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Completamente libre de la autoridad papal de Roma, Lutero ve aumentar su propia autoridad, lo mismo que los movimientos por el poder político y las luchas contra sus rivales.
La pura verdad sobre la Reforma Protestante
Quinta parte
¿Será posible decir que los reformadores protestantes restauraron el cristianismo original del Nuevo Testamento? ¿Estaban dirigidos por el Espíritu de Dios? ¡La verdad que encontraremos en esta serie es sorprendente!
En esta serie han salido a la luz hechos graves e impresionantes. Hemos visto que la cristiandad ha sufrido cambios radicales desde la época de Jesucristo y sus apóstoles.
De fuentes históricas auténticas comprendimos que poco después de los apóstoles originales se introdujeron en la Iglesia llamada cristiana ceremonias y tradiciones de origen pagano. Hemos visto predominando en el gobierno de la Iglesia Católica durante la Edad del Oscurantismo corrupción espiritual, poder político e intereses seculares.
En entregas anteriores hemos presentado los hechos reales de la juventud y las frustraciones de Lutero, así como su rebeldía hacia la autoridad y en contra de la necesidad de obedecer. Hemos visto cómo las fuerzas que guiaban la Reforma luterana fueron el nacionalismo y la política. En la entrega pasada, tratamos el doloroso episodio de la guerra de los campesinos alemanes y la conducta hipócrita de Lutero, que instaba a los príncipes a “golpear, estrangular y traspasar” a los campesinos en el nombre de Dios.
Ahora veremos cómo el luteranismo continuó creciendo, mientras Lutero seguía apoyándose en los príncipes y la política.
En los últimos años de Lutero el medio protestante vivió muchas divisiones y escándalos. Los ejércitos de los príncipes y el poder político lograban conservar en ciertos territorios la religión reformada en apariencia, pero no tenían poder para purificar la fe ni la moral de los súbditos; ni eran capaces de conferir un mismo espíritu a las facciones beligerantes que se presentaron dentro del movimiento protestante.
En esos años surgió una controversia entre los reformadores alemanes y los suizos, concerniente al verdadero significado de la Cena del Señor, como se le llamaba, instituida por Jesucristo. La discordia generó una ruptura duradera entre la Iglesia Luterana y la Iglesia Reformada, ruptura que examinaremos en mayor detalle en otra sección.
Mientras tanto, en enero de 1530, el Emperador hizo un llamado a los príncipes alemanes pidiendo que se reuniera una Dieta en Augsburgo. Propuso que el objetivo principal de las reuniones fuera el allanamiento amistoso de sus diferencias religiosas.
Los protestantes elaboraron una declaración muy completa de sus convicciones y sus críticas contra la doctrina y prácticas de la Iglesia Católica. Evidentemente fue redactada principalmente por Lutero y Melanchthon, corriendo a cargo de este último la mayor parte de la estructuración.
Es muy importante entender que esta “Confesión de Augsburgo”, como se dio en llamarla, se trató de la declaración oficial de la posición de la Iglesia Luterana y ha permanecido como base de sus doctrinas hasta hoy.
Veamos el resumen hecho por el erudito Reginald Walker sobre la posición luterana, tal como la planteó Melanchthon, aconsejado por Lutero, en el siguiente credo: “Su objetivo era demostrar que los luteranos no se habían apartado en ningún punto vital y esencial de la Iglesia Católica, o de la Iglesia de Roma, como lo revelaron autores anteriores. El convenio es afirmado expresamente y se repudian por nombre muchas herejías antiguas. Por otra parte, se produce un enérgico rechazo a las posiciones zwingliana y anabaptista. En ninguna parte se afirma la autoridad exclusiva de las Escrituras. En ninguna parte se condena categóricamente al papado. No hay mención del sacerdocio universal de los creyentes. Sin embargo, Melanchthon le dio a la confesión en su totalidad un tono enteramente protestante. La justificación se define admirablemente, las notas protestantes de la Iglesia se hacen evidentes: se rechaza la invocación de los santos, la misa, la denegación de la copa, los votos monásticos y los ayunos prescritos” (Reginald F. Walker, An Outline History of the Catholic Church, Newman Press, 1944, pág. 372).
Señalemos en primer lugar que esta Confesión afirma la unidad de los luteranos con la Iglesia Católica. Se resalta el hecho de que protestantes y católicos son en esencia una Iglesia, un sistema de creencias.
Para esta época, ya se había omitido toda referencia a la autoridad única de las Escrituras. Los únicos puntos de diferencia vienen a ser las doctrinas protestantes de la justificación por la fe sola y el rechazo al sistema sacramental católico.
En vez de abogar por el regreso a la doctrina, la fe y las prácticas de Jesucristo y la verdadera Iglesia apostólica fundada por Él, ahora los reformadores hacían énfasis en la unidad del protestantismo con las filosofías, creencias y prácticas paganas de un sistema católico romano corrompido.
