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¿Acaso Dios el Padre enseñó a Israel doctrinas obsoletas que Jesucristo tuvo que cambiar?
¿O fueron enseñadas por el mismo Ser que después nació como Jesucristo?
¡La respuesta es sorprendente!
Muchos que se declaran cristianos intentan distinguir entre el Dios del Antiguo Testamento y la persona que aparece en la Biblia como Jesucristo. Pero la Biblia demuestra que Jesucristo, quien existió con Dios el Padre desde la eternidad, fue el mismo que habló con Abraham y Moisés, ¡y el mismo que dio los diez mandamientos!
Los eruditos y comentaristas de la Biblia, en su mayoría, conocen los pasajes de las Escrituras que trataremos en este artículo. Son conscientes de lo que en varios pasajes la Biblia deja muy claro, ¡pero la mayoría eluden esos pasajes como si fueran erróneos! Otros optan por hacer ciertos malabares lingüísticos, tocando los pasajes en sus comentarios técnicos, pero refugiándose enseguida en temas menos delicados, sin haberlos explicado ni en un sentido ni en otro.
¿Por qué razón?
¿Por qué han de temer, esos líderes religiosos, el hecho de que quien vino a ser Jesucristo existió con el Padre desde toda la eternidad? ¿Que Jesucristo fue el Dios del Antiguo Testamento, el mismo que habló con Abraham y Moisés? ¿Que fue el Dios de David, el Dios que pronunció los diez mandamientos? ¿Por qué temer esas enseñanzas bíblicas tan claras?
Más adelante explicaremos los oscuros orígenes de ese temor, pero antes es preciso aclarar cuál es la auténtica identidad de Jesucristo, quien murió por nuestros pecados. ¿Quién fue Jesucristo? ¿De dónde vino? ¿Por qué su vida es tan valiosa que se constituyó en el pago por la vida de todos nosotros, todos los miles de millones de seres humanos? Es de mucha importancia saber la verdad sobre este tema. Y además, ¡realmente es inspiradora!
El apóstol Juan dice claramente que quien vino a ser Jesucristo existía desde toda la eternidad: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:1-3).
Aquí Juan señala que el Verbo, el Logos o Vocero, estaba con Dios desde antes del principio. Fue el agente creador, por medio de quien Dios el Padre creó todo lo que existe. Más tarde: “En el mundo estaba, y el mundo por Él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (vs. 10-12).
El apóstol Pablo en varios pasajes, bajo inspiración divina, plantea lo mismo refiriéndose a Jesucristo: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en Él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los Cielos y las que hay en la Tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de Él y para Él” (Colosenses 1:15-16). Y más adelante nos dice: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el Universo” (Hebreos 1:1-2). Y luego: “Mas del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; cetro de equidad es el cetro de tu Reino” (v. 8). Y finalmente: “Tú, oh Señor, en el principio fundaste la Tierra, y los Cielos son obra de tus manos” (v. 10).
Observemos que en el versículo 8 se dirige al Hijo diciendo: “Oh Dios”, y en el versículo 2 lo señala como quien “hizo el Universo, y agregó: “En el principio fundaste la Tierra” (v. 10).
¡No hay la menor indicación de que alguno de estos versículos escritos por los apóstoles Pablo o Juan fueran poéticos o metafóricos! Simplemente exponen el hecho de que el Verbo que vino a ser Jesucristo estaba con el Padre “en el principio”, que era el Logos o Vocero del Padre, y que todas las cosas fueron creadas directamente por medio de Él: ¡de Jesucristo!
¿Cómo sucedió todo eso?
En Génesis 1:1 leemos: “En el principio creó Dios los Cielos y la Tierra”. Todos los eruditos de la Biblia saben que la palabra traducida aquí como Dios es Elohim, sustantivo plural de Eloha, lo que indica que se trata de una familia con varios miembros. Y ahora pasemos a Génesis 1:26: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la Tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la Tierra”.
Observemos que Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Por lo tanto, incluye tanto al Padre como al Logos o “el Verbo”, que más tarde nació como Jesús de Nazaret. Desde el principio, a quien llamamos Dios el Padre, se valió de quien fue Jesucristo, para que tratara con la humanidad actuando por el Padre.
En Génesis 18 también lo vemos. Aquí el Logos se apareció a Abraham. No se apareció en toda su gloria al tratar con Abraham o Moisés, sino más bien en forma humana, pero con una clara diferencia, de modo que Abraham reconoció que estaba hablando con el “Señor” (vs. 3, 27). Cuando el Eterno expuso a Abraham su intención de destruir Sodoma y Gomorra a causa de sus pecados de perversión, Abraham preguntó: “El Juez de toda la Tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (v. 25).
En esa ocasión, Abraham sin duda, estaba tratando con quien en el futuro vendría a ser Jesucristo, ya que el mismo Jesús más adelante revelaría que “el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo” (Juan 5:22). De ninguna manera estaba tratando con Dios el Padre, ya que la Palabra inspirada también nos dice que “a Dios nadie le vio jamás” (Juan 1:18).
