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Seamos sinceros: En una u otra forma todos lo hemos oído en boca de nuestros padres. ¿Cuántas veces nos dijo nuestra madre: “Arregla ese desorden”?
¿Recuerdas aquella vez que tu madre se disgustó viendo la pila de ropa sucia amontonada en un rincón de la alcoba? Quizá no hicimos caso del hedor que flotaba en el ambiente, pero nuestra madre, con aquel olfato refinado que no fallaba, identificó de inmediato el olor repelente a ropa sucia o sudada. O quizá recordemos el día en que vino un grupo de amigos a ver una película, y no se les ocurrió recoger las bolsas de papel y los remanentes de palomitas de maíz y papas fritas desparramados por la sala, atenidos a que alguien más se haría cargo.
Como padres, ¿cuántas veces hemos repetido a nuestros hijos el muy trillado reproche: “Arregla ese desorden”, “recoge tus juguetes”, “lleva al fregadero el plato que ensuciaste”, “lleva tus calcetines al lavadero”? A menudo estos son los estribillos constantes de muchos padres. Frustrados y agotados, los padres quizás empiecen a sentirse como si se tratara de una grabación que repite las mismas palabras una y otra vez a su hijo. Y quizá parezca que el hijo no oye o no entiende por qué es importante que los juguetes, la losa y la ropa se recojan, se laven o se guarden.
Pero, padres y madres: ¡Debemos estar allí! ¡No nos cansemos de hacer el bien! Los buenos hábitos que los hijos lleguen a aprender cuando seguimos insistiendo, y esperamos que “arreglen el desorden”, servirán para muchos otros aspectos de su vida.
Por ejemplo, enseñar a los hijos a “arreglar el desorden” que han hecho les inculca un sentido de responsabilidad.
Desde muy temprana edad, los niños comienzan a formar un sentido de propiedad con los alimentos, los juguetes, la ropa y otras cosas; reclamando aquello que consideran suyo. Pero la Biblia enseña que la propiedad encierra otros aspectos: Si algo nos pertenece, es nuestra obligación cuidarlo. Es una responsabilidad que adquirimos. Esto se nota desde las primeras páginas de la Biblia. En el Génesis, Dios les presentó a Adán y a Eva su nuevo hogar en el huerto en Edén. “Los bendijo Dios y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la Tierra y sojuzgadla y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven sobre la Tierra” (Génesis 1:28). Fue así como, una vez establecida la primera pareja en su nuevo hogar que les había creado, Dios les presentó el concepto de responsabilidad en el huerto en Edén, ordenando que “lo labrara y lo guardase” (Génesis 2:15). Que lo cuidaran. Que se hicieran responsables.
Ahora bien, la responsabilidad no se limita a cuidar solo lo que es nuestro. También es vigilar que lo nuestro no cause algún perjuicio a quienes nos rodean. A la niña le enseñamos primero a cuidar su muñeca y a tratarla con delicadeza, pero también le enseñamos a no dejarla tirada en el pasillo donde alguien que pase pueda tropezar. Le enseñamos que es ella quien debe guardar la muñeca cuando termine de jugar.
El mismo principio es muy apropiado para los adultos. En Deuteronomio 22:8 leemos: “Cuando edifiques casa nueva, harás pretil a tu terrado, para que no eches culpa de sangre sobre tu casa, si de él cayere alguno”. Las casas de los israelitas en esa época solían tener un techo plano donde se podía disfrutar el aire fresco de la noche. Para prever que nadie se cayera del techo accidentalmente, el dueño estaba obligado a construir un parapeto o muro bajo para protección de quienes subieran. Nuestras pertenencias: una casa, un auto y muchas otras cosas; son una bendición para nosotros, pero tenemos la responsabilidad de cuidar que no causan un daño a otras personas.
El siguiente pasaje habla de este principio en términos muy claros: “Tendrás un lugar fuera del campamento adonde salgas; tendrás también entre tus armas una estaca; y cuando estuvieres allí fuera, cavarás con ella y luego al volverte cubrirás tu excremento; porque el Eterno tu Dios anda en medio de tu campamento, para librarte y para entregar a tus enemigos delante de ti; por tanto, tu campamento ha de ser santo, para que Él no vea en ti cosa inmunda y se vuelva de en pos de ti” (Deuteronomio 23:12-14).
Dios no se abochorna por hablar de las funciones corporales naturales. A los israelitas les dijo que se hicieran responsables de mantener el campamento aseado e higiénico, enterrando su excremento. Esto no solamente se hacía para honra de Él, sino que evitaba la propagación de enfermedades, y era un gesto de cortesía y respeto por los demás. Dios enseñó a los israelitas a ser responsables de asear y recoger el desorden.
Otra lección que aprenden los hijos, cuando les enseñamos a asear y recoger las cosas, es la lección de las consecuencias o de causa y efecto. Lo que poseemos y lo que hacemos no es solo nuestro asunto personal, sino que nuestro “desorden” también afecta a otras personas.
En Éxodo 22:6 se lee: “Cuando se prendiere fuego y al quemar espinos quemare mieses amontonadas o en pie o campo, el que encendió el fuego pagará lo quemado”. El principio es sencillo: Quien enciende un fuego tiene que hacerse responsable. Si el fuego que uno prendió se sale de control, podría destruir la cosecha del vecino. Si no atendemos a nuestro “desorden”, podemos hacerles daño a otras personas. El versículo anterior aplica el mismo principio: “Si alguno hiciere pastar en campo o viña y metiere su bestia en campo de otro, de lo mejor de su campo y de lo mejor de su viña pagará” (v. 5). La decisión de hacer pastar ganado en nuestro propio campo puede causar daño al campo del vecino si los animales se salen de los confines de nuestra propiedad.
Cuando pedimos a los hijos que recojan los platos que ensuciaron, tenemos una razón. Si no ellos, ¿quién lo hará? Alguien tendrá que intervenir y hacer el trabajo. Cuando desatendemos un trabajo que nos corresponde, el trabajo recae en otra persona. Si los hijos dejan sus libros de colegio desparramados en la mesa de la cocina, otra persona tendrá que recogerlos antes de la próxima comida. Los hijos deben aprender que lo que hacen o dejan de hacer afecta a los demás. Estos ejemplos de buen comportamiento, aunque parezcan triviales, inculcan lecciones que serán invaluables en el transcurso de la vida.
Enseñar a los hijos a “arreglar el desorden” y a ser responsables, son maneras eficaces de encaminarlos hacia la madurez, y hacia el sentido de responsabilidad por las cosas que les pertenecen. Son pasos hacia la comprensión de que sus acciones y aun sus palabras son su responsabilidad. Cuando éramos bebés, nuestros padres hacían todo por nosotros, pero a medida que crecíamos, hubo que aprender a “arreglar el desorden”. Si no lo hacemos nosotros, ¿entonces quién? [MM]