Como hemos visto, la Iglesia de Roma se había alejado de las enseñanzas y prácticas de Jesucristo y sus apóstoles, al punto que no parecía posible alejarse más. No obstante, veremos a los protestantes declarando una y otra vez su unidad con este sistema réprobo.
Pese al tono conciliatorio de esta Confesión, Carlos V y la Dieta, dominada por católicos, la rechazaron. Dieron orden de restaurar completamente la fe católica en el plazo de un año, cuando había de celebrarse un Concilio general (Ludwig Hausser. The Period of the Reformation, American Tract Society, 1873, pág. 123).
Temiendo medidas punitivas y la pérdida de las propiedades de la Iglesia que habían arrebatado, once ciudades se unieron con ocho príncipes protestantes para formar la Liga de Esmalcalda, como defensa contra el Emperador (Johannes Alzog. Manual of Universal Church History, 1878, págs. 240-241). Es interesante notar en este punto que, una vez más, Lutero alteró sus principios en aras de la conveniencia.
Anteriormente había sostenido, conforme a las Escrituras (Romanos 13), que era pecado oponerse al Emperador u otra autoridad legalmente constituida (Walker, pág. 375). Pero ahora instaba a recurrir a la violencia en defensa de sus propias doctrinas. “Los príncipes protestantes, en unión de ciertas ciudades imperiales del Sur de Alemania, se unieron en la Liga de Esmalcalda para hacerle resistencia al proceder autoritario del Emperador en su esfuerzo por aplastar las nuevas opiniones. Lutero, que hasta entonces se había opuesto al recurso de las armas, ahora declaró que los cristianos estaban obligados a defender a sus príncipes cuando eran objeto de ataques ilícitos. La Liga se fortaleció mediante una alianza con Francia, Dinamarca y los duques de Baviera. Los territorios del Emperador se hallaban de nuevo amenazados por una irrupción de los turcos bajo Solimán. En esas circunstancias resultaba imposible llevar a efecto las medidas de represión que se habían decidido en Augsburgo. En consecuencia, se concertó en 1532 la paz de Nuremberg, según la cual los asuntos religiosos permanecerían sin cambio hasta que pudiera resolverlos una nueva dieta o un concilio general” (George P. Fisher. History of the Christian Church, Scribner’s, 1887, págs. 305-306).
Con la paz de Nuremberg, la situación de los territorios protestantes permaneció esencialmente sin cambios durante varios años. Pero al mismo tiempo, por la lucha de Lutero se estaban produciendo hechos interesantes, a medida que el fruto de sus enseñanzas se hacía más evidente. Y en muchos casos se observa el recurso de Lutero a un acto inmoral por considerarlo conveniente para su causa.
Tal vez el ejemplo más sobresaliente de la inclinación de Lutero por alterar sus propias normas con el fin de complacer a sus príncipes protectores fue el caso de Felipe I, el landgraf de Hesse. Temeroso por su salvación a causa de sus constantes adulterios, Felipe comenzó a razonar que la solución a sus problemas estaría en contraer un segundo matrimonio con una esposa más atractiva. Apeló al Antiguo Testamento en un intento de justificación, reforzado en su motivación por este razonamiento al haber conocido a una atractiva joven de diecisiete años, hija de una dama en la corte de su hermana.
Conviene en este punto incluir algunos extractos de un relato completo del asunto, según el historiador Jules Michelet. Allí se cita la respuesta directa de Lutero y sus asociados a la petición del landgraf:
“El más valiente soldado entre los jefes protestantes, el impetuoso y enérgico landgraf de Hesse, hizo saber a Lutero, que su estado de salud exigía que cohabitara con más de una esposa. Las instrucciones dadas a Martín Bucero para negociar este asunto con los teólogos de Wittemberg, ofrecen una curiosa mezcla de sensualidad, aprehensiones religiosas y atrevida franqueza.
La petición del landgraf de Hesse presentó una extrema dificultad para Lutero. Se reunieron en esa ocasión, en Wittemberg, la totalidad de los teólogos con el objeto de elaborar una respuesta, en la que acordaron llegar a un arreglo con el Príncipe. Accedieron a su petición de tomar una segunda esposa, pero a condición de que ella no fuera reconocida públicamente. Y le dieron esta respuesta: ‘Su Alteza, de su propia voluntad sugerirá para sí la diferencia que hay entre dictar una ley que ha de promulgarse universalmente y una que responda a una exigencia privada y urgente. No podemos presentar ni sancionar públicamente, como mediante ley, el casamiento con una pluralidad de mujeres. Imploramos a su Alteza reflexionar sobre el peligro en que se situaría un hombre que fuera inculpado de introducir en Alemania una ley tal, mediante la cual se generarían al instante divisiones entre familias y surgirá una serie de litigios eternos. Su Alteza es de frágil constitución; duerme poco y se hace preciso adoptar muy grandes precauciones en su caso. El gran Skanderbeg solía exhortar a sus soldados que guardaran la castidad, diciéndoles que nada había más perjudicial para su ocupación que los placeres del amor. Plazca a su Alteza examinar atentamente las diversas consideraciones implicadas en este asunto; el escándalo, las labores, los cuidados, la pena y debilidad que encierra, tal como se le ha demostrado. No obstante, si su Alteza se halla del todo resuelto a tomar segunda esposa, somos de la opinión de que debe hacerse en secreto’. Firmado y sellado en Wittemberg, pasada la fiesta de San Nicolás, en el año de 1539. —Martín Lutero, Felipe Melancthon, Martín Bucero, Antonio Corvin, Adán Juan Lening, Lustin Wintfert, Dionisio Melanther” (Jules Michelet. The Life of Luther, Written by Himself, 1859. Traducido de la versión inglesa de William Hazlitt. págs. 251, 253).
