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Estamos tan acostumbrados a ver la Luna ¡que casi no pensamos en ella! Pero sin ella, la vida en la Tierra no sería igual. Es más ¡quizá no sería ni posible!
Hace unos 3000 años el antiguo pueblo de Israel salió de Egipto, libre por fin de los lazos de la esclavitud. Su Dios había asolado a la nación que los tuvo en cautiverio, y ahora los sacaba de allí y los llevaba a un encuentro con Él para celebrar un pacto, y establecerlos como pueblo suyo.
Durante el viaje el cielo nocturno estuvo dominado por una Luna llena, testigo cósmico de los hechos históricos que ocurrían abajo.
Y la Luna da testimonio de algo más que los sucesos de la historia humana. Da testimonio de un Creador, poniendo de relieve la atención especial que le da a nuestro planeta y a la vida que creó en este.
Se estima que quizá solo el uno por ciento de los planetas en el Universo tiene satélites naturales tan importantes como el nuestro. La relación entre la Tierra y la Luna es única en nuestro sistema solar, dadas las teorías actuales sobre la formación planetaria y lo que se observa en otros planetas. La Luna tiene solo un cuarto del tamaño de la Tierra, pero esa proporción viene a ser sumamente grande si comparamos con otros planetas y sus lunas. Es cinco veces mayor que la relación entre el planeta Neptuno y su satélite Tritón.
Por ser nuestro satélite tan relativamente robusto, sus efectos sobre el planeta resultan importantes y notorios en la vida diaria. El más notable fenómeno es quizás el de las mareas oceánicas. Más del 50 por ciento de la variación que observamos entre la marea alta y baja se debe a la atracción gravitatoria de la Luna sobre el agua en la Tierra.
Las variaciones mayores ocurren en la bahía de Fundy en Canadá, donde la diferencia entre la marea baja y alta puede alcanzar ¡hasta 16 metros o más! Allí, los altos farallones son muestra del poder de la marea para dar forma al territorio del litoral. La erosión del terreno causada por los extremos de las mareas libera minerales y nutrientes propicios para la vida, que van a las aguas del mar. La naturaleza cíclica de las mareas influye sustancialmente en el ritmo de vida en las regiones costeras, y los ingenieros se esfuerzan por idear maneras de aprovechar la energía de las mareas para generar formas de energía utilizables en la Tierra.
La reconformación constante de nuestro planeta debida a la Luna no se limita a los mares. La Geología nos ha enseñado que la Tierra sólida también se desplaza a manera de marea en respuesta a la gravedad de la Luna. Aunque el efecto es menos notorio, ciertos instrumentos muy sensibles, por ejemplo, los aceleradores de partículas, deben diseñarse teniendo en cuenta estas mareas terrestres.
Muchos científicos piensan que nuestra Luna cumple una función importante en la estabilización de la rotación de la Tierra sobre su eje.
El eje de la Tierra, relativo a nuestra órbita alrededor del Sol, es ligeramente inclinado, desviándose aproximadamente 23,4 grados de la posición vertical. Esta inclinación produce el ciclo de las estaciones, cuando la energía del Sol cae sobre la superficie terrestre en diferentes ángulos en el curso de un año, tiempo que tarda la Tierra en completar una vuelta en su órbita.
Sin embargo, los científicos piensan que esa inclinación progresaría hasta convertirse en un bamboleo descontrolado y violento, con efectos dramáticos sobre nuestro clima, si no fuera por la influencia gravitacional estabilizadora de la Luna. Un aumento de solo 10 grados en la inclinación produciría ciclos de temperaturas extremas en las diferentes estaciones. Extensiones enormes de cada hemisferio estarían bañadas sin interrupción por el Sol ardiente o por una sombra gélida durante meses. La Luna actúa como el pastor gravitacional de la Tierra, que mantiene la inclinación del planeta dentro de límites moderados que aseguran las estaciones propicias para la vida, a la vez que mantienen un clima mundial estable.
Además, la Luna es especial en algo diferente de su papel como controladora y sustentadora de la vida en la Tierra. También enriquece esa vida.
En su famosa hipótesis del “planeta privilegiado”, Jay W. Richards y Guillermo Gonzales señalan que muchos rasgos de la Tierra son improbables, y lo que los hace improbables no solo hace posible la vida, sino que brinda a la humanidad la oportunidad de hacer descubrimientos científicos y observar el cosmos. Sostienen que el hecho de estar dispuestas así las cosas, indica que nuestro Universo es “diseñado para el descubrimiento”, y la Luna es un gran ejemplo de ese diseño.
Un eclipse total del Sol es una maravilla impresionante, y así lo confirma todo el que ha vivido esa experiencia. Cuando la Luna se interpone ante el Sol, dejando una parte de la Tierra sumida en sombras, es como si el día se convirtiera en noche. Aparecen estrellas en el cielo, las aves nocturnas empiezan a entonar sus melodías y en el horizonte aparece un efecto de “puesta del Sol” de 360 grados, enmarcando arriba el cielo oscuro. En el punto focal del eclipse, allí donde debería estar el Sol, se ve lo que parece un agujero negro en el firmamento: la oscura silueta de la Luna sin rasgos, bloqueando perfectamente el Sol y vestida de la corona solar, que normalmente es invisible, como si fuera su propia corona reluciente.
Espectáculos como este son posibles solamente por una combinación de factores altamente improbable: una Luna que es exactamente del tamaño adecuado y que se encuentra exactamente a la distancia adecuada y en la posición adecuada. Ningún otro planeta en el sistema solar disfruta semejantes vistas, pero ocurren con regularidad en el único planeta con seres inteligentes capaces de apreciarlas y de aprender de ellas.
Los fenómenos como los eclipses nos señalan cuál es el diseño y propósito de la Luna. Dios declara en las páginas del Génesis qué estableció la Luna como parte de su sistema celestial, con el Sol y las estrellas, para que “sirvan de señales para las estaciones, para días y años” (Génesis 1:14). Como “la lumbrera menor para que señorease en la noche” (v. 16). La Luna y sus ciclos proveen al hombre un instrumento para notar y medir el paso del tiempo.
Algunas culturas han adorado a la Luna como un dios, pero la Luna no está para ser adorada como deidad alguna. Más bien, debemos estar agradecidos, porque se trata de un regalo para la humanidad, presentado por Aquel que sí amerita adoración.
El hombre puso sus pies sobre la Luna por primera vez hace 50 años, pero no hemos vuelto a visitarla desde la última misión de Apolo en 1972.
Sin embargo, la Luna ha continuado visitándonos a nosotros. Cuando el salmista Etán ezraíta consignó por inspiración los pensamientos de Dios respecto del linaje del rey David, escribió: “Como la Luna será firme para siempre y como un testigo fiel en el cielo”. (Salmos 89:37). Y fiel testigo ha sido. Toda la historia humana se ha desarrollado en nuestro planeta bajo la silenciosa vigilancia de la Luna, testigo obediente a las ordenanzas dispuestas por su Hacedor (Jeremías 31:35).
En su diseño minucioso, en su influencia benéfica y en su colocación precisa, la Luna da testimonio de la compasión y el amor que siente nuestro Creador por las obras de sus manos. [MM]