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Una crisis ambiental de proporciones mundiales amenaza poner fin a toda vida en la Tierra. El problema no se va a resolver con nuevas leyes, más tecnologías ni tratados internacionales. Mientras los gobiernos vacilan, a la humanidad se le agota el tiempo para hacer los cambios necesarios. Los peritos calculan que si persisten las tendencias actuales, ¡en tan solo 30 o 50 años, importantes extensiones de la Tierra quedarán inhabitables!
Es triste ver cómo la verdadera causa de la crisis ambiental se ignora o se desconoce y se pasan por alto las soluciones correctas. Debemos comprender a qué se debe esta crisis ambiental mundial, cómo va a resolverse y qué papel podemos cumplir nosotros en la restauración de la Tierra.
Los clamores sobre la crisis ambiental han reverberado desde hace 50 años… y sin embargo, la vida prosigue. Los escépticos prefieren pensar que las advertencias sobre una crisis ecológica mundial son producto de fanáticos alarmistas y ambientalistas radicales, pero se equivocan. El deterioro ecológico continúa su marcha inexorable hacia un desenlace dramático. La situación se ha venido agravando en los últimos 50 años, y ahora, para el futuro cercano, se perfilan serias perturbaciones en nuestro modo de vivir.
La población mundial sigue en aumento explosivo. En 1940 el mundo alcanzó, por primera vez en su historia, dos mil millones de habitantes. Solamente 35 años más tarde, se sumaron otros dos mil millones ¡y apenas 25 años después se agregaron otros dos mil millones! Si continúa el ritmo de duplicación actual de 40 años, para el año 2040 podrá haber 12.000 millones de seres humanos en el mundo; ¡casi el doble de hoy!
Teniendo en cuenta que la mayor parte del crecimiento se produciría en los países en vías de desarrollo, que ya padecen los efectos de la degradación ambiental, nuestro mundo de los próximos decenios estará “carente de comida suficiente, sin agua potable, sin vivienda adecuada, sin higiene, sin educación, sin los elementos indispensables para la vida” (La redención de la creación, van Dyke, 1996). Según otro especialista “el crecimiento rampante de la población es una amenaza más concreta para la humanidad que cualquier catástrofe soportada por el mundo hasta ahora”.
El aumento demográfico tendrá un impacto devastador sobre el medio ambiente ya que a medida que aumenta la población, aumenta proporcionalmente el ritmo de consumo de los recursos naturales. La realidad del problema se ve al revisar informes ecológicos que demuestran que en la actualidad “la tercera parte de las extensiones agrícolas del mundo están perdiendo su capa superficial de tierra fértil a una velocidad tal, que perjudicará su productividad a largo plazo… El 50 por ciento de las praderas del mundo están sometidas a pastoreo excesivo… dos tercios de las zonas pesqueras del mundo se están explotando más allá de su capacidad” (The Ecologist, noviembre del 2001). Por otra parte, las fuentes de agua dulce en el mundo están disminuyendo, y “para el 2050, es posible que dos tercios de la población mundial esté habitando regiones aquejadas por la escasez crónica y extendida de agua. Las guerras por el agua, predichas hace más de veinte años, se están convirtiendo en un peligro inminente” (ibidem). Esto debería hacernos reflexionar seriamente.
Durante los últimos siglos hemos utilizado combustibles fósiles como el carbón y el petróleo para proveer a las necesidades energéticas de nuestras sociedades industriales, profundamente dependientes del automóvil. La combustión despide gases de invernadero como el dióxido de carbono y el metano. Este fenómeno contribuye al calentamiento global y a los cambios violentos en el clima. Los glaciares del mundo se están derritiendo y los casquetes polares se adelgazan y encogen. En los últimos 50 años, la Tierra ha perdido el 10 por ciento de su capa de nieve. Los científicos predicen que con el aumento en el nivel de los océanos, se inundarán grandes extensiones de las tierras costeras del Atlántico y en especial del golfo de México; así como zonas costeras del Mediterráneo y grandes partes de Holanda, Dinamarca y la costa Este del Reino Unido. Desaparecerán muchas islas. Se perderán tierras agrícolas de primera calidad y se verán desplazamientos masivos de poblaciones, pues las dos terceras parte de las ciudades más grandes del mundo se encuentran en lugares costeros vulnerables.