El consejo de Lutero en el sentido de reducir este asunto a un pecado secreto pasaría inadvertido. Su responsabilidad por aconsejar a un príncipe que violara la ley de Dios traería una pena. Cuando empezó a divulgarse la noticia, ¡Lutero le aconsejó al Landgraf que quebrantara otro de los mandamientos de Dios!
“Bien que se hiciera un intento por mantener el asunto en reserva, pronto resultó imposible. Lutero solo pudo aconsejar ‘una mentira bien fuerte’, pero Felipe tuvo la hombría de declarar: ‘Yo no mentiré’” (Walker, pág. 378).
El escándalo que nació de este episodio hizo gran daño a la causa protestante. Los hombres pensantes comenzaban a preguntarse hacia adónde podría llevar la doctrina luterana de “la gracia sola”.
Pero el punto principal que debe tenerse en cuenta es que Martín Lutero, presentándose como un siervo de Dios, abogó a sabiendas y deliberadamente para que un hombre violara dos de los mandamientos de Dios.
Mientras tanto, el deterioro moral avanzaba en todas las clases de la sociedad protestante. “Los protestantes ya habían comenzado a suavizar la rigidez de su porte y su proceder. Abrieron de nuevo las casas donde solían practicarse actos de libertinaje. ‘Mejor fuera’, observó Lutero, ‘que jamás se hubiera proscrito al diablo, y no que regresara siete veces fortalecido’ (13 de septiembre de 1540)” (Michelet, pág. 255).
El curso del protestantismo estaba ahora firmemente en las manos de los príncipes luteranos y, con amenazas constantes de la Liga Católica, continuaron aferrados al terreno hasta entonces ganado.
El Concilio de Trento comenzó en 1545. Con varias interrupciones por la guerra, seguiría reuniéndose en sesiones irregulares hasta 1563. Su objetivo principal era investigar y aclarar parte de los abusos que habían culminado con la Reforma Protestante. El resultado fue una reforma conservadora dentro de la Iglesia Católica, pero que seguía, como era natural, los lineamientos estrictamente romanos.
Poco después de iniciadas las sesiones del Concilio, y en momentos en que el Emperador había hecho las paces con los turcos y demás enemigos y parecía dispuesto a un nuevo asalto contra los príncipes protestantes, Lutero hizo una visita a Eisleben, lugar de su nacimiento.
Conviene señalar, vista la historia subsiguiente de Alemania, que el último sermón de Lutero fue un ataque encendido contra el pueblo judío. Parece que estuviera poseído de la misma envidia y del mismo odio y furia contra los judíos que más tarde caracterizó al régimen de Adolfo Hitler. Alzog describe esta tendencia:
“Subiendo por última vez al púlpito de la Iglesia de San Andrés en Eisleben, Lutero apeló nuevamente a la venganza del Cielo contra los judíos, raza de gente a la cual había agredido con tal injusticia como virulencia en sus escritos anteriores, que tras su muerte, la sola mención de sus denuncias malévolas confundía a sus seguidores. En su primer panfleto contra ellos, instó a los cristianos a quitarles la Biblia, quemar sus libros y sinagogas con azufre y alquitrán y prohibir su culto so pena de muerte; y en el segundo libro, titulado: Von Shem Hamphoras, los describió desde el principio como ‘jóvenes diablos destinados al infierno’, que debían ser expulsados del país” (Alzog, pág. 271).
Cuando leemos sobre las atrocidades cometidas contra los judíos por el Tercer Reich de Hitler, podemos traer a la mente el hecho de que la misma actitud quedó claramente expuesta por el fundador del protestantismo alemán.
El propio Lutero pasó sus últimos meses en estado de disgusto e infelicidad. Perturbado por el estado terrible de la moral al que habían descendido los habitantes de Wittenberg con aquella doctrina de la fe sola, escribió a su esposa en julio de 1545: “Vámonos de esta Sodoma” (Alzog, pág. 270).
