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Un desastre desgarrador cobró la vida de 116 niños y 28 adultos. Pero por cada vida perdida, la Palabra de Dios ofrece una esperanza para el futuro.
En la mañana del 21 de octubre de 1966, el pueblo minero galés de Áberfan despertó en medio de una espesa niebla otoñal, tras semanas de copiosas lluvias. A la sombra de gigantescos apilamientos o vertederos de escombros de carbón, provenientes de las minas locales de Merthyr Vale, los niños caminaban hacia la escuela Pantglas Junior. A las nueve y quince minutos de la mañana, cuando empezaban las clases, se deslizaron por la pendiente 110.000 metros cúbicos de lodo de carbón licuado. Tras un estruendo atronador, siguió una masiva avalancha negra de seis metros de altura que, rompiendo las paredes y entrando con violencia por las ventanas, sepultó a los jóvenes escolares y al profesorado.
Aquel día perdieron la vida 116 niños y 28 adultos. Con todo y los esfuerzos heroicos de la comunidad y los servicios de rescate, solo sobrevivieron unos pocos que se encontraban en las aulas al fondo del edificio.
Esa catástrofe, la peor que haya afectado niños en la historia moderna del Reino Unido, estuvo a punto de borrar en segundos toda la generación de una comunidad. Los sobrevivientes, padres, hermanos y demás miembros de la comunidad adolorida, llevan 58 años sufriendo los profundos efectos del siniestro. ¿Qué consuelo y qué esperanza encontramos en la Palabra de Dios para quienes perdieron la vida, y para los sobrevivientes que sufren por recuerdos tan vívidos como si la avalancha hubiera ocurrido ayer?
Como tantas comunidades en el valle de Gales del Sur, Áberfan (pronunciado “Ábuvan”), existía a causa de la mina de carbón local, donde se empleaba a muchos trabajadores que laboraban tanto bajo tierra como en la superficie. Los mineros conocían los peligros de su trabajo, entre ellos el colapso de los túneles, la presencia de gases venenosos y la acumulación de polvo de carbón en los pulmones. Los riesgos para sus familias se consideraban mínimos en comparación.
La minería de carbón es un proceso que produce enormes cantidades de escoria, residuos que es preciso desechar. La mina de Merthyr Vale tenía varias escombreras, de las cuales la más reciente medía 34 metros de altura, y estaba situada sobre un manantial natural. En las últimas tres semanas, las lluvias copiosas de primavera habían convertido la escoria en lodo, y a las siete y treinta de esa mañana, los trabajadores del turno matinal se encontraron con un pequeño hundimiento del suelo.
Los estudiantes de la escuela primaria Pantglas, situada cuesta abajo del apilamiento, habían comenzado su último día de clases, antes de las vacaciones de medio semestre. Los desechos del carbón empezaron a deslizarse hacia ellos, avanzando a una velocidad que no dejó tiempo para advertencias. Los sobrevivientes relataron la manera en que el lodo inundó las aulas, atrapando cuerpos como un cemento espeso, y aplastándolos bajo el peso de los escombros. Cuando se detuvo el estrépito, todo estaba negro y silencioso. Los datos clínicos revelaron más tarde que la mayor parte de las víctimas murieron por asfixia. Quienes aún tenían vida, comprendieron que estaban atrapados al lado de sus maestros, amigos y compañeros que habían perecido. Incapacitados para liberarse, esperaron el rescate.
La comunidad no tardó en darse cuenta de la magnitud de la catástrofe, y se lanzó a trabajar a mano limpia para liberar a los sobrevivientes. Llegaron socorristas y mineros, conscientes de que sus propios hijos aún estaban desaparecidos. Aparte de todo, el alud había roto la tubería principal del acueducto y esto sumó más agua al lodo. Al principio había pocas herramientas de trabajo, y los escombros se pasaban de mano en mano por una fila de gente. De cuando en cuando sonaba un pito, y centenares de rescatadores quedaban en silencio, atentos a oír gritos de algún sobreviviente. Aun los más fuertes rompían en llanto, ante la situación tan horrenda. Después de las once de la mañana no se hallaron más sobrevivientes, y no fue hasta una semana después que se logró recuperar la totalidad de las víctimas. Los cuerpos se iban depositando en una capilla vecina para su identificación. Reinaba un espíritu de cooperación extraordinario, y cuando la noticia se publicó en la televisión, llegó gente de fuera de Áberfan para ayudar.
