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¿Por qué será que las democracias modernas no eligen dirigentes justos y temerosos de Dios?
La Tierra ha sido gobernada por reyes, reinas, faraones y dictadores durante la mayor parte de su historia. Los pueblos no han tenido voz en las decisiones sobre las leyes que los regían ni sobre quiénes las promulgaban e imponían su cumplimiento. El hombre del común pagaba impuestos por su trabajo, era reclutado para prestar servicio militar y estaba sujeto de mil maneras a los gobernantes de la Tierra… hasta que surgió la democracia moderna, los habitantes de muchos países tienen la oportunidad de elegir a sus gobernantes.
Pero, ¿a quiénes estamos eligiendo? ¿Serán líderes dedicados a construir una sociedad justa, equitativa y temerosa de Dios? Además, ¿qué revelan nuestras elecciones de líderes sobre nosotros mismos?
La historia del rey Saúl encierra una lección que merece considerarse. Leemos que Israel sufrió bajo el liderazgo de los hijos de Samuel: “Aconteció que habiendo Samuel envejecido, puso a sus hijos por jueces sobre Israel.… Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho” (1 Samuel 8:1, 3). Estos jóvenes abusaron de su posición y explotaban al pueblo, pero en vez de acudir a Dios, los ancianos israelitas exigieron una solución humana al problema, diciéndole a Samuel: “Constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones” (v. 5).
Cuando Samuel oró a Dios en busca de una solución, Dios le respondió: “Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos” (1 Samuel 8:7). Samuel llevaba muchos años sirviendo en representación de Dios. Cuando el pueblo quería saber la voluntad divina, acudía a Samuel o a otro profeta. Pero este recurso no les satisfizo, sino que quisieron seguir la costumbre de las naciones vecinas; querían un gobernante humano que visiblemente pudiera dirigirlos en sus batallas, que fuera su juez presencial y estableciera las leyes que le parecieran bien. Un dirigente así, pensaba Israel, nos “sacaría de apuros”. Samuel, inspirado por Dios, les advirtió de las consecuencias de su decisión, diciéndoles: “Clamaréis aquel día a causa de vuestro rey que os habréis elegido, mas el Eterno no os responderá en aquel día” (v. 18).
Y los israelitas recibieron al líder que merecían.
La historia de la elección de Saúl tiene algunos giros interesantes. Saúl reunía todas las cualidades aparentes para ser rey: “Había un varón de Benjamín, hombre valeroso, el cual se llamaba Cis, hijo de Abiel, hijo de Zeror, hijo de Becorat, hijo de Afía, hijo de un benjamita. Y tenía él un hijo que se llamaba Saúl, joven y hermoso. Entre los hijos de Israel no había otro más hermoso que él; de hombros arriba sobrepasaba a cualquiera del pueblo” (1 Samuel 9:1-2).
Saúl tenía la mejor herencia: su padre fue un líder poderoso. También era de muy buen parecer, alto y elegante, con las características exteriores que nos atraen en alguien que buscamos para ser nuestro líder. Dios estaba detrás del ascenso de Saúl al trono, pero estaba dándole al pueblo lo que sabía que deseaba. Veamos las palabras que inspiró en Samuel el día de la coronación de Saúl. “Ahora, pues, he aquí el Rey que habéis elegido, el cual pedisteis; ya veis que el Eterno ha puesto rey sobre vosotros” (1 Samuel 12:13).
¿Qué ocurrió cuando Dios concedió al pueblo lo que tanto deseaba?
Prosiguiendo la historia, los israelitas aprendieron que las apariencias engañan. Saúl no se mostró valiente, sino que se llenó de miedo delante del gigante Goliat: “Oyendo Saúl y todo Israel estas palabras del filisteo, se turbaron y tuvieron gran miedo” (1 Samuel 17:11). Quienes temían al gigante no eran solamente los soldados de a pie: Saúl, su rey, el más grande y más admirable hombre sobre el pueblo, estaba aterrado. Y en vez de portarse como un abanderado y un héroe, estuvo dispuesto a dejar que un joven sin experiencia, que ni siquiera formaba parte del ejército, se pusiera en su lugar, o mejor dicho, en su uniforme: “Saúl vistió a David con sus ropas, y puso sobre su cabeza un casco de bronce, y le armó de coraza” (1 Samuel 17:38). Leemos que David, por supuesto, rechazó la armadura de Saúl, confiando en que Dios lo protegería y fortalecería. Y Dios le entregó la victoria sobre Goliat.