Agréguese a esto el adelgazamiento de la capa de ozono que protege la Tierra contra la peligrosa irradiación ultravioleta, el daño causado a los bosques y sistemas de agua dulce por el agua ácida, la contaminación del aire y el agua, las montañas de desechos sólidos generados por nuestras sociedades derrochadoras y el creciente ritmo de desaparición de las especies de fauna y flora; resulta entonces obvio, aun para el observador más desprevenido, que estamos al borde de una verdadera crisis ecológica de proporciones mundiales. El exprimer ministro británico, Tony Blair, en una ocasión declaró que “seríamos irresponsables si tratáramos estas predicciones como tácticas de intimidación. Son las opiniones sopesadas de varios de los científicos más connotados del mundo. No podemos darnos el lujo de desatenderlas” (The Futurist, julio y agosto del 2002, pág. 7).
Para resolver cualquier problema, tenemos que identificar la causa y ocuparnos de ella. El exceso de población, el pastoreo excesivo, la pesca excesiva, la erosión del suelo, la deforestación, la contaminación, la destrucción de hábitats y la extinción de especies son factores que influyen en la crisis ecológica. Pero la verdadera causa es mucho más profunda y tiene que ver con nuestro sistema de valores y nuestras actitudes hacia el mundo natural: la creación. Las actitudes y acciones se desprenden de nuestros valores y principios. Y estos están determinados en gran parte por nuestra religión y nuestra filosofía de la vida.
El historiador Lynn White Jr., planteó esta idea en 1966 en una importante conferencia, cuando aseveró que “la ecología humana está profundamente condicionada por las creencias acerca de nuestra naturaleza y destino, es decir, por la religión… más ciencia y tecnología no nos sacará de la actual crisis ecológica a menos que encontremos una nueva religión o repensemos la antigua” (El cuidado de la creación, Berry, 2000, págs. 40-41). Según este respetado historiador, “nuestra ciencia y tecnología han surgido de las actitudes cristianas hacia la relación del hombre con la naturaleza” y en consecuencia, “la cristiandad lleva una carga de culpa enorme”. White se equivocaba al culpar el mandato divino que dice: “llenad la Tierra, y sojuzgadla; y señoread…” (Génesis 1:28) como una prerrogativa concedida al hombre para abusar de los recursos de la Tierra. Luego razonó que “tendremos un empeoramiento de la crisis ecológica hasta que rechacemos el axioma cristiano de que la naturaleza no tiene otra razón de existir que la de servir al hombre” (ibidem pág. 42).
Este erudito se equivocó en su comprensión de las Sagradas Escrituras pero acertó en su conclusión, si bien no en el sentido que él creía, al decir que “siendo la raíz de nuestros problemas en gran parte religiosa, el remedio también tiene que ser esencialmente religioso… tenemos que reflexionar y volver a definir nuestra naturaleza y destino”. En esencia, lo que precisamos hoy es un sistema de convicciones, una ética ambientalista que ofrezca a las sociedades humanas directrices para preservar la Tierra y sus recursos. Dicha ética debe promover las actividades humanas que actúen en armonía con las leyes ecológicas sustentadoras de la vida en la Tierra.
Lamentablemente, y debido a la amplia circulación del trabajo de White, muchos han buscado en religiones paganas y filosofías orientales directrices para erigir una sociedad ecológicamente sustentable; aunque tales creencias no han evitado la destrucción masiva del medio ambiente en sus propias tierras de origen. Estas personas niegan los prejuicios que les impiden buscar en la Biblia las indicaciones que el Creador ha revelado y que le indican a la humanidad cómo relacionarse con su medio. ¡Y son directrices que llevan allí miles de años!
