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Elimínese un elemento crucial… y la sociedad se derrumba.
Un abuelo me contó cierta experiencia que tuvo con su nieto de diez años. El abuelo le preguntó al niño: “¿Qué están estudiando en el colegio?” Y este respondió: “¿Sabías que todos tenemos un ácido en el estómago pero que el ácido no le hace un agujero?” “Sí, es fantástico”. Dijo el abuelo. “Dios nos hizo así”. Y para consternación suya, el nieto comentó: “Abuelo, ¡en nuestra casa no hacemos lo que Dios hace!”
Era verdad. En la crianza de este niño y de sus hermanitos no había ninguna conciencia de Dios.
Pasemos a las escenas actuales en las calles de muchas ciudades del mundo. El saqueo, la destrucción y el derramamiento de sangre parecen cosa cotidiana, y hacen evidente que grandes segmentos de las poblaciones han crecido sin Dios. La falta de reverencia hacia Dios lleva inevitablemente a la falta de respeto por quienes son criaturas a su imagen. Un resultado, entre tantos deplorables, es el lenguaje soez espetado contra las autoridades, y las leyendas vulgares pintadas en edificios y monumentos. Tanto odio revela un desprecio total no solo por la propiedad de otros, sino hasta por su propia vida.
Todo fue previsible. Una generación que niega la necesidad de hogares con padre y madre, que defiende el egocentrismo; avergüenza a quienes se atreven a disciplinar, desacredita las altas normas de conducta personal, y enseña a los hijos a participar en violencia, lenguaje vulgar y promiscuidad sexual; genera una cultura hundida en la podredumbre moral.
Desde hace muchos siglos Dios reveló las normas de lo que está bien y lo que está mal. Estas diez reglas básicas de la actividad humana se encuentran en Éxodo 20:1-17 y Deuteronomio 5:6-21. Luego de plantear estas reglas con claridad absoluta, Dios les dio una seria responsabilidad a los padres y madres:
“Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes” (Deuteronomio 6:6-9).
Esto abarca prácticamente todas las actividades humanas que realizan los padres a diario, para enseñar a sus hijos a obedecer a Dios en todo momento, preparándolos así para una vida de abundancia y satisfacción. Salomón escribió: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6).
Hubo períodos en que los israelitas obedecieron a su Creador, y como resultado fueron bendecidos con paz y prosperidad. Las más de las veces no obedecieron y sufrieron las consecuencias. En todos los tiempos ha habido personas que perseveraron en el empeño de practicar estos caminos. En el primer siglo de nuestra era, Jesús de Nazaret, Dios en la carne, reafirmó la validez de sus leyes: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).
Mucho antes de eso David, pastor, poeta, músico y rey; escribió: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios. Se han corrompido, hacen obras abominables; no hay quien haga el bien” (Salmos 14:1). No hay excusa para negar la existencia de Dios y así lo demostró David: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría. No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz” (Salmos 19:1-3).
La importancia de instruir y formar a la siguiente generación se reafirma en el Nuevo Testamento. En su carta a la Iglesia de Éfeso, el apóstol Pablo dio instrucciones a los padres respecto de sus hijos: “Vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4).
Aprovechemos la oportunidad de inculcar en nuestros hijos los caminos de Dios: el conocimiento del Creador y sus normas para la humanidad. En el Reino de Dios, que comenzará con el inminente regreso de Jesucristo, estas serán las normas de conducta a lo largo y ancho del mundo, y toda violencia, destrucción y miseria quedarán eliminadas. ¡Que Dios traiga pronto ese día! [MM]