Se estima que unas 10.000 personas asistieron a las exequias colectivas de 81 niños y una madre, sepultada en el cementerio de Áberfan el 7 de octubre con sus dos hijos a ambos lados. Hoy un jardín conmemorativo florece en el sitio de la escuela Pantglas Junior.
Para muchos de los escolares sobrevivientes, ese fue el día en que se acabó su niñez. Algunos jamás han hablado en detalle de su experiencia, mientras que otros han hallado consuelo al compartir sus recuerdos y su dolor. Muchos sufrieron terrores nocturnos, temor a la oscuridad, síndrome postraumático y sensación de culpa por contarse entre los que sobrevivieron. Los padres que habían perdido a sus hijos no soportaron ver a los otros niños jugando en la calle. Tan grande era su pena que evitaban toda mención de sus hijos fallecidos, incluso con otros que habían sufrido la misma pérdida.
El 2 de noviembre de 1966 se inició un juicio de cinco meses para investigar la causa del desastre, que determinó que la Junta Nacional del Carbón era completamente responsable. El temor al cierre de la mina y a la pérdida importante de puestos de trabajo, tal vez había hecho que la comunidad dudara a la hora de afrontar los posibles peligros.
En el 50 aniversario de la catástrofe, el rey Carlos III, entonces Príncipe de Gales, habló en Áberfan refiriéndose a la más dolorosa pena de la comunidad, pero también a su más ejemplar generosidad y a la valentía y resolución de los sobrevivientes. Al pensar en la trágica pérdida de vidas jóvenes, sus posibilidades sin llegar a realizar, y la pena desesperada de las familias afectadas; tenemos que preguntar: ¿No tendrán ninguna esperanza?
Dios tiene un plan y un propósito para toda la humanidad: “Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice el Eterno, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jeremías 29:11). Hay quienes pensarán que aquellos niños de Áberfan no tienen futuro ni esperanza, que su breve paso por la vida llegó a su fin ese día con todos sus sueños sin cumplir. Sin embargo, las Escrituras son claras cuando dicen que los muertos solo están dormidos, a la espera de retornar a la vida (1 Tesalonicenses 4:13-15). Nuestra esperanza debe reflejar la del apóstol Pablo: “Teniendo esperanza en Dios… ha de haber resurrección de los muertos” (Hechos 24:15).
Apocalipsis 20:5 dice que tras los primeros mil años del reinado de Jesucristo en la Tierra, “los otros muertos” resucitarán, y Ezequiel 37 explica que esta será una resurrección a la vida física, no a la inmortalidad, como la primera resurrección del pueblo de Dios al final de la era presente. Esa resurrección incluirá a la gran mayoría de las personas que han vivido, porque nunca tuvieron la oportunidad de conocer a Dios (Mateo 11:21-24; Juan 6:44, 65).
Los preciosos niños de Áberfan tendrán su oportunidad de conocer la Biblia. Y Dios dice que entonces los juzgará con misericordia “por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:12). Al considerar a los miles de millones que mueren en circunstancias trágicas, es consolador e inspirador saber que su doloroso fin no es el fin.
Con su amor inconmensurable por la humanidad, Dios tiene planes increíbles para los niños de Áberfan, creados todos a su imagen (Génesis 1:26-27). No los ha olvidado, sino que ellos vivirán, volverán a ver a sus amigos y compañeros, y sabrán lo que es la felicidad abundante en la obediencia a Dios. Llegarán a comprender la finalidad suprema que Dios ha dispuesto para todo ser humano, y tendrán la oportunidad de aceptar genuinamente la verdad divina. Esta es la esperanza maravillosa para el futuro de las familias y los niños de Áberfan. [MM]