajo matrimonio con el hijo del emperador Carlos V, Felipe, que pronto se convertiría en Felipe II de España. Los súbditos de María vieron con muy malos ojos este enlace, temerosos, como lo estaban, del dominio católico y español, y esta acción le costó a la Reina buena parte del apoyo público que había tenido (Fisher, History of the Christian Church, pág. 359).
Por esto, los nobles ingleses temieron perder las propiedades eclesiásticas arrebatadas por ellos y se produjo una serie de levantamientos rebeldes. Durante gran parte de este período, era difícil saber si los incidentes se debían a su afinidad por el protestantismo o a su nacionalismo inglés (Hausser, pág. 569).
Entonces María, la Sanguinaria como se le llegó a conocer, emprendió la exterminación de sus enemigos; y en febrero de 1554 cincuenta personas murieron en la horca. Pese a su total inocencia, lady Jane Grey y su esposo lord Guildford Dudley fueron ejecutados por una supuesta conspiración contra la corona. María I nunca había sentido gran afecto por su hermana Isabel y la hizo encerrar en la Torre de Londres. Durante esos años, Isabel se abstuvo con prudencia de todo lo que pudiera despertar las sospechas de María contra ella y así pudo conservar la vida (Hausser, págs. 570-573).
Desde comienzos de esta persecución, los nobles ingleses y el Parlamento continuaban dispuestos a renunciar a su protestantismo y “reglamentar a la Iglesia y su doctrina de conformidad con la voluntad del Papa, siempre que nadie interfiriera con la repartición de las propiedades de la Iglesia” (Hausser, pág. 571). Es claro que estos nobles andaban más interesados en su afán de riqueza y poder que en buscar la religión verdadera.
Cuando la Reina accedió a dejar la propiedad eclesiástica confiscada en manos de los protestantes, el Parlamento se mostró muy dispuesto a rendir obediencia al papado y a renovar los edictos contra los herejes. Desde entonces los que persistían en oponerse a la religión romana empezaron a sentir la persecución en toda su fuerza. En los tres años anteriores a la muerte de María, unos 270 protestante “herejes” murieron en la hoguera, entre ellos 55 mujeres y cuatro niños (Hausser, pág. 571).
Muchos de los ciudadanos del común fueron fieles a sus convicciones protestantes hasta el fin. Su líder espiritual, Thomas Cranmer, antiguo arzobispo de Canterbury bajo Enrique VIII y Eduardo VI, demostró menos constancia. Se retractó de su afinidad protestante en el reinado de María I con la esperanza de salvar la vida. Pero una vez decidido que de todas maneras debía morir, recobró su valentía. Deshizo su retractación anterior, se declaró protestante y murió con dignidad. En palabras de Fisher: “Es imposible saber qué curso habría seguido si se le hubiera perdonado la vida” (Babington, pág. 328).
En el reinado de María, el gobierno persiguió a los protestantes como criminales. Esto, como es natural, despertó odio contra Roma entre el pueblo inglés. Ahora surgió la idea, nacida no de un sentimiento religioso sincero sino de un sentido político, de que “protestantismo y nacionalidad inglesa eran idénticos” (Hausser, pág. 573).
Por eso, cuando leemos del firme sentimiento protestante de los pueblos ingleses, es importante que comprendamos la razón. Se trataba más bien de un espíritu de nacionalismo inglés en oposición a Roma. Lo que ha persistido en Inglaterra hasta hoy es una religión nacional. Y, tal como lo han percibido muchos, su curso siempre ha dependido más de la política y del poder que de motivaciones religiosas sinceras.
El pueblo inglés continuó en un estado parcial de rebeldía hasta la muerte de su reina católica María I en noviembre de 1558. Entonces la nación acogió en el trono a su hermana Isabel (Fisher, pág. 362).
Isabel I no tardó en establecerse, como lo había hecho Enrique VIII, como cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Como el título de Jefe Supremo, había resultado inaceptable para los católicos, ella recibió el de Gobernadora Suprema de la Iglesia Nacional (Walker, pág. 414).
Los principios protestantes establecidos anteriormente bajo Eduardo VI se reintrodujeron poco a poco. El Acta de Uniformidad de 1559 restauró el Libro de Oración de Eduardo VI para uso en todas las iglesias. Todo el mundo estaba obligado a asistir a la Iglesia Nacional so pena de multa, salvo si había alguna “excusa lícita o razonable” (John W. Moncrief, A Short History of the Christian Church, pág. 339).
Babington comentó sobre la hipócrita inconstancia de la situación religiosa en ese tiempo en Inglaterra: “Fue así como en el lapso de pocos años, el Parlamento por tercera vez se retractó de su convicción religiosa. Inútil resulta invocar alguna razón fidedigna de tan asombroso hecho. Suponer que al efectuar estos cambios los legisladores hereditarios y los representantes del pueblo inglés estaban motivados por celo espiritual o por convicción religiosa sería el colmo de lo absurdo” (Babington, pág. 299).
Aunque le reina Isabel dominaba en los asuntos religiosos como en los civiles, se consagró como arzobispo de Canterbury a Matthew Parker. Bajo su guía, los 42 artículos de fe originalmente formulados por Thomas Cranmer se redujeron a 39. En 1571 el Parlamento los adoptó como la base doctrinal de la Iglesia de Inglaterra. En ellos se fijaba “un tipo de doctrina a medio camino entre luteranismo y calvinismo” (J. H. Kurtz, Church History, pág. 315).