Fue mientras se acumulaban estos nubarrones que murió Lutero durante una visita a Eisleben, su lugar de nacimiento, el 18 de febrero de 1546, a consecuencia de un ataque de mal del corazón o apoplejía. Sus últimos años habían sido mucho menos que felices. Su estado de salud fue pésimo durante mucho tiempo. Lo angustiaban las querellas de los reformadores, a las que él había contribuido en buena parte. Ante todo, lo agobiaba ver fallida su esperanza de que la predicación de la justificación por la fe sola trajera grandes transformaciones en la vida social, cívica y política que lo rodeaban (Walker, pág. 379).
Resultaba evidente, aun para Lutero, que sus doctrinas habían fracasado en gran medida en el intento por llevar a los hombres a vivir de un modo más acorde con los principios espirituales. En los últimos años tuvo frecuentes períodos de desesperación en que se preguntaba seriamente si no estaría arrastrando a muchas almas tras de sí a la condenación eterna (Alfred Plummer. The Continental Reformation in Germany, France, and Switzerland from the Birth of Luther to the Death of Calvin. Scribner, 1912, pág. 132).
Muerto Lutero, los príncipes protestantes sufrieron una derrota militar en 1547 en la batalla de Muhlberg. El Emperador concedió un alto a la guerra, que era en esencia una victoria para los católicos, a la espera de poder convocar otro Concilio de Trento.
Pero en 1554 el príncipe luterano Mauricio de Sajonia se unió con Enrique II de Francia y le infligieron a Carlos V una derrota aplastante. Los luteranos exigieron libertad religiosa total y el derecho de quedarse con todas las propiedades de la Iglesia arrebatadas hasta el momento (Alzog, págs. 279-280).
Finalmente, en septiembre de 1555, se llegó a un arreglo denominado: La paz de Augsburgo, según el cual cada príncipe decidiría si en su territorio se profesaría el catolicismo o el luteranismo. Los súbditos no podían elegir. Todas las propiedades arrebatadas antes de 1552 quedarían como propiedad de los luteranos; todo lo arrebatado después debía devolverse. Se permitirían en Alemania únicamente el catolicismo y el luteranismo (según definición en la Confesión de Augsburgo). Quienes profesaran cualquiera otra divergencia continuarían siendo castigados como herejes (Walker, pág. 382).
Fue así como en 1555 la división entre catolicismo y luteranismo en Alemania se hizo permanente. En años posteriores, el desafío más serio a tal estado de cosas vendría de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Se dice que en el curso de esa terrible guerra entre los príncipes de la Liga Católica y de la Unión Protestante, casi la mitad de la población alemana pereció por la espada, el hambre o la peste. Todo terminó, finalmente, con la paz de Westfalia, con la misma división religiosa de Alemania que ya se había decidido en la Paz de Augsburgo.
Vemos, pues, que tras la reforma luterana continuaron los odios religiosos, las divisiones políticas y la guerra incesante. Otro factor destacado fue el decaimiento de la moral pública, como veremos más adelante.
La alianza política y religiosa de Lutero con los príncipes alemanes puso el destino de su causa en las manos de ellos desde un principio. Y este patriotismo religioso allanó a su vez el camino al Estado fuerte nacional de Alemania, que en tiempos más recientes bañó en sangre a gran parte del mundo bajo el káiser Guillermo II y Adolfo Hitler.
Antes de entrar a analizar las doctrinas y prácticas del movimiento luterano y el resultado final de este trastorno religioso, debemos relatar el curso de la Reforma Protestante en otras tierras, como Suiza, Francia e Inglaterra. Pero esto lo esbozaremos solo a grandes rasgos, por cuanto todas las autoridades concuerdan en que el “motor principal” del movimiento protestante era el propio Lutero, y que la Reforma Protestante en general se activaba más desde él que desde cualquier otra fuente.
Para no perder la perspectiva en el laberinto de hechos, lugares y personalidades históricas, preguntemos de nuevo: ¿Fue la Reforma Protestante un movimiento del cristianismo original restaurado? ¿Fueron sus frutos consecuencia de la intervención del Espíritu Santo?
Los extraños hechos históricos han revelado cómo la doctrina de Martín Lutero de “la fe sola” generó un deterioro espiritual en muchos aspectos. Han mostrado cómo, al inmiscuirse políticamente con los príncipes alemanes, Lutero terminó por aceptar la bigamia e instar a los nobles a “golpear, estrangular y traspasar, en secreto o en público” a sus campesinos en la inicua Guerra de los Campesinos. Vimos, aun al final de su vida, el rabioso ataque de Lutero contra los judíos… ataque que halló eco años más tarde en el Tercer Reich de Hitler, si bien el antisemitismo estuvo lejos de desaparecer en el entretanto.
Hemos reiterado esta pregunta: ¿Fue el movimiento protestante una auténtica reforma de la única Iglesia verdadera que Jesucristo prometió edificar? (Mateo 16:18). ¿Fue un regreso sincero, guiado por el Espíritu de Dios, a la “fe que ha sido una vez dada a los santos”? (Judas 3).