El propio Jesús dijo: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó. Entonces le dijeron los judíos: Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham? Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:56-58). Los judíos reconocían que la expresión “yo soy” se refería al Dios de Israel, y pensaron que Jesús no solo mentía, sino que blasfemaba: “Tomaron entonces piedras para arrojárselas” (v. 59). ¡Esos judíos estaban ciegos ante el hecho de que Jesús había sido la misma Persona que fue el Dios de Abraham, Isaac e Israel! ¡No se daban cuenta de que estaban en presencia y hablando con el mismo Dios!
Jesús también desafió a los líderes religiosos de Israel de esta manera: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es Hijo? Le dijeron: De David. Él les dijo: ¿Pues cómo David en el Espíritu le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo?” (Mateo 22:42-45). Los fariseos no pudieron responder. Sabían que el rey David de Israel no tenía ningún señor humano. En este pasaje tenía que señalar a dos personajes en la Familia de Dios, uno mayor que el otro. Y para nosotros debe ser evidente, como para ellos, que al “Señor” de David, el que más tarde fue Jesús de Nazaret, se le mandaba sentarse a la derecha del Padre hasta que fuera el momento de convertirse en el Rey de reyes.
Al mismo tiempo, los judíos sabían que, en lo carnal, el Mesías venidero había de ser hijo de David. ¿Cómo podía ser al mismo tiempo el “Señor” de David, y tener un Señor aun mayor, que le decía lo que tenía qué hacer?
En 1 Corintios 10:1-4 leemos que la antigua Israel fue bautizada en Moisés, y que “todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la Roca espiritual que los seguía, y la Roca era Cristo”. Aquí también vemos claramente, como se reconoce en varios comentarios, que el Personaje espiritual que trató con la antigua Israel era quien vendría a ser Jesucristo, puesto que Jesús dijo, como ya hemos visto, que “nadie” había visto a “Dios”, refiriéndose, obviamente, a quien llamamos el Padre.
No obstante, cuando Dios entregó los diez mandamientos y algunos estatutos a la antigua Israel, vemos que enseguida el “Dios de Israel” apareció ante algunos dirigentes de Israel: “Subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno. Mas no extendió su mano sobre los príncipes de los hijos de Israel; y vieron a Dios, y comieron y bebieron” (Éxodo 24:9-11). Resulta claro que más de 70 líderes de Israel "vieron a Dios”. ¿Puede haber algo más revelador?
Quien llegó a ser Jesucristo fue quien caminó y habló con Adán y Eva en el huerto del Edén. Fue quien trató directamente con Abraham, Isaac y Jacob. Quien habló “cara cara” con Moisés (Números 12:8). ¡Quien pronunció los diez mandamientos en la cumbre del monte Sinaí!
Cuando entendemos la última frase del párrafo precedente, empezamos a captar por qué tantos sacerdotes y ministros evitan dar toda explicación del verdadero origen de Jesucristo. Casi todos han sido enseñados que los diez mandamientos fueron producto de un áspero Dios del Antiguo Testamento, y que Jesús de alguna manera sabía más que su Padre. En muchos casos, dan a entender que el apóstol Pablo, de alguna manera, sabía más que Jesús y que el Padre, y que puso fin a la ley de Dios, expresada en los diez mandamientos.
Esas personas pueden ser sinceras, pero se equivocan. Están cegadas (2 Corintios 4:3-4), como lo está todo el mundo. Recordemos lo que dijo Jesús acerca de la mayor parte de los líderes religiosos de su época: “Dejadlos; son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo” (Mateo 15:14).
Para quienes han aprendido que los diez mandamientos fueron abolidos, resulta difícil aceptar que quien vino a ser Jesucristo, fue la misma Persona que entregó el decálogo en forma codificada a Moisés. Es quien ordenó, como parte integral de la gran ley espiritual de Dios: “Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para el Eterno, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puertas, porque en seis días hizo el Eterno los Cielos y la Tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, el Eterno bendijo el sábado y lo santificó” (Éxodo 20:8-11, RV 1995).
La gran mayoría de los ministros desconocen que Dios, por medio de Jesucristo, ordenó específicamente a su pueblo que guardara, no cualquier día, sino el séptimo. Saben muy bien, que en toda su vida humana, Jesús guardó el séptimo día o sábado. ¡El mismo día que guardaban los demás judíos! Y probablemente también saben que los primeros apóstoles también lo guardaban. El historiador eclesiástico Jesse Lyman Hurlbut, junto con veintenas de respetados eruditos protestantes, reconoce: “Mientras que la mayor parte de la Iglesia era judía, se observaba el sábado hebreo” (Historia de la Iglesia Cristiana, pág. 41, 1999 Editorial Vida).