En claro contraste con las religiones del mundo, la Biblia contiene el esquema de una amplia ética ambiental que le permitiría al hombre conservar una sociedad ecológicamente sustentable. Las Sagradas Escrituras revelan que la Tierra le pertenece a Dios (Salmos 24:1); y lo que Él creó, lo consideró muy bueno (ver Génesis 1). Las instrucciones de Dios en Génesis 1:28 no le conceden al hombre el derecho de explotar sin misericordia el medio natural. La palabra hebrea traducida como “sojuzgar” en realidad significa “hollar, pisotear” e implica tener “soberanía, control y dirección sobre la naturaleza”. La palabra hebrea traducida como “señoread” significa “regir, manejar, hacer útil, desarrollar o embellecer”. Ahora bien, ¿cómo espera Dios que manejemos la Tierra?
Dios le dijo a la humanidad que “labrara y cuidara” el medio natural que la rodeaba (Génesis 2:15, Reina Valera 1995). Estas palabras indican claramente que se debe trabajar, cultivar y al mismo tiempo atender y cuidar el entorno. Los seres humanos tenemos la muy seria responsabilidad de ser administradores prudentes de la obra creada por Dios. Debemos manejarla como la manejaría Dios, conforme a sus instrucciones. Moisés advirtió a los reyes de Israel que en vez de estar amasando posesiones para sí con codicia, dedicaran tiempo a estudiar y aprender cómo se aplican las leyes de Dios (Deuteronomio 17:14-20). Jesús les dijo a sus discípulos que todo el que aspira a un cargo de liderazgo tiene que aprender primero a servir a otros (Mateo 20: 25-28). ¿Cuáles guías nos da el Creador en su Palabra que ayudarían a los gobernantes humanos a atender y desarrollar la creación con sabiduría y prudencia?
La primera tarea que Dios le dio a Adán, dentro del contexto de labrar y cuidar el huerto, fue poner nombre a los animales (Génesis 2:19). Para ser un buen administrador, Adán tenía que hacer un inventario ambiental de sus dominios. Hablando con Dios de los diferentes animales y plantas, Adán aprendería que Dios creó diferentes hábitats para cada criatura (Salmos 104:5-26), y que diseñó la Tierra para que funcionara conforme a ciertas leyes y ciclos (ver Proverbios 3:19; Eclesiastés 1:5-7). Para manejar bien la Tierra, tenemos que comprender y vivir en armonía con las leyes físicas que Dios dispuso para asegurar la permanencia de la vida en la Tierra.
Las Sagradas Escrituras dan las indicaciones básicas y revelan cómo debemos manejar los recursos de la Tierra, y funcionar en armonía con sus leyes ecológicas. La Biblia promueve el uso prudente de los recursos forestales y su conservación (Deuteronomio 20:19-20). Las instrucciones divinas sobre el manejo de la fauna nos permiten aprovechar las poblaciones de animales, pero no explotar este recurso renovable hasta el punto de exterminarlo (Deuteronomio 22:6-7). Los animales encomendados al cuidado del hombre debían tratarse en forma humanitaria (Deuteronomio 22:4, 25:4; Lucas 14:5), no hacinándolos cruelmente en jaulas como en la actualidad es práctica común en muchas granjas industriales.
Los residuos biodegradables debían desecharse de un modo sanitario, acorde con los ciclos naturales de descomposición (Deuteronomio 23:12-14). Esto impediría la contaminación del medio y la propagación de enfermedades. La sobreexplotación forestal, la pesca y la caza indiscriminadas; y agotar todos los recursos no renovables privando de los mismos a las generaciones futuras, son violaciones al mandamiento que dice: “No hurtarás” (Éxodo 20:15). Cada siete años había que dejar descansar las tierras agrícolas para restaurar su fertilidad (Levítico 25:1-4). Los asentamientos humanos no debían estar hacinados ni ser malsanos (Isaías 5:8), sino que debían dejar espacio para jardines (Miqueas 4:4) y para el contacto con el mundo natural (Génesis 2:15), a fin de dar gozo e inspiración (Salmos 23:1-2). Los padres no debían tener más hijos de los que podían mantener (1 Timoteo 5:8) y educar (Proverbios 22:6).