Ahora continuaremos este revelador análisis de la Reforma Protestante con el dramático relato de su difusión en Suiza. Veremos primero al individuo que dio comienzo al movimiento de reforma en esas tierras. Es poco conocido para la mayor parte de quienes se declaran cristianos, pero ha ejercido una poderosa influencia en las convicciones y prácticas de muchas iglesias protestantes. Respondía al nombre de Ulrich Zwingli.
En los primeros años de la reforma luterana, comenzó en Suiza un movimiento que era similar en muchos aspectos. La fuerza guiadora de este movimiento en sus primeras etapas fue Ulrich Zwingli.
Zwingli nació en 1484 en la aldea montañosa de Wildhaus y desde joven se destacó en los estudios. Estudió en la Universidad de Viena y después viajó a Basilea. Se enfrascó en el humanismo y más tarde comenzó a estudiar el Testamento griego publicado por Erasmo. De este copió las epístolas de Pablo de su puño y letra con la intención de aprendérselas de memoria.
Además de sus intereses eruditos, Zwingli era un patriota celoso que deseaba reformar la vida social y política de su país. Era común ofrecer a suizos influyentes algún cargo eclesiástico o soborno con el fin de ganarse su lealtad en las batallas del Papa o del Rey francés (Hausser, págs. 127-128).
Luego de recibir su título de maestría en la Universidad de Basilea, Zwingli fue nombrado sacerdote parroquial gracias a la influencia de un tío. Recibió una pensión del Papa por algún tiempo a cambio de consentir en que se contrataran jóvenes suizos como soldados mercenarios para el ejército papal (Walker, pág. 360).
Finalmente llegó a denunciar esta práctica de contratación mercenaria por causa de la fuerte actividad francesa que culminó en su propia parroquia. Luego, Zwingli pudo efectuar el traslado de sus actividades al famoso santuario de peregrinación en Einsiedeln, con lo cual se acrecentó considerablemente su influencia y reputación.
Para esa época, Zwingli llegó a comprobar la vanidad de los peregrinajes supersticiosos realizados cada año a los santuarios en Einsiedeln, y llegó a predicar contra un tal Samson, vendedor de indulgencias.
Al mismo tiempo proseguía su estudio de las Escrituras y comenzó a formular una doctrina de justificación similar a la de Lutero. Recordó algunas de las conferencias humanistas que había escuchado en la universidad y que exponían la inutilidad de las indulgencias y que afirmaban la muerte de Cristo como único precio del perdón. Comenzó a sentir que las Escrituras eran la única autoridad, y en sus estudios desarrolló muchos puntos que se expresarían en sus enseñanzas más tarde.
En 1518 Zwingli fue trasladado a la iglesia catedral de Zúrich. Entonces rechazó su pensión papal y se opuso a toda complicación de los suizos con el extranjero. No fue hasta 1522 que Zwingli rompió definitivamente con Roma.
Cuando algunos de sus parroquianos quebrantaron el ayuno cuaresmal, citando la doctrina de Zwingli sobre la autoridad única de las Escrituras (Hausser, pág. 132), él los defendió en prédicas y publicaciones. El obispo de Constanza despachó una comisión para sofocar las innovaciones. Entonces Zwingli apeló a las autoridades civiles, y el burgomaestre de Zúrich finalmente dictaminó que solamente habían de predicarse aquellas cosas que se enseñaran en las Escrituras. Fue así como se abrió el camino a la revolución religiosa y política.
Las nuevas de la Reforma Protestante en Alemania bajo Lutero se habían difundido por la mayor parte del territorio suizo, y esto fue un respaldo adicional a su causa. También se estaban distribuyendo muchos escritos de Lutero entre los suizos de habla alemana y su doctrina de justificación por la fe sola ya era ampliamente conocida (George P. Fisher, The Reformation, Scribner, 1873, pág. 147).
Luego, como veremos, Zwingli lograría, con la ayuda de las autoridades civiles hastiadas de la tiranía romana, producir un cambio aun mayor que Lutero.
Para Zwingli, la autoridad última era la comunidad cristiana y el ejercicio de esa autoridad se realizaba por medio de los órganos del gobierno civil debidamente constituidos y actuando de conformidad con las Escrituras. Era obligatorio o permisible todo aquello que la Biblia ordena, o para lo cual se encuentra clara autorización en sus páginas (Walker, pág. 361).
Movido por su fuerte convicción de que la Biblia debía constituir la guía completa en materia de doctrina y práctica, Zwingli fue mucho más allá que Lutero en su reforma. Su actitud contra las ceremonias y fiestas paganas que se habían introducido hábilmente en la Iglesia Católica era mucho más estricta que la de Lutero. “Mientras Lutero estaba dispuesto a dejar sin tocar lo que no se prohibiera en la Biblia, Zwingli se inclinaba más a rechazar lo que la Biblia no mandara” (Fisher, The Reformation, pág. 145).