En realidad, la base religiosa de la Iglesia de Inglaterra fue más una mezcla de luteranismo, calvinismo y catolicismo; si bien los Treinta y Nueve Artículos se basaban principalmente en las confesiones de fe del luteranismo (Moncrief, pág. 339). Y se mantuvo, desde luego, la teoría de Lutero sobre la justificación por la fe sola. Sin embargo, también se adoptaron en general las doctrinas de Calvino sobre la Cena del Señor y la predestinación.
Al mismo tiempo se retuvieron muchos ritos, costumbres y conceptos del catolicismo. “Los Treinta y Nueve Artículos encierran muchos dogmas protestantes, pero también conservan buena parte del culto romano” (Moncrief, pág. 340).
Aunque sometidas a algunas alteraciones de tiempo en tiempo, las doctrinas y la forma de religión establecidas en el período bajo Isabel I continúan esencialmente iguales hasta el día de hoy en la Iglesia de Inglaterra (James. Wharey, Church History, pág. 240).
No es nuestro propósito en la presente obra entrar en una historia detallada de los diferentes cismas y divisiones de los tres “árboles” protestantes principales. Como ya hemos visto, las doctrinas de Lutero se extendieron por la mayor parte del Norte de Alemania, y de allí principalmente a los países escandinavos y luego al Nuevo Mundo. La teología de Calvino acabó por imponerse en Suiza, partes de Francia, Alemania, Holanda y Escocia. Más tarde también llegó, con adaptaciones, al continente Norteamericano y en especial a los estados de Nueva Inglaterra.
El anglicanismo predominó en su forma pura solamente en Inglaterra. Pero a lo largo y ancho de la Mancomunidad Británica y en los Estados Unidos ha asumido el nombre de protestantismo episcopal y otros, aferrándose a creencias prácticamente idénticas.
Es importante comprender, a modo de principio de guia, que toda entidad protestante importante debe reconocer como antepasado legítimo a alguno de estos movimientos claves de la Reforma. A su vez el luteranismo, el calvinismo y el anglicanismo deben reconocer que todos ellos provienen, en primera instancia, de la Iglesia Católica.
Refiriéndonos de nuevo a Inglaterra, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que las principales iglesias surgidas del movimiento puritano del siglo diecisiete: Presbiteriana, Congregacional y Bautista; deben la mayor parte de sus doctrinas, costumbres y conceptos a Calvino.
El movimiento Metodista que vino más tarde bajo John y Charles Wesley no implicó ningún cambio en las doctrinas básicas de la Iglesia de Inglaterra. Su única intención fue efectuar una reforma dentro de
la Iglesia Anglicana, rechazando la predestinación y resaltando la santidad personal y la conciencia de un “testimonio del Espíritu” en el creyente (Jesse Lyman Hurlbut, Historia de la Iglesia Cristiana, pág. 152).
Hasta el final de sus días, Wesley instó a sus seguidores a permanecer en la Iglesia de Inglaterra, declarando: “Vivo y muero como miembro de la Iglesia de Inglaterra; y ninguno que estime mi juicio se separará jamás de ella” (Bettenson, pág. 361).
Es claro que la Iglesia de Inglaterra, nacida de Roma, es a la vez madre de otras entidades religiosas, las cuales sostienen las mismas doctrinas básicas. El punto que deseamos resaltar es que todas las principales fracciones y divisiones dentro de la cristiandad protestante concordaban en sus doctrinas básicas, tradiciones y conceptos religiosos. Más adelante analizaremos la importancia de este hecho.
Volviendo a la rebelión inglesa, encontramos que el ansia desmedida de mujeres y poder de parte del rey Enrique VIII dio como resultado una nueva entidad religiosa. La verdad escueta es que la “Reforma” en Inglaterra fue concebida en lascivia y guiada hacia el éxito por ambición política y la fuerza de las armas.
Un eminente historiador protestante reconoce que “la característica notable de la rebelión inglesa es que no produjo ningún líder religioso relevante: ningún Lutero, Zwingli, Calvino ni Knox. Y antes del reinado de Isabel tampoco manifestó ningún despertar espiritual de consideración entre el pueblo. Sus impulsos fueron políticos y sociales” (Walker, pág. 415).
Como hemos visto, la rebelión inglesa fue concebida en la lascivia y pecado de Enrique VIII. Se fomentó entre el pueblo por un espíritu de nacionalismo y antagonismo hacia Roma. Impulsó su éxito la codicia de los nobles ingleses ávidos de las riquezas de los monasterios y tierras católicas. Se plantó en el trono al comprenderse el poder sin freno que confería a los monarcas ingleses.
Se ha reconocido que este movimiento no produjo ningún líder religioso digno de renombre. No hubo prácticamente ningún despertar religioso entre el pueblo. Sus motivaciones fueron políticas y sociales.
Respondamos con sinceridad y claridad a las preguntas: ¿Fue este un regreso al cristianismo puro del Nuevo Testamento? ¿Fue una restauración, dirigida por el Espíritu, de “la fe que ha sido una vez dada”? (Judas 1:3).
En la próxima entrega, aclararemos el verdadero significado de todo lo que hemos expuesto y daremos respuestas a estas preguntas. Es importante que sepamos de dónde proviene realmente el cristianismo protestante ¡y adónde se dirige! ¡No se pierda la siguiente entrega de esta importante serie en nuestra próxima edición!