¿Cómo es posible que nuestro mundo moderno y esclarecido haya perdido de vista directrices tan importantes, capaces de moldear las actitudes fundamentales hacia el medio que nos rodea? ¿Por qué los teólogos no entienden ni explican la manera de aplicar estas leyes dictadas por Dios? ¿Por qué la mayoría de quienes hoy se dicen cristianos no siguen estas directrices tan prácticas? Los dirigentes civiles y religiosos de la antigua Israel rechazaron las instrucciones divinas y siguieron en su lugar las costumbres codiciosas, egocéntricas, abusivas y ruinosas de sus vecinos paganos. Los antiguos griegos talaron los bosques y destruyeron la capa de suelo fértil en gran parte de su territorio. El apetito voraz del Imperio Romano acabó por asolar los recursos de gran parte de África del Norte, mientras que ciertas especies de grandes animales usados como bestias de pelea en los circos se redujeron hasta casi desaparecer. Otros imperios infligieron daños similares al medio ambiente de su tierra.
Las ideas de los filósofos griegos como Platón, que ejercían gran influencia en su época, poco ayudaron a promover la administración sabia de la Tierra. Para Platón, el dios supremo y el punto central para el hombre eran la mente y el intelecto. Lo físico y material, incluyendo el mundo natural, eran puramente secundarios; una abstracción o un mal necesario. De Platón nos llegó el concepto de que el alma está presa dentro de un cuerpo físico. Estas ideas ejercieron una poderosa influencia en los intelectuales de la Iglesia Católica y explican por qué los teólogos medievales se dedicaban a debatir puntos intelectuales como la naturaleza de Dios, la trinidad y cuántos ángeles cabían en la cabeza de un alfiler; pero hacían caso omiso de los aspectos prácticos contenidos en las Sagradas Escrituras. Por otra parte, el sentimiento antijudío en los primeros siglos de la Iglesia Católica condujo al rechazo del Antiguo Testamento y sus importantes guías ambientales.
Todo ese bagaje antibíblico ha tenido una poderosa influencia sobre los teólogos modernos. Como resultado, lo que hoy suele llamarse “cristianismo”, es más bien un reflejo de la filosofía griega que del pensamiento de Dios. La religión se ha convertido para muchos en una búsqueda egocéntrica de la salvación personal, en vez de un camino de vida centrado en el esfuerzo por vivir “de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Además, “mucha gente tiene la idea errónea de que la Biblia solamente se ocupa de cosas espirituales, con lo cual quieren decir cosas sentimentales o irreales” (van Dyke, pág. 125). En palabras de un biólogo, “tanto hemos personalizado la experiencia cristiana… tanto hemos descrito el compromiso con Cristo como un estado de introspección mental… tanto hemos definido la fe como una cualidad del intelecto, que hemos creado cristianos unidimensionales” (ibidem pág. 36-37).
El mundo moderno ha perdido información de vital importancia, cuyo origen es la revelación divina. Los teólogos no han aprendido en su formación religiosa a explicar las dimensiones ambientalistas de las Sagradas Escrituras. Simplemente ¡no saben lo que realmente dice la Biblia! Ciertos estudios revelan que “quienes dicen conocer bien al Señor suelen saber poco e interesarse poco por la obra que Él creó” y según un importante biólogo, “los que más van [a la iglesia]… mostraron el más bajo nivel de interés por el medio ambiente” (ibidem pág. 112, 132). Esto es trágico, considerando que las primeras instrucciones que Dios le dio al hombre tenían que ver con el cuidado del entorno. Como los teólogos no han explicado fielmente nuestras obligaciones como administradores de la creación de Dios, los ambientalistas modernos se ven sin más recurso que escudriñar las religiones paganas en busca de una ética ambiental que les apoye en su deseo de salvar la Tierra. Las herejías de la “nueva era” y la adoración de la Tierra como “nuestra sagrada diosa Tierra” han florecido en “el vacío dejado por la Iglesia al no ocuparse del tema de la creación” (ibidem pág. 133).