Zwingli emprendió el proceso de lograr que los funcionarios oficiales cantonales respaldaran sus enseñanzas. Dispuso un debate público sobre 67 artículos, que se referían a doctrinas católicas sobre la misa, las buenas obras, la intercesión de los santos, los votos monásticos y la existencia del purgatorio. La Biblia sería la autoridad y fundamento de la discusión. “En el consiguiente debate el gobierno declaró vencedor a Zwingli, en cuanto afirmó que no era reo de herejía y determinó que debía continuar su predicación. Fue un respaldo a sus enseñanzas” (Walker, pág. 362).
Fueron muchos los cambios que entonces se produjeron. Los sacerdotes y monjas empezaron a contraer matrimonio. Se eliminaron imágenes, reliquias y órganos. En 1524 el Estado empezó a confiscar propiedades eclesiásticas. Ese mismo año, Zwingli contrajo matrimonio con la mujer con quien había convivido desde 1522… no sin causar un escándalo considerable (Walker, pág. 363).
Dado el valor político de Suiza en las guerras, en todo este tiempo el Papa no había interferido directamente con el movimiento zwingliano. Zwingli promovió la difusión de su movimiento por toda Suiza. Pronto, la mayor parte de las ciudades quedaron bajo la influencia de sus enseñanzas y aun la gran ciudad alemana de Estrasburgo se convirtió a la perspectiva de Zwingli con preferencia a la de Lutero.
Es importante señalar, sin embargo, que los cambios realmente no iban acompañados de una gran conversión de los individuos en estas ciudades a las enseñanzas de Zwingli. Se trataba, más bien, de un movimiento político religioso combinado, impulsado en parte por el Partido Republicano Suizo, que llegó a oponerse a todo lo que fuera romano. Esta misma alianza con la política fue lo que pronto condujo a la muerte de Zwingli en el campo de batalla.
En 1525 Zwingli publicó su principal obra teológica titulada: Comentario sobre la religión verdadera y falsa. Fisher resume así su posición doctrinal:
“Si bien sostenía en su mayoría los puntos de vista protestantes, difería en cuanto a la doctrina del sacramento, como se explicará más adelante. Sostenía la predestinación como principio filosófico, pero enseñó que Jesucristo redimió a todo el género humano. Consideraba que el pecado original era más un trastorno que un estado que implicara culpabilidad. Creía que los sabios de la antigüedad fueron iluminados por el Espíritu Divino y en su catálogo de santos colocó a Sócrates, Séneca, los Catones e incluso a Hércules” (Fisher, The History of the Christian Church, pág. 308).
Señalamos aquí que tan completamente errado era el concepto que tenía Zwingli del propósito y naturaleza del Espíritu Santo de Dios, que lo imaginaba guía de los filósofos paganos de la antigüedad, a cuya vida y enseñanzas inmorales alude claramente el apóstol Pablo en su carta a los cristianos en Roma (Romanos 1:18-32).
Como es natural, muchos escritores protestantes aprueban la amplitud de la visión de Zwingli en lo que atañe a los especuladores paganos. Hastie elogia la perspectiva de Zwingli en estos términos: “Con una amplitud de pensamiento y de sentimiento escasa en su era, reconoció una inspiración divina en los pensamientos y la vida de los espíritus más nobles de la antigüedad, como Sócrates, Platón y Séneca; y aun abrigó la esperanza de conocerlos en el Cielo” (William Hastie, The Theology of the Reformed Church in Its Fundamental Principles, Clark, 1904, pág. 184).
El deseo de Zwingli de encontrar y conocer a estos antiguos filósofos en el Cielo, resulta esclarecedor para el verdadero estudioso de la Biblia. Había alterado para bien, en apariencia, muchos usos católicos y había adoptado la doctrina luterana fundamental de la justificación, pero todo su concepto de Dios y del propósito final de la salvación continuaban siendo en esencia los mismos de la Iglesia Católica.
Apenas habían comenzado a desarrollarse las ramas luterana y zwingliana del movimiento protestante cuando chocaron en una controversia violenta sobre la doctrina de la Cena del Señor, como la llamaban. El asunto era fundamental para ambas partes y ninguna estaba dispuesta a ceder terreno ni doblegarse a la otra.
Lutero insistía en que la presencia como tal del cuerpo y la sangre glorificados de Cristo estaba realmente en el pan y el vino. Y de algún modo misterioso, el fiel recibe el cuerpo y la sangre de Cristo independientemente de que crea o no.
Zwingli, en cambio, negaba la presencia de Cristo en esa forma y creía que la Cena del Señor era simplemente una conmemoración de su muerte expiatoria.
En la disputa, ninguno de los dos demostró una gran cuota de amor. Zwingli pensaba que la idea de Lutero de la presencia física de Cristo en la Eucaristía era una superstición católica. Decía que un cuerpo físico solo podía estar en un lugar a la vez y que Cristo estaba a la diestra del Padre en el Cielo.