Cuando Saúl reveló su verdadera naturaleza, los ciudadanos de Israel se daban cuenta de que su monarca carecía de algo más que valor. Esperaban que este hombre, con su aspecto de rey, los juzgaría con sabiduría, como se desprende de las palabras que habían dicho a Samuel: “He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones” (1 Samuel 8:5). Pero el rey que recibieron pronto dio a conocer su incompetencia. Mientras Israel se disponía a batallar contra los filisteos, Samuel le dijo a Saúl que lo esperara para presentar una ofrenda a Dios, y buscar su bendición; pero Saúl rechazó con ignorancia esas instrucciones y él mismo dirigió la ofrenda. Encolerizado por tal temeridad, Samuel le dijo: “¿Qué has hecho?” Y la respuesta de Saúl fue:
“Vi que el pueblo se me desertaba, y que tú no venías dentro del plazo señalado, y que los filisteos estaban reunidos en Micmas, me dije: Ahora descenderán los filisteos contra mí a Gilgal, y yo no he implorado el favor del Eterno. Me esforcé, pues, y ofrecí holocausto. Entonces Samuel dijo a Saúl: Locamente has hecho; no guardaste el mandamiento del Eterno tu Dios que Él te había ordenado; pues ahora el Eterno hubiera confirmado tu reino sobre Israel para siempre” (1 Samuel 13:11-13).
Solo un capítulo más adelante, vemos a Saúl nuevamente actuando mal, cuando, en un desacertado intento por mostrar su resolución de vencer a los enemigos de Israel, mandó al ejército ayunar en un día de batalla. Leemos que “los hombres de Israel fueron puestos en apuro aquel día; porque Saúl había juramentado al pueblo, diciendo: Cualquiera que coma pan antes de caer la noche, antes que haya tomado venganza de mis enemigos, sea maldito. Y todo el pueblo no había probado pan” (1 Samuel 14:24). Ese día terminó en un fiasco, cuando el hijo de Saúl, Jonatán, quebrantó el mandato de su padre sin saberlo, al probar la miel de un panal que encontró en el camino.
Más tarde, Jonatán se enteró con incredulidad de la ridícula orden decretada por su padre, que negaba a los hombres todo alimento mientras luchaban contra los filisteos. Y aquel día terminó en caos: “Se lanzó el pueblo sobre el botín, y tomaron ovejas y vacas y becerros, y los degollaron en el suelo; y el pueblo los comió con sangre” (1 Samuel 14:32). Las decisiones irracionales de Saúl, a cada paso habían traído malos resultados. El rey sabio que los israelitas habían esperado, se había convertido en una amenaza para su propio pueblo.
En vez de la fortaleza que su pueblo esperaba, Saúl mostró cobardía. En vez de sabiduría, mostró necedad. En vez de misericordia y benevolencia, manifestó un carácter envidioso y vengativo. En una palabra, los israelitas recibieron el rey que merecían. Aprendieron por las malas que los seres humanos son realmente incapaces de ver el corazón de otra persona, sino que se dejan engañar por las apariencias.
Muerto Saúl, Dios estableció a David como rey. Pero Dios le dijo a Samuel: “El Eterno no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Eterno mira el corazón” (1 Samuel 16:7). Aunque sus propios familiares no lo veían, Dios vio que, no obstante sus flaquezas, David era un hombre conforme a su corazón. Siglos después, fue recordado el contraste entre Saúl y David en el libro de los Hechos: “Pidieron rey, y Dios les dio a Saúl hijo de Cis, varón de la tribu de Benjamín, por cuarenta años. Quitado este, les levantó por rey a David, de quien dio también testimonio diciendo: He hallado a David hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero” (Hechos 13:21-22).
Un gobernante que los israelitas merecieron, que tenía solamente la apariencia de un buen líder guiado por Dios, terminó en el fracaso. En cambio, un hombre realmente bueno, y conforme a los deseos de Dios, llegó a ser el rey humano más grande en la historia de Israel. ¿Qué lección podemos obtener para nosotros?
Con el auge de la democracia moderna, nos hemos hecho la ilusión de que nosotros mismos podemos elegir a los mejores líderes. Buscamos personas que respondan a la imagen de lo que debe ser un líder. ¿Es de personalidad simpática? ¿Es alguien que nos motiva para querer seguirlo? ¿Trata los temas que nos interesan personalmente? ¿Defenderá nuestros valores?
Los ciudadanos de los países democráticos eligen a los candidatos que les parecen más llamativos. Pero en el fondo, la mayoría sabe que cada opción implica transigir con su propia conciencia. Tienen la esperanza… pero intuyen, aunque sea vagamente, que no pueden confiar plenamente en sus líderes.
Consideremos una encuesta reciente, con ciudadanos estadounidenses, por el Pew Research Center. Esto fue lo que revelaron sus encuestas: “El año pasado, el 16% dijo que confiaban en el gobierno casi siempre, o la mayor parte del tiempo, porcentaje entre los más bajos en casi siete decenios de encuestas” (Pew Research Center, 24 de junio del 2024). Vez tras vez decimos: Esta vez será diferente. Esta elección será diferente. Y aprendemos, como lo aprendió la antigua Israel, que lo que vemos en nuestros presuntos líderes generalmente es un espejismo de nuestros propios deseos.
¿Adónde nos lleva esto?