¿Acaso importa que sigamos o no las instrucciones del Antiguo Testamento sobre el manejo del medio ambiente? Al fin y al cabo, ¿no es el cristianismo una religión de amor, gracia y alabanzas a Jesús? La Biblia indica claramente que Jesucristo va a regresar a la Tierra (Juan 14:3; Hechos 1:11). Pese a la idea comúnmente aceptada de que todos los que aman al Señor serán llevados al Cielo, la realidad revelada por la Biblia es que Jesús va a venir a juzgar a las naciones (1 Crónicas 16:33; Mateo 25:31-46). Como parte de ese juicio, la Biblia dice que llegará el tiempo al Mesías: “de dar el galardón a sus siervos los profetas... y de destruir a los que destruyen la Tierra” (Apocalipsis 11:18).
Las Sagradas Escrituras indican claramente que Dios no mira con ligereza los estragos ambientales que los hombres han hecho en la Tierra. Su orden de que seamos administradores prudentes de su creación trae consigo serias responsabilidades. Tendremos que rendir cuentas. Las personas que se verán rechazadas por Cristo cuando regrese son las que no siguieron las instrucciones dadas por Él (Mateo 7:21-23), entre ellas las de velar por todo lo que Dios creó. De allí la importancia de entender y aprender a aplicar estas directrices bíblicas.
Y del futuro, ¿qué? ¿Será que toda la vida va a terminar por extinguirse? ¿Hay algo que podamos hacer para rectificar la crisis ambiental que se cierne como una amenaza sobre nuestro planeta? ¿Hay algún papel para nosotros en la restauración de la Tierra?
La profecía bíblica indica que Dios va a intervenir antes que el hombre acabe por destruir toda la vida del planeta (Mateo 24:22). Cuando regrese Jesucristo, va a recompensar a quienes guardan sus mandamientos dándoles la oportunidad de gobernar la Tierra como reyes y sacerdotes (Apocalipsis 1:6; 5:10; Daniel 7:18, 27). Como dirigentes civiles y religiosos en el Reino de Dios, quienes ahora guardan los mandamientos van a explicar las leyes divinas, entre estas la dimensión ambientalista de la Biblia, a toda la humanidad (Isaías 2:2-4). Como resultado, el mundo entero llegará a entender el camino de vida que Dios ha esbozado en su Palabra (Isaías 11:9).
En el Reino de Dios venidero, las dimensiones fundamentales del conocimiento van a restaurarse en todos los ámbitos del saber humano: religión, ciencia, educación y artes. La gente verá a sus maestros, y estos explicarán detalladamente el camino de vida de Dios, incluso las pautas bíblicas para la administración del entorno (Isaías 30:21-22). Las ciudades se van a reedificar de manera que armonicen con el medio natural (Isaías 1:6-9, 61:4) y los ecosistemas del planeta se restablecerán (Isaías 35:1-6). El Nuevo Pacto que muchos cristianos esperan abarcará a todas las criaturas de la Tierra (Oseas 2:18).
La Biblia se refiere a este extraordinario futuro, cuando Jesucristo regrese a la Tierra para establecer el Reino de Dios, como “tiempos de la restauración de todas las cosas” (Hechos 3:19-21). Cuando consideramos la destrucción ambiental y la desaparición de las especies a manos del hombre, quizá comprendamos mejor las palabras del apóstol Pablo en el sentido de que “toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora…Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8:22,19).
¿Qué debemos hacer nosotros? Conocer las causas de los problemas ambientales que afrontamos. Familiarizarnos con las leyes ecológicas que Dios dispuso para que la Tierra se rigiera por ellas. Estudiar y aprender a aplicar las instrucciones bíblicas que Dios le ha dado a la humanidad para definir nuestra relación con la Tierra, sus criaturas y sus recursos. Podemos convertirnos en hijos e hijas de Dios y tener la oportunidad de reinar en la Tierra como reyes y sacerdotes en el Reino de Dios… ¡siempre y cuando tomemos en serio lo que está revelado en las Sagradas Escrituras! [MM]