Lutero acusaba a Zwingli de exaltar la razón humana por encima de las Escrituras. Quiso explicar la presencia física de Cristo en diez mil altares a la vez, como una afirmación escolástica de que las cualidades de su naturaleza divina no se comunicaron a su naturaleza humana y así, en tanto que espíritu, Él sí podía estar en todo lugar al mismo tiempo.
Lo significativo es, quizá, que esta querella mostró claramente que, tuviera la razón quien la tuviera, ellos no eran de un mismo espíritu. En adelante, no podrían afirmar con honradez que el Espíritu único de Dios los guiaba a la verdad ni que eran uno en la comunión cristiana. “Lutero declaró que Zwingli y sus partidarios no eran cristianos, y Zwingli afirmó a su vez que Lutero era peor que el abanderado romano, Eck. No obstante, el parecer de Zwingli contó con la aprobación no solo de la Suiza de habla alemana, sino de gran parte del Sureste de Alemania. El partido romano celebró esta división evidente de las fuerzas evangélicas” (Walker, pág. 364).
La acalorada controversia sobre este punto se prolongó por muchos años y generó una serie de panfletos, prédicas y debates. Al respecto, el debate principal, y final en cuanto a sus resultados entre los reformadores, se realizó en el castillo de Felipe I, el landgraf de Hesse ya mencionado, en Marburgo. Felipe, recordemos que tenía problemas sexuales tan grandes por esta época, que participaba muy poco de la Cena del Señor a causa de su conciencia de culpabilidad (Walker, pág. 377). Añadiremos que parece extraño que un adúltero, bígamo y borracho como el Landgraf, fuera uno de los dirigentes laicos en el movimiento reformista.
Pero Felipe era uno de los pilares políticos del movimiento protestante y deseaba que las dos partes reformadoras se pusieran de acuerdo, si fuera del todo posible. Por lo tanto, invitó a los dirigentes de ambas partes a reunirse en su castillo, y fue así como el 1 de octubre de 1529 se dio comienzo a las discusiones.
Aunque más tarde Lutero abrigó sospechas en cuanto a las doctrinas del suizo sobre la trinidad y el pecado original, el principal punto de diferencia era la presencia o ausencia del cuerpo físico de Cristo en la Cena del Señor. Lutero insistía en una interpretación literal de las palabras “Este es mi cuerpo”. Zwingli sostenía que un cuerpo físico no podía hallarse en dos lugares al mismo tiempo. Las discusiones se prolongaron por varios días, pero no fue posible llegar a un acuerdo y las dos partes finalmente se separaron, cada una dudando del “cristianismo” de la otra (J. H. Kurtz, Church History, Vol. II. 1891, pág. 273).
El Landgraf citó a una reunión final de los reformadores y los exhortó sobre la necesidad de llegar a algún tipo de entendimiento.
Schaff describe este encuentro:
“El lunes por la mañana dispuso otra conferencia privada entre los reformadores sajones y suizos. Se reunieron por última vez en su tierra. Con lágrimas en los ojos, Zwingli se acercó a Lutero y extendió la mano de fraternidad; pero Lutero la rechazó, reiterando: ‘El vuestro es un espíritu diferente del nuestro’. Zwingli pensaba que las diferencias en lo no esencial, mientras hubiera unidad en lo esencial, no impedían la fraternidad cristiana: ‘Confesemos nuestra unión en todas las cosas en que estamos de acuerdo’, dijo, ‘y, en cuanto a lo demás, recordemos que somos hermanos. No habrá nunca paz en las iglesias si no podemos tolerar las diferencias en los puntos secundarios’. Para Lutero, la presencia corporal era un artículo fundamental, e interpretó la liberalidad de Zwingli como indiferencia a la verdad. ‘Me asombra’, dijo, ‘que desees considerarme tu hermano, muestra claramente la poca importancia que atribuyes a tu doctrina’. Melanchthon veía la solicitud de los suizos como una extraña falta de constancia. Volviéndose a los suizos, los de Wittenberg dijeron: ‘Vosotros no pertenecéis a la comunión de la Iglesia Cristiana. No podemos reconoceros como hermanos’. Sí estuvieron dispuestos, sin embargo, a incluirlos en aquella organización benéfica universal que debemos a nuestros enemigos (Philip Schaff, History of the Christian Church, Vol. VII. Hendrickson, 1996 (1888), págs. 644-645).
Vemos entonces que Lutero se separó de Zwingli, no con la idea de que el bando suizo fuera guiado por el Espíritu Santo, sino de que Zwingli era guiado por un “espíritu” diferente que él. Efectivamente, hay testimonio abundante, aun entre autores protestantes, de que los reformadores no manifestaban aquella “unidad de Espíritu” que solamente el Espíritu de Dios puede conferir.
