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Aunque no los podemos ver actuando en todo momento, ¡los huesos de nuestro cuerpo muestran el maravilloso poder creador de Dios!
Mi hija de tres años se acercó para mirar conmigo al interior del féretro. Agitando las trencitas, muy curiosa, observó fijamente el rostro antes tan conocido, pero reducido ahora a una máscara sin vida. Estábamos en el funeral de un pastor a quien conocí desde mi niñez. El cuerpo del pastor, que había sido tan activo y lleno de vida, yacía silencioso y quieto en el féretro; con oídos que no oían y ojos que no veían. El contraste con la energía de mi hija era marcado. Toda vida biológica tiene sus límites, y tarde o temprano toda persona queda reducida a unos huesos en un sepulcro.
Muchos hemos visto algún modelo de un esqueleto en el consultorio médico o en el colegio, y sabemos para qué sirven los huesos dentro del sistema musculoesquelético. Dan forma al cuerpo y proveen puntos de unión muscular; palancas para el movimiento, protección de los órganos vitales y del sistema nervioso central. También sabemos que los huesos funcionan como repositorio de minerales, y también en su interior se fabrican los glóbulos rojos de la sangre. Aparte de esto, muchos piensan que son objetos huecos y secos, que igual servirían como adornos plásticos que traquetean en las ceremonias paganas para los muertos.
Los huesos vivientes, muy distintos de los trozos de calcio que forman un esqueleto muerto, son una maravilla del diseño.
Los huesos vivientes, muy al contrario de los huesos sin vida en un féretro, cambian debajo de los tejidos de la piel y de los músculos. Sus células, igual que una cuadrilla de demolición y construcción, cumplen funciones específicas para remodelarse constantemente. Los huesos reciben su forma en el vientre materno, pero siguen adaptándose durante toda la vida de forma muy dinámica, como si estuvieran atentos al mundo exterior y supieran reaccionar ante este.
Los huesos se remodelan en respuesta a las cargas o impactos que reciben, por ejemplo, cuando comenzamos un nuevo deporte o un trabajo físico pesado. Para remodelarse, tienen que demoler el hueso viejo o menos utilizado, labor que realizan con sus células demoledoras, de diseño muy específico, llamadas osteoclastos. Situados en la superficie ósea, los osteoclastos reciben instrucciones químicas provenientes de sus contrapartes, las células constructoras, llamadas osteoblastos, cuyo oficio es producir hueso nuevo.
Al recibir las señales químicas de las células constructoras, las demoledoras fabrican sus propias herramientas llamadas enzimas, que descomponen el hueso. Una enzima es increíblemente compleja: es una molécula tridimensional compuesta de proteínas plegadas y colocadas en una secuencia y disposición intrincada. Comparada con la complejidad y diseño de la enzima de una sola célula ósea, un proyecto de construcción de un rascacielos parece un juego de niños en un cajón de arena. Las respuestas a las necesidades de carga, la creación de planos para la construcción de hueso nuevo, la comunicación entre cuadrillas, y muchos factores más se conjugan en una impresionante serie de interacciones.
En la naturaleza, los huesos muertos se separan y deshacen al descomponerse el cuerpo. Mientras hay vida, los huesos se mantienen unidos en las articulaciones mediante unos tejidos conjuntivos de diseño muy específico: cartílago, ligamentos, músculos y tendones. Los tejidos conjuntivos de las articulaciones tienen sus propios nervios y vasos sanguíneos, que nutren a las células, y que son aun más dinámicos que los del hueso. Las articulaciones nos sirven en el juego y el trabajo, pues gracias a ellas podemos hacer de todo, desde construir rascacielos hasta escribir en un teclado mientras manipulamos una taza de café.
Algo menos obvio es que en la profundidad de las articulaciones, allí donde se une hueso viviente con otro hueso viviente, hay terminaciones nerviosas importantes llamadas propioceptores. Estas terminaciones se activan al moverse las articulaciones, o al estirarse el tejido conjuntivo dentro de ellas. Entonces, una serie de señales viaja velozmente por vías dedicadas de la columna vertebral que van a la corteza sensorial del cerebro. La propiocepción, llamada a veces el “sexto sentido”, es la sensación de movimiento y posición corporal. Esta es la retroalimentación más evidente que permite realizar movimientos complejos y precisos de los huesos esqueléticos, los cuales se organizan para cumplir nuestras tareas diarias.