Para muchas personas y de muchas maneras, la vida en el mundo moderno, especialmente en el Occidental, indudablemente es mejor que la vida de los pueblos durante toda la historia. Hay quienes atribuyen esa mejora a la sabiduría y capacidad del hombre, pero los estudiosos de la Biblia saben que, la verdadera razón de la prosperidad de los Estados Unidos, y las naciones descendientes de los británicos, radica en la promesa hecha por Dios hace muchísimos años a Abraham. Esa promesa les concedía riqueza y prosperidad sin igual en toda la historia. Estas naciones heredaron un marco de valores que en gran parte eran bíblicos y, pese a su constante rebeldía contra esos valores, quienes se rigen por ellos continúan recibiendo sus beneficios.
Es triste constatar que en vez de acercarse más al Dios que los ha bendecido, y de suplicarle que guíe a sus naciones y líderes para que sigan sus caminos, como pueblo le han dado la espalda a Dios. Las Escrituras nos dicen qué piensa Dios de esas naciones: “Mi pueblo no oyó mi voz, e Israel no me quiso a mí. Los dejé, por tanto, a la dureza de su corazón; caminaron en sus propios consejos. ¡Oh, si me hubiera oído mi pueblo, si en mis caminos hubiera andado Israel! En un momento habría yo derribado a sus enemigos, y vuelto mi mano contra sus adversarios” (Salmos 81:11-14).
La gente dedica cantidades enormes de tiempo a promocionar a un líder político, discutiendo sobre la capacidad de los candidatos para traer soluciones a los países atribulados. Observamos a los políticos proclamando cuánto bien harán por el pueblo, cuán superiores son a sus rivales. Los vemos criticar y ridiculizar a sus rivales y, cerrando los ojos al hecho de que no reflejan ni bondad, ni verdad, ni sabiduría; se espera de ellos, en vano, algo mejor. Se espera que las decisiones que tomen en el cargo, de alguna manera concuerden con los valores divinos, aunque su carácter no lo sea. Y vemos a los conciudadanos apasionadamente desunidos respecto de qué candidato es el mejor, a la vez que vemos ampliarse las divisiones por principios, clases, culturas y condiciones socioeconómicas. Y pese a todo, creen ingenuamente que pueden decidir lo que será mejor para la nación, cuál de los líderes políticos traerá los mejores resultados.
¿Pero acaso alguien pregunta la opinión de Dios?
Claramente leemos lo que piensa Dios de la necedad: “Se levantarán los reyes de la Tierra, y príncipes consultarán unidos contra el Eterno y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas. El que mora en los Cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos. Luego hablará a ellos en su furor, y los turbará con su ira” (Salmos 2:2-5).
Pronto llegará el día cuando este mundo tendrá un líder escogido por Dios, un líder que traerá, finalmente, la paz y las soluciones a los problemas de la humanidad. Y será el mismo que escogió para la antigua Israel, un rey que era conforme a su propio corazón:
“Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre Él el Espíritu del Eterno; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor del Eterno. Y le hará entender diligente en el temor del Eterno. No juzgará según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos; sino que juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la Tierra; y herirá la Tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura. Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará… No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la Tierra será llena del conocimiento del Eterno, como las aguas cubren el mar. Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa” (Isaías 11:1-6, 9-10).
Las apariencias engañan, pero Jesucristo, como Rey de reyes, no juzgará según las apariencias sino según el corazón. Guiará con sinceridad y verdad, con amor, misericordia y bondad. En su reinado enseñará a la humanidad a quitarse la mentalidad carnal que le hace rechazarlo. Gobernará de tal manera que la humanidad querrá obedecerle y someterse a Él.
Desde Adán y Eva, la humanidad ha venido repitiendo la misma canción. Las bendiciones que Dios provee se reciben porque sí, y a Él se le da la espalda. Cuando comieron del árbol del conocimiento del bien y del mal, la primera pareja se declaró capaz de salir adelante por su propia cuenta, sin acudir a Dios como guía. Como resultado, la humanidad ha padecido bajo un sinnúmero de sistemas ideados por su propia imaginación, y que parecen superiores al camino de Dios.
Algunos de esos sistemas concebidos por la mente humana, incluso se presentan a nombre de lo que muchos creen provienen del cristianismo. En los Estados Unidos estamos viendo surgir una filosofía conocida como nacionalismo cristiano, que supuestamente aplica los principios cristianos a la política y al gobierno. Lamentablemente, como se puede leer en el artículo: ¿Es peligroso el cristianismo?, en la página 4 de esta edición; la gente olvida que los engaños más peligrosos nos llegan con el falso rótulo de cristianismo. Pero mirando hacia atrás el ejemplo de la antigua Israel, debe enseñarnos a desconfiar de quienes nos ofrecen a un rey humano, presidente o primer ministro; como sustituto satisfactorio de Dios y su gobierno perfecto.
El ejemplo de la antigua Israel, como hemos visto, es una oportuna ilustración para nosotros. Cuando los israelitas declararon que deseaban un rey humano en lugar de Dios, les dio el líder que merecían. ¿Acaso podemos negar que estamos haciendo eco de un coro rebelde, observando el estado actual de la política electoral? [MM]