Leamos cómo relata Plummer el deseo de Zwingli de evitar tan patético desacuerdo:
“No hay razón para dudar de su declaración, en el sentido de que había evitado escrupulosamente comunicarse con Lutero porque, dijo: ‘Era mi deseo mostrar a todos los hombres la uniformidad del Espíritu de Dios, manifestado en el hecho de que nosotros, estando tan alejados, estamos sin embargo al unísono’. No permanecieron al unísono, como lo sabe todo el mundo; y, como un hecho triste entre tantos en la historia de la Reforma, Lutero declaró que la muerte violenta de Zwingli había sido un juicio venido sobre él por razón de su doctrina eucarística” (Plummer, págs. 141-142).
Poco después de la Conferencia de Marburgo, estalló una guerra entre los cantones de Suiza y en ella se produjo la muerte de Zwingli. Esto comenzó como resultado directo del empeño de las ciudades protestantes por reducir los cantones católicos a la sumisión a punta de hambre, y terminó con los católicos recuperando parte del terreno que habían perdido.
El choque surgió a raíz de la persecución de los protestantes en los cantones católicos. La conducta de los cantones católicos llegó a ser una amenaza, y Zwingli recomendó recurrir a medidas violentas para obligarlos a someterse.
Las principales exigencias que realmente se plantearon eran que la doctrina protestante, que se profesaba en los cantones bajos, debía tolerarse en los altos y que debería cesar allí la persecución. Pero la cuestión era si aún estas exigencias se harían cumplir. Zwingli estaba a favor de dominar al enemigo mediante un ataque directo y de obtener justas concesiones de su parte por la fuerza. Prevaleció, sin embargo, un parecer diferente y se recurrió a medidas parciales. Hubo un intento por coaccionar a los cantones católicos suspendiendo el trato con ellos y, en consecuencia, sus provisiones. El efecto fue que los católicos pudieron hacer acopio de su fuerza, mientras que las ciudades protestantes andaban divididas por rivalidades y desacuerdos sobre cuál sería la mejor política para adoptar. Zúrich quedó sin ayuda para confrontar, con preparativos precipitados e insuficientes, a la fuerza combinada del partido católico. Las fuerzas de Zúrich fueron derrotadas en Cappel el 11 de octubre de 1531 y Zwingli, que había salido como capellán con su pueblo a la batalla, cayó (Fisher, The Reformation, págs. 153-156).
La cruel verdad es que la muerte violenta de Zwingli fue resultado directo de sus propias acciones. No hizo caso de la amonestación bíblica de “guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27). Al abstenerse de aplicar la declaración de Cristo: “Mi Reino no es de este mundo” (Juan 18:36), Zwingli recurrió constantemente a la política y al poder físico para buscar los resultados que deseaba.
Como bien lo dice Fisher: “Zwingli fue un patriota y un reformador social” (Fisher, The Reformation, pág. 145). Puso su confianza, lo mismo que Lutero, en los príncipes de este mundo.
En consecuencia, la muerte violenta de Zwingli en el campo de batalla, que era esencialmente una guerra religiosa que él mismo había promovido, parece una impresionante confirmación de la advertencia de Cristo: “Todos los que tomen espada, a espada perecerán” (Mateo 26:52).
Aun después de su muerte, el partido reformador podría haber alcanzado la victoria, pero estaba desunido y cada ciudad aspiraba a ser la metrópoli de la confederación propuesta, convirtiéndose así en rival de las otras. Por consiguiente, se vieron obligadas a firmar una paz humillante y a ceder una parte de lo que habían ganado antes (Kurtz, pág. 269).
Vemos así la división entre los seguidores de Zwingli y una división aun mayor entre ellos y los luteranos. Ese mismo espíritu de mutuo antagonismo poseyó a muchos de sus sucesores protestantes en las generaciones siguientes.
Basta dar una mirada alrededor para ver centenares de iglesias protestantes divergentes. En ocasiones, como muestra de aparente unidad, se dicen colectivamente la “Iglesia de Cristo”, pero no son, ni con mucho, de un mismo espíritu.
Al comienzo de esta división entre las iglesias protestantes, Martín Lutero se mostró dispuesto a reconocer este hecho. Refiriéndose a Zwingli y sus seguidores, dijo: “Una parte o la otra necesariamente tiene que estar actuando al servicio de Satanás; el asunto no admite discusión, no hay posibilidad alguna de acuerdo” (Alzog, Universal History, pág. 352).
Fue así como se dio comienzo a la división y confusión de nuestros días. Nuestro objetivo es determinar si el sistema protestante, o alguna parte de este, corresponde a una auténtica restauración de la única Iglesia verdadera que Jesucristo prometió edificar.
En la próxima entrega continuaremos esta fascinante serie con el estudio de la enorme influencia que sobre la Reforma Protestante tuvo Juan Calvino. ¡El lector se sorprenderá al descubrir cuál es el origen real de muchas ideas protestantes!