La mayoría de los ministros, repito, saben que el apóstol Pablo inspirado dice: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Y saben que ni Jesús ni sus apóstoles jamás pretendieron acabar con el sábado bíblico. Si hubieran hecho semejante intento, de revocar un precepto tan importante venido de la propia mano de Dios, los judíos a su alrededor se habrían sublevado, los habrían perseguido sin misericordia, no habrían permitido que siguieran adorando en el templo, y los habrían proclamado herejes e inicuos. Comparado con el formidable trastorno que habría causado una acción así, el tumulto a raíz de la circuncisión expuesto en Hechos 15, ¡parecería un juego de niños!
Ni Jesús ni sus discípulos, por supuesto, hablaron jamás de hacer un cambio así sobre la gran ley espiritual de Dios, y menos lo instituyeron. Transcurrido un cuarto de siglo, desde la crucifixión y la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia primitiva, los discípulos originales se mantenían “celosos por la ley” (Hechos 21:20). También el apóstol Pablo se mantenía fiel a la ley espiritual de Dios, los diez mandamientos, como vemos en el relato inspirado de las instrucciones que recibió de Santiago, apóstol de la sede: “Todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de de ti; sino que tú también andas ordenadamente guardando la ley” (Hechos 21:24).
Si a todos cuantos se declaran cristianos les enseñaran la verdad: que quien llegó a ser su Salvador, es el mismo que entregó los diez mandamientos, quizás actuarían de otra manera. ¡Sin duda el mundo sería un lugar menos peligroso! Todos comprenderían que el cristianismo verdadero es una religión que cumple la ley, un camino de vida basado en la gran ley espiritual de Dios. Aprenderían que, si bien nadie es perfecto, que hemos de crecer en el carácter de Jesucristo, y que es posible seguir su ejemplo por medio del Espíritu Santo en nosotros.
Como escribió el apóstol Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Entonces los discípulos entenderían la explicación dada por Juan, el apóstol amado, de lo que es el amor a Dios y cómo funciona: “Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3). Leerían con nuevos ojos la afirmación inspirada a Juan: “Aquí está la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apocalipsis 14:12)
El verdadero Jesucristo, revelado claramente en la Biblia, coexistía con el Padre desde la eternidad. Juntos planearon la creación de la humanidad. Hablando a nombre de sí mismo y del Padre, dijo el Verbo, quien más adelante fue Jesucristo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. Unos 4.000 años después, el Verbo se despojó voluntariamente de su gloria, el poder y la majestad indescriptibles que siempre había tenido junto con el Padre.
El apóstol Pablo escribió: “Cristo Jesús… se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los Cielos, y en la Tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre" (Filipenses 2:5, 7-11).
Jesús dijo: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30). El Verbo, que había sido “uno” con Dios, y que era Dios, “se despojó” para llegar a ser nuestro Salvador. Su vida, indudablemente vale más que todas las nuestras juntas, por cuanto creó no solamente a los seres humanos, sino también a todo el Universo. Habiéndonos comprado y pagado con su muerte en la cruz, Jesucristo es doblemente nuestro Dueño. Es nuestro Creador. Es nuestro Dios. Es nuestro Amo.
Muertos los primeros apóstoles, una gran apostasía se apoderó del nombre cristianismo. Las claras enseñanzas y ejemplos de Jesús y sus apóstoles comenzaron a sufrir alteraciones. El mismo concepto de Jesucristo como Amo, comenzó a deshacerse y alterarse permanentemente. Se llegó a considerarle como un Señor bondadoso que no exigía obediencia alguna a la ley espiritual, los diez mandamientos, que Él mismo había entregado a la humanidad. Su enseñanza clara y que persevera: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mateo 19:17), se desvirtuó con la explicación de que era únicamente para los judíos. Del mismo modo se olvidaron las afirmaciones del apóstol Juan: “El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él” (1 Juan 2:4). Estas claras afirmaciones se rechazan con el argumento de que su aplicación se limita al espíritu de la ley o a algún mandamiento nuevo de Jesús. Sin embargo, cuando estudiamos estos nuevos mandamientos, vemos que son magnificación de los diez mandamientos, ¡que el propio Jesús había dictado en el monte Sinaí! Y reiteramos: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).
Que Dios ayude a todos nuestros lectores a comprender, y responder al verdadero Jesucristo de la Biblia. Como Él mismo dijo: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lucas 6:46). Quienes realmente deseen obedecer al Jesucristo de la Biblia, escríbanos y soliciten un ejemplar gratuito de nuestro folleto, muy revelador y bien documentado que se titula: ¿Cuál es el día de reposo cristiano?
En El Mundo de Mañana estamos dedicados a restaurar el cristianismo original, la religión que Jesús y los apóstoles realmente enseñaron y practicaron. Podemos asegurar que Jesucristo viviente, quien existió con el Padre desde la eternidad, es el que guiará y bendecirá a quienes se propongan a hacer lo que instruye, y a adorarlo no solo como Salvador, sino como Amo y Señor ahora y para siempre. [MM]