Y aunque parezca muy extraño, ¡el movimiento de los huesos en las articulaciones cumple un papel importante en la función cerebral!
La propiocepción es el medio como nuestras articulaciones “hablan” con el cerebro. Una conocida experta en conducta animal, Temple Grandin, ilustró el poder de la propiocepción cuando utilizó una máquina de presionar para calmar el ganado vacuno, estimulando las terminaciones nerviosas de sus articulaciones y tejidos corporales. La propiocepción también funciona cuando envolvemos a un bebé, cuando recibimos un masaje o cuidados quiroprácticos, cuando hacemos ejercicio e incluso cuando nos abrigamos con mantas pesadas, cuyo uso se extiende cada día más.
El sistema de activación reticular procesa la actividad de “alarma” de hiperalerta en el cerebro. Se modera y calma cuando el cuerpo envía señales al cerebro con respecto a la posición y el movimiento. En varios estudios, la estimulación se ha relacionado con una reducción de la presión sanguínea. Los mecanismos cerebrales de lucha o huida funcionan como el botón de reiniciar en una computadora: la retroalimentación propioceptiva las devuelve al modo de reiniciar y recuperar. Todo el fenómeno anterior es consecuencia de la estimulación de las terminaciones nerviosas dentro de nuestras articulaciones, allí donde un hueso se une con otro.
Las Escrituras nos dicen que la vida está en la sangre (Levítico 17:11). Ciertamente, los huesos secos y huecos carecen de sangre, y de la vida que con ella se asocia. En cambio, los huesos vivientes no solo tienen sangre en el núcleo, sino que producen sangre en la médula esponjosa y blanda ubicada en el núcleo. Los glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas los producen células madres óseas en la médula. En la edad adulta, los huesos largos dejan de producir sangre y la médula se convierte en médula amarilla o grasa. Pero, aun así, los riñones pueden enviar una señal a la médula amarilla para que reanude la producción de sangre en caso de necesidad. Dentro de la médula ósea se realiza la producción de células vivientes, una retroalimentación y una comunicación que la ciencia médica aún no ha podido imitar.
Tarde o temprano todo hueso viviente, por muy dinámico y vital que sea, acaba por morir. Las articulaciones se descomponen y los huesos se convierten en calcio blanco, desarticulado e inanimado. Lo que antes fue hermosamente vital, queda mudo y quieto en la muerte. El Creador diseñó y formó nuestros huesos con verdadero arte, pero en la muerte se secan, y la médula productora de sangre desaparece. La vida que parecía animar a estas células pronto se desvanece, “como la sombra que pasa” (Salmos 144:4).
¿Podrán vivir de nuevo unos huesos muertos? ¿Podrá nuestro Creador soplar nueva vida en un trozo de calcio inanimado? A un sacerdote de la antigüedad, llamado Ezequiel, se le planteó esa misma pregunta. Tuvo una visión “de un valle lleno de huesos” (Ezequiel 37:1). Y oyó la pregunta: “Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos?” Ezequiel solo pudo responder: “Señor Eterno, tú lo sabes” (v. 3). Entonces habló el Eterno: “He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy el Eterno” (vs. 5-6).
Lejos de ser simples trozos de minerales resecos y acabados, nuestros increíbles huesos vivientes cumplen diversas funciones entretejidas con las de otros sistemas, de manera que revela la mano de un Diseñador inteligente. El organismo fabrica, deshace y vuelve a fabricar hueso como respuesta a las exigencias del medio, y gracias al extraordinario trabajo en equipo de sus células vivientes. Allí, en las articulaciones, donde un hueso se encuentra con otro, estos “le hablan” al sistema nervioso. Entonces la médula ósea produce células sanguíneas que llevan nutrientes y oxígeno, e impulsan la función inmune.
Los huesos vivientes inevitablemente mueren, y nuestros seres queridos fallecen demasiado pronto. Sin embargo, esos huesos muertos vivirán de nuevo cuando Dios los llame a salir del sepulcro, y los revista nuevamente de carne: cuando el propio Creador les infunda el soplo de nueva vida. Los rostros conocidos y amados que sucumbieron a los estragos del tiempo, despertarán para respirar, sonreír y reír de nuevo. El Creador que diseñó y formó nuestros asombrosos huesos esqueléticos, puede formarlos de nuevo… y un día, hará precisamente eso. [MM]